El planeta misterioso (17 page)

BOOK: El planeta misterioso
11.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

La teoría del Potencio fue considerada errónea por el Consejo, y abandonada. Ya ni siquiera se mencionaba a los padawans.

—Yo también tengo muchas ganas de descubrir su significado —dijo Obi-Wan.

«¡Y el cómo y el porqué la usan aquí!»

El patio contenía una multitud de celebrantes abigarradamente vestidos que, repartida en grupos de cinco o seis personas, guardaba silencio. Anakin y Obi-Wan avanzaron lentamente siguiendo la indicación de Sheekla Farrs. Una mujer empezó a cantar suavemente: era la misma canción que había llegado hasta ellos desde las otras aeronaves.

En los ferroanos, la madurez oscurecía los cabellos de los hombres, pero no los de las mujeres. Dos hombres bastante mayores de cabelleras negro azabache fueron hacia ellos, sosteniendo fajines de los que colgaban unos frutos de color rojo sangre parecidos a las calabazas. El más alto de los dos deslizó el fajín alrededor del cuello de Obi-Wan, y el otro pasó el suyo por la cabeza de Anakin. Después todos se unieron a la canción, y los ecos del coro de voces hicieron vibrar las paredes de piedra del patio.

Farrs sonrió alegremente.

—Vuestro aspecto y vuestro olor les gustan. No tenéis miedo.

El más alto de los hombres dio un paso atrás y anduvo en un gran círculo, sacando el mentón hacia tres puntos de la rosa de los vientos de Zonama, y después se volvió Hacia Obi-Wan y extendió las manos.

—Tu ofrenda al Potencio —sugirió Farrs.

A una seña de Obi-Wan, Anakin metió la mano debajo de la túnica y sacó la bolsa que contenía los viejos lingotes de aurodio de la República. Se la entregó a Obi-Wan, quien a su vez se la entregó al anciano, el cual la aceptó con una sonrisa y una pequeña reverencia.

—Ahora os presentaremos a Sekot —dijo Farrs, recompensándolos con una radiante sonrisa en la que nada relacionado con el dinero podía tener cabida—. ¡Me siento muy, muy optimista!

22

E
l largo viaje a través del hiperespacio estaba empezando a aburrir a Sienar. En aquel momento se encontraba sentado un sillón vuelto hacia un mamparo desnudo en los alojamientos del comandante a bordo del
Almirante Korvin,
pasándose distraídamente un pequeño cilindro metálico de una mano a otra mientras permanecía absorto en sus pensamientos.

Aunque la teoría del hiperespacio le fascinaba —y pese a que siempre estaba interesado en diseñar naves que pudieran ir más y más deprisa mediante aquella modalidad del viaje extradimensional—, probarlas personalmente le interesaba muchísimo menos. Las rutinas del mando encerraban todavía menos interés. Sienar prefería trabajar en solitario, y siempre había estructurado su vida de tal manera que pudiera pasar la mayor parte de su tiempo a solas, pensando.

Pero de pronto esa tendencia se había convertido en una mera debilidad más.

Hasta el momento se habían llevado a cabo tres inspecciones del
Almirante Korvin
y de las bodegas que contenían la mayor parte de su armamento. Con un plan empezando a cobrar forma dentro de su mente, aunque todavía estuviera en fase embrionaria, Sienar había ordenado una inspección personal e individual de los distintos sistemas de armamento —los androides que andaban, los androides que volaban, los androides que podían tanto andar como volar, los androides grandes y los androides pequeños, muchos no más grandes que su mano—, todos ellos tan tediosos cuando no quería tener nada que ver con aquellas máquinas. Por mucho parloteo vacío que le hubiera soltado Tarkin, Sienar conocía sus limitaciones y era muy consciente de ellas.

No podía olvidarse de los androides que se habían quedado tiesos como palos en Naboo, tan lentos a la hora de pensar como a la de disparar mientras eran controlados centralmente por sus estúpidos sosias orgánicos, esos eran los androides que, en última instancia, habían acabado con la Federación de Comercio.

Por mucho que intentara sentir entusiasmo por sus herramientas, Sienar no podía calmar aquel escozor intelectual que le decía que le estaban tendiendo una trampa. El problema era que no tenía ni idea de por qué le estaban tendiendo una trampa. ¿Quién podía beneficiarse del fracaso de aquella misión?

Se aproximaba el momento —suponiendo que pudiera llamarse momento a nada de cuanto ocurría a bordo de una nave que volaba vertiginosamente por encima del tiempo— en el que tendría que reunirse con Ke Daiv, el tallador de sangre al que habían nombrado «ayudante» suyo. Ke Daiv le daba escalofríos, pero al menos parecía inteligente y, a pesar de su fracaso contra los Jedi, lo suficientemente competente. Extrañamente, cuando Sienar se levantó de su sillón para pasear por su espacioso y bien provisto camarote, la posibilidad de que Ke Daiv fuera el encargado de ejecutarlo en el caso de que él fracasara a su vez no le inquietó en lo más mínimo.

Necesitaba más blindaje, y un aliado cuyos motivos entendiera y en los que pudiera confiar aunque sólo fuese en parte.

Se irguió. Había llegado el momento de comprobar el blindaje de Ke Daiv. Lo haría antes de lo previsto, y mientras todavía estaban incomunicados dentro del hiperespacio.

Eso requeriría ciertos preparativos previos.

Sienar sacó una pequeña caja de su maleta cerrada y codificada y la examinó bajo la intensa claridad que descendió del techo en cuanto pulsó un botón. Una mesita y un juego de herramientas surgieron del suelo delante del ventanal cerrado encarado hacia la proa que ocupaba la mayor parte de la pared en la sala de estar del comandante.

Las herramientas dispuestas encima de la mesa las había obtenido de los almacenes de la nave el día anterior. Sienar no tenía los dedos demasiado firmes, pero el trabajo de preparar la caja no era excepcionalmente delicado.

Una de las razones por las que Sienar tenía tan poca fe en los androides era que ya hacía mucho tiempo que había creado maneras de subvertirlos. Por razones particulares —y porque siempre había estado convencido de que los androides de combate abandonados a sus propios recursos acabarían fracasando—, nunca había comercializado aquellos artículos.

Dentro de la caja había un verbocerebro de androide de aduanas diseñado por él mismo y provisto de sus propios programas.

Rozó un botón de comunicaciones con la punta de un dedo, y una imagen del capitán Kett cobró una «vida» de baja resolución ante él. Sienar podía ver a Kett, pero Kett no podía verlo.

—Envíe un baktoide modelo E-5, plenamente operacional y armado, a mis alojamientos.

Autómatas de Combate Baktoide había diseñado y manufacturado aquellos androides pesados y torpes como sustitutos del equipamiento estándar de la Federación de Comercio después de Naboo, y antes de su asimilación por la República. Sienar hubiese preferido un modelo más ligero, pero los E-5 tenían potencia de sobra y sus motivadores eran bastante buenos. En opinión de Sienar, eran los mejores de una especie mediocre; su falta de inteligencia constituía su mayor debilidad. Sus verbocerebros eran tan lentos como los de cualquier tanque. Pero después de todo, Baktoide estaba especializada precisamente en eso: transportes y tanques.

Sienar conocía bien al jefe de diseñadores. El muy imbécil adoraba los tanques.

Abrió la caja, sacó el verbocerebro e insertó un nuevo cilindro de programación en una ranura vacía. El rotador instalado dentro de la unidad empezó a zumbar inmediatamente, iniciando una rápida búsqueda de datos entre su irradiación de entradas.

Con aquello, Sienar se creía capaz de hacer que un E-5 bailara como una twi'lek.

Y con el E-5 modificado convertido en un mueble más de sus alojamientos, recibiría a Ke Daiv y le diría una o dos cosas sobre las personas —los humanos— para los que estaba trabajando.

23

L
a multitud se separó en silencio para dejar pasar a Obi-Wan y Anakin, que atravesaron el patio en solitario. Sheekla Farrs se quedó atrás y los vio acercarse a las enormes puertas de piedra y lámina. Las puertas giraron sobre sus goznes. Al otro lado del umbral había una gran cámara esférica descubierta, como el interior de una pelota a la que le hubieran rebanado la parte superior. El sol de última hora de la mañana deslizaba un óvalo resplandeciente a través del fondo de la cámara, que hervía con la agitación de millares de seres vivos: bolas cubiertas de pinchos un poco más pequeñas que una cabeza humana.

Obi-Wan observó aquel movimiento con cierta preocupación. Anakin, sin embargo, contempló a los millares de esferoides erizados de pinchos con una sonrisa en los labios.

—Estas bolas crecerán para convertirse en nuestra nave —le susurró a Obi-Wan.

—Eso todavía no lo sabemos —dijo Obi-Wan.

—Un Jedi puede percibir su destino, ¿no? —replicó Anakin.

—Un Jedí que haya completado su adiestramiento puede confiar en esos presentimientos, pero los cambios en la Fuerza pueden engañar a un aprendiz.

Anakin echó a correr y Obi-Wan se apresuró a seguirlo. El muchacho extendió los brazos como en un gesto de bienvenida.

Al otro extremo de la gran cámara, todos los organismos cubiertos de espinas interrumpieron bruscamente su crepitante agitación. Salvo por una brisa matinal que bajaba perezosamente de la abertura al cielo, el silencio llenó la sala.

— ¡Son compañeros-semilla! —gritó Anakin.

Las puertas se cerraron silenciosamente tras ellos. Estaban solos con los compañeros-semilla, si es que era aquello lo que eran. Obi-Wan se dijo que no debían llegar a conclusiones apresuradas, pero era obvio que Anakin no tenía absolutamente ninguna duda.

— ¿A qué estás esperando? —gritó el muchacho.

Su voz no creó eco alguno, ya que la gruesa alfombra de bolas de pinchos absorbía todos los sonidos.

—Deberíamos dejar que ellas tomaran la iniciativa —le aconsejó Obi-Wan en voz baja.

Anakin frunció el ceño impacientemente. De pronto volvió a ser un muchacho de doce años y nada más que un muchacho, como si los tres años de adiestramiento en el Templo se hubieran esfumado sin dejar rastro. Obi-Wan le puso la mano en la espalda y percibió la tensión que había en el cuerpo y los miembros del muchacho, como un animal joven, totalmente impenetrable a las sugerencias.

Por un momento aquella súbita desaparición de todos los aspectos de sus enseñanzas que acababa de presenciar en su padawan llenó de consternación a Obi-Wan. Era como si se encontrara detrás de un niño totalmente distinto a aquel que Qui-Gon había creído tan especial.

Anakin habló, sus palabras apenas audibles.

—Estoy preparado —añadió después, levantando la voz.

Sólo entonces comprendió Obi-Wan lo que estaba ocurriendo, y el vello de la nuca se le erizó de una manera como no lo había hecho en años, desde que se enfrentó y derrotó, aunque por muy poco, al extraño Sith rojo y negro con la espada de luz de doble hoja, Darth Maul, el Síth que había herido de muerte a Qui-Gon.

El muchacho se había aislado completamente de todas las vibraciones personales exteriores. Había entrado en el silencio de la Fuerza de una manera que Obi-Wan todavía encontraba excepcionalmente difícil de dominar, aunque no imposible, y el muchacho lo había hecho en fracciones de segundo.

Con el veloz genio natural de un niño, Anakin se había convertido en una antena silenciosa que escuchaba a las criaturas inmóviles dentro de la esfera.

Y las bolas de pinchos, a su vez e igualmente silenciosas, escuchaban a aquellos dos nuevos clientes en potencia con toda la abierta franqueza de otra variedad de infancia.

—Quieren algo de nosotros —sugirió Obi-Wan.

Anakin sacudió la cabeza. El aprendiz no estaba de acuerdo con el maestro, no por primera vez y, sospechó Obi-Wan, tampoco por última.

—No somos lo que esperaban —dijo Obi-Wan.

Anakin asintió.

Dos de las esferas erizadas de pinchos se desprendieron de la parte central de la pared y rodaron sobre sus compañeras hasta llegar al vacío en el cuenco del suelo, aquel espacio desierto que rodeaba a los dos humanos. Las bolas de pinchos rodaron lentamente, siguiendo una trayectoria serpenteante para acabar deteniéndose a unos centímetros de los pies del muchacho.

Más bolas de pinchos se desprendieron de la pared y las siguieron. En cuestión de momentos, Anakin y Obi-Wan se encontraron rodeados por diez compañeros-semilla, cada uno de los cuales producía suaves chasquidos y exudaba un delicioso aroma a flores.

—Lo aprueban —dijo Anakin mirando a su maestro—. Sienten que no tenemos miedo. —En los ojos del muchacho, el entusiasmo había sido enfriado por una nueva cautela—. Pero... Si nos aprueban, eso significa un autentico compromiso, ¿verdad?

—Supongo —dijo Obi-Wan.

—Para ellos tiene que ser algo muy serio.

—Tal vez.

Las diez bolas de pinchos retrocedieron y pusieron fin a sus nerviosos movimientos. El aire estaba impregnado por su aroma, que se había vuelto tan fresco y picante como la brisa de un mar salado.

—Ojalá Sheekla nos hubiera contado algo más —dijo Anakin, recorriendo la cámara con los ojos.

La atmósfera se estaba cargando de humedad, como si fuera a estallar una tormenta.

Las bolas de pinchos empezaron a vibrar sobre el suelo. Obi-Wan alzó la mirada hacia el final del muro y vio muchas más bolas bajando hacia ellos. Su decidido descenso pronto se convirtió en un frenético desplome. La alfombra de compañeros-semilla se disgregó a medida que docenas primero, y centenares de las esferas erizadas de pinchos después, se desprendieron del muro y cayeron para chocar con sus congéneres en el fondo del cuenco. Las bolas de pinchos rebotaron, silbaron y chasquearon, liberando una nube asfixiante de aroma entre eléctrico y floral.

— ¡Van a dejarse caer todas! —gritó Anakin y se volvió, pero no había ningún sitio al que poder huir. El muchacho se irguió y después se agazapó y extendió la mano hacia Obi-Wan—. ¡Esto va a ser serio! ¡Pero hagas lo que hagas, no tengas miedo!

Obi-Wan buscó instintivamente su espada de luz, pero aquello no habría servido de nada. Lo único que podían hacer era permanecer inmóviles espalda contra espalda y taparse la cara mientras todas las bolas de pinchos de la cámara caían al suelo en una cascada espinosa. Unos segundos después, el diluvio cayó sobre Anakin y Obi-Wan para golpearlos y bambolearlos implacablemente. Maestro y aprendiz extendieron las manos para impedir que sumergieran sus rostros. Pero el torrente los presionaba por todos lados, alzándose sobre sus cabezas y aplastándoles los dorsos de las manos contra los labios y la nariz. Fragmentos de caparazones de bolas de pinchos volaron por los aires, y una nube de polvo se elevó del confuso amasijo.

Other books

The List Of Seven by Mark Frost
Autopilot by Andrew Smart
By Bizarre Hands by Lansdale, Joe R.; Campbell, Ramsey; Shiner, Lewis
A Nation of Moochers by Sykes, Charles J.
The Wizard of Death by Forrest, Richard;
The Stolen One by Suzanne Crowley
By a Slow River by Philippe Claudel
Jakob’s Colors by Lindsay Hawdon
Death Valley by Keith Nolan