—TENEMOS QUE IR TODOS A la sala común —me dijo Lorca, mientras me levantaba de la silla con la indispensable ayuda de
Mireia,
hábilmente ataviada como Marcos.
Roca nos esperaba allí, subido a una tarima que funcionaba a modo de escenario improvisado, protegido por varios guardias y acompañado por una señora con el pelo teñido de un color indefinido entre el marrón, el naranja y el rojo.
—Muchas gracias a todos por venir, aunque haya sido por obligación —los presos recibieron estas palabras con los obligados abucheos de rigor—. El motivo de esta os prometo que breve reunión...
—¡Espero que sea verdad! ¡Tengo
La trompetilla acústica
a medio leer!
—... Es el de instaurar una nueva costumbre que espero que se convierta en tradición los próximos años. Aunque probablemente vosotros no lo veáis.
—¡Eh! ¡Está burlándose de nuestro próximo fin!
—¡Eso ha sido faltando!
—El objetivo como siempre es el de ayudaros a ser mejores personas cuando salgáis de aquí con los pies por delante y sobre todo ayudarme a prosperar en mi carrera. Sí, como muchos de vosotros sabéis, después del desengaño que supuso que me nombraran alcaide y no alcalde, centré no poca parte de mis esfuerzos en un proyecto personal, dedicándome a la dirección de este centro penitenciario en mis ratos libres. Sin embargo y por desgracia, el mundo de la empresa privada está lleno de zorras sin corazón y no puedo dejar de lado mi puesto de funcionario ni despreocuparme por mi carrera.
—¡Al grano!
—¡Eso! ¡Quiero seguir con
La trompetilla acústica
!
—¡Y yo tengo un soneto a medio componer! —Sí, era Lorca. Sería poeta, pero tampoco podemos olvidarnos de que antes de eso había sido un delincuente, un presidiario curtido en mil batallas, o al menos en trescientas o cuatrocientas, y no dejaba de sentir el correspondiente poco aprecio por la opresora autoridad. Al fin y al cabo, le habían condenado a muerte por no reciclar, y eso sin duda se dejaba notar en su carácter, por mucho que hubiera madurado gracias a la literatura.
—Esta iniciativa de la que estoy hablando es la de nombrar cada mes a un preso modelo de la prisión Modelo. Ja, ja, seguro que el juego de palabras no os habrá pasado inadvertido. Y este primer mes quien entregará el premio es la Consejera de Interior de la Generalitat, que es esta señora tan fea que está a mi lado, Ramona Llopis.
—Gracias, enano de mierda —dijo la señora gorda, cogiendo el micrófono—. En este sobre que tengo aquí está el nombre del preso modelo del corredor de la muerte de la Modelo. Este preso ha sido escogido por votación entre los funcionarios, de acuerdo con cómo os habéis comportado el último mes.
—¡Fuera! ¡Gorda!
—¡Eh! Que está feo reírse de los demás por su aspecto.
—Tú calla, feo.
—¡Feo!
—¡Eh, que yo no os he hecho nada!
—Es verdad, perdona.
—Disculpa.
—Nada, es igual, no importa.
—No, en serio, ahora me sabe mal.
—Que no pasa nada, tranquilo.
—Y no eres tan feo. Un poco sí, pero no tanto como para gritártelo a la cara.
—El ganador por supuesto no se irá con las manos vacías. Se llevará este paquete de medio kilo de anacardos —los ojos de Lorca brillaron de la emoción cuando oyó el premio—. Y ya abro el sobre sin más dilación...
—¡Tú sí que estás dilatada, so gorda!
—El ganador del premio al preso modelo de septiembre es...
Y dijo mi nombre.
Era más que comprensible: yo no era más que un chico muerto y excesivamente delgado que prácticamente no hacía otra cosa aparte de sentarme o tumbarme en mi catre y observar el techo o la pared de enfrente, según dónde y cómo me colocaran. No comía, no bebía, no defecaba, no orinaba, no me duchaba, no participaba en violaciones colectivas ni me metía en peleas. Ni siquiera dejaba ropa para lavar. El único trabajo que daba a los funcionarios era el de algún acarreo ocasional, como el que tuvieron que hacer entonces dos de ellos para llevarme al escenario, donde Roca y la consejera me recibieron entre aplausos, que quedaron apagados por los abucheos y los gritos de “pelota, pelota” que venían del respetable, sí, pero también delincuentoso público.
—Me complace mucho que hayas ganado —me dijo el alcaide—, sobre todo por la labor que estás haciendo en Awwwsome.
—¡Fuera!
—¡Es la rata que trabaja para el alcaide!
—Este chico está muy delgado, ¿no?
La consejera me entregó el paquete de anacardos. Como no lo recogí, cayó al suelo. Hubo un momento incómodo. Se hizo un silencio en la sala. Los presos no sabían si le estaba haciendo un desaire a la consejera, mientras que esta mujer y el alcaide preferían pensar que se me había caído con la emoción.
Lorca resolvió las dudas.
Dio un salto desde la decimoséptima fila en la que estábamos sentados y cayó a mis pies dando una voltereta y cogiendo la bolsa. Se levantó, se acercó al micrófono que aún sostenía la política y dijo:
—Recojo el premio en su nombre, al encontrarse indispuesto.
Roca y la consejera esbozaron una sonrisa insegura y los presos se alzaron encolerizados. Había nada menos que dos traidores a la causa presidiaria, dos sujetos que vendían su alma a cambio de un puñado de frutos secos.
—¡Rápido! —Le gritó Lorca a
Mireia—.
¡Tú agárrale, que yo me encargo de los anacardos! ¡Nos vemos en su celda!
Salió corriendo y saltando, agarrándose a una lámpara del techo y tumbando a la vez y con una patada voladora a dos presos que querían lincharle.
Mireia
me cogió, aprovechando que los guardias estaban preocupados por sacar al alcaide y a la consejera y... Y bueno, se dio cuenta de que estaba rodeada de condenados a muerte que la miraban de un modo muy poco amistoso. Hostil, incluso.
Pero hay que reconocer que era una chica inteligente y de recursos.
Se desabrochó la camisa y enseñó un pecho.
Los presos callaron y se quedaron mirando aquel pezón rodeado de carne como hipnotizados. Aquello era una teta.
Mireia
se fue abriendo paso con la teta al aire y conmigo a los hombros. Alguno intentó acercar lentamente la mano, como para intentar valorar con el tacto aquella firme masa de carne suave, pero
Mireia
no tuvo más que coger el pecho y gritar “buh” para que el osado preso en cuestión saltara hacia atrás, soltando un gritito de pavor.
Y así consiguió salir por la puerta, cerrándola detrás de ella, y corrió hacia mi celda, donde estaba Lorca, que ya había abierto la bolsa de anacardos y estaba comenzando a comérselos a puñados.
—Creo que no deberías comerlos tan deprisa —le dijo
Mireia,
dejando mi cuerpo sobre el catre.
—Ya, ya lo sé, debería vigilar un poco más mi peso. Además, ni siquiera son míos, pero supuse que no le importaría que cogiera unos cuantos. Sí él casi no come nada.
—No, no me refiero a eso. Creo que los vamos a necesitar.
—¿A qué te refieres?
Se refería a que una vez los presos se hubieron recuperado del encanto de aquella teta que había salido de la camisa de uno de sus compañeros, salieron en marcha hacia mi celda, dispuestos a lincharme a mí y a quienes me habían ayudado en mis actos de connivencia con poder establecido.
El pasillo se llenó de presos que exigían nuestra cabeza, que tiraban papel higiénico desde el segundo piso y que arrojaban libros de Carter y Carrington a los guardias, que al final tuvieron que salir corriendo.
—¡Abrid la puerta!
—¡No! —Contestó
Mireia.
—Pues la echaremos abajo.
—¡Está reforzada con acero, idiota!
—Bueno, tarde o temprano tendréis que salir.
—Y cuando salgáis... Ay, cuando salgáis.
—¿Lo ves? —Le dijo
Mireia
a Lorca—. Por eso te decía que íbamos a necesitar esos anacardos. Tendremos que racionarlos. A saber cuándo salimos de aquí.
Lorca dejó de masticar. Tragó. Empalideció. Comenzó a sudar.
—Bueno, los últimos. Que por un puñadito más no pasará nada.
Pudo coger unos cuantos antes de que
Mireia
le arrebatara la bolsa y le diera una colleja, mientras los presos golpeaban el marco y asomaban sus ojos amenazantes por el ventanuco de la puerta.
LOS PRIMEROS DÍAS DE ASEDIO, no pararon ni las miradas ni los golpes. Por suerte, habían creído a
Mireia
cuando dijo que se trataba de una puerta reforzada. En realidad apenas era una tabla de madera vieja aguantada a la pared gracias a unos goznes oxidados. Pero en el poco tiempo que llevaba en prisión,
Mireia
ya había hablado con Xavi y había descubierto que ella también tenía dotes para el engaño usando simplemente una buena dosis de caradura.
Tanto fuera como dentro, todos se organizaron. Fuera establecieron turnos para vigilar nuestra puerta, frente a la cual se quedaban cuatro o cinco, gritando amenazas y sin dejar que Lorca y
Mireia
pudieran dormir. El resto tomó el pasillo y se encargó de que los guardias ni siquiera intentasen entrar: montaron barricadas con algunos catres y se cuidaron de explicar a las cámaras que cualquier intento de entrar por la fuerza acabaría con heridos y muertos. En el interior de la celda, Lorca y
Mireia
racionaron los anacardos en unas cantidades que al poeta le resultaron demasiado pequeñas, pero que sin embargo acabó aceptando sobre todo por dos motivos: primero porque
Mireia
tenía razón cuando explicaba que no sabíamos cuánto tiempo estaríamos allí encerrados y segundo porque en seguida vio que yo no comía mi parte y podía acabársela él apenas dándole unos cuantos de aquellos frutos secos a
Mireia.
Por suerte en la celda había un pequeño baño con ducha, así que no había peligro de quedarnos sin agua, aunque el alcaide decidió cortarla de vez en cuando intentando poner nerviosos a los amotinados. La ducha también les servía a mis compañeros para hacerme confidencias. Así, mientras
Mireia
estaba en el baño, Lorca aprovechaba para explicarme cómo llevaba su poema y para lamentarse de que quien él creía que se llamaba Marcos no le dejaba usar el papel higiénico ni para anotar las brillantes ideas que se le iban ocurriendo. En cambio, mientras Lorca estaba en el baño, era
Mireia
quien se tumbaba junto a mí en el catre y me besaba, siempre y cuando nadie mirara por el ventanuco. También me susurraba que todo eso no cambiaba nada, que la gente de fuera ya se calmaría y que podría poner en marcha su plan de huida en cuanto aquel encierro terminara.
Por suerte y a pesar de que decía que se “moría de ganas”, no tuvo valor o quizás no le alcanzó la desesperación como para hacerme lo que me hizo en la sala común, pero claro, el hecho de estar juntos y a solas de vez en cuando llevó a que Lorca la pillara besándome al salir de la ducha. Sólo carraspeó y se volvió a meter en el baño, dándonos tiempo a recomponernos. O mejor dicho, a que
Mireia
se recompusiera e hiciera lo propio conmigo.
—Este Marcos es muy raro —me dijo Lorca la siguiente ocasión en que estuvimos a solas—, no sé, no me fío. Por las mañanas mientras trabajas se viene al patio y a veces ha aprovechado alguna baja para jugar a fútbol. Le rebotan las tetas. Eso es raro porque yo por ejemplo tengo tetas, pero porque estoy gordo. En cambio, él no está gordo. Y tiene tetas. No muchas, sólo son dos, y no muy grandes tampoco, pero más de lo normal. Igual es una enfermedad o algo. Supongo que por eso no te importó que te besara. Eh, que no pasa nada, que cada cual que haga lo que quiera. Pero no sé. A mí me parece que esconde algo. Aparte de las tetas.
Después de varios días tuvieron que reducir aún más las raciones de anacardos.
Mireia
y yo lo llevábamos bien, pero el pobre Lorca estaba sufriendo, acostumbrado como estaba a comer dos platos y postre en cada comida, incluido el desayuno, y a repetir siempre que le dejaban. En apenas poco más de una semana se notaba que había perdido peso y desde luego estaba mucho más débil, ya que su cuerpo no entendía el porqué de la reducción en el número de calorías ingeridas.
De todas formas y a pesar de algún episodio de irritabilidad tras el que acabó reducido en el suelo por una
Mireia,
que había tomado clases intensivas de algún tipo de arte marcial antes de entrar en prisión, lo empezó a llevar con optimismo e incluso aseguraba que esto de adelgazar le iría bien.
Al ver que no cedíamos, los de fuera decidieron intensificar sus acciones. No sólo gritaban y golpeaban la puerta más a menudo, cosa que hacía temer que al final cediera, sino que además comenzaron a escupir por el ventanuco, arrojaban bolas de papel ardiendo e incluso en una ocasión trajeron la televisión y nos pusieron un concurso de cantantes adolescentes con el volumen al máximo. Ellos se habían tapado las orejas y se habían alejado, pero nosotros apenas pudimos ponernos papel higiénico en los oídos, yo gracias a Mireia, e intentando en vano apaciguar lo que para ellos era un horror y a mí, la verdad, me dejaba indiferente.
Cuando se cumplió una semana de asedio, oímos la voz de Roca por los altavoces que había dispuestos a lo largo del corredor:
—Hola a todos, soy el alcaide Javier Roca —fue recibido con abucheos, por supuesto y para no romper con la costumbre—. Está bien esto de los altavoces. No sabía que los teníamos. Antes de nada, disculpad que lleve unos días sin dirigirme a vosotros de ninguna forma. Es que he estado fuera. He ido a Burgos a una mesa redonda sobre nuevas empresas. Ha sido un encuentro sin duda enriquecedor. Porque me han pagado.
—¡Al grano, al grano!
—Eso, ¿qué es lo que quieres?
—Joder, cómo os ponéis, qué poca paciencia. Os recuerdo que hemos cedido a una de vuestras demandas: me comentan que ya se está trabajando en el casino. Y que no podéis matar vosotros a esos tres, que los tenemos que matar nosotros. Sí, lo siento, pero es así, lo he preguntado y todo. Pues eso, que igual ya vale, ¿no? Que me dicen que lleváis ya más de una semana con la tontería y que el lunes ni siquiera pudimos ejecutar a nadie. Creo que le tocaba a Xavi. Se nos está acumulando la faena: por vuestra culpa, la semana que viene tendremos que ejecutar a dos. Y eso es mucho papeleo. El doble, para ser exactos. Pues eso, abrid ya, que además tengo que seguir con la empresa y tenéis retenido a mi único empleado. A ver si voy a tener que trabajar yo.