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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (48 page)

BOOK: El quinto jinete
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—Pensaba usted jubilarse dentro de unos meses, ¿no? Y me imagino que se preocupa de conservar su espléndido tren de vida. Lo sé porque me he pasado la tarde revisando sus cuentas bancarias. ¡Comprendida la que incrementa regularmente en el Banco Cosmos de Ginebra!

Paul Henri de Serre se estremeció.

—Va usted a colaborar, monsieur De Serre. Si no, me veré obligado a meter las narices en sus negocios, hasta el último céntimo.

Aflojó su presa. Su tono se suavizó.

—Monsieur De Serre, el motivo de mi presencia en su casa es tan grave, que puedo hacerle una promesa. Si me ayuda usted a resolver mi problema, me comprometo a hacer desaparecer de su expediente todo lo que pueda mancillar su honor, incluida su pequeña aventura india. Aunque para ello tuviese que interceder en su favor ante el presidente de la República.

El rostro de De Serre se había puesto ahora gris. «¡Dios mío —pensó Bertrand—, a este truhán le va a dar un ataque cardíaco!» En realidad, el ingeniero dejó caer su copa de coñac, se llevó la mano a la boca y vomitó hasta la primera papilla sobre la chaqueta de terciopelo y el pantalón de smoking. Encogido, apoyada la cabeza en las rodillas, estalló en sollozos.

—Yo no quería hacerlo —gimió—. ¡Ellos me obligaron!

Bertrand recogió la copa, se dirigió al mueble bar y la llenó de Fernet Branca, el verdoso licor que resucita los estómagos mareados. Inútil seguir haciendo de gran inquisidor: había ganado la partida… De Serre bebió un trago de Fernet Branca, que le reanimó un poco.

—Así, pues, lo obligaron —dijo Bertrand, con la voz tranquilizadora de un médico de familia en la cabecera de un amigo enfermo—. Esto puede ser una circunstancia eximente. Cuéntemelo todo. Empiece por el principio.

—¡Yo no quería! —hipó de nuevo De Serre—. Tenía la costumbre de ir todos los fines de semana a Leptis Magna. A veces se podía descubrir algo allí, en particular después de un vendaval, debido a los derrumbamientos. Me había hecho bastante amigo de uno de los guardias libios. Por unos cuantos dinares, me indicaba dónde podía encontrar un fragmento de estatua, un pedazo de friso, unas monedas. Un día me invitó a tomar el té en su barraca. Me mostró esa cabeza. —El ingeniero la contempló con el dolor de un viejo enamorado a quien va a abandonar la elegida de su corazón—. Me la ofreció por diez mil dinares.

—Una cantidad irrisoria, diría yo, por una pieza como ésa.

—Cierto. Vale millones. Dos semanas después, fui a pasar las fiestas de Pentecostés en París. Los libios no habían abierto nunca mis maletas. Entonces decidí llevarme la cabeza.

—Y en el aeropuerto, ¡los aduaneros se arrojaron sobre su maleta!

—Sí.

—Está claro que le tendieron una trampa. ¿Y después?

—Me metieron en la cárcel: un agujero negro, sin ventanas. Ni siquiera podía estar de pie. No había cama ni una silla, ni sumidero: nada.

«¡Pobre diablo! —pensó Bertrand—. Conocía esa clase de lugares. No era extraño que casi se hubiese desmayado cuando le había hablado de la cárcel». El ingeniero asió el brazo del general.

—Estaba lleno de ratas. Corrían sobre mi cuerpo. Me daban un tazón de arroz al día. Y tenía que apresurarme a tragarlo antes de que las ratas saltasen dentro de la taza. —De Serre hipaba cada vez más—. Enfermé de disentería. Durante tres días permanecí echado sobre mis excrementos, pidiendo socorro a gritos. Por fin vinieron. Me dijeron que había vulnerado las leyes de protección de las antigüedades nacionales. No me dejaron llamar al cónsul. Me dijeron que permanecería un año en aquella prisión, a menos que…

—¿A menos que les ayudase a sacar el plutonio del reactor?

De Serre asintió con la cabeza.

Bertrand se levantó para volver a llenar la copa de Fernet Branca.

—Después de todo lo que tuvo que sufrir, ¿quién podría reprochárselo? —dijo, ofreciéndole la copa—. ¿Cómo lo hizo?

De Serre bebió un trago y se esforzó en recobrar la calma.

—Fue relativamente fácil. La avería más frecuente en un reactor de agua ligera se debe a una anomalía en la carga de combustible. Por ejemplo, una fisura en la vaina de uno de los barrotes que contienen las pastillas de uranio. Los residuos radiactivos que se acumulan en estas vainas a medida que se quema el uranio se escapan por las fisuras, pasan al agua de refrigeración del reactor y la contaminan. Simulamos que había pasado esto.

—Pero —objetó Bertrand, recordando las explicaciones de su asesor científico, —¡esos reactores son máquinas muy perfeccionadas! ¡Poseen una enorme cantidad de dispositivos de seguridad! ¿Cómo pudieron organizar una comedia semejante?

De Serre sacudió la cabeza como para expulsar los recuerdos de la pesadilla que había vivido.

—Los reactores son en efecto, obras maestras de perfección. Están equipados con innumerables sistemas de seguridad sin duda inviolables. El punto vulnerable está en los pequeños accesorios.

De Serre hizo una pausa.

—Mire usted: yo tenía un buen amigo que conducía coches de carreras. Un día le acompañé al Grand Prix de Mónaco. Entonces corría él en un Ferrari, y el Commendatore le había confiado un nuevo prototipo de doce cilindros, soberbio. Valía millones. El coche sufrió una avería al pasar por primera vez ante el Hotel de París. No a causa de una deficiencia del magnífico motor del señor Ferrari, sino de una junta de caucho de dos francos que no había resistido el golpe.

»En el caso de nuestro reactor, empleamos el instrumento que mide la radiactividad en cada uno de los tres compartimientos de combustible. Como todos los instrumentos de esta clase, funciona gracias a un reostato que parte de cero. Con una simple modificación del reglaje de este aparato, conseguimos que indicase la presencia de radiactividad, siendo así que en realidad no había ninguna. Tomamos una muestra del líquido de refrigeración y la enviamos al laboratorio para su análisis. El laboratorio en cuestión era dirigido por libios y nos dio la respuesta deseada.

—¿Y qué hicieron después con los inspectores de Viena?

—Escribimos a la Agencia Internacional de Energía Atómica diciendo que teníamos que parar el reactor para retirar una carga de uranio defectuosa. Por correo, desde luego, para ganar unos días. Tal como habíamos previsto, enviaron un equipo de inspectores para supervisar las operaciones de sustitución del uranio «defectuoso».

—¿Cómo les convencieron de que había realmente algo anormal en las barras de uranio?

—No tuvimos que hacerlo. Nos bastó con exhibir los documentos de informática que atestiguaban que nuestros contadores habían detectado vestigios de radiactividad. Y los presuntos resultados de los análisis del laboratorio libio. De todas maneras, el uranio que se sacó de allí era tan radiactivo, que nadie se habría atrevido a examinarlo de cerca.

—¿Y les creyeron?

—Lo único que les extrañó fue que las tres cargas de uranio se revelasen defectuosas al mismo tiempo. Pero, como todo el uranio era de la misma procedencia, la cosa podía parecer verosímil. Digamos que estaba en el límite de lo verosímil.

—¿Y cómo se las arreglaron para extraer el uranio del depósito donde lo habían dejado al salir del reactor? Las cámaras de los inspectores de Viena colocadas en el fondo del depósito, ¿no tienen precisamente por misión comprobar cada quince minutos que el uranio sigue en su sitio?

—Los libios se encargaron de resolver este problema. Las cámaras que utiliza la agencia de Viena son Psychrotonics fabricadas en Austria. Hicieron comprar media docena por uno de sus intermediarios. Cada aparato tiene dos objetivos, un gran angular y un 50 mm normal, que son regulados para que se disparen a intervalos regulares. En el depósito hay varios puntos de amarre fijos para estas cámaras. Los libios habían hecho auscultar las de la agencia de Viena, valiéndose de estetoscopios sumamente sensibles, hasta conocer el ritmo exacto de sus tomas de vistas. Con sus propios aparatos habían filmado ya, exactamente desde el mismo sitio, la escena que habían de tomar las cámaras de la agencia. Habían hecho ampliaciones de tamaño natural de los clisés, y las colocaron en el depósito, delante de los objetivos de las cámaras de la agencia, de manera que, en realidad, lo único que hicieron estas cámaras fue filmar una foto. Gracias a este truco, pudieron llevarse tranquilamente sus barras de uranio.

Bertrand pensó de nuevo en las explicaciones de su asesor científico.

—Pero, ¿cómo consiguieron engañar a los inspectores, cuando éstos volvieron para asegurarse de que las barras de uranio seguían en su sitio en el depósito?

—¡Esto no ofrecía la menor dificultad! Cuando los libios se llevaron del depósito las barras de uranio verdaderas, llenas de plutonio, las sustituyeron por barras falsas, tratadas con cobalto 60. El cobalto 60 da el mismo fulgor azulado (el efecto Gzermikon) que el uranio que se ha quemado en un reactor. Daba las mismas indicaciones en los contadores de detección colocados por los inspectores de Viena.

La astucia de los técnicos libios causó admiración al general Bertrand. «¿Por qué —se dijo—, estamos siempre a punto de denigrarlos, de convencernos de que son incapaces de igualarnos, simplemente porque son árabes, o negros o lo que fueren?»

—¿Y cómo pudieron extraer el plutonio contenido en el uranio?

Ya no había hostilidad en la voz del general; más bien un sentimiento de compasión por el hombre destrozado que tenía delante.

—No tuve que intervenir personalmente en ello. Sólo vi una vez el lugar donde hacían el trabajo. Era una instalación agrícola cerca del mar, a unos veinte kilómetros del reactor. Se habían procurado en Estados Unidos los planos de una pequeña fábrica de extracción de plutonio. Una sociedad norteamericana, la Phillips Petroleum, vendía esta clase de información en los años sesenta. Comprendía explicaciones muy detalladas de la cadena de operaciones químicas adecuadas, y diseños de los diferentes aparatos necesarios para extraer el plutonio.

—¿Y pudieron hacerse con todo el material que les era necesario?

—Supieron arreglarse —respondió De Serre, levantando los brazos—. Compraron a los pakistaníes una de las tres cizallas hidráulicas que sirven para cortar las barras de uranio y que Francia había entregado a Islamabad. Es un material muy especializado, que sólo se fabrica en Estados Unidos y en Francia.

Por primera vez, Bertrand vio que una tímida sonrisa iluminaba el pálido rostro del ingeniero.

—¿No es curioso pensar que esa cizalla, que constituye uno de los principales secretos de toda la tecnología nuclear pueda fabricarse en una pequeña cerrajería de la región parisiense? ¡Pero volvamos a los libios! Le decía que supieron arreglarse. En realidad, abreviaron los procedimientos. Descuidaron ciertas precauciones fundamentales de seguridad. Pero lo cierto es que todo lo indispensable para la construcción de una fábrica semejante puede hoy en día obtenerse en el mercado mundial. No hay nada tan raro que uno no pueda procurárselo. Sobre todo cuando se cuenta, como Gadafi, ¡con los miles de millones del petróleo!

—¿No se trata de operaciones sumamente peligrosas?

Bertrand recordaba la advertencia de su joven consejero, aquella misma mañana, a propósito del peligro de irradiación. De Serre pareció de pronto incomodado por el mal olor de su ropa.

—¡Dios mío! Tengo que cambiarme… —gruñó—. Escuche: todos eran voluntarios. Palestinos. No quisiera tener que suscribir una póliza de seguros sobre sus vidas. Dentro de cinco años, de diez años… —dijo, encogiéndose de hombros—. Pero tuvieron su plutonio.

—¿Cuántas bombas son capaces de fabricar?

—Me dijeron que llegaban a extraer dos kilos de plutonio al día. Lo bastante para hacer dos bombas por semana. Esto era en junio pasado. En total, y considerando un margen de error, diría que pudieron extraer lo suficiente para fabricar unas cuarenta bombas.

Bertrand lanzó un pequeño silbido que hizo caer la ceniza del cigarro sobre su chaqueta.

—¿Podría reconocer a algunos de los químicos en fotografía?

—Quizá. El hombre con quien estaba yo en contacto no era libio, sino palestino. Un tipo bastante fuerte, con bigote. Hablaba francés a la perfección. Nunca me dijo su nombre.

—Bueno, vaya usted a cambiarse de ropa, Monsieur De Serre. Saldremos juntos.

El ingeniero dirigió una desesperada mirada al director del SDECE.

—¿Significa eso que estoy…?

—De momento, le confieso que su suerte personal es lo que menos me preocupa. Tenemos que resolver un problema, ¡y cuento con usted para ayudarnos!

El ingeniero se levantó y se dirigió a la puerta.

—Voy a arreglarme.

Bertrand le cerró el paso.

—Dadas las circunstancias, ¡no se ofenderá si le acompaño!

En las crisis internacionales llega un momento en que el hombre responsable del destino de un país siente la necesidad de apartarse de su círculo oficial para aislarse con un intimo amigo, con un confidente. En las horas sombrías que siguieron a Pearl Harbor, Franklin D. Roosevelt se había vuelto a la frágil silueta de Harry Hopkins. La voz que Jack Kennedy había escuchado durante la crisis de los misiles de Cuba había sido la de su hermano Robert. Después del fracaso de su última conversación con Gadafi, el presidente acababa de aislarse con Jack Eastman. Paseaba lentamente por la galería con columnas que unía el ala Oeste de la Casa Blanca con su residencia. El sol de la tarde era tibio, y la nieve se fundía en el borde de la cornisa en un encaje de gotitas. En el extremo de la galería, un agente del servicio de protección montaba discretamente guardia. El presidente guardaba silencio.

—Jack —dijo al fin—, tengo la impresión de haber sido atacado por un virus misterioso y de ser refractario a todos los remedios milagrosos que recetan los médicos.

Se volvió hacia el fondo del parque y contempló el enorme árbol de Navidad que había de inaugurar oficialmente dos horas más tarde, como demostración tradicional de consuelo y de esperanza, como afirmación de la permanencia de ciertos valores que él encarnaba a los ojos de sus compatriotas, tanto en los días dichosos como en los días difíciles. Pero la esperanza, pensó, podía faltar esta vez a la cita. Apoyó una mano en el hombro de Eastman.

—Y ahora, Jack, ¿qué camino hemos de tomar?

Eastman esperaba la pregunta.

—Desde luego, no el que lleva Gadafi. Se vería usted obligado a arrastrarse a sus pies. A pesar de lo que afirman los psiquiatras, no creo que se le pueda convencer de que renuncie a su propósito. Después de haberle oído, no me hago ilusiones.

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