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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (56 page)

BOOK: El quinto jinete
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Se pidió a los inspectores de moral que investigasen entre las prostitutas, en los salones de masajes, en los clubs sicalípticos, en las casas de tolerancia y a los hombres de la Brigada de Estupefacientes, entre los drogadictos, aunque Feldman dudaba mucho de que unos terroristas de esta talla se dejasen caer en tentaciones tan alienadoras. Se situaron policías en las cajas de peaje de las autopistas, en las entradas y salidas de los puentes y los túneles con la consigna de examinar a los pasajeros de todos los vehículos. Los tres mil agentes de policía del metro fueron apostados en todas las entradas de la red.

Por su parte, Quenting Dewing había enviado a sus miles de
Feds
a investigar en todos los hoteles, pensiones y agencias de alquiler de automóviles. Algunos habían ido a las agencias inmobiliarias a revisar los contratos de alquiler suscritos en los últimos seis meses, con la esperanza de dar con el escondrijo de la bomba. Otros, en colaboración con los especialistas de prevención criminal de cada Comisaría, telefoneaban a centenares de comerciantes para recoger cualquier información sobre algo insólito ocurrido en su barrio. Y otros acompañaban a las brigadas Nest e inspeccionaban todos los inmuebles y locales abandonados con contadores Geiger y otros aparatos de detección.

Estas disposiciones se habían tomado después de una agria discusión. ¿Había que hacer intervenir en el asunto a los medios de difusión? Feldman era partidario de comunicar las fotografías y los datos de los tres Dajani a la prensa: periódicos, emisoras de radio y cadenas de televisión. Esperaba ganar un tiempo precioso asociando la población a las investigaciones. Pero, aceptando el consejo de Jack Eastman, Washington había puesto su veto formal. Desde el incidente del aparato detector y las gafas negras, el consejero del presidente sobre seguridad nacional desconfiaba extraordinariamente de Gadafi. Tenía motivos para pensar que el libio había enviado a Nueva York unos kamikazes dispuestos a saltar con la bomba. No quería exponerse a que la hiciesen estallar prematuramente, si descubría la situación a los periódicos.

Al Feldman se frotó el mentón sin afeitar y se sirvió una taza de café. Lo único que podía hacer era esperar. Mientras bebía despacio el líquido hirviente, pensaba si había podido olvidar alguna cosa. Varias veces experimentó un loco deseo de telefonear a su mujer en su casa de Forest Hills, al norte de Nueva York para decirle que no enviase a sus hijos al colegio, sino que se los llevase lo más lejos posible. Sin embargo, se contuvo. «Me pregunto si el viejo Bannion habrá avisado a su costilla, dijo para sus adentros».

Entonces entró el jefe de policía, ojeroso, macilento el semblante. El día siguiente al de su nombramiento, Bannion había abandonado su residencia de Long Island para instalarse en el corazón de Manhattan a fin de «testimoniar sus sentimientos de solidaridad con la población de Nueva York». Al ver su aire agotado, lleno de aflicción, el jefe de inspectores se avergonzó de lo que acababa de pensar.

—¿Qué cree usted, jefe? —le preguntó Bannion en tono fatigado—. ¿Queda alguna esperanza de triunfar?

Al Feldman había tenido siempre un temperamento pesimista. Apuró el último sorbo de café amargo de su taza y levantó unos ojos afligidos.

—Dado el poco tiempo que nos queda, francamente, no; no lo creo.

Novena parte

«Por el amor de Dios,
¡Denos veinticuatro horas más!»

Dos policías militares acompañaron a Grace Knowland al interior del cuartel de Park Avenue. Un joven oficial la esperaba en el vestíbulo. Se presentó, sonriente.

—Comandante McAndrews, del servicio de prensa del I Ejército —anunció con todo el calor de un auténtico profesional de relaciones públicas—. Le agradecemos de veras, señora, el interés que se toma por nuestros trabajos.

Condujo a la periodista de
The New York Times
por un pasillo y la hizo entrar en un despacho brillantemente iluminado.

—Ése es nuestro oficial de operaciones, el comandante Calhoun —dijo presentando al oficial de aire jovial que se había levantado al entrar ellos.

Los dos hombres ofrecieron un sillón a la joven.

—¿Cómo prefiere el café? — preguntó apresuradamente McAndrews.

—Negro y sin azúcar, gracias.

Mientras McAndrews iba a buscar el café, Calhoun apoyó tranquilamente los pies sobre la mesa, encendió un cigarrillo y mostró los planos de la región neoyorquina que tapizaban las paredes.

—En términos generales —empezó diciendo—, el objeto de este ejercicio es establecer una especie de inventario de la ayuda que podría prestar el I Ejército a la ciudad de Nueva York en caso de producirse alguna catástrofe natural, como la tempestad de nieve de la semana pasada, una avería general del suministro eléctrico o un ciclón.

El comandante se levantó y señaló con un puntero las diferentes instalaciones del I Ejército en el sector.

—Tomemos la base aérea de McGuire, ahí, en Nueva Jersey. Ciertamente, puede ofrecer medios de evacuación por aire, pero con esto no ayudará a barrer la nieve de las calles, ¿verdad?

El oficial lanzó una risita satisfecha y continuó su exposición con la mayor seriedad.

Su comedia se prolongó durante al menos media hora, tiempo suficiente —había calculado el FBI— para satisfacer la curiosidad de la periodista más exigente sobre los problemas del barrido de nieve en Nueva York.

—¿Quiere usted hacer alguna pregunta sobre algún punto en particular? —preguntó, al terminar.

—Sí —respondió Grace—, me gustaría interrogar a alguno de los militares que participan en el ejercicio.

—¡Hum…! De momento es un poco difícil. Todos los equipos están en pleno trabajo, y, dado que la duración de la intervención cuenta mucho en nuestros cálculos, sería inoportuno interrumpirles. Esto podría falsear nuestros resultados. Pero puede hacer otra cosa: si quiere usted volver mañana por la tarde, al terminar el ejercicio, haré que pueda entrevistarse con todas las personas que desee.

—¿En exclusiva?

—Sólo usted está en el ajo.

«Perfecto» pensó Grace. Dio las gracias al oficial y cerró su libreta de notas. McAndrews la acompañó hasta la puerta del cuartel. Al cruzar el inmenso patio donde iba ella de vez en cuando para ver jugar al tenis a su hijo, algo intrigó a la periodista. En vez de los camiones verde oliva de la Guardia Nacional que solían hallarse allí aparcados, le sorprendió ver numerosas furgonetas con los colores de las agencias Hertz y Avis.

—¿Qué hacen ahí esos camiones de alquiler? ¿Participan también en su ejercicio?

—Bueno… —vaciló el comandante, a quien la pregunta pilló desprevenido—, nos sirven para transportar material. Un apoyo logístico, por decirlo así.

—¿Acaso no dispone el Ejército de medios de transporte suficientes? dijo Grace, con extrañeza.

McAndrews hizo ademán de sonarse, para ganar tiempo y encontrar alguna explicación plausible.

—Claro que sí señora pero, debido a su tamaño, los camiones militares son bastante difíciles de manejar en las calles atestadas de una ciudad. Podrían provocar graves embotellamientos. Por eso preferimos utilizar esta clase de vehículos más manejables. Con ellos molestaríamos menos a la población.

El
Fed
disfrazado de comandante estaba muy satisfecho de su ingeniosa respuesta.

—¡Ah! comprendo —exclamó irónicamente Grace—. ¡El Ejército no retrocede ante los gastos!

En el momento de despedirse, recordó la promesa que había hecho la víspera al joven policía militar de guardia en el cuartel.

—¿Podrían llamar al teniente Daly, comandante? Ayer se mostró muy amable con mi hijo y quisiera darle las gracias.

El presidente gozaba de los efectos regeneradores del masaje helado. Aquella ducha de fortísimos chorros era una bendición. En la Casa Blanca la llamaban «el despertar de Lyndon». En efecto, había sido el presidente Johnson quien la había hecho instalar. El actual jefe ejecutivo había vuelto a sus apartamentos a eso de las cuatro y media de la mañana para tomarse unos momentos de descanso. Lo mismo que el alcalde de Nueva York, no había podido conciliar el sueño, tratando, hasta la obsesión, de encontrar una solución milagrosa. Idi Amín Dadá, Jomeini, ¡y ahora Gadafi…! ¡Todo el frágil equilibrio del planeta se estaba desintegrando por los antojos de aquellos fanáticos ebrios de odio! «Pero, en el fondo —se decía—, ¿no somos nosotros los responsables del auge de tales monstruos; nosotros, los países industrializados, con nuestra sed insaciable de petróleo?»

Su criado había dispuesto en la habitación la mesa de su desayuno acostumbrado: un vaso de zumo de naranja, café, dos huevos pasados por agua y tostadas de pan integral. Bebió el zumo de naranja, tomó una taza de café, pero dejó todo lo demás. Tenía poco apetito esta mañana. Como todos los días, accionó los mandos a distancia de los tres televisores alineados al pie de su cama, para enterarse de las actualidades matinales de las grandes cadenas nacionales. Su semblante se iluminó al ver a su esposa dirigiéndose a una asamblea de jóvenes minusválidos de Illinois. En su afán de conservar las apariencias de una situación normal, él mismo le había rogado que participase en aquella manifestación prevista desde hacía tiempo. Reconfortado por las conmovedoras imágenes y por la comprobación de que nada había traslucido de la tragedia en curso, se dirigió con paso firme a la sala de conferencias.

Los miembros del Comité de Crisis se encontraban allí, todos ellos en un estado lamentable. Habían tratado sucesivamente de descabezar un sueño en un sillón, pero la mayoría de ellos sólo se mantenían en pie gracias a los tranquilizantes. Sólo Jack Eastman, recién afeitado, mostraba un rostro casi normal.

Cuando el presidente se hubo sentado, su consejero de Seguridad Nacional le expuso la única información importante que había llegado durante su ausencia: un mensaje del Kremlin. Por orden de Moscú, el embajador soviético en Trípoli había comunicado a Gadafi para que prorrogase el término de su ultimátum y reanudase las negociaciones con Washington. El libio se había mostrado intratable. Según el diplomático ruso, estaba dispuesto a morir y a dejar que su país fuese aniquilado si no se aceptaban sus exigencias. Como los adeptos que le acompañaban habían parecido igualmente resueltos, no había razón para esperar que un golpe de Estado pudiese modificar la situación.

Después de ello, Jack Eastman presentó al jefe del Estado a tres recién llegados a la sala de conferencias: los generales de Aviación, del Ejército de Tierra y de la Infantería de Marina encargados del proyecto de expulsión de los colonos israelíes implantados en Cisjordania.

—Señor presidente —declaró el almirante Fuller, presidente del Comité de Jefes de Estado Mayor—, debemos tomar urgentemente varias decisiones. La primera se refiere a la 82.
a
División aerotransportada y a la 2.
a
Brigada blindada. Los primeros aparatos están a punto de llegar a la mitad del trayecto. ¿Hay que dejar que sigan su ruta?

La 82.
a
División aerotransportada, estacionada en Fort Bragg, Carolina del Norte, y la 2.
a
Brigada blindada de Camp Hood, en Texas, habían sido puestas en estado de alerta durante la noche. Como sabía el jefe del Estado, estas dos unidades pertenecían a la fuerza de intervención rápida que había creado en 1979, a fin de responder a los imperativos de la política exterior norteamericana. Ciento diez mil soldados escogidos, especialmente adiestrados y perfectamente equipados, podían ser enviados sin demora a cualquier punto crítico del Globo. Dos veces, en 1979, estos hombres habían sido secretamente alertados para intervenir en el golfo Pérsico. La primera, en Arabia Saudita, después de una amenaza de complot contra el régimen de Riad; la segunda, para asumir el control de las instalaciones petroleras iraníes de Abadán, con ocasión de la crisis provocada por la toma de rehenes de la Embajada norteamericana en Teherán.

Hoy, estas tropas escogidas habían sido embarcadas con su material en una escuadra de C-5 Galaxia. Los aviones volaban hacia Alemania, distribuidos en doce escuadrillas, y la que iba en cabeza se había adentrado ya mucho en el océano Atlántico.

Antes de que el presidente tuviese tiempo de responder a la pregunta del almirante Michael York jefe de la diplomacia norteamericana, llegado por la noche de América Latina, intervino:

—Hemos recibido la autorización del canciller Schmidt. Podemos utilizar nuestras bases en Alemania como escalas.

—La segunda decisión se refiere al desembarco de los Marines de la VI Flota —prosiguió el almirante Fuller—. General, tiene usted la palabra.

El general de los marines apretó un botón, que puso al descubierto una de las pantallas empotradas en la pared. Entonces apareció una imagen transmitida por el Pentágono, mostrando la costa oriental del Mediterráneo y la posición de la fuerza anfibia de los Marines de la VI Flota: dos portahelicópteros y cuatro buques de asalto. Estas unidades se encontraban a 20 millas náuticas de la costa libanesa, precisamente al norte de Beirut.

—Tenemos tres posibilidades, señor presidente. La primera es desembarcar nuestras tropas aquí, en la región de Tiro al sur del Líbano o más al Norte, en la bahía de Djuniyé en poder de las falanges cristianas. La segunda es desembarcarlas aquí, cerca de Lattaquié, en Siria, es decir, claramente al Norte. La tercera es transportarlas directamente en helicóptero hasta Jordania, donde tendrían indudablemente los objetivos a su inmediato alcance. Mas para esto sería preciso contar con la conformidad del rey Hussein.

Intervino el secretario de Estado:

—Nuestro embajador en Ammán acaba de hablar con el soberano jordano. Este se aviene a permitir que reagrupemos nuestras unidades en sus aeródromos y nos garantiza su discreción total.

—¿Y las unidades de la fuerza de intervención rápida? —preguntó el presidente—. ¿Qué destino les han asignado?

—El único lugar conveniente sería Damasco —respondió el almirante Fuller—. Allí encontraríamos todas las facilidades aeroportuarias para descargar el material pesado.

—¿Se ha establecido contacto con Assad?

—No, señor presidente —declaró el secretario de Estado—. Pensamos que valía más esperar a que nos diese usted luz verde. Nuestras relaciones con el presidente sirio no son tan buenas como las que tenemos con el rey Hussein.

El jefe ejecutivo se tomó unos momentos para recapitular mentalmente todos los datos del problema, antes de anunciar su decisión:

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