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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (50 page)

BOOK: El quinto jinete
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—¿Se da usted cuenta de que nos pide que pisoteemos los cimientos mismos de nuestra soberanía nacional, para ceder a un acto criminal sin precedentes en la Historia y capaz (usted mismo lo ha dicho esta mañana), de destruir las bases de la paz mundial y del orden internacional?

—¡Mi proposición no afecta para nada a su soberanía, señor primer ministro! —Begin percibió la exasperación del presidente—. Israel no tiene ningún derecho de soberanía sobre Cisjordania, ¡ni lo tuvo jamás! Esos territorios fueron atribuidos en 1947 por las Naciones Unidas a los árabes de Palestina, al mismo tiempo que el pueblo judío recibía un Estado nacional.

—Lamento tener que decirle, señor presidente, que Judea y Samaria no tenían que ser repartidas por las Naciones Unidas. —La fe vibraba en la voz del líder israelí—. Esas tierras fueron dadas al pueblo judío por el Dios de nuestros antepasados, de una vez para siempre.

—Sin embargo, no puede usted pretender, como hombre de Estado responsable del siglo
XX
, de la era termonuclear, ¡gobernar el mundo a base de una tradición religiosa incierta y de cuarenta siglos de antigüedad!

—Esta «tradición religiosa incierta», como usted la llama, ¡nos ha sostenido y alimentado, nos ha preservado y mantenido unidos, durante cuatro mil años! El derecho de un judío a instalarse en esta tierra es tan inalienable como el de un norteamericano a vivir en Nueva York o en California.

—¿El derecho a instalarse en la tierra de otro pueblo? —El presidente norteamericano se indignó—. Mr. Begin, ¡no puede usted hablar en serio.

—Jamás he hablado más en serio, señor Presidente. En realidad, lo que usted quiere es que Israel se someta a un diktat que reprueba, a un
diktat
que pone en entredicho el principio mismo de su existencia. Si nos forzase usted a abandonar Judea y Samaria Para obedecer a un dictador totalitario, convertiría de nuevo al pueblo judío en un pueblo de esclavos, destruiría nuestra fe en nosotros mismos y en nuestra patria.

—Mi proposición ofrece precisamente a su país lo que viene reclamando desde hace tanto tiempo: la garantía solemne de su supervivencia. Lejos de debilitar su voluntad nacional, la reforzaría.

La manera pausada, casi meticulosa, con que hablaba el presidente, revelaba a Menachem Begin el esfuerzo que hacía para dominarse.

—¡La garantía de nuestra supervivencia! ¿Qué confianza cree que tendrá mi pueblo en su garantía, cuando se entere de que América, la única nación que se dice amiga nuestra, aliada nuestra, nos habrá obligado a actuar contra nuestra voluntad, nuestros intereses y nuestro derecho a la existencia? Es como si…—. Begin vaciló un segundo en expresar lo que ardía en deseos de decir; pero sus convicciones eran tan fuertes, que no pudo contenerse: —Es como si Franklin D. Roosevelt nos hubiese dicho, en 1939: «Vayan a los campos nazis. Yo les garantizo el buen comportamiento de Hitler».

El presidente sintió que perdía la paciencia. Begin, Gadafi: se encontraba preso entre dos voluntades inflexibles, entre dos fanatismos religiosos.

—Señor primer ministro, no pongo en duda el derecho de Israel a su existencia. ¡Pero sí el derecho de Israel a seguir una política tendente a anexionarse la tierra de otro pueblo!

—Hubo una larga pausa. El presidente fue el primero en hablar de nuevo.

Su voz era cálida, casi vibrante.

—El pacto de protección que le propongo garantiza para siempre la existencia de Israel. Con solo renunciar a los territorios árabes que conquistaron ustedes por las armas, dará la paz a su país y salvará la vida de seis millones de neoyorquinos. En cambio, si insiste usted en su negativa, quiero que sepa que no permitiré que mis compatriotas sean asesinados, sin intentar una última acción. Y ésta será, sin duda, la orden más dolorosa que tendré que dar en mi vida. Declaro solemnemente, Mr. Begin, que, si no evacuan ustedes inmediatamente sus colonias de Cisjordania, ¡las fuerzas armadas de Estados Unidos se encargarán de hacerlo!

Begin estaba aterrado. Por fin estallaba en pleno día la amenaza de recurrir a la fuerza contra Israel que había sentido cernerse en el aire desde el principio de su conversación con el presidente norteamericano. Una extraña visión surgió de las profundidades de su memoria. El no era más que un niñito de cuatro años, temblando detrás de la ventana de su casa de Lodz, en Polonia, cuando una horda de cosacos había entrado al galope en su ghetto, blandiendo unos garrotes grandes como sables, machacando las cabezas y las espaldas de los judíos y pisoteando sus cuerpos con los cascos de sus caballos.

—Señor presidente —dijo, con voz enronquecida por la tristeza—, Israel es una democracia. No puedo asumir la responsabilidad de aceptar o rechazar su proposición…, o, más exactamente, su ultimátum. Sólo mi Gobierno puede hacerlo. Convocaré una reunión urgente del Gabinete y le comunicaré sus decisiones.

Después de colgar el teléfono, Begin pidió un vaso de agua a su mujer. Temblando ligeramente, tomó una de las píldoras que le habían recetado los médicos para casos de gran tensión. Acababa de dejar el vaso cuando el teléfono sonó de nuevo. Esta vez era el ministro del Interior.

—Ehud —le dijo, después de escucharle un momento—, ¡ciérreles el paso! No podemos dejar que hagan eso. ¡Sobre todo esta noche!

En invierno anochece muy pronto en Nueva York y el crepúsculo de aquel lunes 14 de diciembre envolvía ya la ciudad. Los cuatro hombres apostados detrás de la ventana del perista Benny Moscowitz podían apenas distinguir con sus gemelos los rasgos de los clientes que entraban en el Brooklyn Bar & Grill de la esquina de la calle.

—¡Mierda! —gruñó Angelo—. Si ese hijo de puta de árabe no se da prisa en llegar, no tendremos más remedio que encerrar a Benny en la jaula con el cartón de Tampax.

El «cartón de Tampax» era un viejo truco empleado por la policía. Consistía en proteger el anónimo de un confidente encapuchándole con un cartón de cajas Tampax en el que se habían hecho dos agujeros.

Benny consultó su reloj. Eran casi las cinco.

—Debería llegar ahora —murmuró. Siempre lo hace a las cinco en punto.

—Va a pasarlo mal si ese árabe no aparece —gruñó alguien detrás de Angelo.

El policía comprendió la alusión y se volvió. Había hablado el director adjunto de la oficina del FBI en Nueva York. Su jefe, Harvey Hudson, le había enviado allí para dirigir la operación de captura del árabe en cuanto se había enterado en el Puesto de Mando de las revelaciones del perista. Otros varios
Feds
iban y venían pasando por delante del escritorio de la secretaria de pestañas postizas que golpeaba el suelo con los pies mientras escuchaba en su transistor las canciones del
hit parade
de la semana, indiferente al tumulto que se había armado a su alrededor.

La colaboración del perista había sido total. Su cliente árabe, que venía todas las noches a beber su
seven and seven
en el Brooklyn Bar & Grill de la esquina de la calle, había establecido contacto con él por medio del barman. Un día le había alquilado un calibre 38 provisto de silenciador, y se lo había devuelto el día siguiente sin haberlo disparado. Dos días después, había dicho al perista que necesitaba «plástico», dos buenas tarjetas de crédito, sobre todo «frescas», con los documentos de identidad correspondientes. Benny había pensado que aquel tipo estaba forrado. Le había pedido —y conseguido— doscientos cincuenta dólares, precio muy por encima de la tarifa habitual. Después, el miércoles de la semana pasada, el árabe le había encargado un trabajo «a la medida»: hurtar una tarjeta, el viernes siguiente, a un tipo de unos treinta años, de estatura mediana, tez mate y cabellos que no fuesen rubios. Benny había cobrado quinientos dólares por este encargo.

Estas informaciones obligaron a los responsables del Puesto de Mando a reaccionar de prisa. En efecto, era muy improbable que el árabe en cuestión hubiese alquilado él mismo la furgoneta Hertz. Más bien parecía un intermediario. Pero sólo él podía llevar a la policía hasta la persona que le había contratado. El FBI había pensado al principio apretarle las clavijas al barman pero el jefe de policía y el de los inspectores se había opuesto a ello. Echarle la zarpa al barman sería correr el riesgo de «estropear» el bar. El árabe podía enterarse y desaparecer.

Y, en tal caso, la buena pista conduciría al vacío. Era mejor tender una trampa.

Ningún habitual de Union Street habría podido sospechar que pasaba algo insólito aquella tarde en la calle. Sin embargo, el barrio estaba lleno de inspectores y de
Feds
. Algunos de ellos, disfrazados de obreros de la Compañía de electricidad Consolidated Edison, estaban reventando el asfalto con sus martillos mecánicos. Vistiendo moños azules iban por turno a tomarse una cerveza en el mostrador del bar. Una camioneta con el rótulo de un reparador de televisores de Queens estaba aparcada detrás del establecimiento. Desde su interior, cuatro agentes vigilaban la entrada de servicio del bar. Más lejos, tres negros con aire de,
junkies
en busca de droga estaban al acecho, para impedir todo intento de fuga por la Sexta Avenida.

A las 17.05 no había aún señales del árabe en cuestión. Angelo, sin soltar sus gemelos, empezaba a impacientarse. No menos impaciente, el director adjunto del FBI acabó por dirigirse al
Fed
que montaba guardia junto al teléfono.

—Llama al Puesto de Mando y dile a Hudson que seria mejor entrar en el local y pillar al barman.

El
Fed
se disponía a hacerlo cuando el perista anunció:

—¡Ahí está!

Señaló a un joven delgado vestido con una chaqueta de piel de cordero, qué pasó por debajo del centelleante rótulo de la cerveza Budweiser y desapareció en el interior del Brooklyn Bar & Grill. Allí, un beep sonó en el miniauricular de los policías disimulados entre los parroquianos. Pudieron seguir el avance del árabe hasta su taburete. Tres asientos más allá, un
Fed
con jersey de cuello enrollado y vieja guerrera militar, de aire absorto hacía girar su jarra de cerveza entre las manos. Era Jack Rand. Angelo entró en el bar y recorrió sin prisa el mostrador. Se detuvo detrás del árabe, que bebía ya tranquilamente su
seven and seven
. Sin brutalidad, pero con firmeza apoyó en sus costillas el cañón de su calibre 38, mientras le mostraba su placa de inspector.

—Policía —dijo, en voz baja—. Sal conmigo. Tenemos que hablarte.

Antes de que pudiese hacer el menor movimiento, Rand y los tres falsos obreros le habían rodeado.

—¡Hola! —balbució el árabe—. ¿Qué pasa?

—¡Te lo diremos en la comisaría!

Como de costumbre el rostro del general Henri Bertrand permanecía impenetrable. Sin embargo, el hombre echaba chispas por dentro. Desde hacía más de una hora, Paul Henri de Serre examinaba las fotografías de físicos y de terroristas árabes desplegadas sobre la mesa del director del SDECE. Y aún no había descubierto alguna cara conocida. El general no dudaba de su buena voluntad. El hombre estaba dispuesto a todo para atenuar las consecuencias de sus tribulaciones libias. Además, durante el trayecto en automóvil, Bertrand se había convencido de que era inocente de toda complicidad en la muerte de su colega Alain Prévost. Este asesinato, así como la trampa tendida por los libios al mismo De Serre debían de ser obra de los Servicios Secretos de Gadafi. «Esos tipos han hecho progresos —se dijo—. Quizá la KGB les ha dado algunas lecciones. Habrá que averiguarlo cuando acabemos con este asunto».

Se volvió al ingeniero, que estudiaba por segunda vez todas las fotografías.

—¿Ninguna cabeza conocida?

—¡Ni una!

—¡Vaya mierda!

El Gitane tembló en la comisura de los labios del general. Este estaba seguro de tener aquí, sobre su mesa, la totalidad de los documentos disponibles. ¿Por qué no le había proporcionado la CIA todo lo que tenía? En cuanto al Mossad, le había dado, sin duda, todas sus fotos: Bertrand se hallaba, desde hacía casi treinta años, en las mejores relaciones de confianza y de amistad con el Servicio de Información israelí. El director de SDECE estaba perplejo. ¿Tendría que hacer confeccionar un retrato robot del sabio palestino? No confiaba mucho en este procedimiento.

Interrumpió el paseo por su despacho y descolgó el teléfono. La experiencia le había enseñado que había que buscar entre las personas más próximas a una de aquellas que le solían ocultar algo en los asuntos más delicados. Tuvo que marcar varios números antes de establecer comunicación con Paul Robert de Villeprieux, director de la DST, que cenaba esta noche fuera de casa.

—Dígame, querido amigo —preguntó a su colega, —¿habría por casualidad en sus archivos alguna información sobre árabes, probablemente palestinos, implicados en cuestiones nucleares y que no figuren en mis propios expedientes?

El silencio turbado que siguió hizo sonreír a Bertrand.

—Creo que no hace falta que le recuerde… —respondió al fin Villeprieux.

—No se tome ese trabajo, amigo mío. Llame simplemente al secretario general del Elíseo y pídale la autorización del presidente de la República para enviarme inmediatamente todo lo que tenga usted.

Media hora más tarde, un motorista de la Rue des Saussaies traía un estuche al director del SDECE. Este sacó de él un voluminoso sobre sellado y con una inscripción en tinta roja: «El contenido de este sobre sólo puede ser divulgado con autorización expresa del presidente de la República, o, si éste se halla ausente del territorio nacional, con la del primer ministro». En su interior había un largo informe —que había permanecido secreto— sobre la infructuosa tentativa de los Dajani de robar el plutonio de Caradache y sobre su expulsión de Francia.

Bertrand mostró a De Serre la fotografía de Whalid Dajani.

—¿Es éste su hombre?

El ingeniero palideció.

—Sí, es él.

Bertrand le alargó entonces la foto de Kamal.

—¿Y éste?

De Serre examinó atentamente el retrato.

—No me es desconocido… Me parece haberle visto en el laboratorio de extracción.

—¿Y ella?

Bertrand le había pasado la fotografía de Leila.

—No. Nunca había mujeres con nosotros.

El director del SDECE corrió al teléfono.

—Pónganse en comunicación por radio con Langley
[21]
—ordenó— y digan a nuestro amigo Whitehead que las fotos de las personas que busca están en camino hacia Washington.

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