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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (44 page)

BOOK: El quinto jinete
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«Ningún rastro de emoción», informó el técnico de la CIA que manejaba el analizador de la voz.

—Comprendo su impaciencia —replicó el presidente, luchando por conservar la calma—. La comparto. Pero debemos sentar juntos las bases de una paz duradera, de una paz que satisfaga a todas las partes afectadas, no de una paz impuesta al mundo por su amenaza contra Nueva York.

—¡Palabras y más palabras! —volvió a interrumpirle Gadafi—. ¡Las mismas palabras vacías e hipócritas que han vertido ustedes sobre mis hermanos de Palestina durante treinta años!

—Le aseguro que le hablo con toda sinceridad —insistió el presidente.

Gadafi prosiguió:

—Sus aliados israelíes bombardean y ametrallan los campamentos de refugiados palestinos en el Líbano, con aviones y cañones norteamericanos matan a mujeres y niños árabes con balas norteamericanas, ¿y qué me ofrece usted a cambio de esto? ¡Palabras! ¡Mientras sigue vendiendo nuevas armas a los israelíes, para que puedan seguir matando palestinos! Cada vez que los israelíes se han apoderado de tierras de mis hermanos para instalar en ellas sus colonias ilegales, ¿qué han hecho ustedes? Nos han obsequiado con sus piadosas lamentaciones, mientras sus portavoces clamaban de indignación en Washington. Pero, ¿han intervenido alguna vez para detener a los israelíes? ¡No! ¡Nunca! Pues bien, señor presidente, a partir de ahora, usted y sus representantes pueden guardarse sus bellos discursos. Pasó el tiempo de las palabras bonitas. Los árabes de Palestina poseen, por fin, los medios de lograr la justicia que les ha sido negada durante tanto tiempo. Y la obtendrán porque, en otro caso, millones de sus compatriotas pagarían por las injusticias de que son víctimas los árabes.

La energía de estas frases había sido reforzada por el tono frío monótono, casi indiferente, con que se había expresado el jefe del Estado libio. «El tono de un agente de cambio y Bolsa leyendo las cotizaciones a un cliente», pensó Eastman. Para los doctores Tamarkin y Jagerman, aquella voz precisa, perfectamente controlada, confirmaba lo que pensaban ambos: Gadafi no vacilaría en cumplir su amenaza.

—No puedo comprender —replicó el presidente—, que un hombre como usted, coronel Gadafi, un hombre que se enorgullece de haber hecho su revolución sin derramamiento de sangre, un hombre compasivo y caritativo, sea capaz de hacer explotar esa bomba, ese instrumento infernal, ese ingenio demoníaco; que pueda realmente pensar en matar y mutilar a millones de seres inocentes.

—¿Y por qué no habría de creerlo?

Por primera vez, su tono era áspero. El presidente estaba atolondrado.

—Porque sería un acto totalmente irresponsable irracional… —Vaciló—. Un acto demencial, un…

—Un acto como el que realizaron ustedes cuando arrojaron una bomba de esta clase sobre la población civil japonesa. ¡Dónde estaban entonces su caridad y su compasión? ¿Quiere usted decir que la cosa no tiene importancia cuando se mata, quema o mutila a millones de amarillos asiáticos, de árabes, de africanos, mientras no se trate de bellos norteamericanos de piel blanca? ¿Es esto lo que quiere decir? ¿Quienes son los bárbaros señor presidente? ¿Quién inventó ese ingenio demoníaco, como usted lo llama? ¡Unos judíos alemanes! ¡Y cuál es el único país que lo ha utilizado? ¡La América cristiana! ¿Quiénes acumulan esas bombas que pueden destruir a la Humanidad? ¡Las naciones industriales avanzadas de su llamado Occidente civilizado! Esas bombas son producto de su civilización, señor presidente; pero hoy ¡seremos nosotros quienes nos serviremos de ellas para reparar las injusticias que han cometido con nosotros!

El presidente examinaba desesperadamente su bloc de notas. ¡Cuán irrisorios le parecían ahora los consejos que había consignado en él!

—¡Coronel Gadafi! —su voz tenía un acento patético—. Por muy ardiente que sea su solidaridad con las desdichas de los palestinos, debe reconocer que los habitantes de Nueva York no son responsables de ellas: los negros de Harlem, los puertorriqueños del Bronx, los millones de proletarios que se ganan duramente el pan con el sudor de su frente.

—¡Claro que son responsables! ¡Todos! Para empezar, ¿quien es el responsable de la creación del Estado de Israel? ¡Ustedes, los norteamericanos! ¿Y con qué dinero sobrevive Israel? ¡Con el de ustedes!

El presidente buscó otro argumento. Esta vez se hizo insidioso.

—Suponiendo que los israelíes aceptasen abandonar los territorios reivindicados por ustedes, ¿cree usted, coronel Gadafi, que le dejarían salirse con la suya por las buenas? ¿Qué garantía de solución duradera podría tener?

Era ésta una pregunta que el libio se alegró sin duda de contestar.

—Ordene a los satélites que sobrevuelan en este momento mi país, que examinen la franja de desierto a lo largo de nuestra frontera oriental, desde el mar hasta el oasis de Kufrá. Le revelarán la existencia de ciertas instalaciones. Cierto que mis misiles no son tan potentes como los suyos, señor presidente; todavía no son capaces de dar la vuelta al mundo para hacer blanco en una cabeza de alfiler. Pero pueden volar mil kilómetros y alcanzar la costa de Israel. No les pido más. Representan todas las garantías que necesito.

«¡Señor! —pensó el presidente—. Esto es peor de lo que había imaginado». Hojeó febrilmente las páginas de su bloc en busca de una fórmula mágica susceptible de tocar la fibra sensible que aún no había podido descubrir. Echó una mirada a los psiquiatras, pero los rostros de éstos sólo reflejaban impotencia.

—Coronel Gadafi, he seguido con viva admiración las conquistas de su revolución. Sé con qué esfuerzo de voluntad ha utilizado las riquezas petrolíferas de su subsuelo para dar progreso material y prosperidad a su pueblo. Sean cuales fueren sus sentimientos respecto a Nueva York, ¿permitiría que su país y su población fuesen destruidos en un holocausto termonuclear?

—Mi pueblo está dispuesto a morir por la causa, señor presidente, lo mismo que yo.

El libio seguía expresándose en inglés, para facilitar el diálogo.

—Mao Zedong pudo realizar una de las más grandes revoluciones de la historia, prácticamente sin derramamiento de sangre —replicó el presidente—. Desde luego, esto era inexacto, pero la referencia al líder chino había sido sugerida por Jagerman: «Invoque a Mao. Él debe tenerse por un Mao árabe»—. Usted tiene la misma posibilidad, coronel Gadafi. Sea razonable, retire su amenaza contra Nueva York y trabaje conmigo en el establecimiento de una paz justa y sólida en el Próximo Oriente.

—¿Que sea razonable? —exclamó el libio—. Ser razonable es, según usted, aceptar que los árabes de Palestina sean expulsados de su tierra, obligados a vivir, generación tras generación en los campos de refugiados. Ser razonable significa, sin duda que los árabes de Palestina presencien con los brazos cruzados la progresiva anexión de su patria por los colonos de su amigo Begin. Ser razonable debe ser tolerar que ustedes, los norteamericanos, y sus aliados israelíes persistan en privar a mis hermanos palestinos del derecho divino a tener un hogar propio, mientras nosotros seguimos vendiéndoles el petróleo que hace funcionar sus coches y sus fábricas, y que calienta sus casas. Para usted, ¡todo esto es ser razonable! Pero cuando mis hermanos y yo le decimos: Otórguenos la justicia que nos negaron durante tanto tiempo, si no quieren que les ataquemos, ¡esto deja de pronto de ser racional!

Mientras hablaba Gadafi, Jagerman hizo pasar un mensaje al presidente. «Pruebe la táctica del objetivo superior». Se trataba de una maniobra que el psiquiatra holandés había explicado antes. Consistía en persuadir a Gadafi de que colaborase en la realización de un objetivo aún más grandioso. Sublimar su ambición mediante un proyecto que rebasara los límites que él se había fijado.

Por desgracia, nadie había sido capaz de definir un objetivo que permitiese aplicar esta teoría

Una súbita inspiración hizo entrever una solución al presidente. No tenía ningún precedente, y presentaba dificultades insuperables a priori. Pero era tan audaz, tan dramática, que tenía probabilidades de impresionar la imaginación de Gadafi.

—¡Coronel Gadafi! —exclamó sin poder disimular su excitación—. Voy a hacerle una proposición. Retire su amenaza contra mis compatriotas neoyorquinos, y tomaré inmediatamente el avión para Trípoli. Iré sin escolta, a bordo del
Air Force One
. Yo, el presidente de Estados Unidos, me constituiré en rehén, mientras trabajamos mano a mano, en conseguir para sus hermanos de Palestina una paz verdadera, duradera, aceptable para todos. Lo haremos los dos juntos, y su gloria será más grande que la de Saladino, porque se la habrá ganado sin derramar sangre.

Este ofrecimiento, absolutamente inesperado, dejó estupefactos a los miembros del Comité de Crisis. Jack Eastman estaba pasmado. Era algo inverosímil. ¿El jefe de la nación más poderosa del mundo convirtiéndose en rehén de un déspota árabe del petróleo, secuestrado en pleno desierto como un vulgar mercader apresado hace dos siglos por los piratas de costa berberisca? En cambio, el fatigado rostro del presidente norteamericano traslucía un sentimiento de triunfo. Estaba convencido de que su iniciativa podía causar una impresión favorable, capaz de resolver el problema. El altavoz enmudeció. También estupefacto, el libio había cortado la comunicación para preparar su respuesta. El subsecretario de Estado aprovechó la pausa para expresar su desaprobación.

—Se trata, señor presidente, de una proposición sumamente valerosa, ¡pero temo que plantea una grave dificultad constitucional!

El jefe del Estado fijó su mirada azul en el diplomático.

—El único problema verdadero es salvar la vida a seis millones de neoyorquinos, Mr. Middleburger. Y no será la Constitución quien nos diga cómo hemos de hacerlo, ¿verdad?

—Señor presidente —prosiguió Gadafi—, su ofrecimiento merece mi respeto y mi admiración. Pero es inútil. La carta que le dirigí está lo bastante clara. En ella se concretan las únicas reivindicaciones que formulamos. Sería vano continuar las discusiones, aquí o en otra parte…

—¡Coronel Gadafi! —le interrumpió el presidente—. Le conmino enérgicamente a que acepte mi proposición. En el curso de las últimas horas, mi Gobierno ha establecido contacto con los principales jefes de Estado del mundo. Comprendidos los de sus países hermanos, el presidente Sadat, el presidente Assad, el rey Hussein, el rey Jaled. Incluso Yasser Arafat. Todos, sin excepción, condenan su actitud. Está usted solo, aislado. Sólo dejará de estarlo si acepta mi ofrecimiento.

—No hablo en nombre de ellos, señor presidente, sino en nombre del PUEBLO árabe. Son los hermanos de este pueblo quienes fueron despojados, no los presidentes y los monarcas que se pavonean en sus palacios. —Entonces, se produjo en la voz de Gadafi un temblor de irritación y de impaciencia—. Toda esta discusión es perfectamente inútil, señor presidente. ¡Lo que ha de ser, será!

«Aparición de alguna señal de nerviosismo», indicó el agente de la CIA, que manipulaba el analizador de voz.

—Tuvieron ustedes treinta años para hacer justicia a mi pueblo ¡y no hicieron nada! ¡Ahora sólo les quedan menos de veinticuatro horas!

Una oleada de cólera encendió el semblante del presidente norteamericano.

—¡Coronel Gadafi! —casi gritó, para consternación de los psiquiatras—. ¡Rechazamos su chantaje! ¡Su abominable amenaza no hará que nos dobleguemos a sus locas exigencias!

Una larga pausa de mal augurio siguió a este estallido. Después, volvió la voz de Gadafi, tan tranquila y pausada como antes:

—Señor presidente es usted quien debe mostrarse razonable, puesto qué no le pido nada imposible. No exijo la destrucción del Estado de Israel. Reclamo sólo lo que es justo: que sean devueltas sus tierras a mis hermanos de Palestina y que éstos vuelvan a tener la patria que Dios ofrece a todos los pueblos. Nosotros, los árabes, estamos en nuestro derecho desde hace más de treinta años, pero ni la guerra ni la acción política nos permitieron hacerlos oír, porque nos faltaba fuerza. Hoy la tenemos, señor presidente. Por consiguiente, u obligan ustedes a los israelíes a hacernos la justicia que nos es debida, o, como el Sansón de su Biblia, ¡haremos que se derrumbe el Templo sobre sus cabezas y las de todos los que lo habitan!

Mientras Muamar el Gadafi repetía su amenaza, uno de los terroristas con que contaba para hacer estallar su bomba se disponía a hacer el amor en un apartamento neoyorquino.

«¿Qué estoy haciendo aquí?», se preguntó Leila Dajani, con súbito remordimiento.

Se abrió la puerta de la habitación y apareció Michael, con una toalla enrollada a la cintura y una copa de champaña en cada mano. Se tendió en el lecho. Durante un momento, ambos permanecieron silenciosos.

—¡Michael! ¡Vayamos mañana a Québec!

Michael se incorporó y vio en la penumbra los ojos suplicantes de Leila.

—¿Por qué insistes, Linda querida? Sabes muy bien que mañana es imposible —dijo, con dulzura.

—¿Puedo hacerte una confidencia?

Michael reclinó de nuevo la cabeza sobre la almohada.

—Claro que sí, querida. Te escucho.

—Conozco a un viejo adivino que vive en Brooklyn —explicó Leila—. Un lugar increíble. Cuando entras en su casa, te figuras que estás en la orilla del Nilo. Su mujer viste enteramente de negro, como las beduinas. Tiene toda la cara cubierta de tatuajes. Te sirve una taza de
masbut
, el café árabe. El está en una habitación pequeña y oscura, donde se pasa todo el día rezando. Te aseguro que, cuando le ves, sabes que estás en presencia de un santo varón. Tiene el rostro más puro y más ascético que puedas imaginarte. Irradia luz. Toma tu taza de café y la aprieta entre sus manos. Te pregunta el nombre, el nombre de tu madre y la fecha de tu nacimiento. Entonces cae en una especie de trance y empieza a rezar. No te permite fumar, ni cruzar las piernas o los brazos. Esto interrumpiría la corriente que se forma entre él y tú. De vez en cuando, deja de rezar y te habla. ¿Me creerías Michael si te dijese algunas de las cosas que me ha predicho ese hombre?

—¿Una cita secreta en Québec?

Ella sonrió.

—Fui a verle esta mañana. Al terminar nuestra entrevista, cuando me disponía a partir, su cara se contrajo bruscamente, como si acabase de recibir un golpe. Y me dijo: «Veo una persona que te es muy querida. Un hombre. Un joven rubio. Es un
messawarati
», concretó, en árabe. ¿Sabes lo que es un
messawarati
?

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