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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El príncipe de la niebla (3 page)

BOOK: El príncipe de la niebla
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Tras el patio, limitado por la cerca que envolvía la casa, se extendía un campo de hierbas salvajes y, unos cien metros más allá, se levantaba lo que parecía un pequeño recinto rodeado por un muro de piedra blanquecina. La vegetación había invadido el lugar y lo había transformado en una pequeña jungla de la que emergían lo que a Max le parecían figuras: figuras humanas. Las últimas luces del día caían sobre el campo y Max tuvo que forzar la vista. Era un jardín abandonado. Un jardín de estatuas. Max contempló hipnotizado el extraño espectáculo de las estatuas apresadas por la maleza y encerradas en aquel recinto, que hacía pensar en un pequeño cementerio de pueblo. Un portón de lanzas de metal selladas con cadenas franqueaba el paso al interior. En lo alto de las lanzas, Max pudo distinguir un escudo formado por una estrella de seis puntas. A lo lejos, más allá del jardín de estatuas, se alzaba el umbral de un denso bosque que parecía prolongarse durante millas.

—¿Has hecho algún descubrimiento? —la voz de la madre a sus espaldas le sacó del trance en que aquella visión le había sumido—. Ya pensábamos que las arañas habían podido contigo.

—¿Sabías que ahí detrás, junto al bosque, hay un jardín de estatuas? —Max señaló hacia el recinto de piedra y su madre se asomó al ventanal.

—Está anocheciendo. Tu padre y yo vamos a ir al pueblo a buscar algo para cenar, al menos hasta que mañana podamos comprar provisiones. Os quedáis solos. Vigila a Irina.

Max asintió. Su madre le besó ligeramente la mejilla y se dirigió escaleras abajo. Max fijó de nuevo la mirada en el jardín de estatuas, cuyas siluetas se fundían paulatinamente con la bruma crepuscular. La brisa había empezado a refrescar. Max cerró la ventana y se dispuso a hacer lo propio en el resto de habitaciones. La pequeña Irina se reunió con él en el pasillo.

—¿Eran grandes? —preguntó, fascinada.

Max dudó un segundo.

—Las arañas, Max. ¿Eran grandes?

—Como un puño —respondió Max solemnemente.

—¡Guau!

Capítulo tres

Al día siguiente, poco antes del amanecer, Max pudo oír cómo una figura envuelta en la bruma nocturna le susurraba unas palabras en el oído. Se incorporó de golpe, con el corazón latiéndole con fuerza y la respiración entrecortada. Estaba solo en su habitación. La imagen de aquella silueta oscura murmurando en la penumbra con la que había soñado se desvaneció en unos segundos. Extendió la mano hasta la mesita de noche y encendió la lamparilla que Maximilian Carver había reparado la tarde anterior.

A través de la ventana las primeras luces del día despuntaban sobre el bosque. Una niebla recorría lentamente el campo de hierbas salvajes y la brisa abría claros a través de los cuales se entreveían las siluetas del jardín de estatuas. Max tomó su reloj de bolsillo de la mesita de noche y lo abrió. Las esferas de lunas sonrientes brillaban como láminas de oro. Faltaban unos minutos para las seis de la mañana.

Max se vistió en silencio y bajó las escaleras sigilosamente, con la intención de no despertar al resto de la familia. Se dirigió hacia la cocina donde los restos de la cena de la noche anterior permanecían en la mesa de madera. Abrió la puerta de la cocina que daba al patio trasero y salió al exterior. El aire frío y húmedo del amanecer mordía la piel. Max cruzó el patio silenciosamente hasta la puerta de la cerca y, cerrándola a sus espaldas, se adentró en la niebla en dirección al jardín de estatuas.

El camino a través de la niebla se le hizo más largo de lo que imaginaba. Desde la ventana de su habitación, el recinto de piedra parecía encontrarse a unos cien metros de la casa. Sin embargo, mientras caminaba entre las hierbas salvajes, Max creía haber recorrido más de trescientos metros cuando, de entre la bruma, emergió el portal de lanzas del jardín de estatuas.

Una cadena oxidada rodeaba los barrotes de metal ennegrecido, sellada con un viejo candado al que el tiempo había teñido de un color mortecino. Max apoyó el rostro entre las lanzas de la puerta y examinó el interior. La maleza había ido ganando terreno durante los años y confería al lugar el aspecto de un invernadero abandonado. Max pensó que probablemente nadie había puesto los pies en aquel lugar en mucho tiempo y que quien fuera el guardián de aquel jardín de estatuas hacia ya muchos años que había desaparecido.

Max miró alrededor y encontró una piedra del tamaño de su mano junto al muro del jardín. La asió y golpeó con fuerza el candado que unía los extremos de la cadena una y otra vez, hasta que el aro envejecido cedió a los envites de la piedra. La cadena quedó libre, balanceándose sobre los barrotes como trenzas de una cabellera metálica. Max empujó con fuerza los barrotes y sintió cómo cedían perezosamente hacia el interior. Cuando la abertura entre las dos hojas de la puerta fue lo suficientemente amplia como para permitirle pasar, Max descansó un segundo y entró en el recinto.

Una vez en el interior, Max advirtió que el recinto era mayor de lo que había creído en un principio. A primera vista hubiera jurado que había cerca de una veintena de estatuas semiocultas en la vegetación. Avanzó unos pasos y se adentró en el jardín salvaje. Aparentemente, las figuras estaban dispuestas en círculos concéntricos y Max se dio cuenta por primera vez de que todas miraban hacia el Oeste. Las estatuas parecían formar parte de un mismo conjunto y representaban algo semejante a una troupe circense. A medida que caminaba entre ellas, Max distinguió las figuras de un domador, un faquir con un turbante y nariz aguileña, una mujer contorsionista, un forzudo y toda una galería de personajes escapados de un circo fantasmal. En el centro del jardín de estatuas descansaba sobre un pedestal una gran figura que representaba un payaso sonriente y de cabellera erizada. Tenía el brazo extendido y el puño enfundado en un guante desproporcionadamente grande parecía golpear un objeto invisible en el aire. A sus pies, Max distinguió una gran losa de piedra sobre la que se intuía un dibujo en relieve. Se arrodilló y apartó la maleza que cubría la superficie fría para descubrir una gran estrella de seis puntas rodeada por un círculo. Max reconoció el símbolo, idéntico al que había sobre las lanzas de la puerta.

Al contemplar la estrella, Max comprendió que lo que al principio le habían parecido círculos concéntricos en la situación de las estatuas era en realidad una réplica de la figura de la estrella de seis puntas. Cada una de las figuras del jardín se alzaba en los puntos de intersección de las líneas que formaban la estrella. Max se incorporó y contempló el espectáculo fantasmal a su alrededor. Recorrió con la mirada cada una de las estatuas envueltas en los tallos de la hierba salvaje que se agitaba al viento hasta detenerse de nuevo en el gran payaso. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y dio un paso atrás. La mano de la figura, que segundos antes había visto cerrada en un puño, estaba abierta con la palma extendida, en señal de invitación. Durante un segundo Max sintió que el aire frío del amanecer le quemaba la garganta y pudo escuchar el palpitar de su corazón en las sienes.

Lentamente, como si temiese despertar el sueño perpetuo de las estatuas, rehizo el camino hasta la verja del recinto sin dejar de mirar a sus espaldas a cada paso quedaba. Cuando hubo cruzado la puerta le pareció que la casa de la playa estaba muy lejos. Sin pensarlo dos veces se lanzó a correr y esta vez no miró atrás hasta llegar a la cerca del patio trasero. Cuando lo hizo, el jardín de estatuas estaba sumergido de nuevo en la niebla.

El olor a mantequilla y tostadas inundaba la cocina. Alicia miraba con desgana su desayuno mientras la pequeña Irina servía algo de leche a su gato recién adoptado en un plato que el felino se apresuró a dejar intacto. Max contempló la escena, pensando para sus adentros que las preferencias gastronómicas del animal iban por otros derroteros, tal como había comprobado el día anterior. Maximilian Carver sostenía una taza humeante de café en las manos y contemplaba eufórico a su familia.

—Esta mañana, pronto, he estado haciendo investigación en el garaje —empezó, adoptando el tono de «aquí viene el misterio» que solía utilizar cuando deseaba que los demás le preguntasen qué había averiguado.

Max conocía también las estrategias del relojero que a veces se preguntaba quién era el padre y quién el hijo.

—¿Y qué has encontrado? —concedió Max.

—No te lo vas a creer —respondió su padre, aunque Max pensó «seguro que sí»—. Un par de bicicletas.

Max enarcó las cejas inquisitivamente.

—Están algo viejas, pero con un pelín de grasa en las cadenas pueden convertirse en un par de bólidos —explicó Maximilian Carver—. Y había algo más. ¿A que no sabéis qué he encontrado también en el garaje?

—Un oso hormiguero —murmuró Irina, sin dejar de mimar a su compañero gatuno.

Con sólo ocho años, la hija pequeña de los Carver había desarrollado ya una táctica demoledora para minar la moral de su padre.

—No repuso el relojero, —visiblemente molesto—. ¿Nadie se anima a adivinar?

Max advirtió por el rabillo del ojo cómo su madre había estado observando la escena y, en vista de que nadie parecía muy interesado en las hazañas detectivescas de su marido, se lanzaba al rescate.

—¿Un álbum de fotos? —sugirió Andrea Carver con su tono de voz más dulce.

—Casi, casi —contestó el relojero, animado de nuevo—. ¿Max?

Su madre le miró de soslayo. Max asintió.

—No sé. ¿Un diario?

—No. ¿Alicia?

—Me rindo —replicó Alicia, visiblemente ausente.

—Bien, bien. Preparaos —empezó Maximilian Carver—. Lo que he encontrado es un proyector. Un proyector de cine. Y una caja llena de películas.

—¿Qué clase de películas? —atajó Irina, levantando por primera vez la mirada de su gato en un cuarto de hora. Maximilian Carver se encogió de hombros.

—No sé. Películas. ¿No es fascinante? Tenemos un cine en casa.

—Eso en el caso de que el proyector funcione —dijo Alicia.

—Gracias por los ánimos, hija, pero te recuerdo que tu padre se gana la vida arreglando máquinas averiadas.

Andrea Carver colocó ambas manos sobre los hombros de su marido.

—Me alegro de oír eso, señor Carver —dijo—, porque convendría que alguien tuviese una conversación con la caldera del sótano.

—Déjamela a mí —contestó el relojero, incorporándose de la mesa.

Alicia siguió su ejemplo.

—Señorita —interrumpió Andrea Carver—, primero el desayuno. No lo has tocado.

—No tengo hambre.

—Yo me lo comeré —sugirió Irina.

Andrea Carver negó tal posibilidad rotundamente.

—No se quiere poner gorda —susurró maliciosamente Irina a su gato.

—No puedo comer con esa cosa meneando el rabo por aquí y soltando pelos —atajó Alicia.

Irina y el felino la miraron con idéntico desprecio.

—Cursi —sentenció Irina, saliendo al patio con el animal.

—¿Por qué siempre dejas que se salga con la suya? Cuando yo tenía su edad, no me dejabas pasar ni la mitad de cosas —protestó Alicia.

—¿Vamos a empezar otra vez con eso? —dijo Andrea Carver con voz calma.

—No he empezado yo —repuso su hija mayor.

—Está bien. Lo siento —Andrea Carver acarició levemente la larga cabellera de Alicia, que ladeó la cabeza, esquivando el mimo conciliador—. Pero acábate el desayuno. Por favor.

En aquel momento un estruendo metálico sonó bajo sus pies. Todos se miraron entre ellos.

—Vuestro padre en acción —murmuró Andrea Carver mientras apuraba su taza de café.

Rutinariamente, Alicia empezó a masticar una tostada mientras Max trataba de quitarse de la cabeza la imagen de aquella mano extendida y la mirada desorbitada del payaso que sonreía en la niebla del jardín de estatuas.

Capítulo cuatro

Las bicicletas que Maximilian Carver había rescatado del limbo en el pequeño garaje del patio estaban en mejor estado de lo que Max había esperado. De hecho, parecía como si prácticamente no hubiesen sido utilizadas. Armado de un par de gamuzas y un líquido especial para limpiar metales que su madre siempre llevaba consigo, Max descubrió que bajo la capa de mugre y moho ambas bicicletas estaban nuevas y relucientes. Con ayuda de su padre, engrasó cadena y piñones e hinchó las ruedas.

—Es probable que tengamos que cambiar las cámaras —explicó Maximilian Carver—, pero de momento ya vale para ir tirando.

Una de las bicicletas era más pequeña que la otra y, mientras las limpiaba, Max no dejaba de preguntarse si el doctor Fleischmann habría comprado aquellas bicicletas años atrás con la esperanza de pasear con Jacob por el camino de la playa. Maximilian Carver leyó en la mirada de su hijo la sombra de culpabilidad.

—Estoy seguro de que el viejo doctor hubiese estado encantado de que llevases la bicicleta.

—Yo no estoy tan seguro —murmuró Max—. ¿Por qué las dejarían aquí?

—Los malos recuerdos te persiguen sin necesidad de llevarlos contigo —contestó Maximilian Carver—. Supongo que ya nadie volvió a utilizarlas. A ver, súbete. Vamos a probarlas.

Pusieron las bicicletas en tierra y Max ajustó la altura del sillín, probando a la vez la tensión de los cables del freno.

—Habría que poner algo más de grasa en los frenos —afirmó Max.

—Me lo suponía —corroboró el relojero y puso manos a la obra—. Oye, Max.

—Sí, papá.

—No les des demasiadas vueltas a lo de las bicicletas, ¿de acuerdo? Lo que le sucedió a aquella pobre familia no tiene nada que ver con nosotros. No sé si debí contároslo —explicó el relojero con una sombra de preocupación en su semblante.

—No importa —Max tensó el freno de nuevo—. Así está perfecto.

—Pues andando.

—¿No vienes conmigo? —preguntó Max.

—Esta tarde, si aún te quedan ánimos, te pegaré la paliza de tu vida. Pero a las once tengo que ver a un tal Fred en el pueblo, que me cederá un local para instalar la tienda. Hay que hacer negocio.

Maximilian Carver empezó a recoger las herramientas y a limpiarse las manos con una de las gamuzas. Max contempló a su padre preguntándose cómo debía de haber sido Maximilian Carver a su edad. La costumbre familiar era decir que ambos se parecían, pero también formaba parte de esa costumbre decir que Irina se parecía a Andrea Carver, lo cual no era más que uno de esos estúpidos tópicos que abuelas, tías y toda esa galería de primos insoportables que aparecen en las comidas de Navidad repetían año tras año como gallinas cluecas.

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