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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

El redentor (58 page)

BOOK: El redentor
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Harry volvió a recorrer el pasillo a toda prisa, abrió la puerta, corrió por el vestíbulo y bajó la escalera hasta el rellano donde se hallaba la puerta de salida. Al ver la espalda uniformada de fuera, gritó mientras todavía estaba en la escalera.

—¡Falkeid!

Sivert Falkeid se dio la vuelta, vio a Harry y abrió la puerta.

—¿Acaba de salir un hombre por aquí, ahora mismo?

Falkeid negó con la cabeza.

—Stankic está aquí —dijo Harry—. Da la alarma.

Falkeid asintió con la cabeza y levantó la solapa.

Harry volvió deprisa al vestíbulo, reparó en un teléfono móvil pequeño y rojo que estaba en el suelo y preguntó a las señoras del guardarropa si habían visto a alguien salir de la sala. Se miraron y contestaron con un no sincronizado. Preguntó si había otras salidas aparte de la escalera que daba al vestíbulo.

—Solo la salida de emergencia —repuso una de ellas.

—Sí, pero hace tal ruido al cerrar que la habríamos oído —añadió la otra.

Harry se apostó de nuevo junto a la puerta de la sala y escrutó el vestíbulo de izquierda a derecha mientras intentaba pensar en posibles vías de escape. ¿Le habría contado Martine la verdad? ¿Era realmente Stankic quien había ocupado aquella butaca segundos antes? En ese mismo momento comprendió que así era. El olor dulzón aún flotaba en el ambiente. El tipo estaba allí cuando Harry llegó. Y en ese momento comprendió por dónde había escapado Stankic.

Cuando Harry abrió la puerta de los servicios de caballeros sintió la bofetada del aire gélido que entraba por la ventana abierta del fondo de la habitación. Se acercó a la ventana, miró hacia abajo, a la cornisa y al aparcamiento y dio un golpe en el marco.

—¡Joder, joder!

Hubo un sonido procedente de uno de los cubículos.

—¿Hola? —dijo Harry muy alto—. ¿Hay alguien ahí?

Le respondió el agua del urinario, que corrió con un rumor irascible.

Allí estaba ese sonido otra vez. Como un lloriqueo. La mirada de Harry barrió los cubículos y encontró la que lucía la señal roja de ocupado. Se puso bocabajo en el suelo y vio unas pantorrillas y unos zapatos de tacón.

—Policía —gritó Harry—. ¿Estás herida?

El lloriqueo cesó.

—¿Se ha ido? —preguntó una voz temblorosa de mujer.

—¿Quién?

—Me dijo que debía permanecer aquí al menos quince minutos.

—Se ha ido.

La puerta del aseo se abrió. Thea Nilsen estaba sentada en el suelo, entre la taza y la pared, con la cara embadurnada de maquillaje.

—Amenazó con matarme si no le decía dónde estaba Jon —explicó llorosa. Como pidiendo disculpas.

—¿Y qué le has dicho? —preguntó Harry, ayudándole a sentarse sobre la taza del váter.

La joven parpadeó confusa.

—Thea, ¿qué le has dicho?

—Jon me ha mandado un mensaje de texto —dijo ella mirando la pared de los servicios con expresión ausente—. Dice que su padre ha caído enfermo. Vuela a Bangkok esta noche. ¿Te lo puedes creer? Precisamente esta noche.

—¿Bangkok? ¿Se lo dijiste a Stankic?

—Esta noche íbamos a saludar personalmente al primer ministro —dijo Thea con una lágrima rodándole por la mejilla—. Y ni siquiera contestó cuando le llamé, ese… ese…

—¡Thea! ¿Le dijiste que Jon cogería un avión esta noche?

La joven asintió con la cabeza como una sonámbula, como si todo aquello no fuera con ella.

Harry se levantó y fue al vestíbulo donde Martine y Rikard hablaban con un hombre que Harry reconoció como un miembro del equipo de seguridad del primer ministro.

—Anula la alarma —gritó Harry—. Stankic ya no está aquí.

Los tres se volvieron hacia él.

—Rikard, tu hermana está ahí dentro. ¿Puedes ocuparte de ella? Martine, ¿puedes venir conmigo?

Sin esperar respuesta, Harry la cogió del brazo, y ella tuvo que apremiar el paso para seguirlo bajando la escalera hacia la salida.

—¿Adónde vamos? —preguntó Martine.

—Al aeropuerto de Oslo.

—¿Y para qué quieres que vaya yo?

—Vas a ser mis ojos, querida Martine. Vas a ayudarme a ver al hombre invisible.

Examinó sus propias facciones en el reflejo de la ventanilla del tren. La frente, la nariz, las mejillas, la boca, el mentón, los ojos. Trató de averiguar qué era, dónde estaba el secreto. Pero no apreció nada de particular por encima del pañuelo rojo, solamente una cara sin expresión con unos ojos y un cabello que, contra la pared del túnel entre Oslo S y Lillestrøm, parecían tan negros como la noche que reinaba fuera.

33

M
ARTES, 22 DE DICIEMBRE

E
L DÍA MÁS CORTO

Harry y Martine tardaron exactamente dos minutos y treinta y ocho segundos en cubrir corriendo la distancia que separaba el auditorio del andén de la estación del Nationaltheateret donde, dos minutos más tarde, subían a un tren InterCity que se dirigía a Lillehammer, pero con parada en Oslo S y en el aeropuerto de Oslo. Era un tren más lento, pero tardarían menos que si esperaban la próxima salida del tren del aeropuerto. Se sentaron en los dos únicos asientos libres de un vagón repleto de soldados que volvían a casa de permiso de Navidad y una pandilla de estudiantes con cartones de vino y gorros de Papá Noel.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Martine.

—Jon pretende huir —dijo Harry.

—¿Sabe que Stankic sigue vivo?

—No huye de Stankic, sino de nosotros. Sabe que lo hemos descubierto.

Martine lo miró con los ojos abiertos de par en par.

—¿Qué habéis descubierto?

—Ni siquiera sé por dónde empezar.

El tren entró en la estación de Oslo S. Harry escrutó el andén, pero no vio a Jon Karlsen.

—Todo empezó cuando Ragnhild Gilstrup le ofreció dos millones de coronas a Jon por ayudar a Gilstrup a comprar parte del patrimonio inmobiliario del Ejército de Salvación —explicó Harry—. Él rechazó la oferta, porque no sabía si ella tenía los escrúpulos necesarios para mantener la boca cerrada. En cambio, a sus espaldas, contactó directamente con Mads y Albert Gilstrup. Exigió cinco millones, sin que Ragnhild se enterara del acuerdo. Ellos aceptaron.

Martine se quedó boquiabierta.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Parece que, tras la muerte de Ragnhild, Mads Gilstrup se vino más o menos abajo. Decidió revelar todos los detalles del acuerdo. Así que llamó al contacto que tenía en la policía. El número de teléfono que aparecía en la tarjeta de visita de Halvorsen. Halvorsen no contestó, pero Mads dejó la confesión grabada en el contestador. Hace un par de horas reproduje el mensaje. Entre otras cosas, dice que Jon exigía que el acuerdo se redactase por escrito.

—Jon es una persona ordenada —dijo Marine en voz baja.

El tren salió del andén, pasó por la casa del jefe de estación, llamada Villa Valle, y se adentró en los barrios que quedaban al este de la ciudad, con sus paisajes grises de patios interiores adornados con bicicletas, tendederos vacíos y ventanas tiznadas.

—Pero ¿qué tiene esto que ver con Stankic? —preguntó ella—. ¿Quién hizo el encargo? ¿Mads Gilstrup?

—No.

La nada negra del túnel los engulló y en la oscuridad su voz resultaba casi inaudible con el traqueteo de los raíles de fondo.

—¿Fue Rikard? Di que no fue Rikard…

—¿Por qué crees que fue Rikard?

—La noche que Jon me violó, fue él quien me encontró en la letrina. Le dije que había tropezado en la oscuridad, pero no me creyó, lo vi. Me ayudó a acostarme sin despertar a los demás. Y pese a que nunca haya dicho nada, siempre he tenido la sensación de que vio a Jon y adivinó lo que había pasado.

—Hmmm —dijo Harry—. ¿Así que por eso te protege con tanto ahínco? Parece que Rikard te quiere de verdad.

Ella asintió con la cabeza.

—Será por eso por lo que… —empezó, pero enmudeció.

—¿Sí?

—Por eso deseo que no haya sido él.

—En ese caso, tu deseo se ha cumplido. —Harry echó un vistazo al reloj. Llegarían al cabo de quince minutos.

Martine lo miró, desconcertada.

—Tú… ¿Tú no estarás diciendo…?

—¿El qué?

—¿No estarás diciendo que mi padre sabía lo de la violación? Que él… ha…

—No, tu padre no tiene nada que ver. La persona que encargó el asesinato de Jon Karlsen…

De repente salieron del túnel al cielo negro y estrellado que se extendía sobre los blancos campos helados.

—… es el propio Jon Karlsen.

La señora que lucía el uniforme de SAS entregó a Jon el billete con una sonrisa de blanqueador dental y pulsó el botón que tenía delante. Un
cling
resonó sobre sus cabezas y el siguiente en la cola se acercó corriendo al mostrador blandiendo el número como si fuese un machete.

Jon se volvió hacia el vestíbulo de salidas, que era inmenso. Había estado allí antes, pero nunca había visto a tanta gente. El ruido de voces, pasos y mensajes ascendía hasta la bóveda, alta como la de una iglesia. Una cacofonía expectante, una mezcla de idiomas y fragmentos de opiniones que no entendía. Vuelva a casa por Navidad. Viaje al extranjero por Navidad. Ante los mostradores de facturación, colas inmóviles se retorcían siguiendo las cintas de la barrera como boas constrictor que hubiesen comido de más.

Respira, se instó. Hay tiempo de sobra. No saben nada. Todavía no. Puede que nunca se enteren. Se puso detrás de una señora mayor y se agachó para ayudarle a mover la maleta cuando la cola avanzó unos veinte centímetros. Ella se volvió y le sonrió para mostrarle su agradecimiento y Jon reparó en la piel de la anciana, que parecía una tela muy pálida y fina tensada alrededor de una calavera.

Le devolvió la sonrisa y, finalmente, ella se dio la vuelta. Pero, bajo el ruido de los vivos, no dejaba de oír los gritos de ella. Un sonido insoportable y constante al que trataba de imponerse un electromotor con sus bramidos. Cuando salió del hospital y se enteró de que la policía estaba registrando su apartamento, se le metió en la cabeza la idea de que podrían encontrar el acuerdo con Gilstrup Invest. Ese acuerdo según el cual Jon recibiría cinco millones de coronas si el consejo superior recomendaba la oferta firmada por Albert y Mads Gilstrup. Por eso, después de que la policía lo llevase al apartamento de Robert, se marchó a la calle Gøteborggata para recoger el documento. Pero cuando llegó, alguien se le había adelantado. Ragnhild. Ella no lo había oído por el ruido de la aspiradora que estaba utilizando. Estaba sentada leyendo el contrato. Lo había visto. Había descubierto sus pecados como su madre descubrió las manchas de semen en las sábanas. Y como su madre, Ragnhild quería humillarle, destruirle, delatarle a todo el mundo. Contárselo a su padre. Ella no debía ver. La privé de los ojos, pensó. Pero ella seguía gritando.

—Los mendigos no renuncian a una limosna —dijo Harry—. Forma parte de la naturaleza del asunto. Caí en la cuenta en Zagreb. O mejor dicho, la cuenta me cayó encima. Bajo la forma de una moneda noruega de veinte coronas que me tiraron. Y cuando la vi dando saltos en el suelo, me acordé de que, el día anterior, el grupo que examinó el escenario del crimen había encontrado una moneda croata pisoteada en la nieve frente a la tienda de la esquina de la calle Gøteborggata. La relacionaron automáticamente con Stankic, que se había fugado en esa dirección mientras Halvorsen yacía en el suelo desangrándose un poco más arriba en esa calle. Soy escéptico por naturaleza, pero cuando, estando en Zagreb, vi esta moneda de veinte coronas, fue como si algún poder superior hubiera querido enseñarme algo. La primera vez que vi a Jon, un mendigo le tiró una moneda a la espalda. Me acuerdo que me sorprendió que un mendigo rechazase una limosna. Ayer encontré al mendigo en la biblioteca Deichmanske y le enseñé la moneda que había encontrado el equipo de técnicos. Me confirmó que la moneda que le había arrojado a Jon era extranjera y que cabía la posibilidad de que se tratara de la que yo le estaba enseñando. Sí, lo más probable era que fuese esa.

—Es decir, que Jon ha visitado Croacia al menos una vez. Pero eso está permitido, ¿no?

—Claro que sí. Lo extraño es que me dijo que nunca había estado en el extranjero, aparte de en Dinamarca y Suecia. Lo comprobé con la oficina de pasaportes y nunca habían expedido ninguno a nombre de Jon Karlsen. En cambio, hace diez años, se expidió uno a nombre de Robert Karlsen.

—Puede que Robert le diese la moneda a Jon.

—Tienes razón —repuso Harry—. La moneda no demuestra nada. Pero hace que un cerebro un tanto lento como el mío empiece a pensar. ¿Y si Robert nunca fue a Zagreb? ¿Y si fue Jon? Jon tenía la llave de todos los apartamentos de alquiler del Ejército de Salvación, incluida la del apartamento de Robert. ¿Y si cogió el pasaporte de Robert y, haciéndose pasar por él, se fue a Zagreb y se presentó como Robert Karlsen cuando encargó el asesinato de Jon Karlsen? ¿Y si en todo momento su plan fue matar a Robert?

Martine, perdida en sus cavilaciones, se mordía la uña.

—Pero si Jon quería matar a Robert, ¿por qué encargó el asesinato de sí mismo?

—Para procurarse una coartada perfecta. Si detenían a Stankic y este confesaba, nunca se sospecharía de Jon. Él era la víctima. El hecho de que Jon y Robert cambiasen el turno de guardia precisamente ese día se achacaría a una casualidad del destino. Stankic solo seguía las instrucciones. Y cuando tanto Stankic como los de Zagreb descubrieran que habían matado a quien encargó el trabajo, no tendrían motivos para rematarlo liquidando a Jon. No habría nadie que pagara la factura. En realidad, el plan era genial. Jon podía prometer a los de Zagreb todo el dinero que pidiesen como pago posterior, ya que después no existiría dirección alguna donde mandar la factura. Como tampoco existiría la única persona que podría refutar que fue Robert quien estuvo en Zagreb aquel día, y que tal vez pudiese presentar una coartada para cuando se encargó el asesinato: Robert Karlsen. El plan era como un círculo lógico que se cerraba, la ilusión de una serpiente que se come a sí misma, una construcción autodestructiva donde todo habría desaparecido después, sin que quedara ni un cabo suelto.

—Un hombre ordenado —dijo Martine.

Dos de los estudiantes habían empezado a entonar una cancioncilla típica de los brindis intentando que fuese a dos voces, acompañados por el estrepitoso ronquido de uno de los reclutas.

—Pero ¿por qué? —preguntó Martine—. ¿Por qué tenía que matar a Robert?

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