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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (51 page)

BOOK: El quinto jinete
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Ningún sociólogo había podido reunir un muestrario mas significativo de la sociedad israelí que aquella muchedumbre heterogénea que acudía con la complicidad de la noche, al Muro de las Lamentaciones de Jerusalén. Había profesores de Física del Technikon de Haifa, estibadores yemeníes del puerto de Ashdod, carpinteros de Nazaret, talladores de diamantes de la calle Dizzengoff de Tel-Aviv, campesinos de los kibutzin del Neguev y de Galilea. Había un cantante folklórico, una autoridad mundial sobre el cáncer linfático, un piloto y dos azafatas de la Compañía Nacional israelí El AL. Había incluso un ex ministro de Ben Gurión. Convergían de todos los rincones de Israel, llevando mochilas, modernas maletas Samsonite o viejos maletines atados con cuerdas;
menorahs
antiguas, guitarras, picos y palas. Unos llegaban a pie; otros, en coches particulares, otros, en autobuses rojos de la Compañía Egged o en camiones de su kibutz.

Todos ellos pertenecían al
Gush Emonim
, el Bloque de la Fe, movimiento cuyos militantes habían poblado las colonias «salvajes» en los territorios tomados por Israel a Jordania durante la guerra de 1967. Una pasión común los agrupaba; el mismo deseo ardiente de que se cumpliese la promesa de Dios a Abraham: «Te daré, a ti y tu posteridad después de ti, la tierra donde hoy eres extranjero, la tierra de Canaán».

Fundado el día siguiente de la amarga victoria del Yom Kippur, en 1973, el Bloque había agrupado bajo su bandera una nueva generación y un nuevo estilo de sionistas, venidos algunos del extranjero, muchos de los cuales gozaban de situación acomodada, pero todos ellos resueltos a infundir de nuevo en el alma de Israel un espíritu pionero que, en su opinión, se había perdido. No importaba que el mundo entero y que los árabes —es decir, la mayoría de sus compatriotas— hubiesen condenado su acción y juzgado ilegales sus colonias: los hombres y las mujeres profundamente religiosos del Gush Emonim se consideraban hijos de la Redención, al cumplir, con la recuperación de cada parcela de su antiguo patrimonio el mandamiento más sagrado de su religión.

La columna franqueó la puerta de Jaffa, pasó bajo los muros almenados de la torre de David y entró en la Ciudad Vieja. Completamente ignorantes del ultimátum libio que amenazaba Nueva York y su país, se disponían a iniciar una de esas operaciones relámpago que los habían hecho famosos. Todos los detalles habían sido minuciosamente calculados para producir el máximo impacto político, emocional, propagandístico. El nombre en clave de la operación era la antigua orden del profeta Oseas al pueblo judío:
Shuvah Israel
(«Vuelve a tu casa, ¡Oh Israel!»). Se había elegido esta hora, la medianoche, para recordar a estos hombres y mujeres el ejemplo de sus antepasados que en la historia de Palestina habían surgido de las tinieblas para fundar colonias en la tierra de sus padres. En una sola noche, la operación
Shuvah Israel
añadiría catorce nuevos puntos de población a través de los territorios árabes ocupados.

Esta operación tenía como punto de partida el muro occidental del templo de Salomón, el Muro de las Lamentaciones símbolo místico hacia el que habían vuelto los judíos, durante los dos mil años de la Diáspora, en busca de esperanza y de consuelo.

El responsable de
Shuvah Israel
, Yaacov Levine condujo su
jeep
hasta el centro de la explanada. Con su elevada estatura, sus cabellos finamente ensortijados, su frente despejada y su largo perfil rectilíneo, parecía un guerrero asirio de un bajorrelieve de la antigua Babilonia. A sus treinta y dos años, era ya un personaje de leyenda. Había nacido en abril de 1948, en el kibutz de Kfar Etzion, al sur de Jerusalén, poco antes de que ésta cayese, asaltada por la Legión árabe, en el curso de la guerra de la independencia de Israel. Recogido entre los escombros por un soldado beduino, había sido devuelto a los israelíes y criado en otro kibutz. Durante al guerra de 1967, Levine que tenía entonces diecinueve años, había llevado una compañía de paracaidistas a la reconquista del kibutz donde habían perecido sus padres. Era uno de los jefes del Bloque de la Fe.

A su lado se hallaba Ruth Navon, secretaria adjunta del movimiento, una joven alta cuya graciosa silueta, finas facciones y larga cabellera rubia, recordaban el físico de Catherine Deneuve. A diferencia de Levine, Ruth no era natural de Israel. Había nacido en la Argelia francesa, donde se había criado en la atmósfera de miedo y violencia de la guerra.

Mientras los colonos se agrupan a su alrededor, Levine conectó los hilos de un altavoz portátil a la batería de su
jeep
. De pronto, alguien empezó a soplar en un
shofar
, el cuerno de carnero con que los sacerdotes de Josué habían hecho que se derrumbasen las murallas de Jericó. La multitud saludó con un clamor el antiguo lamento, cuyos ecos llenaron la explanada. Un grupo de kibutznikin, en vaqueros y sandalias, pataleando al ritmo alegre de una
hora
, se acercó entonces al
jeep
. En el centro del circulo giratorio avanzaba un viejo escuálido, tocado con un sombrero redondo de ala ancha y vestido con una raída levita negra. Caminaba con paso vacilante arrastrando las zapatillas y andando a sacudidas, sostenido por dos jóvenes militantes cuya complexión le hacía parecer aún más frágil. Su larga barba hirsuta se movía al ritmo de sus murmullos de agradecimiento. Hacia pensar en un superviviente extraviado de un mundo desaparecido para siempre en las cámaras de gas de Treblinka y de Auschwitz, en un amable patriarca de un ghetto de la Europa Central disponiéndose a dar sabiduría y consuelo a sus nietos, al terminar la jornada.

Pero el rabino Zvi Yehuda Kook no era nada de esto. No eran Menachem Begin, ni Ariel Sharon, ni Moshe Dayan, ni ninguna de las figuras legendarias del Israel moderno, quienes dirigían la acción de los colonos de Gush Emonim. Era este rabino nonagenario, inverosímil heraldo del judaísmo militante, sucesor de los guerreros vengadores del Antiguo Testamento, donde había encontrado la fuente y la justificación de su visión mesiánica. Era el fundador, la fuerza espiritual que animaba este movimiento; el que había enviado millares de adeptos a reivindicar la posesión de los territorios árabes; el que había dado forma a la filosofía en cuyo nombre habían puesto aquellos en peligro la paz de su país y del mundo, desafiando a los vecinos árabes de Israel, a tres presidentes de Estados Unidos y a la dirección colegiada al frente de la Unión Soviética.

El rabino Kook había descubierto su mensaje profético en las venerables páginas de los Talmuds de Babilonia y de Jerusalén y en los escritos de los profetas y los sabios de Israel a los que había consagrado toda una vida de estudio. Como la mayor parte de las ideas capaces de inflamar a las multitudes, la suya sacaba su fuerza de su extremada sencillez. Dios había elegido al pueblo judío para que revelase, mediante la profecía, Su naturaleza y Su obra a la Humanidad. Había dado a Abraham y a los hijos de Israel la tierra de Canaán, para consagrar la naturaleza del lazo privilegiado que les unían, a fin de desarrollar el alma judía y proporcionar al pueblo de Dios el alimento espiritual y material que le haría falta para cumplir la misión que le había sido encomendada.

El anciano inspirado observó los extáticos rostros que le rodeaban. Se sentía animado por el soplo de los profetas, por la llama de los que habían asumido, como él en el día de hoy, la terrible responsabilidad de guiar al pueblo judío por los caminos oscuros y difíciles que Dios le había trazado.

—Hijos e hijas de Israel, hermanas y hermanos míos —exclamó Kook, a través del megáfono que sostenía Levine—, esta noche vais a cumplir, en nombre de todo el pueblo judío uno de los deberes más sagrados de nuestra fe. Después de dos mil años de ausencia, vais a consagrar nuestro retorno a nuevas parcelas de la Tierra Santa legada por Dios a nuestros padres.

Hizo una pausa para recobrar aliento.

—No dejéis qué nadie os engañe u os confunda. Esta tierra es VUESTRA tierra. Los que se instalaron en ella lo hicieron usurpando vuestros derechos. —Levantó una mano apergaminada en dirección a Samaria—. Es preciso que todos sepan, de una vez para siempre que allá no hay tierra ni territorio árabes. Es la tierra de Israel, la herencia eterna de nuestros padres. Aunque otros vinieron a instalarse en ella en nuestra ausencia, jamás renunciamos a nuestros lazos ni a nuestros derechos sobre ella, ¡jamás dejamos de denunciar el dominio cruel, ilegitimo, que unos extranjeros impusieron a nuestro suelo!

El viejo profeta se interrumpió de nuevo. La visión de este anciano gastando sus últimas fuerzas en exhortar a sus discípulos al cumplimiento de su sueño sagrado, había emocionado a los asistentes. Para Levine, el rabino Kook parecía ser esta noche «el enviado del Mesías, llegado, al fin, para anunciar la resurrección de Israel».

—Dejad que nos combatan los que quieren imponer una paz quimérica en el Próximo Oriente —prosiguió el viejo rabino—. Meditad en las palabras del profeta Ezequiel «¡Os libraré de los que se alzan y se rebelan contra mi! ¡Los expulsaré de la tierra que usurparon y no volverán a pisar el país de Israel!» Si nuestros enemigos quieren la paz en el Próximo Oriente, ¡que respeten, ante todo, la ley divina! ¡Hijos e hijas de Israel —dijo a voz en grito—, id a hacer triunfar el derecho! —Levantó los brazos—. ¡Id y cubrios de gloria! ¡Id en nombre de todos nuestros hermanos dispersados! ¡Esta noche sois instrumentos de la voluntad de Dios, vehículos de Su profecía!

El anciano se dejó caer despacio sobre el asiento del
jeep
y un vibrante clamor se elevó de la muchedumbre. El estridente sonido del silbato de Yaacov Levine hizo que los colonos corriesen a sus vehículos.

Cuando la caravana guiada por Levine y Ruth dejó atrás las antiguas murallas de Jerusalén para hundirse en el valle del Cedrón, dos jóvenes oficiales del Ejército israelí avisaron por radio al Puesto de Mando de su unidad. Uno de ellos preguntó a su camarada:

—¡Sabes dónde les esperan nuestras fuerzas?

—Precisamente delante de Jericó.

«¡Se está retrasando!» pensaba con impaciencia Leila Dajani, sintiendo decenas de miradas fijas en ella como sanguijuelas. Eran las 7.30 de la tarde y la calle 12 Oeste se veía invadida por una fauna de jovenzuelos que salían de
La naranja mecánica
y de homosexuales con traje ceñido y botas de cuero que se ofrecían por un bocadillo o una dosis de droga.

Leila vio, al fin, a su hermano que salía de una pizzería, con su gorra a cuadros hundida hasta las orejas, levantado el cuello de su chaqueta de cuero y con una caja llena de pizzas bajo el brazo. Kamal se puso al lado de su hermana y, juntos, empezaron a bajar por la calle 12 Oeste.

—¿Todo bien en Dobbs Ferry? —preguntó él.

Leila asintió con la cabeza.

—Salvo que Whalid ha empezado de nuevo a beber. Esta mañana se compró una botella de whisky.

—¡Déjale que beba! —rió su hermano—. Ahora ya no puede fastidiarnos. Sin duda se siente aliviado al no tener que ver más su juguete…

Kamal observaba los escaparates de los
sex-shops
, ante los cuales se aglutinaba la silenciosa multitud de pequeños empleados de los rascacielos de Manhattan. Su mirada se fijó en los ojos oscuros de una adolescente en minifalda que ofrecía su cuerpo flaco a la sombra de la puerta de un bar. Le dirigió una sonrisa. Se había acostado con ella hacía un momento por veinticinco dólares. Una escapada a la chita callando, maquinal, contraviniendo todas las reglas de prudencia aprendidas en Trípoli. «Quizá será la última vez», se había dicho, arrojándose sobre ella como una bestia.

«Decididamente odio esta ciudad —se dijo mientras caminaba—. No odio a los judíos de Israel, sino a los norteamericanos… Satisfechos, arrogantes, dando siempre lecciones a todo el mundo…, considerándose la conciencia del Universo. —Escupió en el suelo—. ¿Por qué nos dan tanto asco a todos nosotros? —Tanto a los tipos de la banda Baader que había conocido en Alemania como a sus amigos de las Brigadas Rojas italianas, a los iraníes y a los extraños y menudos japoneses con quienes se había adiestrado en Siria—. ¿Qué hay en ellos para que nos resulten tan detestables?»

—¿Qué haces esta noche? —preguntó de pronto a su hermana.

—Nada especial. He tomado una habitación en el Hilton. No saldré de ella hasta mañana. Hasta el momento de ir a buscarte.

—¡Perfecto!

Siguieron bajando por la calle 12 Oeste y pasaron por delante de una quincallería instalada en el número 74.

—¡Qué hora marca tu reloj?

—Las siete y treinta y seis.

—Nos encontraremos aquí a las once de la mañana. Si no estás, volveré a las once y diez y a las once y veinte. Si todavía no has llegado, volveré al refugio por mis propios medios.

Apoyó las manos en los hombros de su hermana.

—Pero, por lo que más quieras, si pasara algo y quisieras avisarme en el garaje, hazlo de manera que esté bien seguro de que eres tú. Porque, a partir de esta noche, al menor ruido sospechoso, dispondré el sistema de explosión automático.

Apretó el hombro de Leila.


Ma Salameh
—dijo—, todo irá bien.
Inch Allah!

Y desapareció entre la multitud, para su última noche de vela entre ratas, al lado de la bomba instalada en el corazón de la ciudad que ansiaba destruir.

—¡Échate ahí, muñeca!

El proxeneta Enrico Díaz se había tumbado sobre las sábanas de seda dorada, apoyada la cabeza y los hombros en la pared de laca negra, separadas las piernas, envuelto hasta los tobillos en los pliegues satinados de su chilaba. Gracias al polvo que acababa de aspirar por la nariz, flotaba deliciosamente en una ingravidez de nirvana.

Dos de sus chicas reposaban sobre una esquina del lecho, compartiendo el éxtasis de un porro cuyo acre olor se mezclaba con el del incienso cingalés que se consumía en los pebeteros de bronce fijados en el muro. Su tercera chica, Anita, estaba arrodillada a sus pies, como una suplicante ante su sumo sacerdote. Era una larga y delgada criatura de unos veinte años, oriunda de Minnesota cuya rubia cabellera caía revuelta sobre sus hombros. Se arrimó a él. Sus labios se habían inmovilizado en un mohín que le daba cierto aire de Marilyn Monroe. Llevaba un ajustado pantalón verde esmeralda que le había regalado Rico —con dinero ganado por ella—, y un sujetador de blonda negra, sin tirantes, que hacía saltar de un papirotazo ante sus clientes impacientes.

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