El problema de la bala (6 page)

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Authors: Jaime Rubio Hancock

Tags: #FA

BOOK: El problema de la bala
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—En esta bolsa de plástico debería estar la prueba que realmente inculparía a mi defendido. El fiscal ha hablado de ruidos, de agujeros, de sangre... Pero ¿dónde está la bala que habría acabado con la vida de mi cliente? Si no hay bala, no hay suicidio, sólo unas cuantas pruebas circunstanciales. El agujero podría deberse a cualquier cosa. Un accidente con una taladradora, por ejemplo. Una enfermedad genética. La genética es un misterio: aún no sabemos todo lo que esconde nuestro ADN. Hace poco, en el ADN de un señor se encontró a una familia de okupas, así que imaginen.

—Oh, qué gran verdad —exclamó el jurado—, el ADN esconde un mundo de misterios y de secretos.

—¡Pamplinas! —dijo el juez—. ¡Trucos de abogado!

—Es más —siguió Bienvenido, algo tembloroso tras el exabrupto de Lozano—, incluso la presencia del casquillo no implica la culpabilidad de mi cliente: al fin y al cabo si no se ha encontrado la bala de la que formaba parte dicho casquillo es porque igual mi defendido disparó a través de la ventana o puede que incluso disparara una bala de fogueo.

—¡Mierda! ¡Caca! —Gritó el juez—. ¡Mierda, nada más que eso: pura mierda de vaca! ¡Una mierda así de grande!

Bienvenido se sentó, sudando tanto que estaba haciendo charquito. Sabía que la actitud moderadamente negativa del juez podría dificultar mi absolución.

—Tienes que subir al estrado y explicarte —me dijo—. Ya sé que no te gusta la idea, me lo has dejado clarísimo con tu indiferencia. Pero si esto no cambia, te veo en la cárcel lo que te queda de muerte, o peor, en la silla eléctrica.

Mis padres le dieron la razón e incluso me animaron con algún que otro “venga, sube, si lo estás deseando, como aquella vez que fuimos al karaoke”. Pero yo, sin líquidos ni entrañas, sin ni siquiera gusanos en mi cuerpo, y con la piel cayéndoseme a trozos, ignoré la petición de mi abogado, mientras el público se impacientaba y murmuraba, y los miembros del jurado se miraban unos a otros, contentos por verse tan iguales, y al juez, para ver qué pasaba y por qué se estaba retrasando aquello.

Obviamente, Lozano reaccionó.

—Abogado Bienvenido, ¿tiene algo más que aportar o definitivamente se ha cansado de intentarlo?

Salvador no tuvo más remedio que lanzarse a la desesperada.

—Llamo a declarar al acusado.

Aquello causó sorpresa entre el público asistente, que lanzó varios ohs, y entre el jurado que lanzó a su vez varios ahs. El resultado fue un oh-ah que consta como una de las exclamaciones colectivas más logradas de la primera década del siglo veintiuno.
[17]

—Protesto —gritó el fiscal—. La defensa ya ha terminado su ronda de testigos.

—La defensa solicita permiso para presentar a su defendido como cliente sorpresa.

—¿Dónde está la caja? ¿Dónde está el lazo?

—Er... ¡Sorpresa, no hay caja!

—Está bien, letrado —intercedió el juez—. Por esta vez pase, pero para la próxima, que le quede bien claro: las sorpresas han de venir envueltas. Cuidado: le seguiré de cerca y no permitiré más truquitos ni tonterías. A no ser que sean graciosas.

—Gracias, señoría; sí, señoría; no se preocupe, señoría.

Ante mi previsible inmovilidad, mi abogado les pidió a los alguaciles que me ayudaran a subir, con la excusa de que mi muerte me había provocado cierta indisposición. Los alguaciles se quejaron entre dientes por tener que trabajar como mulas de carga. “Estos muertos son la hostia, no sé qué se han creído —decían—, ni andar solos pueden”.

—Permítame que sea directo y empiece por lo fundamental —dijo mi abogado una vez estaba ya sentado frente al micrófono—. ¿Usted se ha suicidado?

—...

—Entiendo que su silencio es una negativa. Diga algo si no lo interpreto correctamente.

—...

—Bien. ¿De dónde cree que han salido estos rumores acerca de su muerte voluntaria?

—...

—¿De sus vecinos, tal vez?

—...

—Vamos, piense un poco. Igual tiene enemigos en la universidad. Usted no es perfecto: estudiaba Filosofía, sacaba buenas notas y eso es sinónimo de conflictos entre las escuelas de pensamiento rivales. Peleas, insultos, artículos atrevidos en fanzines universitarios...

—...

—Comprendo que no quiera decir nada, dado que no se siente orgulloso de su pasado. Pero ese pasado de estudiante no le convierte en un suicida, señoras y señores del jurado. Es más, ¿cuánto hace que no pisa la facultad?

—...

—Ni se acuerda, claro. No hay más preguntas.

El juez apoyó la mejilla contra el puño.

—Pf. Vaya truco barato lo de quien calla otorga. Vamos bien, si éste es el nivel. Señor fiscal, su testigo.

—No hay preguntas, señoría. El silencio del acusado ya le incrimina sin necesidad de que haga ni el esfuerzo de ponerme en pie.

—Olé, tus huevos. ¡Buena salida: quien calla otorga! ¡Este es el nivel! Claro, si no tuviera nada que ocultar, hablaría. Y quien tiene algo que ocultar, es un asesino. Porque tenemos que hacer la pantomima del juicio con jurado, porque si no, lo colgaba de los huevos, pero ya. ¡A-se-sino! ¡A-se-sino! ¡A-se-sino!

El público y el jurado se unieron al juez, todos de pie y con los brazos en alto. Primero corearon lo de “asesino, asesino”, pero no tardaron en adaptar los grandes éxitos de las manifestaciones, como “esto nos pasa, con un suicida facha”, “no son vascos, son suicidas” y “bote, bote, bote, suicida el que no bote”.

Mientras saltaba y gritaba (no había podido evitar dejarse llevar por el entusiasmo general, al igual que mis padres), el abogado Bienvenido volvió a sospechar que el juez quizás era algo más parcial de lo que debería. Más que nada por la manera que tenía de tutear al abogado de la acusación. Ese detalle le parecía sospechoso.

—Bien —dijo Lozano, concluyendo con los coros—, vamos a darles diez minutos a los alguaciles para vaciar las bacinillas y pasaremos a la exposición de las conclusiones finales por parte de los abogados. Aunque tanto el jurado como yo lo tenemos claro, ¿no? ¡Ja!

Los nueve hombres y mujeres justos y justas e iguales entre sí sonreían a cada palabra del juez, mientras el abogado Bienvenido se iba haciendo cada vez más pequeño, por culpa de lo abrumado que se sentía por el caso. Al final de su proceso de empequeñecimiento, el socio, tesorero, presidente y palanganero de uno de los más prestigiosos (para los bancos) bufetes de vete a saber qué país, apenas medía unos treinta centímetros de altura. Él mismo tenía por casa consoladores más grandes.

YA NO QUEDABA MÁS QUE...

YA NO QUEDABA MÁS QUE presentar las conclusiones finales, ese último duelo en el que muchas veces los abogados ganan o pierden los juicios, al menos de acuerdo con el sistema legal hispano-hollywoodiense.

Tal y como mandan los cánones (hollywoodienses), comenzó el fiscal, quien de nuevo demostró que estaba más y mejor preparado que mi abogado. Y es que aprovechó uno de los repartos de pizzas para cambiarse y presentarse a este duelo dialéctico vestido como un sheriff tejano, con su estrellita en el chaleco, espuelas y gorro, además de unas pistolas que causaron cierta conmoción en el público hasta que casi todo el mundo se dio cuenta de que eran de agua. Casi todo el mundo: uno de los asistentes sufrió un infarto creyendo que iba a ser víctima de un atentado islamista.

Muerto aparte, este gesto congració aún más al fiscal con el juez y con el jurado, aunque realmente no hacía mucha falta. Aquellos nueve hombres y mujeres justos y justas y más bien tirando a iguales llevaban escrito en la frente la frase “pues a mí me cae mejor el fiscal, para qué te voy a engañar”.

Este se puso en pie y se dirigió hacia donde estaba el jurado, hinchó el pecho como un sapo y comenzó a hablar con una voz tan poderosa y bien timbrada que muchos cronistas apuntarían en sus textos la posibilidad de que le hubiera doblado el actor Constantino Romero.

—Señoras y señores del jurado –dijo—. Este muchacho, este hombre, se pegó un tiro en la sien, como he demostrado durante el juicio. Está muerto y tiene un agujero en la cabeza. Un agujero consistente con los agujeros que dejan las balas. Es por tanto culpable de suicidio en primer grado, que es el peor de los asesinatos, ya que la víctima estaba indefensa. Es así de simple. El abogado Bienvenido ha intentado hacer juegos de malabares con la idea de que faltan pruebas. No sé qué historias sobre una bala que nadie ha sido capaz de encontrar. ¿Pero quién quiere una bala teniendo el agujero, el revólver, la ropa manchada de sangre, el poema de amor? Y lo tenemos todo bien guardado en bolsas de plástico, que son bonitas y prácticas. Menos el agujero, claro, que sigue ahí en la cabeza, pero hemos tomado unas fotos muy chulas. Miren, miren. Aquí parece un volcán. También es mi deber recordarles que no se deben dejar influir por lo que digan la prensa y las casas de apuestas, que por cierto me dan como claro favorito. Sólo se paga cinco a cuatro, porque es una apuesta segura. En todo caso, no hagan caso de lo que dicen los ludópatas y los avariciosos, por mucho que ellos hayan construido esta sociedad capitalista de la que estamos disfrutando. Del mismo modo, no atiendan a todos esos directores de diarios y presentadores de programas de televisión que creen más que probada la culpabilidad del acusado, como han dejado manifiesto en editoriales, columnas, debates televisivos y viñetas más o menos humorísticas. Los juicios paralelos terminaron la semana pasada y gané ocho a cero. Pero lo dicho: no presten atención a todas estas cosas. Porque no hacen ninguna falta.

El fiscal hizo una pausa para ajustarse el sombrero y juguetear con uno de los revólveres. A esas alturas, las mujeres del jurado estaban tan pendientes de sus palabras que las escribían en las rejillas de los sudokus que habían hecho y borrado ya tantas veces, los hombres sentían un irrefrenable deseo de estrecharle la mano y de convertirse al homosexualismo y el juez saltaba en su butaca de la emoción, deseando que alguien se arrancara con aquello de “bote, bote, bote, suicida el que no bote…”

—Olvídense porque todo eso son minucias –dijo el fiscal, arrancando algún que otro “oh” del público. Si todo eso eran minucias, ¿con qué bomba de relojería nos iba a sorprender ahora? ¿Qué as se había guardado en la manga, a pesar de que iba disfrazado de sheriff y en el salvaje oeste era muy peligroso hacer trampas, porque las trampas podían acabar en tiroteos?— Minucias –insistió al comprobar el buen efecto que hacía la palabra—. Minucias, minucias, minucias, minucias –insistió con la insistencia, tal vez demasiado insistentemente—. Porque lo que es más importante es que el acusado se implica a sí mismo con su silencio avergonzado y culpable, además de con su muerte. Porque debo recordar que no estamos ante uno de esos presuntos suicidios en los que el acusado sólo está malherido: está muerto del todo y además se encuentra en un avanzado estado de putrefacción. Por si esto fuera poco, no se han encontrado indicios de que hubiera ningún otro asesino y, por supuesto, el acusado gozaba de un estado de salud excelente. En definitiva, señoras y señores del jurado, señor juez, entregado público, apreciados representantes de la prensa que se encuentran agarrados a la hiedra que trepa por los muros de este edificio, intentando escucharme a través de un agujero practicado con una taladradora de segunda mano, creo haber demostrado más allá de toda duda razonable o incluso irracional, de estas que dices “pues no sé yo”, que el acusado es culpable de suicidio en primer grado. Por eso el ministerio fiscal exige el veredicto de culpabilidad para que el juez pueda decidir qué es lo mejor para este trozo de escoria terrorista: si la cadena perpetua o, cosa que recomiendo encarecidamente y que las encuestas apoyan, la pena de muerte.

Cayó un rayo, parte del techo se derrumbó, un alguacil salió corriendo perseguido por un limón gigante que sólo existía en su imaginación, las mujeres del jurado se desmayaron, los hombres del jurado eyacularon y el juez se puso a saltar y a aplaudir y a gritar muy bien bravo así se habla qué jodido.

La conmoción duró quizás otra media hora, hasta que las nubes se retiraron y los asistentes recuperaron sus cifras habituales de ritmo cardíaco y presión arterial.

—Abogado – dijo el juez, refiriéndose a Bienvenido y sin dirigirle la mirada—, su turno. A ver si puede hacer algo… ¡Ja!

Bienvenido se levantó, tembloroso, sudando, consultando sus notas y lamentando no haber traído también un disfraz de pistolero. Carraspeó y se atusó el cabello, esta vez sin ni siquiera tener en cuenta que no conocía el significado de dicha palabra. Abrió la boca para hablar. Le salió un gallo. Carraspeó otra vez. Volvió a intentarlo. Le salió un pavo.

—Señor Bienvenido —le regañó Lozano—. Que esto no es un corral.

—Perdón, perdón.

—Por favor, que algún alguacil retire a estos bichos.

—Lo siento, lo siento...

—¡Y haga el favor de volver a crecer, que me duele el cuello de mirar para abajo!

Bienvenido se estiró desde el tamaño consolador al tamaño abogado, musitando disculpas nuevamente.

—El señor fiscal ha estado muy convincente, sí señor, lo ha estado, para qué vamos a negarlo y más si es verdad —comenzó—. Y qué guapo está el jodido con ese sombrero tejano. A mí me ha gustado mucho, si yo estuviera en su lugar, señoras y señores miembros del… No, esperen, no debería haber dicho esto. Señoría, solicito que el jurado no tenga en cuenta lo que he dicho hasta ahora.

—Bueno, va, porque me pilla de buenas. Alguaciles, aporreen las cabezas de los miembros del jurado para que olviden los últimos cuarenta segundos.

Tras unos cuantos plofs, Bienvenido decidió retomar el discurso.

—Como no iba diciendo, el discurso del señor fiscal tiene muchas inconsistencias. La primera que me viene a la cabeza cual sombrero de vaquero es que ha afirmado que el suicidio es un crimen deleznable porque la víctima está indefensa. Esto no es cierto. Si mi cliente hubiera cometido suicidio, cosa que no es cierta, no sería difícil ver que en todo caso habría disparado contra alguien que estaba armado y por tanto su muerte hubiera sido en defensa propia. En todo caso, ni siquiera hace falta tener esto en cuenta porque el fiscal ha herrado..., perdón, ha errado en lo básico. Sí que es cierto que mi cliente murió. Eso es verdad. Pero no se ha podido demostrar de forma concluyente que se suicidara. Ni siquiera que muriera de un disparo. El fiscal les ha intentado hacer creer que el problema de la bala es secundario y no lo es. Si no hay bala, ¿cómo o con qué se disparó? Por lo que sabemos, ni siquiera lo hizo. Hasta que la bala no aparezca, mi cliente es inocente ante Dios y ante la ley. Bueno, quizás no ante Dios, al saberlo todo y tal, pero Dios ya puede cantar misa porque nadie le ha llamado a testificar, ni siquiera el fiscal, y en realidad resulta muy sospechoso que no lo haya hecho, porque quién mejor que Dios para saber lo que ocurrió. ¿Eh? Y no le llama. Por si acaso. Porque va con miedo. El caso es que no se puede demostrar la culpabilidad de mi cliente, de mi estimado y apreciado cliente.

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