El planeta misterioso (35 page)

BOOK: El planeta misterioso
4.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

Podía llamárselo instinto, naturaleza animal o quizá el desbordamiento del odio y el lado oscuro. En Anakin Skywalker, todo aquello se encontraba justo debajo de la superficie
y
había llegado al final del largo viaje emprendido después de salir de una profunda cueva que conducía a una fortaleza inimaginable.

— ¡No! ¡Basta, por favor! —chilló Anakin—. ¡Ayúdame a detenerlo!

El rugido de la vertiginosa ascensión de su poder ahogó la súplica con que pedía a su maestro que viniera y evitara un espantoso error. «Tengo tanto miedo, estoy tan lleno de odio e ira... Sigo sin saber cómo luchar.»

Jabitha apareció en el umbral con los ojos desorbitados para ver al muchacho agazapado ante el tallador de sangre. Ke Daiv alzó su lanza. Lo que antes hubiese semejado tan veloz como el rayo apareció, a los ojos del joven padawan, como un lento vaivén curiosamente prolongado.

Anakin alzó las manos en los gestos gemelos y supremamente gráciles de la compulsión Jedi. Una oleada de voluntad pura inundó sus tejidos. El impulso de proteger se fusionó con el anhelo de destruir. El muchacho se irguió y pareció crecer. Sus ojos se volvieron tan negros como la pez.

— ¡Basta, por favor! —gritó—. ¡No puedo seguir conteniéndolo por más tiempo!

52


T
ienen muchas más naves de lo que sospechábamos —observó Tarkin, contemplando con ojos llenos de asombro la batalla que tenía lugar en el planeta al tiempo que el sudor cubría su frente.

Sienar, que ya se había resignado a aceptar lo que ocurriese fuera lo que fuera, se sintió un tanto reconfortado por la preocupación de Tarkin.

Escenas ampliadas del conflicto iban desplegándose alrededor del puente de mando del
Mercader Einem del Borde.
Las minas celestes enviaban señales a los navíos que las habían lanzado, y éstos las remitían al centro de mando.

Cazas estelares androides se enfrentaban a incontables naves que despegaban de los hangares que se estaban abriendo en la jungla, enjambres de vehículos como insectos rojos y verdes. Aquellos defensores parecían estar ligeramente armados, pero eran muy maniobrables. Su táctica principal consistía en rodear a los cazas estelares, atraparlos en sus campos tractores y tirar de ellos hasta estrellarlos en la jungla. Tarkin estaba perdiendo un gran número de cazas estelares de aquella manera.

—No escaparán a las minas celestes —dijo.

Y de hecho, muchas minas estaban encontrando sus objetivos, destruyendo a los defensores rojos y verdes antes de que pudieran alejarse de sus bases camufladas.

Pero Sienar vio que estaba ocurriendo algo más. Al principio fue muy sutil. Las masas rectangulares que habían visto antes en la jungla empezaban a proyectar largas sombras con la aproximación del terminador que separaba el día de la noche. Aquello no podía ser más natural, pero las sombras se estaban alargando más deprisa de lo que hubiese podido explicar el ángulo descendente de los rayos solares. Los rectángulos estaban subiendo.

Sienar calculó que el más alto de ellos se elevaba más de dos kilómetros por encima de la jungla,

Le recordaron unas gigantescas trampillas que estuvieran abriéndose lentamente.

Pero Raith Sienar no le dijo nada a Tarkin. Aquélla ya no era su guerra.

Tarkin murmuró entre dientes
y
trasladó su perspectiva más hacia el sur. Miles de imágenes proyectadas desfilaron ante él como cartas reveladas.

—Allí—dijo Tarkin, con una nota de triunfo en la voz—. Allí está nuestro premio, Sienar.

Posada en el límite de un campo cubierto de escombros de la única montaña que se alzaba sobre la capa nubosa del sur había una nave sekotana. No había figuras visibles en sus alrededores. Parecía haber sido abandonada.

Raith se inclinó hacia adelante para verla con más detalle. Era más grande que cualquiera de los modelos de los que había oído hablar, y el diseño también era distinto. Le bastó con verla para que se le hiciera la boca agua.

— ¿Vas a destruirla? —le preguntó a Tarkin con amargura—. ¿Para completar mi humillación, quizá?

Tarkin sacudió la cabeza, apenado por la desconfianza de Sienar, y se volvió hacia la capitana.

—Aleje las minas celestes de la montaña —le dijo—. Y ocupémonos de ese entrometido YT-1150. Lance tras él a todas las minas de ese sector. —Después se volvió hacia Sienar con la expresión de una bestia de presa que se dispone a saltar sobre su víctima—. Vamos a capturar esa nave y la llevaremos a Coruscant. Quiero ser justo, Raith, así que te atribuiré el mérito..., o al menos una parte de él.

53


L
as minas están descendiendo por debajo de las nubes —observó Shappa—. Este lugar no tardará en dejar de ser seguro, pero parecen estar abandonando la montaña del magíster.

Obi-Wan flexionó los dedos y se inclinó hacia adelante.

— ¿Anakin sigue en la montaña?

Shappa tragó saliva penosamente y asintió.

—Vuestra nave informa de que sus pasajeros han salido de ella y no son visibles. Su mente es joven, Obi-Wan. No entiende lo que está ocurriendo y echa de menos el contacto con su piloto. Pero algo más la está alarmando, y no estoy seguro de qué es.

— ¿Las minas?

Shappa meneó la cabeza.

—Lo dudo.

—Si aquí corremos peligro... —empezó a sugerir Obi-Wan.

—Entonces deberíamos intentar un rescate —concluyó Shappa—. La hija del magister iba en esa nave.

El sekotano despegó de la oscura y desolada pradera rocosa y ascendió rápidamente a través de las nubes.

—Nuestros sensores nos advertirán de cualquier encuentro inmediato con las minas, pero estas naves no han sido diseñadas para que usarlas como armas de guerra o para que entendieran las maniobras defensivas. Haré cuanto pueda.

Obi-Wan asintió sin dejar de flexionar los dedos. Sabía que Anakin estaba vivo, pero también que algo significativo había ocurrido, y que un pequeño nudo se había deshecho en el sendero del muchacho. Lo que no tenía manera de saber era si las consecuencias serían positivas o negativas.

Volver con un muchacho espiritualmente dañado dotado de las capacidades de Anakin podía ser peor que encontrarlo muerto. Parecía cruel, pero Obi-Wan sabía que era la pura y simple verdad. Qui-Gon hubiese estado de acuerdo con él.

—Las minas celestes se están concentrando en vuestro YT-1150 —dijo Shappa, examinando con gran atención las lecturas de los paneles de control mientras iban hacia la montaña—. De momento la nave está consiguiendo eludirlas.

—Charza Kwinn es uno de los mejores pilotos de la galaxia —dijo Obi-Wan.

54

J
abitha cruzó la pista de descenso hacia las dos figuras agazapadas la una junto a la otra. Su lucha, sí lucha había sido, sólo duró unos segundos, pero a pesar de eso habían acabado quedando bajo la sombra de un enorme peñasco, donde la joven apenas podía distinguir sus perfiles. Jabitha se aproximó lentamente, temerosa de lo que podía encontrar. No quería volver a sentir la lanza del tallador de sangre, y tampoco deseaba descubrir que el muchacho estaba muerto. Pero había otra cosa que le daba casi tanto miedo.

Porque la aterraba pensar que aquel muchacho pudiese haber sobrevivido al enfrentamiento con un oponente tan formidable.

— ¿Anakin? —llamó cuando se encontraba a unos cuantos pasos de la roca.

El tallador de sangre emergió de las sombras, los brazos de articulación triple colgando flácidamente junto a sus costados. Parecía exhausto. Su piel relucía con un oscuro color anaranjado bajo los últimos resplandores del día, y Jabitha sintió que le daba un vuelco el corazón. Aún vivía. El muchacho no se había movido de debajo del saliente rocoso.

— ¡Anakin! —volvió a gritar con voz temblorosa.

Ke Daiv fue hacia ella y levantó una mano. Jabitha estaba tan asustada que no se atrevía a mirarlo a la cara, pero cuando por fin lo hizo, gritó. Los ojos del tallador de sangre se habían vuelto blancos, y la carne se había agrietado alrededor de su cuello y su cabeza. Sangraba profusamente, y su oscura sangre anaranjada goteaba de sus hombros. Estaba intentando decir algo.

Jabitha retrocedió, enmudecida por el terror.

—Intenté controlarlo —dijo Anakin, y salió al crepúsculo.

La gloria purpúrea de la rueda de fuego los iluminó con el desvanecimiento del ocaso. El tallador de sangre fue tambaleándose paso a paso hacia el límite del campo, alejándose de la nave sekotana.

—Detenlo —dijo Anakin—. Ayúdame a detenerlo, por favor.

Jabitha echó a andar junto al muchacho mientras éste iba hacia la patética figura de su enemigo.

— ¿Se está muriendo? —preguntó.

—Espero que no —dijo Anakin, como si se sintiera muy avergonzado—. Por la Fuerza, espero que no.

—Iba a matarte —dijo ella.

—Eso no importa —dijo Anakin—. No debí dejarla en libertad de esa manera. Lo hice todo mal.

— ¿Dejar en libertad qué?

El muchacho meneó la cabeza, intentando disipar una pesadilla, y cogió al tallador de sangre por el brazo. Ke Daiv giró como si estuviera encima de una mesa rotatoria y cayó de rodillas. La sangre goteaba de su boca.

Jabitha se detuvo ante ellos, el muchacho de cortos cabellos castaños y el alto tallador de sangre dorado que tal vez estuviera agonizando.

—Nos salvaste, Anakin—dijo, sacudiendo la cabeza en desesperada confusión.

—Así no —dijo—. Estaba siendo valiente de la única manera en que sabía serlo. Él es como yo, pero nunca tuvo a los Jedi para que lo ayudaran. —Y a Ke Daiv le dijo—: Sé fuerte, por favor. No te mueras.

Jabitha no pudo soportarlo más.

—He de encontrar a mi padre —dijo y, girando sobre sus talones, corno hacia las rumas.

Anakin cogió el brazo de Ke Daiv y miró el cielo. Los espantosos glifos escritos por las minas se estaban desvaneciendo y las estelas apuntaban en dirección este, flotando a la deriva y esfumándose entre los vientos que soplaban por encima de las nubes.

Ke Daiv habló en su lengua nativa. Cada sonido le costó una agonía. A juzgar por la cadencia, estaba repitiendo algo familiar, un poema o un canto. Desplomándose sobre una mano, el tallador de sangre fue inclinándose lentamente hacia el suelo.

Anakin permaneció junto a él, sosteniéndole el brazo hasta que murió. Después el muchacho se levantó y, volviéndose una vez más, gritó, oído únicamente por la montaña, los cielos, las piedras rotas y calcinadas, las ruinas desmoronadas del palacio del magíster.

55

A
nakin Skywalker entendía la naturaleza de la Fuerza —o, mejor dicho, las muchas naturalezas de la Fuerza— mejor de lo que habría podido enseñarle a entenderla un siglo entero de enseñanzas en el Templo, y ya había comprendido que su prueba distaba mucho de haber concluido. Tenía que sacar a Jabitha de la montaña y volver con Obi-Wan, y debía enfrentarse a lo que había descubierto sobre sí mismo y vencerlo.

Pero esa lucha tendría que esperar. Un Jedi con responsabilidades tenía que hacer a un lado lo personal y seguir cumpliendo con su deber, fuese cual fuese el precio que pudiera tener que pagar por ello.

La entrada a las ruinas se hallaba sumida en las tinieblas. Nubes de polvo caían de un dintel de piedra medio partido. Anakin se limpió el polvo de los ojos y entró a rastras en la oscuridad, avanzando lentamente hasta que los escombros quedaron atrás y se encontró ante un largo corredor negro.

Sus sentidos se habían vuelto maravillosamente agudos, más penetrantes e intuitivos de lo que nunca lo hubieran sido antes. A pesar de la oscuridad, el corredor no ofrecía misterio alguno. No era más que un vestíbulo a lo que quedaba del palacio. Anakin se vio a sí mismo al final del vestíbulo, girando hacía la derecha.

Y cuando llegó al final del vestíbulo y giró hacia la derecha, vio ante él otro corredor más espacioso, con su grueso techo sosteniendo una gran parte de la masa del talud detrítico y los escombros que cubrían las ruinas. Aquel corredor llevaba a la estancia en la que Obi-Wan y Anakin vieron por primera vez al magister.

Jabitha ya estaba allí, lo cual quería decir que la estancia no quedaba muy lejos. Anakin fue en esa dirección, el paso rápido y decidido pero con un terrible caos de pensamientos enfrentados agitándose dentro de su cabeza.

El techo tembló con un sonido parecido al de un bantha agonizante. Otros gemidos y chillidos de peñascos rechinando contra peñascos resonaron por los pasillos interconectados y, en algún lugar muy cercano, la roca se desplomó sobre un corredor y primero lo selló y después lo dejó completamente aplastado. Una ráfaga de viento y polvo se deslizó sobre Anakin como el penúltimo aliento del palacio moribundo.

Pasó por encima de zarcillos que reptaban sobre el suelo agrietado, y vio que eran nuevos. Sekot aún vivía allí, y aún buscaba su camino a tientas por entre los vacíos y los pozos derruidos. Aún había vida allí, y un eco lejano de algo parecido a la voz de su nave resonó suavemente en sus pensamientos, casi ahogado por el tumulto de la muerte de Ke Daiv.

Por un instante Anakin creyó ver a Vergere resplandeciendo tenuemente delante de él, y se preguntó si la Jedi había muerto en Zonama y había dejado tras de sí un espíritu para guiarlo. Pero cuando llegó a aquel lugar la imagen ya no estaba allí, y Anakin meneó la cabeza. Soñaba despierto, tenía alucinaciones. Quizá se estuviera volviendo loco.

En una ocasión su madre le contó que había tenido muchas visiones inquietantes y extrañas. Eso le había asustado un poco.

Llegó a la estancia circular con su alto techo gruesamente abovedado, con el tragaluz hecho añicos y una gruesa columna de escombros abriéndose en abanico a partir de él. Jabitha estaba inmóvil a un lado de los escombros, arrodillada y con la cabeza baja.

Anakin fue hacia ella. La joven levantó los ojos y dirigió el haz de una linterna hacía el rostro de Anakin. Había encontrado la linterna entre los escombros, quizá en sus aposentos del palacio.

Asomando entre dos grandes bloques de piedra tallada había un brazo del que ya había desaparecido la mayor parte de la carne. Un grueso anillo de acero adornado con un pentáculo de pequeñas gemas rojas brillaba en uno de sus dedos. Anakin reconoció uno de los antiguos anillos de sello que se entregaban a los aprendices Jedi en el pasado.

—Está muerto —dijo Jabitha—. Sólo el magister podía llevar este anillo. Significaba que estaba unido al Potencio.

Other books

The Perfect Candidate by Sterling, Stephanie
Ameera, Unveiled by Kathleen Varn
Esther by Rebecca Kanner
The Viceroy of Ouidah by Bruce Chatwin
Cat Telling Tales by Shirley Rousseau Murphy
Songs of the Dead by Derrick Jensen
Streets on Fire by John Shannon