Authors: Larry Niven
Al principio Brennan continuó luchando, pero no pudo siquiera distraer la atención del ser. Luego esperó, flojo y avergonzado, durante el examen.
Abruptamente había terminado. El nudoso extraño saltó cruzando el cuarto, buscó brevemente en un arca junto a una de las paredes y volvió con un rectángulo plegado de plástico claro. Brennan pensó en escapar, pero su traje estaba hecho tiras. El ser agitó la cosa para abrirla, corrió sus dedos por un borde. La bolsa se abrió como si hubiera usado un cierre.
El extraño se movió hacia Brennan, y Brennan saltó alejándose. Ello le dio unos pocos segundos de relativa libertad. Luego unos nudosos dedos de acero se cerraron sobre él y lo empujaron dentro de la bolsa.
Brennan descubrió que no podía abrirla desde adentro.
—¡Me sofocaré! —gritó.
El extraño no respondió. No lo hubiera entendido de todos modos. Estaba poniéndose nuevamente su traje. «Oh, no». Brennan luchó para rasgar la bolsa.
El ser lo sujetó bajo un brazo y se movió a través de la portilla. Brennan sintió que el plástico transparente se inflaba a su alrededor, adelgazando el aire aún más. Sintió como picahielos en sus oídos. Dejó de luchar de inmediato. Esperó con el fatalismo de la desesperación mientras el extraño se movía a través del vacío, alrededor del casco con forma de ojo y hasta donde una línea de remolque de dos centímetros de diámetro se extendía hacia la cabina ovoide remolcada.
Hay pocas naves grandes de carga en el Cinturón. La mayoría de los mineros prefieren transportar su propio mineral. Las naves que transportan cargas de asteroide en asteroide no son grandes; en lugar de depósitos, llevan unos cuantos grandes anclajes. La tripulación ajusta su carga de pago con nudos y aparejos a ellos, en redes de poco peso. Luego lo cubren con espuma plástica para proteger los elementos frágiles, esparcen hojas reflectoras por encima para protegerla contra la luz de la llama de impulsión, y arrancan a baja potencia.
El Buey Azul era un caso especial. Cargaba fluidos y polvos finos: mercurio refinado, agua, granos, semillas, estaño impuro de los lagos derretidos del lado diurno de Mercurio, peligrosas mezclas químicas de la atmósfera de Júpiter. El Buey era un gigantesco tanque con un pequeño sistema vital capaz para tres personas y un tubo de fusión corriendo a lo largo de su eje mayor; pero como su tanque debía servir a veces como receptáculo para grandes objetos, se lo había diseñado con asideros de carga internos y una gran escotilla.
Einar Nilsson se quedó en el borde de la bodega, mirando adentro. Él medía dos metros diez, y era gordo para ser un espacial; y eso era gordo para cualquiera, porque la grasa había ido a su barriga y a la gran curva redonda de la papada. Era todo curvas, no había filos en él por ninguna parte. Había pasado largo tiempo desde que había montado un monoplaza. No le gustaba la gravedad alta.
La decoración en su traje era un navío Vikingo con una proa de dragón, flotando semisumergido en el brillante, lechoso remolino de una galaxia espiral.
Su pequeño y antiguo navío minero era ahora el bote salvavidas del Buey. El delgado tubo de fusión, iluminado al final, se estrechaba ocupando casi la mitad de la longitud de la bodega. Había un computador Adzhubei 4-4, casi nuevo; había máquinas que serían los sentidos y las voces de la computadora: radar, radio, sonido y luces monocromáticas y equipo de alta fidelidad. Cada objeto estaba atado separadamente, de media docena de formas distintas, a los asideros de la pared interna.
Nilsson asintió satisfecho, con la cresta rubio grisácea de su corte Espacial cepillando el interior de su casco.
—Adelante, Nat.
Nathan La Pan comenzó a arrojar fluido en el tanque. En treinta segundos el tanque estaba lleno con espuma que empezaba a endurecerse.
—Ciérralo.
Tal vez la espuma se aplastó cuando la gran tapa osciló. El sonido no podía transportarse. El puerto de Patroclo estaba en el vacío, abierto bajo el negro cielo.
—¿Cuánto tiempo tenemos, Nat?
—Otros veinte minutos para alcanzar el curso óptimo —dijo la joven voz.
—Está bien, vamos a bordo. Tú también, Tina.
—Vendido —la voz se desvaneció con un clic.
Nathan era joven, pero ya había aprendido a no desperdiciar palabras en un micrófono. Einar lo había contratado a pedido de su padre, un viejo amigo. La programadora de computadoras era algo diferente. Einar miró su delgada figura moviéndose en un arco hacia la escotilla del Buey. No era un mal salto; tal vez un poco de excesiva fuerza.
Tina Jordan era una llanera expatriada. Tenía treinta y cuatro años —era lo bastante mayor para saber lo que hacía— y amaba las naves. Probablemente tuviera el suficiente sentido común para salir del paso con fortuna. Pero ella nunca había volado en un monoplaza. Einar dudaba de la gente que no confiaba en sí misma lo bastante como para volar sola. Pero para eso no había solución; nadie más en la base de Patroclo podía manejar un Adzhubei 4-4.
El Buey debería hacer una corrida lateral para ponerse en el camino de la nave extraña, y luego curvarse hacia el sol. Einar miró la oscuridad plagada de diamantes, en dirección casi opuesta al sol. Los puntos débiles y esparcidos de los troyanos posteriores no bloquearon su vista. No esperaba ver al Exterior, y no lo vio. Pero allí estaría, cayendo para encontrar la órbita en forma de J del Buey.
Tres burbujas en línea, una cuarta colgando cerca. Nick miró la pantalla, sus ojos entornados hasta casi cerrarse, las arrugas como una red alrededor de sus órbitas. Cualquier cosa que tuviera que pasar, ya había pasado.
Otros asuntos rogaban por la atención del Primer Orador: discusiones con la Tierra por el fondo de ramrobots y el prorrateo de las cargas de los ramrobots entre las cuatro colonias interestelares, asuntos comerciales acerca del estaño de Mercurio, el problema de la extradición… Estaba desperdiciando mucho tiempo, pero algo le decía que éste podría ser el evento más importante de la historia humana.
La voz de Cutter emergió de un parlante.
—¿Nick? El Buey Azul desea partir.
—Que lo haga —dijo Nick.
—Bien. Pero he notado que no llevan armas.
—Tienen un impulsor de fusión, ¿verdad? Y grandes chorros de posición para ayudarse. Si necesitan más que eso, es que tenemos una guerra en nuestras manos.
Nick colgó. Se sentó, preguntándose si hacía lo correcto. Aún una bomba H hubiera sido menos efectiva como arma que el chorro de un impulsor de fusión. Y una bomba H era un arma obvia, un insulto a un Exterior pacífico. Pero aún así…
Nick volvió al dossier de Brennan. Era muy delgado. Los Espaciales no aceptarían un gobierno que guardara una información muy extensiva sobre ellos.
John Fitzgerald Brennan era un Espacial promedio. Cuarenta y cinco años de edad. Dos hijas (Estela y Jennifer) con la misma mujer: Charlotte Leigh Wiggs, una profesional reparadora de maquinaria agrícola en Confinamiento. Brennan tenía el principio de un buen fondo de retiro, aunque lo había disminuido dos veces al solicitar fondos de seguro para sus hijas. Había perdido cargas de mineral radioactivo con los Dorados en dos ocasiones. Una vez pudo haber sido típica. Los Espaciales se reían de los contrabandistas ineptos, pero un hombre que no había sido jamás capturado se volvía sospechoso de nunca haber tratado de contrabandear. Sin valor.
Diseño de traje: La
Madona de Port Lligat
, de Dalí. Nick frunció el entrecejo. Los mineros perdían a veces su asidero con la realidad, allí afuera. Pero Brennan estaba vivo y pasablemente bien por sus propios esfuerzos, y nunca tuvo un accidente.
Había trabajado veinte años antes con una tripulación, minando estaño fundido en Mercurio. Mercurio era rico en valiosos elementos no ferrosos, aunque el campo magnético del Sol hacía necesarias naves especiales: una tormenta solar podía soliviar una nave y moverla kilómetros. Brennan había sido competente y había hecho buen dinero, pero luego de diez meses renunció y nunca trabajó de nuevo con una tripulación. Aparentemente le gustaba trabajar solo.
¿Por qué habría dejado que el Exterior lo atrapara?
Infiernos, Nick hubiera hecho lo mismo. El Exterior estaba allí en el Sistema; alguien tenía que salirle al encuentro. Escapar hubiera sido admitir que no podía manejar tal encuentro. No pudo haberlo detenido el preocuparse por su familia. Eran Espaciales; podían cuidar de sí mismos.
«Pero preferiría que hubiera escapado», pensó Nick. Sus dedos golpeaban nerviosamente el escritorio.
Brennan estaba completamente solo en un pequeño espacio.
Había sido un trayecto difícil y terrible. El Exterior había saltado al espacio con el globo que contenía a Brennan, balanceándose y usando la pistola de reacción. Luego habían derivado durante quince minutos. Brennan había estado a punto de sofocarse antes de que alcanzaran la cabina ovoide.
Recordaba al extraño tocando una herramienta plana contra el casco, luego arrastrándose con él a través de una superficie viscosa que se veía como metal de ambos lados. Entonces el ser había abierto el globo que lo contenía, liberándolo; luego giró y se desvaneció a través de la pared mientras Brennan aún se agitaba desvaídamente en el aire.
El aroma era como el de la cabina anterior, pero mucho más fuerte. Brennan lo aspiró en grandes suspiros. El Exterior había dejado el globo allí. Flotaba junto a él como un fantasma translúcido, amenazante e invitador, y Brennan comenzó a reír, un doloroso sonido, casi como sollozos.
Echó una mirada a su alrededor. La luz era más verdosa que la de los tubos solares comunes. El único espacio vacío era donde estaba él flotando, de similar tamaño que el sistema de vida de su monoplaza. A su derecha había varias canastas cuadradas cuyo material parecía orgánico, ciertamente una madera de algún tipo. A su izquierda, un masivo bloque rectangular con tapa, casi como una gran congelador. Arriba y a su alrededor, la pared curvada.
Así que había estado en lo correcto; era un área de carga. Pero la mitad del espacio de esta burbuja en forma de lágrima estaba aún cerrada para él. Y en el aire detectó ahora un aroma peculiar, como un perfume no familiar. El olor en el sistema vital había sido un olor animal, el del Exterior. Este otro era diferente.
Debajo de él, tras una red de tosco tejido, había cosas que se veían como raíces amarillas. Ocupaban la mayor parte de lo que podía ver de la zona de carga. Brennan saltó para acercarse, enroscó sus dedos en la red y se acercó para mirar.
El olor se volvió enormemente más intenso. El nunca había olido, imaginado, soñado nada como eso.
Todavía se veían como pálidas raíces amarillas: una cruza entre una batata y un trozo pelado de raíz de un árbol. Eran toscas, anchas y fibrosas, con punta en un extremo y planas —como cortadas por un cuchillo— en el otro. Brennan alcanzó una a través de la red, sujetándola con dos dedos para tratar de sacarla, y no pudo.
Había desayunado justo antes de que el Exterior lo secuestrara. Pero ahora, sin gruñidos de advertencia de su estómago, se sentía súbita y vorazmente hambriento. Sus labios se retrajeron mostrando los dientes y las encías. Empujó sus dedos a través de la red, asiendo las raíces. Forcejeó por varios minutos tratando de recoger una a través de agujeros que eran demasiado pequeños. Rabioso, intentó rasgar la red; pero era más fuerte que la carne humana: no se rasgaría, aunque sus uñas se partieran. Gritó su frustración.
El grito le devolvió el sentido. Supón que consigues una; entonces ¿qué?
¡Comerla! Su boca chorreaba saliva.
Pero podría matarlo… Una planta extraña de un mundo extraño, una planta que sólo una especie extraña vería como alimento. ¡Debería estar pensando en un modo de salir de allí!
A pesar de que sus dedos seguían tratando de romper la red, Brennan se alejó con una patada. Estaba hambriento. Su traje se había perdido, hecho trozos en la cabina del Exterior, incluyendo los pezones de agua y de jarabe alimenticio en su casco. ¿Habría agua aquí? ¿Podría él confiar en esa agua? ¿Podría el Exterior imaginar que él tenía un uso para el hidrógeno parcialmente quemado?
¿Qué podría hacer para conseguir comida? Tenía que salir de allí.
La bolsa plástica. La tomó del aire y la examinó. Encontró como sellarla y abrirla desde el exterior. Maravilloso. ¡Espera… sí! Podría volver el interior hacia fuera, y entonces sellarla desde adentro.
Y luego ¿qué? No podría moverse en esa bolsa plástica sin brazos ni piernas. Aún en su propio traje habría sido riesgoso, saltando a través de trece kilómetros de vacío hasta su nave, sin una mochila. Ni siquiera podría salir a través de la pared, de todos modos.
Debía distraer su estómago de algún modo. Pensar en alguna otra cosa.
A ver… ¿Por qué será el contenido de esta cabina tan valioso? ¿Cómo podría valer más que el piloto, quien era necesario para traerlo de… de donde hubiera venido?
A ver que más había allí.
El bloque rectangular era de un material brillante, sin temperatura. Brennan halló la manija fácilmente, pero no pudo moverla. Entonces, el olor de las raíces hizo un ataque concertado a su hambre, y él gritó y tiró con furia asesina. La manija se abrió despacio. Estaba hecha para la fuerza del Exterior.
La caja estaba llena con semillas, grandes semillas como almendras, congeladas en una matriz de escarcha horriblemente fría. Pudo quitar una, a pesar de que los dedos se le dormían. El aire a su alrededor parecía humo de cigarrillo cuando cerró la tapa.
Puso la semilla en su boca, humedeciéndola cuidadosamente con su saliva. No tenía gusto; era solamente fría, y luego ni siquiera eso. La escupió. ¿Entonces?
Luz verde y aire extraño, de sabroso olor. Pero no demasiado tenue, no demasiado extraño; y la luz era agradable y refrescante. Pensó con temor que si a él le gustaba el sistema de vida del Exterior, al Exterior le gustaría la Tierra. Había traído sus propias plantas, también. Semillas, raíces, y… ¿qué más?
Brennan se impulsó a través del espacio abierto hacia la pila de canastas. Ni con toda la fuerza de su espalda y sus piernas pudo mover una canasta de su lugar. ¿Cemento de contacto? Pero una tapa se levantó con un ruido crujiente. Seguro, había sido pegado; la misma madera se había rasgado. Brennan se preguntó que extraña planta habría producido esta madera.
Dentro había una bolsa sellada de plástico. ¿Plástico? Se veía y sentía como un fuerte entelado sándwich comercial, vuelto rugoso por la edad. Adentro había un polvo fino empacado casi hasta la solidez. Se veía oscuro a través del plástico.