El quinto jinete (42 page)

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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El quinto jinete
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Los ojos del viejo empezaron a rodar como canicas, escrutando las puertas del pasillo, la escalera, la acera de la calle.

—En el 207 —murmuró, casi paralizado—. Segundo piso, segunda puerta a la derecha.

—¿Está ahora allí?

El negro encogió los hombros.

—Entran y salen continuamente. A veces hay quince personas allá.

Angelo dio una palmada amistosa en la mejilla del portero y empujó a Rand hacia la calle. Los dos hombres cambiaron impresiones.

—Hay que pedir refuerzos —sugirió el
Fed
—. Esto puede ser peligroso.

—Tienes razón —murmuró el neoyorquino—. Quince tipejos dan que pensar. —Angelo se pellizcó el doble mentón—. Pero en general, los rateros no van armados. Si les pillasen con un cacharro, dedicándose solamente a los bolsillos, les saldría demasiado caro. —Reflexionó—. Además, hacer venir un montón de policías a este barrio, sería como meter un elefante en una tienda de porcelanas. Bueno, pequeño, ¡iremos solos!

Al llegar al pie de la escalera, Angelo buscó en su bolsillo el pequeño calendario de plástico del First National City Bank. Pedir una llave al portero habría sido condenar a muerte al desgraciado. Claro que podían tratar de derribar la puerta, pero esto anularía el efecto sorpresa. Agitó el calendario ante la nariz de Rand.

—Abriré la puerta con esto. Y nos precipitaremos los dos en el interior.

Utilizada a menudo por los policías y por los cerrajeros, la plaquita de plástico, a la vez rígida y flexible, permitía descorrer sin ruido el pestillo de las cerraduras ordinarias.

—¡Angelo! —protestó el
Fed
—. ¡No podemos hacer una cosa así! No tenemos mandamiento de entrada y registro.

—No te preocupes, hijito —respondió el policía, al llegar al segundo piso—. No estamos en un mundo perfecto.

—¡Sublime!

Michael Laylord pirueteó alrededor de la maniquí inmovilizada en una pose excéntrica bajo los proyectores del estudio. Aplicando un ojo al visor de su Hasselblad, se arrodilló y escrutó los reflejos malva que danzaban sobre el vestido de noche de Yves Saint Laurent.

—¡Fantástico! —Apretó el disparador—. ¡Fabuloso!

De este modo tomó una docena de fotografías.

—Gracias, querida, ¡esto es todo por hoy! —dijo—, apagando los
floods
.

Entonces descubrió, medio oculta en un rincón del estudio, a Leila, que había regresado a Nueva York después de llevar a su hermano Whalid al escondrijo de Dobbs Ferry, donde se reuniría mañana con él y con Kamal, antes de huir a Canadá.

—¡Linda! exclamó el hombre. Pensaba que almorzabas con…

Ella le interrumpió con un beso.

—Me he excusado. ¡Para almorzar contigo!

—¡Policía! ¡Que nadie se mueva!

Las palabras rebotaron en las cuatro paredes de la estancia como una pelota de
squash
. Angelo y Jack Rand acababan de entrar por la puerta abierta gracias al pequeño calendario de plástico. Parecían dos
Feds
de los tiempos de la prohibición irrumpiendo en un
speakeasy
: sombrero de fieltro caído sobre los ojos, estirado el brazo que empuñaba el revólver, dobladas las rodillas. Esta
mise en scène
bastó para dejar petrificados a los seis ocupantes del apartamento.

El lugar era exactamente como había imaginado Angelo: jergones extendidos en el suelo y, por toda iluminación, una bombilla colgada del techo. Y olor a sudor y a perfume barato. Colada puesta a secar en una cuerda: calzoncillos, sujetadores, remera, vaqueros; gallardetes irrisorios de un cuchitril arruinado. Y sólo había un mueble: un canapé desvencijado cuyos muelles habían perforado la tapicería y en cuyo borde se hallaba sentada la chica de pecho opulento, ocupada en revolver un guiso que se cocía lentamente sobre un hornillo colocado en el suelo. Angelo la reconoció inmediatamente. Se irguió, enfundó el revólver, pasó por encima de un aterrorizado adolescente y se plantó delante de la muchacha. Olió el vapor del guiso.

—Lástima que no puedas zampártelo, pues huele muy bien —le dijo—. Coge tu abrigo,
muchacha
[14]
, pues vas al calabozo.

—¡No toque a mi
mujer
[15]
! ¿Qué quiere de ella? —farfulló entonces un bulto que yacía sobre un colchón, junto a la pared.

—¡Cierra el pico! —le gritó Jack Rand.

Torres, el colombiano que trabajaba con la chica enmudeció enseguida. Era un jovenzuelo escuchimizado, de pómulos salientes, mirada febril y cabellos negros y rizosos.

—¡Levanta eso! —le ordenó Rand, señalando con su revólver el poncho rojo y con dibujos geométricos que podía ocultar un arma.

El colombiano obedeció. Salvo un par de calcetines diferentes y unos calzoncillos de dudosa blancura, estaba desnudo como un gusano. Angelo se acercó a él, sacó del bolsillo la fotografía que le había dado el jefe de la Brigada de Rateros y miró al hombre, sonriendo.

—¡Vaya, amigo! Eres precisamente el tipo al que andábamos buscando. También te meteremos en chirona!

El ratero empezó a protestar, en una mezcla de español e inglés, pero Angelo le impuso silencio.

—El hombre a quien birlaste la cartera el viernes, en la estación, ha reconocido tu retrato entre un montón de fotos. ¡Irás a la cárcel! Pero antes vamos a tener tú y yo una pequeña conversación.

Uno de los otros tres colombianos tumbados en los colchones quiso llamar la atención del policía. Era un hombre viejo, de cara triste y arrugada.

—Señor inspector, él es nuevo en el oficio —alegó, en un inglés vacilante—. ¡Todavía no ha hecho nada malo! —Hurgó en su colchón y sacó un fajo de billetes—. Yo puedo arreglar la cosa —añadió, guiñando un ojo.

Angelo le dirigió una mirada despectiva y le hizo señal de que saliese, con sus dos acólitos y otra muchacha acurrucada en un rincón.

—¡Vamos, salid todos! ¡En seguida! Si no queréis que llame a Inmigración.

Al oír la palabra «inmigración», los cuatro colombianos se largaron sin chistar. Angelo se acercó entonces a Torres. El tono de su voz se hizo dulzón:

—Amigo, tienes que darnos una información: ¿a quién diste las tarjetas de crédito que birlaste el viernes por la mañana en la estación de Flatbush? ¿Quién te había encargado la faena?

Angelo oyó que una voz escupía detrás de él una ráfaga de palabras en español. Solo entendió dos de ellas:
derechos cívicos
[16]
.

Se volvió furioso hacia la chica de senos opulentos, la cual le fulminó con la mirada. «Esa me estorba» —pensó Angelo. Llamó a Rand, que seguía de guardia ante la puerta.

—Lleva a esa mocosa al coche. Yo iré dentro de un momento.

Rand vaciló. Temía los métodos de su compañero de equipo. Sin embargo, obedeció.

—¡Fuera de aquí, muchacha! —gritó, empujándola hacia el rellano.

La puerta se cerró de golpe, y Torres empezó a ponerse unos vaqueros.

¡Suelta eso! —le gritó Angelo, arrancándole el pantalón de las manos—. Primero tenemos que hablar. Repetiré la pregunta: ¿A quién diste la tarjeta del American Express que había en la cartera que birlaste el viernes? ¿Quién te encargó la faena?

—¡Yo no robar nada,
señor
[17]
!

Le temblaba la voz, pero miró al policía a los ojos.

—Ándate con cuidado,
muchacho
[18]
. Te pregunto por tercera vez a quién largaste la maldita tarjeta. Tú diste el golpe en la estación, el viernes. Alguien debió decirte que eligieses un cliente del aspecto de aquel a quien robaste. ¿Quién fue? Es lo que quiero saber.

Torres bajó los ojos, retrocedió y tropezó con un colchón. Se apoyó en la pared. A sus pies, sobre el hornillo, el guiso seguía cociéndose a fuego lento. Angelo avanzó, amenazador.

—Señor —imploró el colombiano—, no tiene usted derecho. Yo tener
derechos cívicos
[19]
.

¿Derechos cívicos? —se burló Angelo—. ¡Tú no tienes derechos cívicos, cabrón! ¡Tus derechos cívicos se quedaron en Bogotá!

El policía se acercó a Torres, al que pasaba la cabeza. El hombrecillo temblaba de frío, de miedo, de ese sentimiento de impotencia que causa la desnudez al prisionero frente al que lo interroga. Se protegía las partes con las manos, y sus hombros caídos le daban un aire todavía más mezquino.

El golpe del policía fue tan rápido, que el colombiano no lo vio venir. El puño izquierdo de Angelo le alcanzó bajo el mentón, proyectándolo de cabeza contra la pared. El muchacho, aturdido, dejó caer los brazos. Angelo aprovechó la ocasión para agarrarle los testículos con la derecha. El colombiano lanzó un alarido.


Okay
, hijo de perra. Ahora vas a decirme a quién diste la tarjeta, ¡o te agarro las pelotas y te las hago tragar!

—¡Hablaré! ¡Hablaré! —gimió Torres, doblado por la mitad.

Angelo aflojó un poco su presa.

—Union Street. Benny. El perista.

Angelo apretó de nuevo.

—¿En qué parte de Union Street?

El colombiano lanzó otro grito. Una capa de sudor empezó enseguida a inundar su rostro.

—Cerca de la Sexta Avenida. Al otro lado del supermercado. Segundo piso.

Angelo soltó al ratero, que se derrumbó en el suelo, gimiendo de dolor.

—Bueno, ponte el pantalón —le ordenó—. Iremos los dos a ver a tu Benny.

—¡Michael, amor mío! ¿Y si nos olvidásemos de todo durante unas horas… para pensar solo en nosotros dos? —dijo Leila mirando a su amante con aire lánguido.

El fotógrafo levantó unos ojos asombrados. Hacía un rato, en el taxi que los conducía al restaurante, ella le había dado a entender que tenía algo importante que decirle. Durante el almuerzo había estado callada y había apenas tocado los
tagliatelle verde
y el vaso de
bardolino
. El camarero había retirado los platos, sacudido descaradamente el mantel con una servilleta y traído dos cafés expresos.

—¿Es esa la cosa importante que querías decirme? —preguntó él, llevándose la taza a los labios.

—Dicen que el amor es como una planta, Michael. Que hay que alimentarlo si se quiere que florezca. Sería maravilloso si, de vez en cuando, tú y yo hiciésemos algo desacostumbrado, una pequeña locura. Un soplo de oxígeno en la rutina de…

¿…de nuestra relación?

—Sí, si quieres llamarlo así.

—¿Qué te gustaría hacer?

—Cualquier cosa… Por ejemplo, salir de este restaurante, tomar un taxi para el aeropuerto Kennedy y marcharnos a alguna parte. Dos o tres días. Sin equipaje. Sin nada. A propósito, mañana tengo que ir a Montreal. Para ver una colección de verano. Podríamos encontrarnos mañana por la noche en Quebec. ¿Conoces Quebec, Michael? ¿Conoces el Château Frontenac? Un enorme y viejo hotel francés a orillas del San Lorenzo. Con restaurantes, tiendas y
boîtes
, como en París. Y rodeado de callejuelas y de plazas con bancos. Daríamos paseos en calesa y nos hartaríamos de croissants.

Le asió la mano. Sus ojos brillaban de impaciencia infantil. Michael tragó un sorbo de café.

—Querida Linda, mañana tengo dos sesiones de fotografía que no puedo cancelar. Además, recuerda que tenemos que almorzar el miércoles con Truman Capote… Si realmente quieres hacer una escapada, vayamos a pasar el fin de semana en Puerto Vallarta en México —sugirió él, conciliador—. ¡Uf! El invierno es glacial en Canadá. Podemos salir el viernes por la tarde y cenar por la noche bajo las palmeras en la orilla del Pacífico.

Leila chascó los dedos con entusiasmo.

—¡Una idea maravillosa! Renuncio a todo lo demás. En vez de Canadá, saldremos mañana por la tarde para México. ¡Eres un genio, amor mío!

—No mañana, querida, sino el viernes —rectificó Michael, mientras pagaba la cuenta—. Si no hiciese las fotos de mañana, los de
Vogue
me colgarían. En cambio, el viernes…

Leila había recobrado de pronto su aire soñador. «¿Hasta dónde puedo llegar sin exponerme a…?», se preguntó.

Fuera, el cielo bajo y gris de diciembre anunciaba nuevas nevadas.

—¿Tienes aún trabajo esta noche?

—No —respondió él, ayudándola a ponerse el abrigo de pieles.

—Entonces, vayamos a tu casa. Necesito un poco de cariño.

Situado en el piso de más «categoría», o sea, el tercero, el despacho del secretario general del Ministerio francés de Asuntos Exteriores tiene vistas sobre el contaminado esplendor del Sena. Desde una de las ventanas, el barón Geoffroy de Fraguier, actual dueño del lugar, seguía el lento avance de una barcaza que luchaba contra la amarilla corriente del río, y se preguntaba cuál podía ser el motivo de la urgente visita que le haría dentro de un momento el director del SDECE.

Fraguier no apreciaba al hombre ni su organización. Empeñado en copiar a su modelo americano, el SDECE había conseguido usurpar un campo propio del Quai d'Orsay, implantando sus representantes en las Embajadas de Francia en el mundo entero, bajo la capa de cónsules o de agregados políticos. Fraguier censuraba al Gobierno por haber tolerado esta degradación del cuerpo diplomático de Vergennes y de Talleyrand.

Había vuelto a su mesa cuando un ujier introdujo al general Bertrand. Le saludó con el más breve movimiento de cabeza compatible con las reglas de la cortesía.

—¿A qué debo el placer de su visita? —preguntó con voz falsamente cordial.

Bertrand buscaba un cenicero. El barón le mostró con un dedo una mesita colocada al otro lado de la estancia.

—El 15 de abril de 1973 —explicó el general, poniendo el cenicero sobre sus rodillas—, su Ministerio suscribió en favor de un tal Paul Henri de Serre, ingeniero de la Comisaría de Energía Atómica, un contrato por tres años, confiándole la misión de consejero técnico cerca de la Comisaría de Energía Atómica india. El tal ingeniero regresó a Francia en noviembre de 1975, o sea, seis meses antes del término de su contrato. Los antecedentes que me han suministrado mis colegas de la DST sobre Monsieur De Serre no indican los motivos de este regreso anticipado. ¿Podría usted informarme sobre esto?

El barón apoyó los codos sobre la mesa, y la cabeza, entre las manos.

—¿Puedo saber la razón de su curiosidad?

—Temo que no —se excusó Bertrand regocijándose en secreto—. Sin embargo, le diré que mi petición está respaldada por las más altas autoridades.

«¡Cazadores furtivos! —pensó con indignación, el diplomático—. Siempre vienen a cazar en nuestros cotos, invocando el permiso del dueño. ¡En qué tiempos estamos!»

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