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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El príncipe de la niebla (9 page)

BOOK: El príncipe de la niebla
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Nadie le contestó.

—Está bien. Al grano. Lo primero es que me contéis todo lo que sabéis. Y cuando digo todo es «todo». Incluyendo los detalles que os puedan parecer insignificantes. Todo. ¿Entendido?

Max miró a sus compañeros.

—¿Empiezo yo? —sugirió.

Alicia y Roland asintieron. Víctor Kray le hizo una seña para que iniciase su relato.

Durante la siguiente media hora, Max relató sin pausa cuanto recordaba ante la mirada atenta del anciano, que escuchó sus palabras sin el menor asomo de incredulidad ni, como esperaba Max, de asombro.

Cuando Max hubo finalizado su historia, Víctor Kray tomó su pipa y la preparó metódicamente.

—No está mal —murmuró—. No está mal…

El farero encendió la pipa y una nube de humo de aroma dulzón inundó la estancia. Víctor Kray saboreó lentamente una bocanada de la picadura especial y se relajó en su butaca. Luego, mirando a los ojos a cada uno de los tres muchachos, empezó a hablar…

«Este otoño cumpliré setenta y dos años y, aunque me queda el consuelo de que no los aparento, cada uno de ellos me pesa como una losa a la espalda. La edad te hace ver ciertas cosas. Por ejemplo, ahora sé que la vida de un hombre se divide básicamente en tres períodos. En el primero, uno ni siquiera piensa que envejecerá, ni que el tiempo pasa ni que, desde el primer día, cuando nacemos, caminamos hacia un único fin. Pasada la primera juventud, empieza el segundo período, en el que uno se da cuenta de la fragilidad de la propia vida y lo que en un principio es una simple inquietud va creciendo en el interior como un mar de dudas e incertidumbres que te acompañan durante el resto de tus días. Por último, al final de la vida, se abre el tercer período, el de la aceptación de la realidad y, consecuentemente, la resignación y la espera. A lo largo de mi vida he conocido a muchas personas que se quedaron ancladas en alguno de esos estadios y nunca lograron superarlos. Es algo terrible».

Víctor Kray comprobó que los tres muchachos le observaban atentamente y en silencio, pero cada una de sus miradas parecía preguntarse de qué estaba hablando. Se detuvo a saborear una bocanada de su pipa y sonrió a su pequeña audiencia.

«Ése es un camino que cada uno de nosotros debe aprender a recorrer en solitario, rogando a Dios que le ayude a no extraviarse antes de llegar al final. Si todos fuésemos capaces de comprender al inicio de nuestra vida esto que parece tan simple, buena parte de las miserias y penas de este mundo no llegaría a producirse jamás. Pero, y ésa es una de las grandes paradojas del universo, sólo se nos concede esa gracia cuando ya es demasiado tarde. Fin de la lección. Os preguntaréis por qué os explico todo esto. Os lo diré. A veces, una entre un millón, ocurre que alguien, muy joven, comprende que la vida es un camino sin retorno y decide que ese juego no va con él. Es como cuando decides hacer trampas en un juego que no te gusta. La mayoría de las veces te descubren y la trampa se acaba. Pero otras, el tramposo se sale con la suya. Y cuando en vez de jugar con dados o naipes, se juega con la vida y la muerte, ese tramposo se convierte en alguien muy peligroso.

»Hace muchísimo tiempo, cuando yo tenía vuestra edad, la vida cruzó mi destino con uno de los mayores tramposos que han pisado este mundo. Nunca llegué a conocer su verdadero nombre. En el barrio pobre donde yo vivía, todos los chicos de la calle le conocían como Caín. Otros le llamaban el Príncipe de la Niebla, porque, según las habladurías, siempre emergía de una densa niebla que cubría los callejones nocturnos y, antes del alba, desaparecía de nuevo en la tiniebla.

»Caín era un hombre joven y bien parecido, cuyo origen nadie sabía explicar. Todas las noches, en alguno de los callejones del barrio, Caín reunía a los muchachos harapientos y cubiertos por la mugre y el hollín de las fábricas y les proponía un pacto. Cada uno podía formular un deseo y él lo haría realidad. A cambio, Caín sólo pedía una cosa: la lealtad absoluta. Una noche, Angus, mi mejor amigo, me llevó a una de las reuniones de Caín con los chicos del barrio. El tal Caín vestía como un caballero salido de la ópera y siempre sonreía. Sus ojos parecían cambiar de color en la penumbra y su voz era grave y pausada. Según los chicos, Caín era un mago. Yo, que no había creído una sola palabra de todas las historias que sobre él circulaban en el barrio, venía aquella noche dispuesto a reírme del supuesto mago. Sin embargo, recuerdo que, ante su presencia, cualquier asomo de burla se pulverizó en el aire. En cuanto le vi, lo único que sentí fue miedo y, por descontado, me guardé de pronunciar una sola palabra. Aquella noche varios de los chavales de la calle formularon sus deseos a Caín. Cuando todos hubieron terminado. Caín dirigió su mirada de hielo al rincón donde estábamos mi amigo Angus y yo. Nos preguntó si nosotros no teníamos nada que pedir. Yo me quedé clavado, pero Angus, ante mi sorpresa, habló. Su padre había perdido el empleo aquel día. La fundición en la que trabajaba la gran mayoría de los adultos del barrio estaba despidiendo personal y sustituyéndolos por máquinas que trabajaban más horas y no abrían la boca. Los primeros en ir a la calle habían sido los líderes más conflictivos entre los trabajadores. El padre de Angus tenía casi todos los números en aquella rifa.

»Desde aquella misma tarde, el sacar adelante a Angus y sus cinco hermanos que se apilaban en una miserable casa de ladrillo podrido por la humedad se había convertido en un imposible. Angus, con un hilo de voz, formuló su petición a Caín: que su padre fuera readmitido en la fundición. Caín asintió y, tal como me habían predicho, caminó de nuevo hacia la niebla, desapareciendo. Al día siguiente, el padre de Angus fue inexplicablemente llamado de nuevo a trabajar. Caín había cumplido su palabra.

»Dos semanas más tarde, Angus y yo volvíamos a casa por la noche después de visitar una feria ambulante que se había instalado en las afueras de la ciudad. Para no retrasarnos más de la cuenta, decidimos tomar un atajo y seguir el camino de la vieja vía de tren abandonada. Caminábamos por aquel paraje siniestro a la luz de la Luna cuando descubrimos que, entre la niebla, emergía una silueta envuelta en una capa con una estrella de seis puntas dentro de un círculo y grabada en oro, caminando hacia nosotros por el centro de la vía muerta. Era el Príncipe de la Niebla. Nos quedamos petrificados. Caín se acercó a nosotros y, con su sonrisa habitual, se dirigió a Angus. Le explicó que había llegado el momento de que le devolviese el favor. Angus, visiblemente aterrorizado, asintió. Caín dijo que su petición era simple: un pequeño ajuste de cuentas. En aquella época el personaje más rico del barrio, el único rico en realidad, era Skolimoski, un comerciante polaco que poseía el almacén de comida y ropa en el que todo el vecindario compraba. La misión de Angus era prender fuego al almacén de Skolimoski. El trabajo debía realizarse la noche siguiente. Angus trató de protestar, pero las palabras no le llegaron a la garganta. Había algo en los ojos de Caín que dejaba muy claro que no estaba dispuesto a aceptar nada más que la obediencia absoluta. El mago se marchó como había venido.

»Corrimos de vuelta y, cuando dejé a Angus a la puerta de su casa, la mirada de terror que llenaba sus ojos me encogió el corazón. Al día siguiente le busqué por las calles, pero no había ni rastro de él. Empezaba a temer que mi amigo se hubiera propuesto cumplir la criminal misión que Caín le había encomendado y decidí montar guardia frente al almacén de Skolimoski al caer la noche. Angus nunca se presentó y, aquella madrugada, la tienda del polaco no ardió. Me sentí culpable por haber dudado de mi amigo y supuse que lo mejor que podía hacer era tranquilizarle por que, conociéndole bien, debía de estar escondido en su casa temblando de miedo ante la posible represalia del fantasmal mago. A la mañana siguiente me dirigí a su casa. Angus no estaba allí. Con lágrimas en los ojos su madre me dijo que había faltado toda la noche y me rogó que lo buscase y lo llevase de vuelta a casa.

»Con el estómago en un puño, recorrí el barrio de arriba abajo sin dejar ni uno solo de sus apestosos rincones por rastrear. Nadie le había visto. Al atardecer, exhausto y sin saber ya dónde buscar, una oscura intuición me asaltó. Volví al camino de la vieja vía del tren y seguí el rastro de los raíles que brillaban débilmente bajo la Luna en la oscuridad de la noche. No tuve que caminar demasiado. Encontré a mi amigo tendido en la vía, en el mismo lugar donde dos noches antes Caín había emergido de la niebla. Quise buscar su pulso, pero mis manos no encontraron piel en aquel cuerpo. Sólo hielo. El cuerpo de mi amigo se había transformado en una grotesca figura de hielo azul y humeante que se fundía lentamente sobre los raíles abandonados. En torno a su cuello, una pequeña medalla mostraba el mismo símbolo que recordaba haber visto grabado en la capa de Caín, la estrella de seis puntas envuelta en un círculo. Permanecí junto a él hasta que los rasgos de su rostro se desvanecieron para siempre en un charco de lágrimas heladas en la oscuridad.

»Aquella misma noche, mientras yo comprobaba horrorizado el destino de mi amigo, el almacén de Skolimoski fue destruido en un terrible incendio. Nunca le expliqué a nadie lo que mis ojos habían presenciado aquel día.

»Dos meses más tarde, mi familia se mudó al sur, lejos de allí y muy pronto, con el paso de los meses, empecé a creer que el Príncipe de la Niebla era sólo un recuerdo amargo de los oscuros años vividos a la sombra de aquella ciudad pobre, sucia y violenta de mi infancia… Hasta que volví a verle y comprendí que aquello no había sido más que el principio».

Capítulo diez

«Mi siguiente encuentro con el Príncipe de la Niebla tuvo lugar durante una noche en que mi padre, que había sido ascendido a técnico jefe de una planta textil, nos llevó a todos a una gran feria de atracciones construida sobre un muelle de madera que se adentraba en el mar como un palacio de cristal suspendido en el cielo. Al anochecer, el espectáculo de las luces multicolores de las atracciones sobre el mar era impresionante. Yo nunca había visto nada tan hermoso. Mi padre estaba eufórico: había rescatado a su familia de lo que parecía un futuro miserable en el norte y ahora era un hombre de posición, considerado y con suficiente dinero en las manos como para que sus hijos disfrutasen de las mismas diversiones que cualquier chico de la capital. Cenamos pronto y luego mi padre nos dio unas monedas a cada uno para que las gastásemos en lo que más nos apeteciese, mientras él y mi madre paseaban del brazo codeándose con los lugareños trajeados y los turistas de postín.

»A mí me fascinaba una enorme noria que giraba sin cesar en uno de los extremos del muelle y cuyos reflejos podían verse desde varias millas en toda la costa. Corrí a la cola de la noria y, mientras esperaba, reparé en una de las casetas que había a escasos metros. Entre tómbolas y barracas de tiro, una intensa luz púrpura iluminaba la misteriosa caseta de un tal Dr. Caín, adivino, mago y vidente, según rezaba un cartel donde un dibujante de tercera fila había plasmado el rostro de Caín mirando amenazadoramente a los curiosos que se acercaban a la nueva guarida del Príncipe de la Niebla. El cartel y las sombras que el farol púrpura proyectaba sobre la caseta le conferían un aspecto macabro y lúgubre. Una cortina con la estrella de seis puntas bordada en negro velaba el paso al interior.

»Hechizado por aquella visión, me aparté de la cola de la noria y me acerqué hasta la entrada de la caseta. Estaba tratando de entrever el interior a través de la estrecha rendija cuando la cortina se abrió de golpe y una mujer vestida de negro, piel blanca como la leche y ojos oscuros y penetrantes hizo un gesto para invitarme a pasar. En el interior pude distinguir, sentado tras un escritorio a la luz de un quinqué, a aquel hombre que había conocido muy lejos de allí con el nombre de Caín. Un gran gato oscuro de ojos dorados se relamía a sus pies.

»Sin pensarlo dos veces, entré y me dirigí hasta la mesa donde me esperaba el Príncipe de la Niebla, sonriente. Aún recuerdo su voz, grave y pausada, pronunciando mi nombre sobre el murmullo de fondo de la hipnótica música de organillo de un carrusel que parecía estar muy, muy lejos de allí…

»—Víctor, mi buen amigo —susurró Caín—. Si no fuese un adivino, diría que el destino desea unir nuestros caminos de nuevo.

»—¿Quién es usted? —consiguió articular el joven Víctor, mientras observaba por el rabillo del ojo a aquella mujer fantasmal que se había retirado a las sombras de la estancia.

»—El Dr. Caín. El cartel lo dice —respondió Caín—. ¿Pasando un buen rato con la familia?

»Víctor tragó saliva y asintió.

»—Eso es bueno —continuó el mago—. La diversión es como el láudano; nos eleva de la miseria y el dolor, aunque sólo fugazmente.

»—No sé lo que es el láudano —replicó Víctor.

»—Una droga, hijo —respondió Caín cansinamente, desviando la vista hacia un reloj que reposaba en un estante a su derecha.

»A Víctor le pareció que las agujas corrían en sentido inverso.

»—El tiempo no existe, por eso no hay que perderlo. ¿Has pensado ya cuál es tu deseo?

»—No tengo ningún deseo —contestó Víctor.

»Caín se echó a reír.

»—Vamos, vamos. Todos tenemos no un deseo, sino cientos. Y qué pocas ocasiones nos brinda la vida de hacerlos realidad —Caín miró a la enigmática mujer con una mueca de compasión—. ¿No es cierto, querida?

»La mujer, como si se tratase de un simple objeto inanimado, no respondió.

»—Pero los hay con suerte, Víctor —dijo Caín, inclinándose sobre la mesa—, como tú. Porque tú puedes hacer realidad tus sueños, Víctor. Ya sabes cómo.

»—¿Como hizo Angus? —espetó Víctor, que en aquel momento reparó en un hecho extraño que no podía alejar de su pensamiento: Caín no pestañeaba, ni una sola vez.

»—Un accidente, amigo mío. Un desgraciado accidente —dijo Caín adoptando un tono apenado y consternado—. Es un error creer que los sueños se hacen realidad sin ofrecer nada a cambio. ¿No te parece, Víctor? Digamos que no sería justo. Angus quiso olvidar ciertas obligaciones y eso no es tolerable. Pero el pasado, pasado está. Hablemos del futuro, de tu futuro.

»—¿Es eso lo que hizo usted? —preguntó Víctor—. ¿Hacer realidad un deseo? ¿Convertirse en lo que es ahora? ¿Qué tuvo que dar a cambio?

»Caín perdió su sonrisa de reptil y clavó sus ojos en Víctor Kray. El muchacho temió por un instante que aquel hombre se abalanzara sobre él, dispuesto a despedazarlo. Finalmente, Caín sonrió de nuevo y suspiró.

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