El problema de la bala (11 page)

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Authors: Jaime Rubio Hancock

Tags: #FA

BOOK: El problema de la bala
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Los gritos enfurecidos de los amotinados no le dejaron acabar la frase. Como no tenían a nadie a quien pegar, se limitaron a soltarle alguna patada a nuestra puerta, que soltó un quejido como si estuviera a punto de resquebrajarse, y a trepar hasta los altavoces, tirarlos contra el suelo y destrozarlos. No era mucho para calmar aquella indignación, así que uno de ellos decidió que era un buen momento para darle una lección a Xavi.

—¡No, esperad, no podéis hacer eso! —explicó.

—¿Por qué?

—¡No, no dejéis que hable!

—Espera, no le interrumpas.

—¡Pero es que si habla... !

—Porque... Porque... Mierda, no se me ocurre nada...

Y salió corriendo. Pero claro, apenas había espacio para correr. Estaba todo lleno de condenados a muerte. Dio dos zancadas y un compañero le paró con un puñetazo en el pecho. Xavi cayó al suelo y se agarró a una tubería.

—¡Casa! —Gritó.

Los presos se detuvieron.

—¿Cómo que casa?

—Sí, las tuberías son casa. Si estoy tocando las tuberías no me podéis pegar.

—¿Pero de dónde has sacado eso?

—Son las reglas.

—¿Qué reglas?

—¿Las has leído?

—No.

—Si las hubierais leído, veríais que lo pone bien claro. Las tuberías son casa.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—¿De qué reglas habla este ahora?

—¿Qué pasa? ¿Por que os habéis parado? ¡Quiero pisarle la cabeza!

—Dice que las tuberías son casa.

—¿Que las tuberías son casa?

—Eso dice.

—Es que lo son.

—Yo no lo había oído nunca.

—Yo creo que sí, ¿eh? No es por darle la razón, pero me suena.

—Bueno, en algún momento tendrás que soltar la tubería. Tendrás que comer, mear, cagar...

—No digas cagar, que es feo.

—Llámalo equis. Vale, hay que hacer turnos para vigilar también a Xavi. ¿Algún voluntario para el primer turno?

—Yo no, que tengo que equis.

Esto para nosotros no era malo del todo: abrían un nuevo frente, cosa que sin duda les dificultaría las cosas y les cansaría algo más. Pero nosotros tampoco estábamos precisamente en la mejor de las condiciones. Sobre todo ellos dos, porque yo más o menos seguía como siempre. Y es que se estaban quedando sin anacardos. Las raciones se habían reducido tanto que al final

Mireia

decidió que sólo comerían uno al día cada uno, dejándome definitivamente fuera del reparto aunque por supuesto asegurándome que si quería algo, no tenía más que pedirlo.

—Al menos aguantaremos otros diecisiete días.

Lorca ya no se quejó. No sólo se había acostumbrado a comer menos, sino que además se pasaba el día haciendo flexiones y abdominales.

Mientras tanto, Xavi seguía agarrado a la tubería. A veces tumbado, a veces sentado, a veces de pie, pero sin soltarla para nada, bajo la atenta mirada de al menos otros dos o tres presos, que esperaban por turnos y con una paciencia sorprendente que cometiera un error y se soltara.

Pero Xavi, además de ser un liante, tenía una considerable resistencia mental. Y de vejiga: llevaba ya tres días con unas ganas horribles de ir al baño. Lo intentaba remediar dando saltitos, encogiendo las piernas, cruzándolas, tumbándose bocabajo o a veces bocarriba. Pero obviamente se trataba de una tortura considerable. Es que Xavi era de esta gente que no podía mear si había gente mirando. Y lo había intentado. Pero nada. No salía ni una gotita. Además y aunque ya de por sí le hubiera resultado prácticamente imposible pensar en otra cosa, en cuanto se dieron cuenta de su situación, los vigilantes comenzaron a hablar de agua y de baños, de ríos y de cascadas; imitaron el sonido de las olas y de los arroyos, bebieron agua delante de él e incluso le tiraban algún chorrito de vez en cuando, entre suspiros de alivio simulados.

Al día siguiente, Roca volvió a dar señales de vida, desde la reja que daba al corredor y con un megáfono:

—Hola. Sólo quería comentaros que me entrevistan en un blog sobre nuevas empresas. Dicen de mí que he creado, leo, “una de las propuestas más interesantes en el a veces sorprendentemente anquilosado panorama empresarial en internet” y que he entendido que “la gestión de los contenidos y la flexibilidad de la oferta es lo más importante en este nuevo contexto”.

Los presos se lo quedaron mirando, alzando una de las cejas. Todos. A la vez. La izquierda.

—¿Qué pasa? Es una buena noticia.

Alguien le arrojó una silla, que dio naturalmente en los barrotes.

—Hala, venga... Además, el casino ya está terminado. Y hemos comprado una nueva edición en español de las obras completas de Carrington y Carter. En inglés es muy cara...

Alguien le arrojó una bandeja metálica.

—Si os he dicho que sí a casi todo, no os entiendo. ¡No os entiendo!

Uno de los presos se acercó a la verja.

—Una pregunta... ¿Es verdad que las tuberías son casa?

—¿Cómo?

—Que si es verdad que según la normativa vigente las tuberías son casa.

Roca estaba en un apuro: no había leído nunca ninguna normativa vigente de ningún tipo, pero suponía que tendría que haber algunas.

—Pues... Er... ¿Por qué lo preguntas?

—Creemos que Xavi está haciendo trampa. Otra vez.

—Pues... Bueno... Ya... Ya lo consultaré. Pero cambiar las normas es complicado. Es todo un procedimiento. Hay un protocolo. Digo yo que habrá que seguir los pasos adecuados. No se hace de la noche a la mañana. Y además, las normas tienen su razón de ser, no se ponen precisamente al tuntún. Por ejemplo, vosotros no podéis llevar tanga porque podríais usarlos para estrangular al personal. De eso me acuerdo porque una vez pasó. Pero miraré si la aplicación de la norma de las tuberías es correcta. En este caso. No es que no lo sepa. Pero estas cosas hay que mirarlas bien. Hay que cerciorarse. Asegurarse. Comprobarlo bien todo. Que no queden flecos. Están pasados de moda.

Hasta donde yo sé, Roca lo buscó por Google, pero no encontró nada. Le preguntó a uno de los administrativos, que los había, y este le aseguró que le echaría un vistazo al tema, pero siguió su regla habitual para todo lo que concernía al trabajo: si no me lo piden dos veces no hace falta que lo haga y si no me lo piden tres, no es urgente. El alcaide olvidó el asunto y por tanto el administrativo, también.

La tensión se acumulaba en nuestra celda. Aunque Lorca había superado el problema del hambre y además estaba incluso comenzando a lucir músculo, estar encerrados los tres en un sitio tan pequeño no resultaba mentalmente muy saludable. Cualquier comentario podía convertirse en motivo de disputa y todo lo que ocurriera era causa de enojo: que Lorca hiciera flexiones, que

Mireia

se tomara ciertas libertades conmigo (palabras cariñosas, caricias), que algunos anacardos fueran más pequeños que otros. También discutieron más de una vez acerca de quién tenía la culpa de aquel asedio al que estábamos siendo sometidos.

—Si no hubieras saltado por los anacardos. Gordo.

—Ya no estoy gordo. Sólo rellenito. De todas formas, tú —y me miraba a mí— podrías haber rechazado el premio, ¿no?

—Si no le dejaste, si saltaste a por la bolsa. Gordo.

—Que ya no estoy gordo. Además, no sé por qué hablas tanto. No deberíamos habernos encerrado en la celda.

—Pero si fue idea tuya.

—Yo sólo quería salir de allí. Tendríamos que habernos quedado en algún sitio abierto: los guardias nos hubieran protegido.

—Fuiste tú quien dijo que fuéramos a la celda.

—No es verdad.

—Díselo tú —pero yo no se lo decía. Y eso la enfurecía. Y entonces me decía cosas como “no sé de parte de quién estás, no entiendo nada, no sé por qué me tratas así”.

De todas formas, acababa ablandándose y cuando estábamos a solas me pedía perdón y decía que entendía que todavía guardara rencor hacia ella por lo que había pasado durante el juicio y también antes del juicio.

—Nunca te traté bien. No me di cuenta de lo que tenía. Pero te compensaré. Te sacaré de aquí y te llevaré a Brasil. Y nada nos separará nunca. Bueno, en principio, que con estas cosas nunca se sabe.

Después de un total de veintitrés días de acoso por parte de los presos y cuando apenas les quedaban nueve anacardos más bien rancios y blandotes a cada uno,

Mireia

y Lorca se dieron cuenta de que los presos estaban ya cansados y aburridos, dado que los insultos eran cada vez menos frecuentes y enfurecidos, y ni siquiera intentaban que Xavi soltara la tubería orinándole encima como antes. Había llegado el momento de actuar.

—¿Estás segura? —Preguntó Lorca.

—No perdemos nada por intentarlo.

—Bueno, está bien, hagámoslo. Esto ha sido duro y hemos tenido nuestros más y nuestros menos, pero... Estoy contigo, Marcos. Me encerré aquí por él y tú también estás aquí por él...

—No sabes hasta qué punto tienes razón.

—Pero está bien que sea así. Es un gran tipo. Eres un gran tipo —repitió, ya dirigiéndose a mí directamente—. Sí, lo eres, ¿lo sabes? Eres muy importante para mí.

—Y para mí también. Bien que lo sabes, pero me da igual repetírtelo.

Y se abrazaron y luego se acercaron a la silla (me tocaba silla aquel día) y me abrazaron los dos.

Al menos en aquel momento no había nadie vigilándonos.

Mireia

se acercó a la puerta y se asomó al ventanuco. Lorca estaba a su lado, con la mano apretándole el hombro en señal de ánimo y confianza.

—Hola —dijo

Mireia.

—Hola —le contestaron.

—Va venga, ¿hacemos las paces?

Los vigilantes se miraron entre ellos. Uno fue a reunirse con otro grupito. De ahí salió otro que fue a hablar con los que seguían durmiendo. Algunos más se acercaron a la puerta y preguntaron qué pasaba. Incluso Xavi dejó de apretar las piernas por un momento y alzó la cabeza, intentando enterarse de algo.

Finalmente y tras unos minutos de ajetreo, uno de los presos se acercó a la puerta y dijo:

—Vale.

Mireia

nos miró a Lorca y a mí, y sonrió. Abrió la puerta. Todos se abrazaron y rieron. Algunos entraron en la celda y me dieron varias palmadas en la espalda, desmontándome el omoplato izquierdo, que luego volverían a amarrar con celo y entre disculpas.

Lorca y Mireia

Mireia

se acabaron los anacardos entre carcajadas y salieron en busca de un café y algo de comer. Me trajeron una taza y unas tostadas, pero ni las toqué, cosa que les ofendió un poco, pero sólo un poco porque aquel encierro había terminado y estaban demasiado contentos como para enfadarse por tonterías. Aunque sí que les molestó que ni siquiera se me notara contento. En serio, decían, a veces no sé qué pensar.

Finalmente y con toda la alegría, algunos se fijaron en el pobre Xavi, que ni siquiera podía articular palabra porque de hacer fuerza tenía la mandíbula prácticamente paralizada, pero que seguía agarrado a la tubería, ya con las dos manos, con la cara roja, sin apenas poder respirar y las rodillas tan juntas que parecía que fueran a quebrarse.

—Anda, vete a mear —le dijeron, y salió corriendo, aún con las rodillas bien pegadas, para explotar finalmente en una cascada brillante y ruidosa, acompañada de uno de los suspiros de alivio más profundos que se hayan podido oír jamás en Europa Occidental.

TODO HABÍA VUELTO MÁS O...

TODO HABÍA VUELTO MÁS O menos a la normalidad: yo trabajaba de nuevo y los presos seguían jugando a fútbol en el patio. Aunque comenzaba a haber bajas en los partidos, bajas estas no mortales: hacía poco se había inaugurado el casino que los presos habían exigido durante el motín y no eran pocas las tardes que aprovechaban para jugar a black jack o a póquer. La ruleta tardó un poco en llegar. Al principio y por un error se había instalado una ruleta rusa. Al tercer accidente, alguien se dio cuenta y un funcionario se llevó el revólver.

Mireia

empezó a comportarse de manera algo diferente. Le fastidiaba mi silencio, aseguraba que la castigaba demasiado; que aunque era normal que estuviera enfadado, al parecer yo tendría que haberle dicho de una vez por todas si la había perdonado o no.

—No me puedes tener así para siempre. Me siento como si estuviera constantemente a prueba. Te estoy dando todo lo que tengo y ni siquiera eres capaz de dirigirme una palabra amable o de dedicarme una caricia. No te pido que me des las gracias, no he venido aquí para eso. Pero necesito saber que estás conmigo.

Estaba debajo de ella. Sí. Justo había terminado una de aquellas absurdas sesiones de roce. Por tanto estaba con ella. A mí me parecía algo muy fácil de entender, así que preferí confiar en su inteligencia y no tomarme la molestia de explicárselo. Pero al parecer me equivoqué, porque el tema seguía saliendo y en una ocasión incluso salió otro tema por la tangente de éste.

—¿No estarás celoso? ¿Es porque a veces voy al casino con Xavi? Sólo vamos a jugar al black jack. Es que es muy convincente cuando me pide que le acompañe y a veces no tengo más remedio que hacerlo. Pero sólo somos amigos. Ni eso: compañeros. Además, él cree que soy un tío y es heterosexual. Lo sé porque hablamos de chicas. Yo disimulo, claro. Y no, a mí él no me gusta, no me mires así. Si es un asesino. Un asesino de lengua larga. Y hábil. Pero no. No me interesa para nada. ¡Estas siendo muy injusto conmigo! ¡Con todo lo que estoy haciendo por ti! ¡Yo no he hecho nada malo! ¡No me puedes tratar así! ¡Muéstrame un poco de cariño!

Si hubiera tenido ceño, lo hubiera fruncido en señal de sospecha. A qué venían aquellas excusas y explicaciones que nadie había pedido.

Pero no, no sentía celos. Tampoco.

Aquel sábado se reanudaron las visitas y volvieron a venir mi padre y mi abogado. Mi padre, por supuesto, siguió con el tema de las postales. Ni siquiera parecía haberse enterado del motín, a pesar de las más de tres semanas que habían pasado desde la última vez que había podido visitarme.

—Nunca acabaré mi colección si no van a Brasil. Fíjate, han ido tres veces a Singapur y ninguna a ese maravilloso país sudamericano. Es que me conformaría con una postal de estas todas negras en la que que pusiera aquello de “Brasil de noche”. La de Oslo me la enviaron así. Tiene su gracia, tratándose de un país nórdico, y más en invierno. Ya he dejado de leerlas. Las pego en este álbum tal cual sin ni siquiera mirar. Sé que no lo hace con mala intención, pero me duele cuando me dice lo feliz que es y lo contenta que está tras haberme dejado atrás. En una de las postales aclaraba que escribirme esas cosas era terapéutico para los dos, pero no sé yo. El otro día le iba a escribir yo una. Desde Barcelona. Para vengarme de las cosas que me decía y decirle yo otras así de desagradables. Pero no sabía a dónde enviarla. Además, sólo podía ponerle que había comprado una planta. Al final me la envié a mí mismo y la añadí a mi colección. La postal, digo, no la planta. Como tampoco tenía ninguna de Barcelona.

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