El quinto jinete (57 page)

Read El quinto jinete Online

Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El quinto jinete
11.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Muy bien, señores. Que las unidades de la fuerza de intervención rápida prosigan su vuelo hasta Alemania. Una vez allí, que se mantengan prestas a despegar para el Próximo Oriente. Informen a nuestro embajador en Damasco y díganle lo que esperamos de Assad. Pero adviértanle que no debe ponerse en contacto con él hasta recibir nuevas instrucciones.

Se volvió al general de los marines.

—En cuanto a usted, tenga preparado un primer desembarco en Djuniyé. Sus tropas recibirán allí, probablemente, una acogida más amistosa que en la región de Tiro, donde la artillería israelí podría mostrarse poco hospitalaria. Cuando hayamos prevenido a Assad, las haremos transportar en helicóptero, a través de Siria, hasta Jordania. Pero, de momento, todo el mundo debe permanecer a bordo de los barcos. Nada de desembarco sin mi orden formal.

El presidente reflexionó un momento y, por último, se dirigió al secretario de Estado.

—Michael, prepare un mensaje para el Kremlin explicando nuestra intervención y sus motivos. Actúe de manera que estas informaciones lleguen a conocimiento de Gadafi. Dirija un mensaje análogo a nuestro encargado de Negocios en Trípoli. Por nada del mundo hay que correr el riesgo de que Gadafi interprete mal nuestro objetivo y se decida a precipitar su acción. Aproveche la ocasión para hacer saber a los rusos que les quedaríamos muy reconocidos si ejerciesen toda la presión posible sobre Gadafi para que aplace algunas horas el término de su ultimátum.

—¿Y los israelíes? —preguntó el secretario de Estado—. ¿No deberíamos advertirles igualmente? Si se dan cuenta de que hablamos en serio, quizás acaben por evacuar ellos mismos sus colonias.

—Señor presidente —se apresuró a replicar el almirante Fuller—, si hemos de preparar una prueba de fuerza con los israelíes, ¡me opongo enérgicamente a la idea de revelarles nuestras intenciones con ocho o diez horas de anticipación!

Durante el incómodo silencio que siguió, todos esperaron la decisión del presidente.

—No se haga usted ilusiones, almirante. No tenemos ninguna necesidad de anunciar a los israelíes la operación que proyectamos. ¡Ellos mismos la descubrirán!

«¡Un verdadero trabajo de relojero!», pensó Angelo Rocchia, extasiado, viendo cómo desmontaban los especialistas del laboratorio criminal del FBI la furgoneta Volkswagen utilizada para el transporte de la bomba desde el
Dyonisos
a su escondrijo final. Centenares de piezas del vehículo yacían, esparcidas, sobre el suelo de cemento de uno de los garajes de la agencia Hertz, en la Cuarta Avenida de Brooklyn. Cada uno de los treinta y siete defectos de la carrocería —arañazos, golpes, abolladuras—, algunos de ellos apenas visibles, había sido marcado con un círculo rojo. La menor rascadura de pintura era examinada con un aparato de análisis espectrográfico enviado por avión desde Washington.

Un equipo de
Feds
había establecido minuciosamente la historia del vehículo. Partiendo de los contratos de alquiler, habían buscado a todos los que lo habían utilizado en las dos últimas semanas y reconstituido con ellos todos los itinerarios. Se llamó al joven matrimonio que lo había alquilado después de los palestinos, para ver si habían encontrado algo —un estuche de cerillas, una servilleta de papel de un restaurante, un mapa de carreteras—, que pudiese dar una indicación sobre los lugares donde habían estado los terroristas el día anterior.

El caucho de los neumáticos había sido analizado al microscopio a fin de descubrir cualquier partícula reveladora de la naturaleza del suelo por el que habían rodado… o donde habían aparcado. También la alfombrilla había pasado por el tamiz, en un intento de encontrar unos granos de polvo o un pequeño fragmento de las suelas de los Dajani que pudiese orientar geográficamente la investigación. No se había descuidado nada. Al enterarse de que se habían realizado trabajos de pintura en el puente de Brooklyn, el viernes en cuestión, los
Feds
habían examinado con lupa, y centímetro a centímetro, la carrocería: un vestigio de la misma pintura habría demostrado que los terroristas habían transportado efectivamente su bomba a Manhattan.

«¡Maravilloso!», Angelo estaba mudo de admiración ante tanto rigor, tanta minuciosidad, tanta precisión. Lo malo era que una investigación tan enorme no había servido absolutamente para nada. El acababa de pasarse más de una hora en la oficina de la agencia Hertz estudiando concienzudamente los resultados de la encuesta. Se sabía que Whalid y Kamal Dajani se habían presentado en la agencia alrededor de las diez y media de la mañana del viernes. El empleado recordaba que habían dicho que querían una furgoneta para «trasladar algunos muebles». Esta precisión indicaba que conocían las reglas del alquiler de vehículos de transporte. En efecto, para servirse de aquel vehículo con objeto de retirar mercancías de los muelles, no habría sido suficiente el permiso de conducir robado de Kamal. Le habrían pedido una licencia comercial de transportista. El empleado recordaba también que sus clientes se habían informado sobre la carga útil que podía transportar el modelo que él les ofrecía. Habían parecido satisfechos al enterarse de que era de dos toneladas.

Según la hora estampada en el contrato de alquiler, habían tomado posesión del vehículo a las 10.47. Kamal lo había devuelto, él solo, a las 18.15 de la tarde, después del cierre de la oficina. El guardián de noche había puesto sesenta y un litros y medio, para volver a llenar el depósito. Dados los cuatrocientos diez kilómetros inscritos en el contador, aquello significaba un consumo medio de quince litros por cien kilómetros, lo cual era normal. La otra única indicación exacta que poseían los investigadores era la hora —11.42— estampada por el guardián de los
docks
en la hoja de entrega de la mercancía. Esto era casi todo lo que se sabía. Un equipo se había pasado también la noche comprobando, en el ordenador del Bureau, las infracciones de normas de aparcamiento cometidas en el día del viernes. Pero esto no había dado resultado.

Angelo salió al patio. Empezó a pasear, pensativamente, sobre el agrietado cemento, tratando de deducir algo de las informaciones de que disponía.

—¡Hola! ¿Qué estás buscando aquí desde hace horas? ¿Un asesino?

Angelo reconoció al guardián a quien había Kamal Dajani devuelto la furgoneta. Apoyó una mano en su hombro, en amistoso ademán.

—En efecto, se trata de un asesino, y usted puede ayudarnos a salvar a sus futuras víctimas. Tratemos una vez más de recordar lo que pasó el viernes por la tarde, ¿quiere?

—Está de broma, ¿eh? —La irritación del guardián era evidente—. Ya se lo he contado todo a sus colegas de allá abajo. El viernes, ¡este garaje era una mierda, una pista de patinar! Bueno, ya me han hecho perder bastante tiempo. ¡Adiós!

Angelo reanudó su lento paseo. De pronto, se detuvo. «Una pista de patinar», había dicho el guardián. ¿Una pista de patinar…? Sí, ¿por qué no…? Es cosa sabida que, después de una nevada, el número de accidentes de circulación aumenta de un modo extraordinario. Ahora bien, ¿sabrían los árabes conducir sobre la nieve? Una pista de patinar… Hay que comprobarlo inmediatamente. Nunca se sabe…

Grace Knowland sonreía al joven e intimidado teniente, sentado delante de ella. «Es conmovedor —pensaba—. ¡Casi podría ser su madre, y me mira con aire enamorado!» Se habían acomodado en un
drugstore
de Madison Avenue, ante un café y unos
donuts
.

—Mire —dijo el joven oficial—, en realidad yo no pertenezco a la policía Militar, sino a Infantería. Si estoy en Nueva York, es sólo por un destino temporal.

—¡Ha tenido suerte! ¡Es estupendo encontrarse de golpe en Nueva York!

—No tanto como usted cree. Imagínese que nos enviaron aquí sin previo aviso y que nada se había previsto para nuestro alojamiento. Dormimos en sacos tirados en el suelo y, como alimento, nos distribuyen raciones de combate frías.

—¿Es posible? —se asombró Grace—. ¿Quiere usted decir que el Ejército se permite el lujo de alquilar un montón de camiones, y, en cambio, no tiene dinero para pagarles una comida caliente?

—¡Pero el Ejército no ha alquilado esos camiones!

—¿No ha sido el Ejército?

—No. Quienes los utilizan son los paisanos que han organizado el ejercicio.

—¿Para barrer la nieve?

—¡No tengo ni idea! Creo que los llenan de aparatos, y enseguida se echan a la calle, y dan vueltas y vueltas durante horas. Sin duda para medir algo. Tal vez la contaminación.

Grace apuró su taza, con aire perplejo. Cogió la cuenta.

—¡Vaya! —gruñó, buscando su monedero—. Ahora me doy cuenta de que olvidé mi libreta de notas en el despacho del comandante. ¿Podría llevarme allí?

Diez minutos más tarde, volvió a salir del cuartel, estrechó calurosamente la mano del joven oficial y detuvo el primer taxi que pasó por Park Avenue.

Se arrellanó en el asiento sacó su libreta y escribió apresuradamente un número. Había querido volver al cuartel para obtener este dato. Se trataba del número de matrícula de una de las furgonetas Avis que había aparcadas allí.

—¿Tiene usted idea del número de camiones Hertz que circulan por Nueva York un día laborable?

Angelo Rocchia había hecho esta pregunta al granujiento empleado que dirigía la agencia de la Cuarta Avenida. Éste lanzó un pequeño silbido y se echó atrás en un sillón para hacer el cálculo.

—Nosotros, aquí, alquilamos unos cuarenta vehículos al día, y tenemos otras dos agencias en Brooklyn. Añada las de Manhattan, del Bronx y de Queens. Esto debe representar de cuatrocientos a quinientos cacharros, como mínimo. Tal vez más, en días de afluencia. ¿Por qué lo pregunta?

—¡Oh! Por nada. Simple curiosidad…

A través del cristal del pequeño despacho lleno de trastos, Angelo seguía las operaciones de los
Feds
del laboratorio en el garaje contiguo. «Realmente, hacen todo lo que pueden para sacar algo de toda esa chatarra —pensó—, pero no se puede esperar gran cosa. Salvo con tiempo, con mucho tiempo. Pero la verdad es que nadie se preocupa demasiado de darnos un plazo para encontrar este maldito barril. Por lo demás, nos ocultan muchas cosas en este asunto. Empezando por ese informe técnico sobre la furgoneta, que los
Feds
han hecho desaparecer en menos que canta un gallo cuando yo quise meter las narices. “Secreto”, me ha dicho el carota del
Fed
que dirige el equipo. ¿Qué puede ser tan importante que ni siquiera los que buscamos el barril tenemos derecho a saberlo?»

Angelo encontró un cacahuete en su bolsillo y se lo metió en la boca. Pensó en la cuestión de la pista de patinar y en lo que había deducido de ella. ¿Una deducción extraída por los pelos? Nieve más un árabe al volante, igual a accidente. «¿Acaso los dedos se me antojan huéspedes? ¿O hay realmente aquí algo que investigar? —Miró a los
Feds
que seguían rebullendo alrededor de la furgoneta—. En vez de esperar como un imbécil a que hayan acabado, ¡podría poner hilo a la aguja!» Con aire escéptico, pidió una guía telefónica y marcó un número.

—¡Oiga! ¿Comisaría número uno? Póngame con el inspector encargado del registro.

Se refería al registro en que cada una de las treinta y dos comisarías de policía de Nueva York consigna los delitos denunciados cada día, desde el caso de la mujer apaleada por su marido, hasta el asesinato.

—Dígame, inspector —preguntó, después de dar su nombre y condición—, ¿registraron ustedes por casualidad algún 61 el viernes pasado?

En la terminología de la policía neoyorquina, un 61 es un accidente de circulación provocado por una tercera persona no identificada.

Grace Knowland empujó la puerta del edificio de
New York Times
y saludó con un guiño a los guardianes armados que vigilaban el acceso a los ascensores. En el vestíbulo de entrada del periódico más influyente del mundo reinaba un ambiente de afelpada respetabilidad. En una hornacina, el busto, de rostro severo de Adolph Ochs fundador del
Times
, parecía recordar a todos los que entraban que el sentido del deber era el primero de los principios sobre los que se había fundado su empresa.

Deslizándose a través del laberinto de la sala de redacción. Grace llegó a su pequeño compartimiento cercado de cristales. Lo primero que hizo fue llamar a la dirección neoyorquina de la empresa Avis de alquiler de automóviles. Rápidamente obtuvo la información que deseaba: la furgoneta cuyo número de matrícula había anotado en el cuartel pertenecía a la sucursal de Nueva Brunswick, ciudad del vecino Estado de Nueva Jersey. Ahora debía descubrir la identidad de la persona que la había alquilado. Conocedora de que la empresa Avis no comunicaría este dato a un interlocutor desconocido, recurrió a una estratagema que, sin duda, habría censurado el austero fundador de su periódico.

—Aquí la sargento Lucie Harris, de la policía de tráfico del Estado de Nueva York —dijo al empleado de la agencia Avis de Nueva Brunswick—. Uno de nuestros puestos de control por radar ha registrado el exceso de velocidad de una furgoneta matrícula NJ 48749, perteneciente a su agencia. Les agradeceríamos que nos comunicase nombre y dirección de la persona que suscribió el contrato de alquiler.

—Esto requerirá un poco de tiempo —se excusó la empleada—. Si me deja su número, la llamaré enseguida.

—No hace falta, señorita. Esperaré.

Unos minutos más tarde su interlocutora la informó:

—Según el permiso de conducir, se trata del señor John McClintock con domicilio en el 104 de Clear View Avenue, Las Vegas. Permiso de Nevada, número 432.701 uno extendido el 4 de mayo de 1979. Válido hasta el 3 de mayo de 1983.

Grace apuntó estos datos en su libreta. «¿Por qué diablos han ido a buscar en pleno desierto a un especialista en barrido de nieve?», se preguntó, asombrada.

—¿Dejó su número de teléfono?

—Sí. Es el 293.30.00, prefijo, 202.

La periodista le dio las gracias y marcó este número.

—Base aérea de McGuire —le respondió alguien.

«¡Vaya, se trata de un militar!» comprendió Grace—. Preguntó por John McClintock.

—¿Puede decirme a qué servicio pertenece?

—No; sólo me dejó este número y pidió que le llamase.

—La pondré con información.

Como la base de McGuire no sabía nada del tal John McClintock, la periodista colgó, muy desilusionada. Se estaba desvaneciendo su hermoso sueño de denunciar una nueva malversación de fondos públicos. Echó una mirada a su reloj. En Nueva York era poco más de las diez del martes 15 de diciembre: las ocho en Las Vegas. «Haré otra llamada, se dijo, una última llamada, antes de abandonar».

Other books

A Mother's Love by Ruth Wind
Fan Girl by Marla Miniano
Uncaged by Katalina Leon
Riders of the Pale Horse by T. Davis Bunn
Just Between Us by J.J. Scotts
Elle's Seduction by Abby-Rae Rose