Read El planeta misterioso Online
Authors: Greg Bear
Anakin y Obi-Wan no podían moverse.
Y unos segundos después, ya ni siquiera podían respirar.
—
S
iento un gran respeto por la cultura de los talladores de sangre —le dijo Raith Síenar a la alta figura dorada que aguardaba en silencio en la antesala de los alojamientos del comandante.
Podía oír la lenta y suave respiración de Ke Daiv y los rítmicos chasquidos de las largas uñas negras de una mano que subía y bajaba rítmicamente, chocando unas con otras como campanillas de madera sacudidas por una brisa.
— ¿Por qué me has traído aquí? —preguntó Ke Daiv pasados unos momentos—. Es pronto en la misión.
— ¡Cuánta insolencia!
—Es mi manera de ser. Sirvo y obedezco, también a mi manera.
—Comprendo. Ponte cómodo, por favor —dijo Raith, retrocediendo y señalándole la sala de estar.
Ke Daiv dio medio paso adelante, y después titubeó y se inclinó ligeramente.
—No soy digno.
—Si
yo
digo que eres digno, entonces eres digno —le dijo Sienar al joven tallador de sangre, hablando con la dosis de firmeza justa para ser obedecido.
Ke Daiv volvió a inclinarse ante él y entró en la sala de estar. Los protectores de los ventanales aún estaban cerrados. El androide navegacional había predicho que todavía pasarían otras cuatro o cinco horas dentro del hiperespacio antes de que emergieran al espacio real.
—Siéntate, por favor —insistió Sienar.
Quería mantener en reserva su voz de mando. Presentía que Ke Daiv se mostraría más susceptible a su debido tiempo, después de que hubiera sido informado de unas cuantas cosas acerca de su situación... y de la de Raith Sienar.
Ke Daiv dobló delicadamente sus tres articulaciones y se arrodilló junto a la mesa de cristal, en vez de sentarse en el diván.
— ¿Se te ha tratado bien a bordo del
Almirante Korvin?
—preguntó Sienar.
Ke Daiv no dijo nada.
—Me preocupa tu bienestar —dijo Sienar.
—Se me alimenta y puedo estar a solas en un pequeño alojamiento reservado para mí. Como no formo parte de la tripulación, los humanos se mantienen alejados de mí, y eso es bueno.
—Comprendo. Podría decirse que hay una especie de muro, ¿hmmm?
—No más que en Coruscant. Mi pueblo es escaso en esa parte de la galaxia. Todavía no hemos dejado nuestra huella.
—Por supuesto. Personalmente, admiro a tu pueblo y espero que podamos intercambiar información útil para ambos —dijo Sienar.
Ke Daiv volvió la cabeza, y su rostro formó aquella desconcertante especie de hoja cortante cuando sus faldones nasales se unieron. Después se volvió lentamente hacia el androide E-5 inmóvil en un rincón. El androide dirigió su gruesa cabeza aplanada hacia ellos, los ojos rojizos reluciendo como ascuas, y alteró su postura para quedar encarado hacia el tallador de sangre.
— ¿Crees todo lo que se te ha dicho acerca de esta misión? —preguntó Sienar.
Ke Daiv volvió un ojo hacia él, pero mantuvo el otro fijo en el E-5.
—Se me ha dicho muy poco. Sé que no confías en mí.
—En ese aspecto estamos iguales —dijo Sienar—, Y en ningún otro, por supuesto. Sigo siendo el comandante. Soy tu jefe.
—Si tan seguro estás, ¿por qué recordármelo? —preguntó Ke Daiv secamente.
Sienar sonrió y extendió las manos hacia él en un gesto lleno de admiración.
—Puede que seamos iguales en otros aspectos. Tú tienes dudas, y yo tengo dudas. Sabes poco o nada sobre mí, o sobre lo que me estoy guardando.
Las articulaciones de Ke Daiv crujieron suavemente, y apartó la mirada del E-5. El androide no le asustaba en lo más mínimo.
— ¿Qué es lo que deseas saber?
—Tengo entendido que tienes un contrato con Tarkin.
—No puedes entender aquello que no sabes, y no puedes saber esto.
—Un poquito de respeto, por favor —le sugirió Sienar con
un
suave gruñido.
—Comandante —añadió Ke Daiv con otro chasquido de las articulaciones de su brazo.
—Háblame de tu acuerdo.
—No me importa morir. He caído en desgracia ante mi familia, y la muerte no es temida.
—No tengo intención de matarte, ni de permitir que mueras —dijo Sienar—. El androide esta aquí por si se da el caso de que hayas recibido instrucciones de matarme. Se encuentra totalmente sometido a mi control.
— ¿Por qué iba nadie a desear matarte? Eres el comandante.
— ¡Cuánta insolencia! —exclamó Sienar chasqueando la lengua—. Casi resulta admirable. Yo preguntare y tú responderás, por favor.
—Muestras debilidad en tus frases.
—No. Muestro cortesía y esa es mi cultura y la forma en que se me ha criado, y tú muestras ignorancia acerca de mí, y eso sí que es una autentica debilidad, Ke Daiv.
Ke Daiv guardó silencio una vez más y se volvió hacia el ventanal cerrado.
—Tienes otras debilidades. Tu contrato con Tarkin es cuanto te mereces, porque no conseguiste matar a un Jedi.
—Dos Jedi —le corrigió Ke Daiv.
—Un lapsus comprensible, pero aun así, una humillación para tus superiores y, supongo, para tu clan. ¿Esperas compensar dicha humillación triunfando en esta misión?
—Siempre espero el éxito.
Sienar asintió.
—Matar Jedi es un trabajo para rufianes, Ke Daiv. Los Jedi son fuertes y tienen sentido del honor, y respetan a todos los pueblos y sus costumbres. ¿Qué razón puedes tener para querer matarlos?
—No tengo honor en mi familia, y eso es cuanto puedo decir —repuso Ke Daiv.
—Antes de partir hice algunas investigaciones en Coruscant y descubrí que en el registro genealógico de los talladores de sangre figuras como «extendido», lo cual creo significa una especie de libertad condicional sometida a unas condiciones muy rigurosas. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí.
—Cuéntame cómo llegaste a encontrarte en esa situación. Es una orden.
—No puedo hablar de ello —dijo Ke Daiv.
—Sí desobedeces mi orden, puedo hacerte ejecutar... bajo las reglas de la Federación de Comercio en la que estos oficiales todavía creen y que todavía observan. Eso significaría que ya no tendrías ninguna posibilidad de redimirte y te pondría en la lista de exclusión permanente del Arte Más Allá de la Muerte. Ese es el final de la vida dentro del sistema de creencias de los talladores de sangre, una concepción realmente magnífica de la otra vida con la que, si quieres que te sea sincero, no me gustaría nada tener que interferir.
La cabeza de Ke Daiv descendió ligeramente, como si se inclinara bajo algún peso invisible.
—Has contactado con mi clan —dijo—. Me cubres de una vergüenza tan grande que nunca seré capaz de borrarla.
—No, no he contactado con tu clan —dijo Sienar—. Y no pretendo infligirte vergüenza alguna. Respeto a los talladores de sangre y sus costumbres, y ya tienes bastantes problemas. Pero te pido que escuches con mucha atención lo que voy a decirte.
Ke Daiv alzó la cabeza y sus faldones nasales se replegaron sumisamente hacia sus mejillas.
—Seguiste a tu presa hasta el fondo del pozo de residuos de Wicko y, lo cual es realmente notable, sobreviviste a los gusanos de la basura que moran en él —dijo Sienar—. Lograste salir de allí a pesar de que todo estaba en tu contra y comunicaste que habías fracasado. Eso demuestra una valentía digna de cualquier guerrero del clan, y una fidelidad al deber que supera a cuanto he oído contar en Coruscant desde hace bastantes décadas. Y sin embargo y a pesar de ello, corren rumores de que...
Sienar hizo una pausa melodramática y sacudió la cabeza con incredulidad.
—Corren rumores de que quizá no haya lugar para tu gente en el futuro de la República. De hecho, puede que no haya lugar en ese futuro para ninguna raza aparte de la humana. Personalmente, yo nunca apoyaría tales planes. ¿Y tú?
Ke Daiv miró fijamente a Raith Sienar.
— ¿Es verdad eso?
—Es lo que me dijo un viejo amigo y compañero de clase que parecía saber de qué hablaba.
— ¿Tarkin?
Sienar asintió y, usando su tono más persuasivo, adiestrado por años de hablar con compradores de flotas y armamento y agentes de embarque, dijo:
—Examina tus recuerdos de Tarkin y muéstrate en desacuerdo conmigo si debes hacerlo.
Ke Daiv cerró los ojos, los abrió y no dijo nada.
—Ahora hablemos, y veamos si hay planes acerca de los cuales podamos ponernos de acuerdo —dijo Sienar.
Y, por supuesto, a partir de aquel momento prácticamente todo lo dijo él.
L
as enormes puertas de lámina y piedra volvieron a girar sobre sus goznes, abriéndose tan silenciosamente como la tenue corriente de murmullos que descendía por el cuenco abierto de la estancia contigua. La multitud congregada para la celebración había retrocedido hasta la periferia de la gran sala, dejando a Sheekla Farrs sola junto a las puertas. Gann se reunió con ella.
Atisbaron curiosamente dentro de la gran cámara redonda. Las bolas de pinchos que volvían a cubrir los muros estaban tan inmóviles como la piedra a la que se aferraban. En el fondo del cuenco, al final de una leve pendiente que se iniciaba en las grandes puertas, una pila de escombros se alzaba dos metros por encima del suelo.
Un suspiro surgió de la multitud.
Farrs pronunció dos nombres.
Obi-Wan Kenobi fue el primero en levantarse y se examinó a sí mismo con rápidos gestos. Tres bolas de pinchos seguían aferradas a él, una en cada brazo y otra en su pecho. Su presa era tenaz, y Obi-Wan no intentó desalojarlas, por mucho que quisiera hacerlo. Contempló los montones de pinchos desprendidos y caparazones que cubrían el fondo del cuenco, los residuos de la aterradora cascada, y vio un brazo asomando del montón más grande. Fue hacia él con un gruñido, cogió la mano de Anakin y lo incorporó.
Anakin estaba cubierto de pies a cabeza por las bolas de pinchos, con un total de doce. Su pulso era lento y regular, pero el muchacho había buscado refugio dentro de sí mismo para conservar oxígeno y evitar el shock que podía derivarse de las lesiones físicas, y tenía los ojos cerrados.
— ¡Grandes cielos! —exclamó Farrs—. ¿Se encuentra bien? Nunca habíamos visto tal...
Gann bajó corriendo la pendiente que llevaba al fondo de la cámara y ayudó a Obi-Wan a transportar al rígido muchacho cargado de esferas a través de las puertas. Lo acostaron encima de un almohadón traído por dos jóvenes asistentas. Todos tuvieron mucho cuidado de no desalojar a los compañeros-semilla. En cuanto vio a los clientes, la multitud volvió a exhalar un suspiro colectivo, y algunos murmuraron unas cuantas palabras como si estuvieran rezando.
—Grande es el Potencio, grande es la vida de Sekot...
—Todos sirven y son servidos, y todos se unen en el Potencio...
Obi-Wan trató de contener su ira y su preocupación, temiendo que si no lo hacía quizá revelaría su espada de luz y exigiría respuesta para unas cuantas preguntas.
— ¿Sabías que ocurriría esto? —le preguntó a Sheekla Farrs apretando los dientes.
El rostro de Farrs estaba lleno de consternación.
— ¡No! ¿Está vivo?
—Está vivo. ¿Les servimos de sustento?
Obi-Wan se llevó la mano a la bola de pinchos de su pecho. La criatura había atravesado su chaqueta y su túnica con un pincho para llegar a la piel que había debajo, pero Obi-Wan no sintió ninguna herida allí, meramente una molesta abrasión.
—No —dijo Gann, arrodillándose junto a Anakin—. No os chupan la sangre. ¡Tantos! Nunca habíamos visto tantos compañeros en un cliente...
—Tres es normal —lo interrumpió Farrs, terminando la frase por él—. Tú tienes el número normal. ¡Tu estudiante tiene que ser un joven realmente extraordinario!
— ¿Qué las impulsaría a hacerlo? —se preguntó Gann.
Los párpados de Anakin temblaron suavemente. Después el muchacho abrió los ojos y contempló a Obi-Wan desde las profundidades de una calma inefable. De alguna manera inexplicable, Anakin había logrado conservar aquella paz interior incluso cuando se enfrentaba a un terrible peligro.
—No estás herido —le dijo Obi-Wan—. Se aferran pero no hieren.
—Lo sé —dijo Anakin—. No son hostiles. Había tantas que querían unirse a nosotros..., ¡y todas a la vez!
Obi-Wan se volvió hacia Farrs.
—Ocultáis una verdad —le dijo.
Gann pareció sentirse culpable, pero Farrs sacudió la cabeza y dijo a las asistentas que llevaran al muchacho a la sala de posreunión. Las dos jóvenes, no mucho mayores que Anakin, lo ayudaron a levantarse evitando tocar las bolas de pinchos, y el grupo fue hacia una pequeña puerta que había junto a un rincón. Anakin sonrió tímidamente a las muchachas.
Las cabezas de todos los presentes se volvieron hacia ellos para seguirles hasta que desaparecieron por la puerta.
Los muros de piedra de la pequeña estancia de techo bajo que había al otro lado tenían una abertura, un angosto ventanal que mostraba un trozo de cielo y el verde y púrpura de la vegetación.
—He de verificar algo... —murmuró Farrs, y los llevó hacia una mesita iluminada por una gran lámpara.
Farrs y Gann sacaron varios instrumentos de acero y cobre de un armario y midieron las bolas de pinchos de Anakin, después de lo cual pellizcaron los pinchos con que se aferraban al muchacho hasta que estos soltaron su presa con suaves suspiros. Cada bola de pinchos fue introducida en una caja de láminas, y las asistentas las etiquetaron con un círculo. Después le quitaron los compañeros-semilla a Obi-Wan y los guardaron en cajas marcadas con un cuadrado.
—Habrá una nave, y creo que será una nave muy densa y maravillosa —murmuró Farrs mientras comparaba sus mediciones con las de una carta enrollada en un soporte circular montado en un extremo de la mesa, después de lo cual habló en susurros con Gann durante unos momentos.
—Tres de estos compañeros-semilla han escogido a un cliente antes —dijo Farrs cuando hubieron acabado de hablar—. Esta vez uno de ellos te escogió a ti, Obi-Wan. Dos te escogieron a ti, Anakin.
— ¿A quién pertenecían antes? —preguntó Obi-Wan.
—No revelamos los nombres de nuestros clientes —dijo Gann.
—Así es —dijo Farrs—. No queríamos engañaros, pero...
—Este cliente no se quedó con nosotros el tiempo suficiente para que la nave pudiera llegar a crecer —dijo Gann, e intercambió otra mirada con Farrs—. Los compañeros-semilla volvieron al Potencio.