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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El príncipe de la niebla (7 page)

BOOK: El príncipe de la niebla
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—Un momento —interrumpió Max—. ¿Qué tenía tu abuelo que ver con todo eso?

—A eso voy —continuó Roland—. Como he dicho, el tal Mister Caín, aunque ése no era su verdadero nombre, ocultaba muchas cosas. Mi abuelo le venía siguiendo el rastro desde hacía mucho tiempo. Tenían una cuenta pendiente y mi abuelo pensó que, si Mister Caín y sus secuaces cruzaban el canal, sus posibilidades de cazarlos se evaporarían para siempre.

—¿Por eso embarcó en el Orpheus? —preguntó Max—. ¿Como un polizón?

Roland asintió.

—Hay algo que no entiendo —dijo Alicia—. ¿Por qué no avisó a la policía? Él era un ingeniero, no un gendarme. ¿Qué clase de cuenta tenía pendiente con ese Mister Caín?

—¿Puedo acabar la historia? —preguntó Roland.

Max y su hermana asintieron a la vez.

—Bien. El caso es que embarcó —continuó Roland—. El Orpheus zarpó al mediodía y esperaba llegar a su destino en noche cerrada, pero las cosas se complicaron. Una tormenta se desencadenó pasada la medianoche y devolvió el barco hacia la costa. El Orpheus se estrelló contra las rocas del acantilado y se hundió en apenas unos minutos. Mi abuelo salvó la vida porque estaba oculto en un bote salvavidas. Los demás se ahogaron.

Max tragó saliva.

—¿Quieres decir que los cuerpos aún están ahí abajo?

—No —respondió Roland—. Al amanecer del día siguiente, una niebla barrió la costa durante horas. Los pescadores locales encontraron a mi abuelo inconsciente en esta misma playa. Cuando se disipó la niebla, varios botes de pescadores rastrearon la zona del naufragio. Nunca encontraron ningún cuerpo.

—Pero, entonces… —interrumpió Max, en voz baja.

Con un gesto, Roland le indicó que le dejase continuar.

—Llevaron a mi abuelo al hospital del pueblo y estuvo delirando allí durante días. Cuando se recuperó, decidió que, en gratitud a cómo se le había tratado, construiría un faro en lo alto del acantilado para evitar que una tragedia como aquella volviera a repetirse. Con el tiempo, él mismo se convirtió en el guardián del faro.

Los tres amigos permanecieron en silencio por espacio de casi un minuto después de escuchar el relato de Roland. Finalmente, Roland intercambió una mirada con Alicia y después con Max.

—Roland —dijo Max, haciendo un esfuerzo por encontrar palabras que no hiriesen a su amigo—, hay algo en esa historia que no encaja. Creo que tu abuelo no te lo ha contado todo.

Roland permaneció callado unos segundos. Luego, con una débil sonrisa en los labios, miró a los dos hermanos y asintió varias veces, muy lentamente.

—Lo sé —murmuró—. Lo sé.

Irina sintió cómo sus manos se entumecían al intentar forzar el pomo de la puerta sin ningún resultado. Sin aliento, se volvió y se apretó con todas sus fuerzas contra la puerta de la habitación. No pudo evitar clavar sus ojos en la llave que giraba en la cerradura del armario. Finalmente, la llave detuvo su giro e, impulsada por dedos invisibles, cayó al suelo. Muy lentamente, la puerta del armario empezó a abrirse. Irina trató de gritar, pero sintió que le faltaba el aire para articular apenas un susurro. Desde la penumbra del armario, emergieron dos ojos brillantes y familiares. Irina suspiró. Era su gato. Era tan sólo su gato. Por un segundo había creído que el corazón se le iba a parar de puro pánico. Se arrodilló para aupar al felino y advirtió entonces que tras el gato, en el fondo del armario, había alguien más. El felino abrió sus fauces y emitió un silbido grave y estremecedor, como el de una serpiente, para después fundirse en la oscuridad con su amo. Una sonrisa de luz se encendió en la tiniebla y dos ojos brillantes como oro candente se posaron sobre los suyos mientras aquellas voces, al unísono, pronunciaron su nombre. Irina gritó con todas sus fuerzas y se lanzó contra la puerta, que cedió a su empuje haciéndola caer en el suelo del corredor. Sin recuperar el aliento, se abalanzó escaleras abajo, sintiendo el aliento frío de aquellas voces en la nuca.

En una fracción de segundo, Andrea Carver contempló paralizada a su hija Irina saltar desde lo alto de la escalera con el rostro encendido de pánico. Gritó su nombre, pero ya era demasiado tarde. La pequeña cayó rodando como un peso muerto hasta el último peldaño. Andrea Carver se lanzó a los pies de la niña y tomó la cabeza en sus brazos. Una lágrima de sangre le recorría la frente. Palpó su cuello y sintió un pulso débil. Luchando contra la histeria, Andrea Carver alzó el cuerpo de su hija y trató de pensar qué debía hacer en aquel momento. Mientras los peores cinco segundos de su vida desfilaban ante ella con infinita lentitud, Andrea Carver alzó la vista a lo alto de la escalera. Desde el último peldaño, el gato de Irina la escrutaba fijamente. Sostuvo la mirada cruel y burlona del animal durante una fracción de segundo y después, sintiendo el cuerpo de su hija latir en sus brazos, reaccionó y corrió al teléfono.

Capítulo siete

Cuando Max, Alicia y Roland llegaron a la casa de la playa, el coche del médico todavía estaba allí. Roland dirigió a Max una mirada interrogadora. Alicia saltó de la bicicleta y corrió hacia el porche, consciente de que algo andaba mal. Maximilian Carver, con los ojos vidriosos y el semblante pálido les recibió en la puerta.

—¿Qué ha pasado? —murmuró Alicia.

Su padre la abrazó. Alicia dejó que los brazos de Maximilian Carver la rodeasen y sintió el temblor de sus manos.

—Irina ha tenido un accidente. Está en coma. Estamos esperando la ambulancia para llevarla al hospital.

—¿Mamá está bien? —gimió Alicia.

—Está adentro. Con Irina y el médico. Aquí no se puede hacer nada más —respondió el relojero con la voz hueca, cansina.

Roland, callado e inmóvil al pie del porche, tragó saliva.

—¿Se pondrá bien? —preguntó Max, pensando que la pregunta resultaba estúpida en aquellas circunstancias.

—No lo sabemos —murmuró Maximilian Carver, que trató inútilmente de sonreírles y entró de nuevo en la casa.

—Voy a ver si tu madre necesita algo.

Los tres amigos se quedaron clavados en el porche, silenciosos como tumbas. Tras unos segundos, Roland rompió el silencio.

—Lo siento…

Alicia asintió. Al poco la ambulancia enfiló la carretera y se acercó a la casa. El médico salió a recibirla. En cuestión de minutos, los dos enfermeros entraron en la casa y sacaron en una camilla a Irina, envuelta en una manta. Max cazó al vuelo una visión del rostro blanco como la cal de su hermana pequeña y sintió que el estómago se le caía a los pies. Andrea Carver, con el rostro crispado y los ojos hinchados y enrojecidos, subió a la ambulancia y dirigió una última mirada desesperada a Alicia y a Max. Los enfermeros corrieron a sus puestos. Maximilian Carver se acercó a los dos hermanos.

—No me gusta que os quedéis solos. Hay un pequeño hotel en el pueblo; tal vez…

—No nos va a pasar nada, papá. Ahora no te preocupes por eso —repuso Alicia.

—Llamaré desde el hospital y os dejaré el número. No sé el tiempo que estaremos fuera. No sé si hay algo que…

—Ve, papá —cortó Alicia, abrazando a su padre—. Todo saldrá bien.

Maximilian Carver esbozó una última sonrisa entre lágrimas y subió a la ambulancia. Los tres amigos contemplaron en silencio las luces de la ambulancia perderse en la distancia mientras los últimos rayos del sol languidecían sobre el manto púrpura del crepúsculo.

—Todo saldrá bien —repitió Alicia para sí misma.

Una vez se hubieron procurado ropa seca (Alicia le prestó a Roland unos pantalones y una camisa viejos de su padre), la espera de las primeras noticias se hizo interminable. Las lunas sonrientes de la esfera del reloj de Max indicaban que faltaban apenas unos minutos para las once de la noche cuando sonó el teléfono. Alicia, que estaba sentada entre Roland y Max en los escalones del porche, se levantó de un salto y corrió al interior de la casa. Antes de que el teléfono acabara de sonar por segunda vez, tomó el auricular y miró a Max y a Roland, asintiendo.

—De acuerdo —dijo, tras unos segundos—. ¿Cómo está mamá?

Max podía escuchar el murmullo de la voz de su padre a través del teléfono.

—No te preocupes —dijo Alicia—. No. No hace falta. Sí, estaremos bien. Llama mañana.

Alicia hizo una pausa y asintió.

—Lo haré —aseguró—. Buenas noches, papá.

Alicia colgó el teléfono y miró a su hermano.

—Irina está en observación —explicó—. Los médicos han dicho que tiene conmoción, pero sigue en coma. Dicen que se curará.

—¿Seguro que han dicho eso? —replicó Max—. ¿Y mamá?

—Imagínatelo. De momento pasarán allí esta noche. Mamá no quiere ir a un hotel. Volverán a llamar mañana a las diez.

—¿Y ahora qué? —preguntó tímidamente Roland.

Alicia se encogió de hombros y trató de dibujar una sonrisa tranquilizadora en su rostro.

—¿Alguien tiene hambre? —preguntó a los dos muchachos.

Max se sorprendió a sí mismo al descubrir que estaba hambriento. Alicia suspiró y esbozó una sonrisa de cansancio.

—Me parece que a los tres nos vendría bien cenar algo —concluyó—. ¿Votos en contra?

En unos minutos, Max preparó unos bocadillos mientras Alicia exprimía unos limones para hacer limonada. Los tres amigos cenaron en la banqueta del porche, bajo la tenue claridad del farol amarillento que ondeaba a la brisa nocturna, envuelto en una nube danzante de pequeñas mariposas de la noche. Frente a ellos, la luna llena se alzaba sobre el mar y confería a la superficie del agua la apariencia de un lago infinito de metal incandescente. Cenaron en silencio, contemplando el mar y escuchando el murmullo de las olas. Cuando hubieron dado buena cuenta de los bocadillos y la limonada, los tres amigos intercambiaron una mirada de complicidad.

—No creo que esta noche vaya a pegar ojo —dijo Alicia, incorporándose y oteando el horizonte de luz en el mar.

—No creo que ninguno pegue ojo esta noche —corroboró Max.

—Tengo una idea —dijo Roland con una sonrisa pícara en los labios—. ¿Os habéis bañado alguna vez por la noche?

—¿Es una broma? —espetó Max.

Sin mediar palabra, Alicia miró a los dos muchachos, los ojos brillantes y enigmáticos, y se encaminó tranquilamente hacia la playa. Max contempló atónito cómo su hermana se adentraba en la arena y, sin volver la vista atrás, se desprendía del vestido de algodón blanco. Alicia se detuvo unos segundos al borde de la orilla, la piel pálida y brillante bajo la claridad evanescente y azulada de la Luna, y después, lentamente, su cuerpo se sumergió en aquella inmensa balsa de luz.

—¿No vienes, Max? —dijo Roland, siguiendo los pasos de Alicia en la arena.

Max negó en silencio, observando cómo su amigo se zambullía en el mar y escuchó las risas de su hermana entre el susurro del mar.

Permaneció allí en silencio, decidiendo si aquella palpable corriente eléctrica que parecía vibrar entre Roland y su hermana, un vínculo que escapaba a su definición y al que se sabía ajeno, le entristecía o no. Mientras los veía juguetear en el agua Max supo, probablemente antes de que ellos mismos lo advirtieran, que entre ambos se estaba forjando un estrecho lazo que habría de unirles como un destino irrebatible durante aquel verano.

Al pensar en ello vinieron a su mente las sombras de la guerra que se libraba tan cerca y a la vez tan lejos de aquella playa, una guerra sin rostro que muy pronto reclamaría a su amigo Roland y, tal vez, a él mismo. Pensó también en todo lo que había sucedido durante aquel largo día, desde la visión fantasmagórica del Orpheus bajo las aguas, el relato de Roland en la cabaña de la playa y el accidente de Irina. Lejos de las risas de Alicia y Roland, una profunda inquietud se apoderó de su ánimo. Sentía que, por primera vez en su vida, el tiempo transcurría más rápido de lo que deseaba y que ya no podía refugiarse en el sueño de los años pasados. La rueda de la fortuna había empezado a girar y, esta vez, él no había tirado los dados.

Más tarde, a la lumbre de una improvisada hoguera en la arena, Alicia, Roland y Max hablaron por primera vez de lo que les estaba rondando en la cabeza a todos desde hacía horas. La luz dorada del fuego se reflejaba en los rostros húmedos y brillantes de Alicia y Roland. Max les observó detenidamente y se decidió a hablar.

—No sé cómo explicarlo, pero creo que algo está pasando —empezó—. No sé lo que es, pero hay demasiadas coincidencias. Las estatuas, ese símbolo, el barco…

Max esperaba que ambos le contradijesen o que con palabras de sensatez que él no acertaba a encontrar, le tranquilizasen y le hicieran ver que sus inquietudes no eran sino producto de un día demasiado largo, en el que habían sucedido demasiadas cosas que él se había tomado demasiado en serio. Sin embargo, nada de eso sucedió. Alicia y Roland asintieron en silencio, sin apartar los ojos del fuego.

—Tú soñaste con aquel payaso, ¿no es verdad? —preguntó Max.

Alicia asintió.

—Hay algo que no os dije antes —continuó Max—. Anoche, cuando todos os fuisteis a dormir, volví a ver la película que Jacob Fleischmann había rodado en el jardín de estatuas. Yo estuve en ese jardín hace dos días. Las estatuas estaban en otra posición, no sé, …es como si se hubiesen movido. Lo que yo vi no es lo que mostraba la película.

Alicia miró a Roland, que contemplaba hechizado la danza de las llamas en el fuego.

—Roland, ¿nunca te habló tu abuelo de todo esto?

El muchacho pareció no haber escuchado la pregunta. Alicia posó su mano sobre la de Roland y éste alzó la mirada.

—He soñado con ese payaso cada verano desde que tengo cinco años —dijo en un hilo de voz.

Max leyó el miedo en el rostro de su amigo.

—Creo que tendríamos que hablar con tu abuelo, Roland —dijo Max.

Roland asintió débilmente.

—Mañana —prometió con una voz casi inaudible—. Mañana.

Capítulo ocho

Poco antes del amanecer, Roland montó de nuevo su bicicleta y pedaleó de vuelta a la casa del faro. Mientras recorría la carretera de la playa, un pálido resplandor ámbar empezaba a teñir una bóveda de nubes bajas. Su mente ardía de inquietud y excitación. Aceleró la marcha hasta el límite de sus fuerzas, con la vana esperanza de que el castigo físico aplacase los miles de interrogantes y temores que le golpeaban interiormente.

Una vez cruzada la bahía del puerto y tras dirigirse hacia el camino ascendente que conducía al faro, Roland detuvo la bicicleta y recuperó el aliento. En lo alto de los acantilados, el haz del faro rebanaba las últimas sombras de la noche como una cuchilla de fuego a través de la niebla. Sabía que su abuelo permanecía todavía allí, expectante y silencioso, y que no dejaría su puesto hasta que la oscuridad se hubiera desvanecido completamente a la luz del alba. Durante años, Roland había convivido con aquella malsana obsesión del anciano sin cuestionarse ni la razón ni la lógica de su conducta. Era sencillamente algo que había asimilado de niño, una faceta más de su vida diaria a la que había aprendido a no dar importancia.

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