Read El planeta misterioso Online
Authors: Greg Bear
Sienar contempló a Tarkin con los ojos entornados. Los dos respiraban un poco más deprisa, como si de un momento a otro pudieran enzarzarse en una feroz pelea a mordiscos y puñetazos.
Pero aquello no era muy probable. Ambos eran caballeros de porte y adiestramiento militar, de la vieja escuela. Su dignidad, al menos, no se desmoronaría bajo aquella presión, por mucho que otros oropeles del honor hubieran sido barridos hacía ya mucho tiempo.
—Juraría que me has metido en esto deliberadamente —murmuró Sienar, apartando la mirada del rostro de Tarkin de una manera que demostraba que aquel tipo de enfrentamientos eran indignos de él—. Después de haber visto este equipo, no estoy muy seguro de cuáles son tus motivos.
—Ya vuelves a empezar —dijo Tarkin, intentando adoptar un tono de diversión—. Dispones de una nave insignia de gran capacidad fuertemente armada con tres vehículos de descenso, y tres naves de acompañamiento: un navío de exploración de la clase Taxon, una cañonera diplomática que también puede actuar como señuelo, y una estación astromecánica móvil de reparaciones. Androides de combate, minas celestes... Tu escuadrón es más que suficiente para ejecutar nuestra misión.
— ¿Y tú estarás en el lugar adecuado para reparar cualquier daño que mi fracaso pueda causar? —preguntó Sienar.
—Permaneceré en Coruscant para contribuir al éxito de la empresa empleando medios políticos, algo que probablemente será mucho más difícil que conquistar un planeta selvático. —Tarkin sacudió la cabeza—. Ambos tenemos que subir una gran distancia por las escaleras de esta nueva forma de vida que se aproxima. Tú, amigo mío, necesitas ocasiones de lucirte. Por eso te asigno esta misión..., no sin motivos ulteriores, por supuesto. Estoy seguro de que no fracasarás. Y ahora he de volver a Coruscant —dijo poniéndose en pie—. Ah, aquí viene el capitán Kett.
El capitán del
Almirante Korvin
fue hacia Sienar y lo saludó con una rápida inclinación de cabeza antes de hablar.
—Abandonaremos la órbita dentro de veinte minutos, comandante. Todavía tenemos que recibir un último cargamento de armas: cazas estelares androides, según tengo entendido. Dentro de diez minutos estarán almacenados en las bodegas.
El capitán volvió los ojos hacia Tarkin con un destello de reconocimiento en la mirada.
—¿Lo ves, Raith? —dijo Tarkin—. Más de lo que esperaba. Si no puedes conquistar ese planeta con unos cazas estelares androides... Bueno.
Sienar se dio por enterado del mensaje de Kett con una seca inclinación de cabeza.
—Permíteme escoltarte hasta la cubierta de transporte —le dijo a Tarkin.
—No es necesario —dijo Tarkin.
—Insisto —repuso Sienar—. Es la manera en que se hacen las cosas... a bordo de mi nave.
Y además eso aseguraría que Tarkin no dispusiera de tiempo para hacer unos últimos arreglos personales con cualquier agente secreto que pudiera haber a bordo del crucero. Llevar las sospechas hasta ese extremo era bastante innoble, desde luego, pero el mundo se estaba convirtiendo rápidamente en un lugar innoble.
Sienar se sentía muy fuera de lugar en aquella época, y a bordo de su propia nave insignia.
Tendría que hacer algo al respecto, y deprisa.
S
u nave ha sido identificada —dijo la voz del control orbital de Zonama Sekot, que era masculina y, juzgó Obi-Wan, probablemente humana—. Ha sido registrada como transporte de un cliente autorizado, pero la solvencia del último cliente que nos trajo es dudosa.
Charza Kwinn parecía estar limpiándose las espinas antes de hablar. Después se irguió hasta igualar la altura del mamparo de la cabina y una lluvia de parientes-comida cayó de él. Anakin se protegió la cara con las manos mientras las criaturas saltaban y correteaban por la cabina.
Obi-Wan no se protegió la cara y un caparazón rosado de buen tamaño se estrelló contra sus labios.
—Pido disculpas —murmuró Charza, y después activó la conexión de regreso—. Aquí Charza Kwinn, propietario registrado del
Flor del Mar Estelar.
No recuerdo haber garantizado personalmente la cuenta de ningún cliente.
—No —admitió el controlador—, pero preferimos que los transportes de nuestros clientes nos traigan compradores de confianza.
—Devolveré a mi cliente anterior a su mundo natal, si ella así lo desea, gratis y sin coste alguno para ustedes —dijo Charza inocentemente—. ¿Dónde se encuentra?
Hubo una larga pausa.
—Eso no será necesario —dijo el controlador—. Permiso para descender concedido. Use la meseta norte. Las coordenadas no han cambiado.
—Desperdicia combustible —resopló Charza, y cortó la conexión—. Una zona de descenso ecuatorial sería mucho más adecuada.
Obi-Wan contempló cómo la superficie de Zonama Sekot desfilaba por debajo de ellos.
—Qué curioso. Nunca había visto un sistema climatológico tan perfectamente dividido.
—No ha cambiado desde la última vez que estuvimos aquí —dijo Charza.
El
Flor del Mar Estelar
encendió sus impulsores sublumínicos durante unas cuantas milésimas de segundo e inició el rápido descenso desde la órbita. Cuando entraron en la capa superior de la atmósfera, Obi-Wan creyó detectar la anomalía marrón de un desierto o fisura en la gran masa de verdor, pero ésta enseguida desapareció.
Los campos atmosféricos entraron en acción para protegerlos del azote de los vientos, y una hermosa estela de aire ionizado ardió alrededor de la nave, ocultándoles el panorama durante unos segundos. Cuando el resplandor se disipó, el paisaje que había debajo de ellos, una lisa alfombra de verdor visto desde la órbita, adquirió rápidamente las salpicaduras de los detalles. Las cordilleras quedaron puntuadas por las masas rojizas de los boras y los valles se llenaron de verdor, resaltando en un relieve sombreado contra la luz de un sol poniente que descendía hacia el oeste.
—Dextrorrotación —observó Anakin—. La inclinación axial es muy reducida. Parece bastante normal, salvo por el clima en el sur.
Obi-Wan asintió. Vergere les había proporcionado tan pocos detalles que toda aquella información era nueva.
— ¿Temperatura en la zona de descenso?
—La última vez se encontraba por encima del punto de congelación del agua dulce, pero por poco —dijo Charza—. La zona de descenso se encuentra cerca del polo, y consiste en una delgada meseta rodeada por mares cubiertos de hielo.
— ¿Los mares son salados? —preguntó Anakin.
—No lo sé —dijo Charza—. Cualquier cosa que haga desde aquí arriba, como mandar un haz láser hacía abajo para efectuar un análisis espectral, llega a conocimiento de los administradores del planeta. No les gustan los fisgones.
—Curioso —dijo Obi-Wan.
—Les encanta tener sus secretos —dijo Charza.
La meseta del norte sobre la que se les había autorizado a posarse tendría unos mil kilómetros de longitud y era tan delgada como un dedo, y estaba cubierta por bloques de nieve y hielo resquebrajado. La parte superior de la meseta mostraba escaso relieve, y el campo cuadrado, situado junto a una pequeña aglomeración de edificios hemisféricos, se reducía a una extensión de roca lisa de la que se había quitado la nieve.
Charza hizo que el
Flor del mar Estelar
describiera un grácil arco por encima de él, confiando en los reactores de propulsión atmosférica, y lo posó suavemente en el centro del campo. Dos naves más —transportes atmosféricos, no vehículos espaciales— estaban estacionadas junto al límite del campo, con sus cascos ligeramente espolvoreados de nieve.
La nieve caía en grandes copos teñidos por todos los colores del arco iris fuera de la nave cuando Charza extendió la rampa. Los parientes-comida se apresuraron a huir de la corriente de aire gélido. Anakin se ciñó la túnica al cuerpo, se quitó las botas impermeables en el extremo de la rampa y fue hasta la divisoria. Obi-Wan le lanzó sus bolsas de viaje y se quitó las botas.
Charza los contemplaba con sus pinchos y espinas arracimados contra el viento.
Anakin bajó por la rampa, con Obi-Wan siguiéndolo a unos pasos de distancia. Vio una figura solitaria, muy abrigada, que esperaba a prudente distancia de la mole de la nave: su reducido comité de recepción.
Charza retrajo la rampa detrás de ellos, y la nave se elevó un par de metros y fue lentamente hacia su plaza de estacionamiento junto a los otros dos vehículos.
—Bienvenidos a Zonama Sekot —dijo una voz de mujer a través del rojo filtro facial de una máscara para la nieve.
Sus ojos azul medianoche apenas eran visibles por encima de la gruesa trampa calórica. La mujer alzó la mano en un fugaz gesto de saludo, giró sobre sus talones cuando todavía se encontraban bastante lejos de ella y echó a andar hacia la cúpula más próxima.
Anakin y Obi-Wan se miraron el uno al otro, se encogieron de hombros y la siguieron.
— ¡
A
nakin quedó bastante decepcionado tanto por la acogida como por su primer atisbo de la vida en Zonama Sekot. Esperaba espectáculo, grandes dimensiones, algo que encajara con las vividas ideas preconcebidas de un muchacho de doce años. Lo que vieron cuando entraron en la primera cúpula fue un caparazón vacío cuyo interior estaba tan frío que su aliento se convirtió en nubes.
Obi-Wan, no obstante, había mantenido a raya a las ideas preconcebidas. Estaba abierto a todo, y por eso encontró la acogida y los austeros alojamientos —si es que eran alojamientos— interesantes. Aquellas personas no sentían ninguna necesidad de impresionar.
La mujer se quitó el casco y la máscara y sacudió una abundante melena entre gris y blanca. La cabellera se dispuso rápidamente a sí misma en una pulcra espiral que colgaba sobre su espalda con la suave flexión de un resorte. A pesar del color de los cabellos, su rostro se hallaba libre de arrugas. Obi-Wan la habría considerado más joven que él, de no ser por el cauteloso destello de resentimiento que ardía en sus ojos azul oscuro. Parecía muy experimentada, y muy cansada.
— ¿Somos ricos y estamos aburridos? —preguntó secamente—. ¿Es tu hijo? —añadió, señalando a Anakin.
—Es mi estudiante —dijo Obi-Wan—. Soy maestro profesional.
La mujer se apresuró a lanzar otra pregunta.
— ¿Qué esperas enseñarle aquí?
Obi-Wan sonrió.
—Tanto si somos ricos como si no lo somos, tenemos dinero para comprar una nave. Lo que el muchacho aprenda aquí empezará con tus amables respuestas a nuestras preguntas.
Anakin inclinó la cabeza hacia ella, mostrando respeto pero sin poder ocultar su desilusión.
La mujer los miró sin que hubiera ningún cambio en su expresión.
— ¿Financiados por otros, o por un consorcio, demasiado acostumbrados a los lujos para venir personalmente?
—Los fondos nos han sido entregados por una organización a la que debemos nuestra educación y nuestra filosofía de la vida —le explicó Obi-Wan.
La mujer soltó un bufido despectivo.
—No suministramos naves para que acaben en manos de grupos de investigación. Iros a casa, académicos.
Obi-Wan decidió que los trucos mentales no servirían de nada. La actitud de la mujer le interesaba. El desprecio solía velar ideales heridos.
—Hemos recorrido una gran distancia —dijo sin inmutarse.
—Desde el centro de la galaxia, lo sé —dijo la mujer—. Ahí es donde está el dinero. Los traidores que se encargan de la mayor parte de nuestra publicidad esencial tendrían que haberos advertido de que antes de partir con los tesoros que Zonama Sekot tenga a bien ofrecer, deberéis demostrar vuestra valía. Ningún visitante puede pasar más de sesenta días aquí, y todavía no hace un mes que hemos vuelto a aceptar clientes. —Extendió la mano hacia ellos en un gesto imperioso—. ¡Hemos visto todas las tácticas! Clientes..., un mal necesario. ¡No tienen por qué gustarme!
—Cualesquiera que sean nuestros orígenes, tenemos derecho a esperar que se nos trate con hospitalidad —dijo Obi-Wan con tranquila firmeza.
Se disponía a probar con un sutil truco de persuasión Jedi cuando todo el aspecto de la mujer cambió. Sus facciones se suavizaron, y a juzgar por su expresión se habría podido pensar que acababa de ver el rostro de un amigo largamente perdido.
Miró por encima de sus hombros.
Anakin volvió la cabeza para mirar. Los tres estaban solos en el refugio.
— ¿Que has hecho? —le murmuró a Obi-Wan.
Obi-Wan sacudió la cabeza.
—Discúlpame —le dijo a la mujer.
Los ojos de la mujer dejaron de estar clavados en la lejanía y volvieron a posarse en Obi-Wan.
—El magister me comunica que debéis ir hacia el sur —4c dijo—. Vuestra nave puede permanecer aquí durante cuatro días más.
Lo repentino de aquel cambio cogió por sorpresa incluso a Obi-Wan. La mujer no parecía ir equipada con un receptor de oreja, y Obi-Wan supuso que debía de llevar un comunicador de alguna otra clase escondido entre la ropa.
—Por aquí, por favor —dijo la mujer, indicándoles que debían seguirla por una pequeña escotilla situada al otro extremo de la cúpula vacía que volvió a llevarlos fuera, donde se encontraron en medio de una violenta ventisca de nieve que venía hacia ellos siguiendo una trayectoria casi horizontal.
Obi-Wan alzó la mirada hacia una sombra fantasmagórica que descendía a través de la tormenta. Aunque la mujer no mostró ninguna preocupación, la mano de Obi-Wan se introdujo automáticamente en su chaqueta buscando su espada de luz.
¿Qué lo había alertado? ¿Qué tenue advertencia procedente del futuro había hecho que se sintiera amenazado por, de entre todas las cosas, la esperada llegada de un transporte?
No por primera vez, Obi-Wan lamentó aquella misión y su posible impacto sobre su padawan. El peligro que presentía no procedía de ninguna fuente específica sino que flotaba alrededor de ellos: no era la amenaza de un daño físico, sino un posible desequilibrio en la Fuerza de una naturaleza tan drástica que superaba cuanto hubiera podido llegar a imaginar antes.
Y en cuanto a Anakin Skywalker, no se trataba tanto de que corriese peligro como de que él podía ser una de las causas de aquel desequilibrio.
Por primera vez desde la muerte de Qui-Gon Jinn, Obi-Wan sintió miedo y se apresuró a recurrir a la disciplina inculcada por muchos años de entrenamiento Jedi para controlarlo primero y aplastarlo después.
Alargó el brazo para estrechar suavemente el hombro de Anakin con los dedos. El muchacho alzó los ojos hacia él y sonrió valientemente.