El problema de la bala (16 page)

Read El problema de la bala Online

Authors: Jaime Rubio Hancock

Tags: #FA

BOOK: El problema de la bala
3.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Quita, qué asco, si son sobras de preso.

—Ni siquiera las ha tocado.

—Vete a saber. Que aquí hay mucho hijo de puta, que por eso están aquí.

—Insinúas que a lo mejor... No, no habrá hecho eso.

—Tú mismo.

Y se quedó mirando con hambre los platos que acarreaba, sin atreverse siquiera a llevarse una patatita frita a la boca.

A medianoche volvieron a abrir la puerta de la celda y dejaron pasar a un curioso grupo: dos mujeres que intentaban parecer veinteañeras con la poco amable ayuda de un exceso de maquillaje y un peinado de hacía diez años, una pareja de enanos, un hombre grande y peludo, dos homosexuales esqueléticos y con el pelo teñido de amarillo, una mujerzuela inmensa y llena de pliegues, y una cabra.

Las dos llamémoslas chicas comenzaron a acariciar mis huesos mientras me bajaban los pantalones y elogiaban mi pene, como si no les importara que hiciera tiempo que hubiera sido devorado por los gusanos. Los enanos empezaron a corretear por la celda, perseguidos por uno de los homosexuales. El otro se sentó a mi lado y me acarició el fémur con una mano, mientras con la otra palpaba la entrepierna de la cabra. El hombre peludo le dio un guantazo en el trasero a la obesa y entre carcajadas que resonaban casi con eco, empezaron a arrancarse la ropa mutuamente.

Las chicas ya desnudas comenzaron a lamerse los pechos y a acariciarse el clítoris encima de los huesos de mis piernas, manoseando mi pelvis de vez en cuando; el hombre peludo comenzó a embestir a la gorda, cuyos pechos se bamboleaban sonando con el ruido de una bofetada al dar contra su carne; uno de los homosexuales le lamía el pene al otro, y los enanitos correteaban por la celda a lomos de la cabra.

Todos me invitaban, con gestos, palabras y balidos, a unirme a ellos, pero me quedé tumbado y sin moverme. Ni siquiera cambié de opinión cuando el hombre peludo agarró a las dos chicas y las obligó a columpiarse abrazadas a las tetas de su compañera. Tampoco me inmuté cuando la cabra aprovechó para lamerle el culo a la enana. Ni cuando los homosexuales eyacularon sobre el enano que quedaba suelto.

Y no me quedé quieto por el ruido que oí. Me quedé quieto porque yo era así.

Sí, el ruido.

Lo venía oyendo desde la cena. Al principio no era más que un remoto zumbido que se iba acercando y se fue convirtiendo ya mientras retiraban los platos en un taladreo incesante. Para cuando la orgía había comenzado, la sala temblaba ligeramente, pero tanto los entretenidos participantes como los envidiosos guardias creían que todo era fruto del entusiasmo sexual. Hasta que el temblor fue exagerado: se cayó una lámpara, las luces parpadearon y la tierra se abrió, dando paso a una enorme broca que giraba furiosa y que casi ensarta a la pobre cabra, que no tenía culpa de nada. La broca se metió por entero en la habitación, y no era sólo una broca, sino, claro, una tuneladora con una pelirroja al volante.

Era

Mireia,

quien, después de parar el motor y al ver la escena que tenía ante sí, dejó caer la mandíbula varios centímetros.

—Pero esto... Pero...

Casi todos se taparon, avergonzados, menos la gorda, que se rascó una de las tetas preguntándose a qué venía aquello y qué se suponía que tenían que hacer ahora.

—Y te quedas ahí, tumbado en la cama como si tal cosa. Ni siquiera tienes la decencia de... Pero claro, ¿qué ibas a hacer? ¿Intentar explicarlo? ¿Decirme que no es lo que parece, que ese señor no estaba follándose a esa puta...?

—¡Eh!

—¿A esa puta que te lamía la polla?

—¡Eran los huevos!

—Por no hablar de todo lo demás. ¿Qué coño hacías? ¿Pensabas que podías tenerlo todo? ¿Esto y a mí? ¿Tan bajo has caído en tu miseria, en tu falta de respeto hacia ti mismo, en tu pérdida de autoestima y de dignidad, que necesitabas algo así? Esto no es lo que quiero. Lo siento, pero no puedo vivir con esto, ni aquí ni en Brasil —bajó la mirada. Se secó las lágrimas. Me miró con los ojos aún llorosos—. No creo que pueda quererte después de lo que acabo de ver. Pero te prometí que te sacaría de aquí y voy a cumplir mi palabra. Ven, sube.

—Venga, chico, ve.

—Es tu oportunidad.

—Nosotros no le diremos nada a nadie.

—No voy a acarrearte ni a intentar convencerte. Ya todo depende de ti: si no quieres vivir, yo no puedo obligarte a hacerlo.

—Vamos, no te rindas.

—Fuera puedes intentar arreglarlo.

—O buscarte a otra.

—No seas tonto.

Pero no. Me quedé tumbado en la cama. Ni siquiera la miré a los ojos. Y eso que hubiera podido resistir la súplica que se le adivinaba en la cara.

—Mira niña —dijo la gorda, con una teta en la mano—, Este no te merece. Ya sé que nos gustan los malos, pero con este ya no hay nada que hacer. Mañana le prenden fuego y tú tienes toda la vida por delante.

Mireia

no le contestó, pero volvió a poner en marcha la broca, dio marcha atrás a la tuneladora y desapareció túnel abajo, sin atreverse a mirarme, reemprendiendo su camino y dejando la celda patas arriba.

Los participantes en la orgía, algo desanimados y cabizbajos, comenzaron a recoger sus cosas y pidieron a los guardias que les abrieran la puerta. Al salir, me miraron con pena, musitando alguno palabras de ánimo.

Los guardias se rascaron la cabeza —los dos— al ver el panorama que había en la celda.

—Joder. La comida no la habrá tocado, pero follando es un bestia.

—Qué animal. Pero mira cómo está todo.

Obviamente, no se molestaron en ordenarla, pero al menos me dejaron tranquilo y a solas, hasta que a las cinco de la mañana volvieron a abrir, esta vez para dejar pasar a un sacerdote ensotanado, que llevaba una bandeja.

—Buenos días. Traigo café y tostadas. ¿Dónde lo dejo todo? ¿Aquí? ¿Te sirvo un café? ¿No, todavía no? No se puede decir que te hayas aseado mucho —dijo—. Al menos podrías haberte subido los pantalones. Pero bueno, eso no es lo que realmente importa en estos momentos. ¿Quieres confesarte? Te irá bien, te lo aseguro. No quiero obligarte, claro, pero una confesión es lo mejor que puedes hacer: no sólo te asegurará la vida eterna, a no ser que peques de aquí a la silla, que hay que ser vicioso para eso, sino que además es gratis. ¿Cuántas cosas conoces que sean gratis y que ofrezcan tanto a cambio, eh? La vida eterna, nada menos. Y gratis del todo. Que luego no tendrás que pagar nada ni vendrá nadie a decirte que bueno, hay unos gastos que sí que hay que cubrir. Nada. Niente. Bueno, ¿qué? ¿Te confiesas o no? Dime. ¿Qué quieres hacer? ¿Eso es un sí? ¿Quieres hacer el favor de contestar? ¿No te vas a reconciliar con el Señor? Hazme caso niño malcriado, más te vale confesar tus culpas ahora porque si no, arderás en el infierno por toda la eternidad. ¡Confiésate o te confieso a hostias, joder! ¡Deja de hacerme perder mi puto tiempo, maldita sea! Que Dios me perdone, pero voy a acabar contigo antes de que lo haga la jodida silla eléctrica. ¡Confiésate, mierdoso, y súbete los pantalones, confiésate o te cruzo la cara, te juro por Dios y por san Judas que te la cruzo la cara...!

Se me quedó mirando. Resoplando muy fuerte por la nariz y con el ojo izquierdo a punto de salirse de la órbita. Parecía que se iba calmando, pero en realidad le estaba dando un ictus. Se desplomó sobre la cama, con la cara en mi pelvis.

Cuando los guardias entraron y vieron la escena, no pudieron menos que rascarse de nuevo la cabeza.

—Joder, eres insaciable, chaval.

—Pero qué energía. ¿No estabas cansado de la orgía?

—Y eso que ni cenaste.

—En fin, en todo caso, lo sentimos mucho, pero ya ha llegado la hora de llevarte a... Bueno, a la silla.

—¿Y qué hacemos con el cura?

—Déjalo, míralo que ricamente duerme.

—Sí, da penita despertarle.

—Pues eso, que te tenemos que llevar con nosotros.

—No te preocupes, que ni siquiera te pediremos que camines.

—Los presos que normalmente caminan tampoco pueden hacerlo cuando llega este momento.

—Así que te arrastraremos de buen grado y ya de entrada.

—Porque además, se podrá decir de ti que eres un suicida y lo que se quiera, pero hay una cosa que sí tienes: pesas poco.

—Pesas poco, hablas menos, no te quejas nada, no forcejeas...

—Joder, si es que eres un preso modelo.

—Y tanto. Yo voté por ti.

ERAN LAS SEIS Y MEDIA...

ERAN LAS SEIS Y MEDIA.

A esa hora, Roca ya me esperaba junto a la silla eléctrica. Había pasado toda la noche sin dormir, pensando qué podía hacer con su negocio, ahora que se había quedado sin empleado. Contratar a otro preso sería difícil: los vivos no querían y no había ningún muerto en camino. Igual tendría que matar él a alguno. Sí, a lo mejor esa era la única forma de conseguir mano de obra obediente y a buen precio: pegándole un tiro a alguno de esos condenados. Sí, eso haría. Buena idea. Genial. Por algo la revista
Emprendedores
le quería hacer una entrevista.

A esa hora, Lorca ya volaba, también camino a Brasil. No había querido ni quedarse a la ejecución. Demasiado triste. Demasiados recuerdos. Pero sí que había escrito un poema sobre mí, que comenzaba con el verso ya te has muerto querido amigo mío, y seguía con el verso ya estarás frito en la silla mortal, verso al cual seguía no huiste de tu destino fatal, concluyendo el cuarteto con y ahora te abraza de la muerte el frío. Y sí, volaba, haciendo planes para el futuro, pensando en la rabia que le daba el hecho de que probablemente tendría que publicar su poemario con pseudónimo. De la rabia de no poder usar ni su propio nombre, comenzó a aletear más fuerte y las alas de cera cada vez le llevaban más alto y más cerca del sol.

A esa hora,

Mireia

seguía con la tuneladora. A pesar de los carteles con mapas que había dejado dispuestos a lo largo del túnel, se había perdido. La rabia y las lágrimas no le permitían abrir camino correctamente a lo largo de los últimos veinte metros que quedaban por excavar y que esa última noche debían dejarla —dejarnos— cerca de la entrada de la estación de tren de Sants. Aquellos veinte metros se habían convertido ya en un serpenteante camino que no sabía a dónde la llevaba. Varias horas después se atrevería a subir arriba, más o menos segura de que por muchas vueltas que hubiera dado, no aparecería de nuevo en la prisión Modelo. Y no. Salió en la prisión de mujeres Wad Ras. En la puerta. Por fuera. Pero por desgracia frente a dos funcionarias que entraban a trabajar y que al ver a una presa con el traje naranja de condenada a muerte saliendo con una tuneladora por la calle, dedujeron casi acertadamente que estaba intentando fugarse, por lo que la apresaron y la metieron para adentro. Su “soy un hombre, tengo bigote” no le sirvió de mucho. “Aquí todas tienen bigote”, respondió una de las guardias.

A mí me metieron en una sala pequeña, en la que había un trono de madera con correas de cuero. Me sentaron y me dejaron en manos del verdugo, con su máscara y su traje negro. Este hombre me conectó un electrodo con forma de desatascador al cráneo y otro al pie izquierdo.

—Muy bien —dijo el verdugo—, vía libre al milagro de la electricidad. A ver, por favor, ayúdenme a atar fuerte estas correas, no vaya a salir corriendo. No, hombre no, cómo vamos a poner un electrodo a la altura del corazón, a ver si me lo van a reanimar una vez muerto. Pues si es su primera ejecución haga por lo menos el favor de no tocar nada.

Una vez me instaló en la silla, el verdugo se puso al lado de un enorme interruptor. Las cortinas que tenía enfrente se abrieron y dejaron a la vista unos ventanales que daban a un pequeño auditorio medio lleno, al que poco a poco iban llegando periodistas, fotógrafos y algún cámara de televisión. Entre el público vi a mi madre, sentada al lado supongo que del celador y con la boquilla de metro y medio colgando del labio, sin cigarrillo. También estaba por ahí mi padre, hojeando un álbum de postales, distraído y con el rostro contraído a tics. Sentado en primera fila, el juez Lozano tenía la vista fija en mi cráneo. Sonreía como un pervertido en la puerta de una escuela. El abogado Bienvenido charlaba de fútbol con el fiscal e incluso aquella discusión la iba perdiendo. Se le veía desanimado. Las cosas iban mal en casa: su mujer quería conservar al gato y no entendía que aquello pudiera ser motivo de divorcio.

Roca, con ojeras y sin afeitar, se levantó y cogió un micrófono.

—Señoras, señores, si me permiten. Estamos aquí reunidos para ver morir chamuscado a este condenado por suicidio en primer grado. Aunque bien sabe que podría haber tenido otras opciones —y se giró hacia mí por un par de segundos, mirándome con todo el resentimiento del que era capaz, que era bastante—. Podría por ejemplo ser el empleado modelo de una naciente empresa de internet cuyo valor podría ayudar modestamente a incrementar, de modo que su dueño, un arriesgado emprendedor que ha puesto sobre la mesa el dinero de sus padres, pudiera vender dicha empresa a otra empresa más grande y tonta, como Google, Telefónica o el Ministerio de Fomento. Pero no. Prefirió seguir el camino que le ha llevado hasta aquí —y volvió a girarse, arrojándome algo del resentimiento que le había sobrado de la mirada anterior—, un camino de odio, de perdición y de desagradecimiento. La ejecución comenzará dentro de trece minutos, durante los que podría llegar algún indulto, cosa harto improbable, ya que un indulto pondría en duda el funcionamiento de la justicia en nuestro país y como ustedes ya saben (por favor enfoquen este lado, que es el bueno), y como ustedes ya saben la justicia en este país funciona a las mil maravillas. ¿Cómo iba a ser posible que un juicio fuera injusto si se celebran bajo el auspicio de las instituciones de justicia españolas? Repito: de justicia. Si el juicio fuera injusto, estas instituciones no podrían ser de justicia, sino que serían de injusticia, como su propio nombre indicaría. Y además, bastante se permite ya cuando se acepta revisar los juicios, y el de este suicida desagradecido fue precisamente revisado por el Tribunal Supremo, que al ser Supremo no debería por tanto estar sometido a ningún posible indulto, que más que indulto sería insulto, porque si un indulto anulara un veredicto del Supremo, el Supremo no se llamaría Tribunal Supremo, sino simplemente Tribunal Bastante Alto. Por cierto, contamos entre el público asistente con el juez del caso, que a su vez es juez del Tribunal Supremo. No sé si quiere decir unas palabras.

—Oh no, por favor, no quiero inmiscuirme. Sólo comentar que merece la pena madrugar si es para momentos como este.

Other books

The Fortunate Brother by Donna Morrissey
The Anderson Tapes by Sanders, Lawrence
The Passion Play by Hart, Amelia
Omega Rising by Joshua Dalzelle
Things Beyond Midnight by William F. Nolan
Home Free by Sharon Jennings
Sky Knife by Marella Sands
Take Courage by Phyllis Bentley
The Perimeter by Will McIntosh
Darkness Betrayed (Torn) by Hughes, Christine