—¿El qué? ¿Qué hay que mirar ahora? Sólo me he traído las gafas de leer.
—Déjele hablar, que es una expresión.
—Ah.
—No se ha comprobado que la bala que se encontró en su cabeza sea la bala que realmente lo mató. Es decir, podría ser que hubiera muerto por otros motivos y luego se colocara la bala en ese agujero, a lo mejor simplemente por casualidad o por aburrimiento.
—¿Acaso quiere decir —preguntó uno de los jueces mientras un alguacil le inyectaba Firmicol
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en el trasero— que su cliente se murió y luego se puso a jugar con una bala que acabó en un agujero que casualmente tenía en el cráneo?
—Pues básicamente sí, aunque no necesariamente en ese orden.
La sala se inundó en murmullos y exclamaciones de sorpresa. “Oh”, “ah”, “increíble”, “pero ¿cómo es que nadie había caído antes en eso?”, “necesito un termómetro”, “este chico no tuvo un juicio justo”.
—Muy bien —suspiró el presidente, por motivos físicos y no sentimentales—, pero ¿puede usted o su cliente explicar por qué se metió esa bala en la cabeza y por qué o de qué murió?
Bienvenido se miró la punta de los zapatos. Tenía que limpiarlos.
—Pues no, no puedo. Pero me sé un chiste muy bueno sobre un condenado a muerte que va a ver a su abogado y...
—Ya me lo sé.
—Pues yo no, y me gustaría escucharlo.
—Que conste en acta —dijo el fiscal— que como llevo mucho tiempo sin intervenir, he decidido levantarme porque sí y pedir que conste en acta.
—Señores, un poco de seriedad —dijo el presidente, mazo en mano vendada—. A ver, letrado, ¿tiene algo que añadir? Aparte del chiste.
—Sólo insistir en que el problema de la bala es algo a tener en cuenta. No hay nada que demuestre cómo llego a parar allí.
—Pero en el juicio sí se demostró que su cliente había disparado un arma —bramó Lozano.
—Me parece muy aventurado relacionar ambos hechos. Mi cliente podría haber estado cazando.
—¿Y si estuvo cazando —rugió de nuevo Lozano— por qué no dijo nada? ¿Y qué cazó?
—Bueno, era un poner.
—Pues no ponga tanto —insistió Lozano—. El caso es que su cliente es absolutamente incapaz de abrir la boca para defenderse, y eso denota que algo quiere ocultar.
—Lo que le pasa es que es tímido.
—Yo también, por eso tomó Bisolvón.
—No, pero eso es para la tos seca.
—Ah, había oído que tenía tos seca. ¿Qué es lo que tiene este joven?
—Timidez.
—Huy no, el Bisolvón va fatal para eso.
—Creo que deberíamos pasar a escuchar al fiscal —dijo Lozano, dando por concluida la intervención de un Bienvenido que recibió aquella interrupción con un mal disimulado alivio—. El abogado lleva mucho rato hablando y ya me empieza a doler la cabeza por culpa de tanta tontería, y el señor fiscal tiene una voz mucho más melosa, además de ser más apuesto y conocer el significado de la palabra atusar.
—Muy bien, señor Lozano. ¿La defensa tiene algo más que añadir o algo que objetar?
—Siempre me olvido de mirar lo de atusar en el diccionario... Yo...
—Entonces la acusación puede presentar sus alegaciones.
El fiscal se puso en pie y se atusó el cabello mirando con suficiencia a Bienvenido, que estaba guardando en su maletín todos los mechones que buenamente podía agarrar, sin atusarlos ni nada.
—No hemos oído y digo oído y no escuchado más que tonterías (
aplausos del tribunal, carcajadas un tanto forzadas del juez Lozano
). Sabemos a ciencia cierta que el acusado está muerto y ni estaba enfermo ni era un hombre viejo (
aplausos con reservas del anciano tribunal, herido por el uso de ese adjetivo políticamente incorrecto y además con las palmas ya ligeramente doloridas a consecuencia del palmoteo previo
). La policía encontró en el lugar de los hechos una pistola con sus huellas y su ropa manchada de sangre, además de un agujero en su cabeza (
el público musita “eso es cierto” y el tribunal se inclina hacia adelante para escuchar con más atención, a pesar de lumbagos, hernias y ciáticas
). Y lo que es más grave, durante el juicio apareció la bala, que se encontraba precisamente (
pausa
) en el agujero que aún podemos apreciar en el cráneo del acusado (
toda la sala aplaude, el juez Lozano se pone en pie y grita: “¡Sí! ¡Sí!”
). Estos son los hechos probados. Lo demás son conjeturas sin ninguna base (
el juez Lozano ya está de pie encima de la mesa, animando al público y al tribunal a soltar graznidos de aprobación
). Pido, pues, que se desestime la petición de indulto que ha solicitado la defensa y que se ejecute la condena a muerte por el delito de suicidio en primer grado (
toda la sala y el tribunal ovacionan al fiscal, el juez Lozano tiene un orgasmo que recibe alzando la toga con entusiasmo para ofrecerlo al público a modo de los campeones de Fórmula 1
). Ya he concluido, señorías.
—Yo también —dijo Lozano—. Buf. Guau.
El presidente del Tribunal Supremo se puso en pie con ayuda de uno de los alguaciles y se secó las salpicaduras de semen del juez Lozano. Dio un par de tenues y precavidos mazazos para intentar en vano calmar al enfervorecido público y anunció que los nueve magistrados se retirarían a deliberar.
Los nueve jueces se dirigieron a la sala preparada a tal efecto. Para hacerlo, primero debieron ponerse en pie y luego caminar por un pasillo de casi cuarenta metros de largo que recorrieron con las debidas y prescriptivas pausas para hidratarse y medicarse, en apenas una jornada y media. Por supuesto, con ayuda de bastones y caminadores, a excepción de la jueza Gascón que iba en silla de ruedas y provocaba así la envidia de sus colegas.
Nada más se hubieron marchado, Bienvenido arrancó en lamentos: al final el novato tenía su importancia, al estar más propiamente vivo que los demás.
—Y me ha dado mucho por culo durante el juicio. Además, es que a los otros les envié regalos que pensé que usarían. No sabía que estaban tan perjudicados. Joder, al presidente le envié dos kilos de cocaína. Como los mire, le da un infarto y se nos muere.
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Es que me emociono y compro cosas que no vienen a cuento. A la de la silla de ruedas creo que le envié un pony. Espero que tenga nietas. O mucha hambre. Es que no tuve tiempo de prepararlo todo como debía y fui a lo fácil. En cambio, mira al fiscal, como se regodea —era cierto, el fiscal se estaba regodeando: se frotaba la panza con las dos manos, tenía la espalda echada para atrás y sonreía mientras canturreaba—. Seguro que les ha regalado bastones de caoba, gafas de cerca y polvos de talco para peluquines ingleses.
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Cuatro días más tarde, los nueve jueces volvieron renqueantes y resoplando a la sala. El esfuerzo había sido especialmente duro para el señor Mateo, que había tenido que doblar su dosis de Cefixime
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y que nada más sentarse pidió que le tomaran la tensión, que le salió a cuatro por trescientos doce. Si no hubiera sido porque no le apetecía ponerse con el papeleo, se hubiera declarado cadáver a sí mismo.
—Señores abogados, público aquí reunido, periodistas, corredores de apuestas —dijo el presidente del Tribunal Supremo—. Hemos llegado a una decisión. Agradecemos sinceramente las atenciones que el fiscal nos ha prestado: esas zapatillas nos han ido muy bien para deliberar, sobre todo a mí, que tengo reuma. No entendemos por qué el señor Bienvenido ha creído apropiado invitar a unas señoritas ligeras de ropa a pasar a la sala. Aunque reconozco que eran agradables de ver, al juez Rabaneda le han causado una impresión tan fuerte que casi le da un infarto; menos mal que llevaba encima una inyección de Plavix.
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En todo caso, queremos dejar bien claro que estos detalles no han influido de manera alguna en nuestra decisión, más que nada porque estábamos muy cansados como para ponernos pensar, que la sala esa cada vez la ponen más lejos, y el juez Lozano ya tenía una idea hecha cuando hemos llegado, así que hemos aprovechado que nuestro colega redactaba la sentencia para sentarnos, tomarnos un caldito, cambiarnos los pañales y recuperar fuerzas para volver aquí, porque además nos hacen volver, que es lo peor. Habiendo teléfonos. En fin. Según esta sentencia, el Tribunal Supremo desestima las alegaciones de la defensa y mantiene tanto el veredicto de culpabilidad como la pena de muerte impuesta en primera instancia, manteniendo asimismo la fecha fijada para la mencionada ejecución.
El abogado Bienvenido se hundió incluso más que al final de mi juicio anterior. Atravesó la butaca, el suelo y llegó hasta el metro, donde le pusieron una multa de cincuenta euros por haber entrado en el andén sin billete.
—Alguaciles, acompañen a ese esqueleto a su celda. Se levanta la sesión, pero no mucho, que me mareo.
Una vez pagada la multa y ya que estaba, Bienvenido cogió el metro y tras un transbordo y apenas dos o tres minutillos de paseo llegó al despacho. Estaba tan desanimado que pidió a dos becarios que pelearan a puñetazo
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limpio
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por
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su
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trabajo.
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Esas
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cosas
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siempre
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le
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animaban.
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—¡LO SIENTO, LO SIENTO, LO siento!
—Mireia
estaba abrazada a mis rodillas, llorando—. He sido egoísta, lo sé, sólo pensaba en mis sentimientos y no en los tuyos.
Ni siquiera intenté comentarle que yo no tenía muchos sentimientos en los que pensar. Ella siguió hablando de lo duro que tenía que haber sido para mí el haberme enfrentado a aquella vista con el Tribunal Supremo completamente solo, sin el apoyo de mis padres ni el suyo.
—Tienes razón, siempre has tenido razón: aquí no estamos para hablar de sentimientos —sentenció—, sino para salvar nuestras vidas. Todo será diferente en Brasil. Te lo prometo. Lo sé. Todo será diferente.
Mireia se había enterado de que ya no había nada que hacer, ni siquiera pedir aplazamientos.
—Lo siento —me había comentado Bienvenido por teléfono al día siguiente de la vista—, pero tu padre está en la ruina y no tiene más pienso compuesto que transferirme. Se ha gastado todos los ahorros en postales de Brasil. Una pena lo suyo. Ha estado tan absorto con este tema y en especial con la feria, que incluso ha perdido su trabajo. Dice que lo guardó en un cajón y que al volver ya no estaba, que igual han entrado a robar. Lo ha denunciado y todo, pero claro, aunque sea verdad y le hayan entrado a robar, no van a pillar al chorizo ni van a recuperar el empleo, seamos realistas. Y tu madre, en fin, tu madre dice que ya eres mayor de edad y que como estás trabajando para el alcaide, bien podrías pagarte tú mis servicios. En fin, no sé cuánto cobras, pero tú sí sabes cuánto cobro yo: piénsatelo y ya me dirás algo. En todo caso, yo gratis no puedo trabajar: el colegio de abogados me cortaría las orejas. Además, no quiero contarte mi vida, pero en casa tengo problemas y esto no sé cómo va a acabar. Igual en divorcio y los divorcios son caros. ¿Te acuerdas del gato que compró mi mujer? ¿El gato que me ayudaba a controlar los gastos y que siempre dormía con nosotros? El otro día estuve en su habitación y entre sus cosas vi que tenía hasta un DNI. Envié a un becario a investigarle en el registro civil y a seguirle y tal, y resulta que no es un gato, es un señor de Ciudad Real,
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o al menos un gato con DNI y empadronado en dicha ciudad. He tenido un par de charlas muy serias con mi mujer y el gato, que se llama Alfredo, y no sé, no me creo nada. Mi mujer dice que ella siempre pensó que era un gato y que por eso lo compró en la tienda, pero no está indignada ni nada e incluso le da la manita y sigue duchándose con él. Alfredo, el ex gato, no hace más que repetir: “A ver, calma, tratemos esto como mamíferos adultos”. En fin. Que igual me piden el divorcio o algo así. No sé. Es que esto no me lo esperaba.
Mireia
me decía que no me preocupara por todo eso; por los aplazamientos, claro, lo del gato ni lo sabía. Tendría listo el túnel en las poco más de dos semanas que quedaban para mi ejecución, a pesar de la huelga de operarios de hacía un par de días, solucionada tras varias horas de negociación y algunos disturbios.
—Si vieras lo bonito que me está quedando. Ya he puesto la máquina de chocolatinas y está todo iluminado y... Ya sé lo que te preocupa. Xavi, ¿no? Olvídalo, olvídate de Xavi. Nunca pasó nada, sólo éramos amigos. No sé qué te han contado, pero por favor olvídalo, es todo mentira. Si me creía un hombre. No me castigues con tu silencio, no soporto estas peleas por celos... No, lo sé, tienes razón. No es el momento. Ya hablaremos de todo esto en Brasil, ahora toca salir de aquí.
Dicho esto, sonrió mientras se secaba las lágrimas y salía de la celda.
—No te fallaré —aseguró, solemne, desde el dintel de la puerta.
No fue la única persona que se empeñó en no traicionarme en un plan de fuga que no me interesaba.
—Hoy es el día —me dijo Lorca—. He dejado las alas escondidas en la azotea. Ya sé que no se puede subir allí arriba, pero bueno, es que no cierran la puerta, sólo está el cartel. Ya sé que el cartel da miedo porque es muy taxativo a la hora de prohibir la entrada, pero tenemos que ser valientes y saltar. Para volar, claro. No nos vamos a pegar una torta ni nada por el estilo. En serio. Ya verás. ¿Quieres llevarte algo? ¿No? Bien hecho: hay que comenzar de cero. Yo sólo traigo esta mochilita con mis poemas.
Me agarró y me arrastró escaleras arriba.
Ya en la azotea, sacó un fardo de detrás de unos bidones vacíos que había allí vete a saber por qué. El fardo eran las cuatro alas con sus correas, bien envueltas en una sábana. Me ayudó a colocarme las mías y después se puso él las suyas. Hay que reconocer que estaban bien talladas. De todas formas, la imagen de Lorca no inspiraba mucha confianza: presidiario y por tanto sin afeitar, con una mochila puesta sobre el pecho y casi sustituyendo la barriga que había perdido a fuerza de flexiones y anacardos, y con unas alas de cera de varios colores, con las plumas talladas una a una.
Hasta que dijo, “mira, sólo hay que ir tirando de estas poleas”, y las alas se movieron lentamente y él comenzó a alzarse del suelo.