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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

El redentor (60 page)

BOOK: El redentor
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El hombre del esmoquin ejerció cierta presión en el gatillo del revólver y las superficies duras y lisas reprodujeron el sonido con una agudeza anómala de metal en movimiento y de resortes que se ajustan.

—¡Detente! —Jon se protegió con los brazos—. Lo contaré todo.

Jon se encontró con la mirada del policía por encima del hombro de Stankic. Y supo que estaba al tanto de todo. Quizá lo sabía desde hacía tiempo. El policía tenía razón, no tenía nada que perder. Nada de lo que dijera podría utilizarse en su contra. Y lo curioso era que quería contarlo. Realmente, nada le gustaría más.

—Estábamos fuera del coche esperando a Thea —dijo Jon—. El policía estaba escuchando un mensaje que le habían dejado en el contestador del móvil. Oí la voz de Mads. Y cuando el policía dijo que era una confesión, supe que te llamaría, que estaba a punto de ser descubierto. Tenía la navaja de Robert y reaccioné instintivamente.

En su cabeza rememoró cómo había intentado inmovilizar los brazos del policía por atrás, pero él consiguió liberar una mano colándola entre la navaja y la garganta. Jon hizo varios cortes en esa mano sin llegar a la carótida. Furioso, zarandeó al policía de derecha a izquierda como un muñeco de trapo mientras lo golpeaba una y otra vez, hasta que la navaja finalmente entró en el pecho y, tras una sacudida, el cuerpo y los brazos del policía quedaron inertes. Recogió su móvil del suelo y se lo guardó en el bolsillo. Solo le faltaba darle el golpe de gracia.

—¿Pero Stankic os interrumpió? —preguntó Harry.

Jon había levantado la navaja para degollar al policía desmayado cuando oyó que alguien gritaba en un idioma extranjero. Levantó la vista y vio a un hombre con una chaqueta azul que se les acercaba corriendo.

—Llevaba una pistola, así que tuve que largarme —explicó Jon notando cómo la confesión lo purificaba, lo liberaba de la carga. Vio que Harry asentía con la cabeza, que el hombre alto y rubio comprendía. Y perdonaba. Y se sintió tan emocionado que notó el nudo del llanto en la garganta cuando prosiguió—: Me disparó mientras corría. Estuvo a punto de alcanzarme. Estuvo a punto de matarme, Harry. Es un asesino, está loco. Tienes que matarlo, Harry. Tenemos que pararle los pies, tú y yo… nosotros…

Vio cómo Harry bajaba el revólver despacio y lo guardaba en la cintura del pantalón.

—¿Qué… qué haces, Harry?

Aquel policía corpulento se desabrochó el abrigo.

—Me cojo las vacaciones de Navidad, Jon. Hasta luego.

—¿Harry? Espera…

La certidumbre de lo que estaba a punto de suceder absorbió en cuestión de segundos toda la humedad de la garganta y de la boca, y las mucosas secas lo obligaban a articular con dificultad.

—Podemos repartirnos el dinero, Harry. Oye, podemos repartirlo entre los tres. Nadie tiene por qué enterarse.

Pero Harry ya se había dado la vuelta y se dirigió a Stankic en inglés:

—Me parece que en esa bolsa encontrarás dinero suficiente para construir más de un International Hotel en Vukovar. Y tu madre querrá ofrecerle una parte al apóstol de la catedral de San Esteban.

—¡Harry! —El grito de Jon resonó ronco, como el estertor de un moribundo—. ¡Todo el mundo merece una segunda oportunidad, Harry!

El policía se detuvo con la mano en el picaporte.

—Busca en el fondo de tu corazón, Harry. ¡Ahí hallarás algo de perdón!

—El problema es… —Harry se frotó el mentón—, que yo no trabajo en el gremio del perdón.

—¿Cómo? —preguntó Jon sorprendido.

—Redención, Jon. Redención. Eso es a lo que me dedico. También yo.

Cuando Jon oyó la puerta cerrarse detrás de Harry, vio que el hombre vestido de fiesta levantaba el revólver. Miró fijamente la oscura cuenca del ojo del cañón, el miedo se había transformado en dolor físico y ya no sabía a quién pertenecían los gritos: si a Ragnhild, a sí mismo o a alguno de los otros. Pero antes de que la bala le pulverizase la frente, Jon Karlsen tuvo tiempo de hallar la respuesta a una pregunta a la que había dado muchas vueltas a lo largo de años de duda, vergüenza y plegarias desesperadas: que no había quien escuchara los gritos ni las plegarias.

Q
UINTA PARTE

Epílogo

35

C
ULPA

Harry salió del metro en la plaza de Egertorget. Faltaba un día para Nochebuena y la gente apremiaba el paso por la acera en busca de los últimos regalos. Sin embargo, la paz navideña parecía haberse posado sobre la ciudad. Podía verse en los rostros de las personas que sonreían satisfechas porque habían acabado con los preparativos de la celebración y, si no era el caso, igualmente sonreían con resignado cansancio. Un hombre con un traje acolchado pasó caminando como un astronauta mientras sonreía y expulsaba vaho de unas mejillas rechonchas y sonrosadas. Pero Harry vio un rostro desesperado. Una mujer pálida vestida con una chaqueta fina de cuero y con un agujero en el codo que daba pataditas de impaciencia junto a la relojería.

Al joven de detrás del mostrador se le iluminó la cara al ver a Harry, se apresuró a despachar al cliente al que estaba atendiendo y desapareció en la trastienda. Volvió con el viejo reloj, que depositó en el mostrador lleno de orgullo.

—Funciona —observó Harry impresionado.

—Todo tiene arreglo —dijo el joven—. Solo una advertencia: procura no darle más cuerda de lo necesario, eso desgasta el mecanismo. Inténtalo, te enseñaré cómo hacerlo.

Mientras Harry daba cuerda, notó la áspera fricción del metal y la resistencia de los muelles. Advirtió la mirada insistente y fija del joven.

—Perdona —dijo el joven—. ¿Puedo preguntarte de dónde has sacado este reloj?

—Me lo dio mi abuelo —contestó Harry, sorprendido por la devoción repentina que resonó en la voz del relojero.

—No, este no. Ese. —El relojero señaló el reloj de pulsera de Harry.

—Me lo dio mi antiguo jefe cuando se fue.

—Vaya. —El joven relojero se inclinó sobre la muñeca izquierda de Harry y examinó la pieza con detenimiento—. Sin duda, es auténtico. Fue un regalo muy generoso.

—¿Ah, sí? ¿Tiene algo de particular?

El relojero miró, incrédulo, a Harry.

—¿No lo sabes?

Harry negó con la cabeza.

—Es un Lange 1 Tourbillon de A. Lange&Söhne. En el dorso encontrarás un número de serie que te indica cuántos ejemplares se fabricaron de ese modelo. Si no recuerdo mal, son ciento cincuenta. Llevas lo más fabuloso que se haya fabricado jamás en relojería. Sí, yo me plantearía si es buena idea llevarlo puesto. Con el precio que alcanza actualmente en el mercado, estaría mejor en una cámara acorazada.

—¿En una cámara acorazada? —Harry miró el reloj de aspecto anónimo que, unos días atrás, había arrojado por la ventana del dormitorio—. No parece de lujo.

—De eso se trata. Viene con una correa normal de piel negra y una esfera gris; no hay ni un diamante ni un gramo de oro en ese reloj. Ahora bien, lo que parece acero corriente, es en realidad platino. Pero su valor está en el trabajo de ingeniería artesana que lo convierte en una obra de arte.

—Ya veo. ¿Y cuánto dirías que vale el reloj?

—No lo sé. Pero en casa tengo un catálogo con precios de subastas de relojes singulares que puedo traer mañana.

—Basta con que me des una cifra aproximada —dijo Harry.

—¿Una cifra aproximada?

—Una idea.

El joven se mordió el labio superior ladeando la cabeza, pensativo. Harry aguardaba.

—No lo vendería por menos de cuatrocientos mil.

—¿Cuatrocientas mil coronas? —exclamó Harry.

—No, no —dijo el joven—. Cuatrocientos mil dólares.

Cuando Harry salió de la tienda, no sintió el frío. Ni tampoco la débil somnolencia que aún le pesaba en el cuerpo después de doce horas de sueño profundo. Apenas se percató de la mujer de ojos hundidos, chaqueta fina de cuero y mirada de drogata que se le acercó y le preguntó si no era el policía con quien había hablado hacía unos días y si sabía algo de su hijo que llevaba cuatro días desaparecido.

—¿Dónde lo vieron por última vez? —preguntó Harry mecánicamente.

—¿Dónde crees? —dijo la mujer—. En Plata, por supuesto.

—¿Cómo se llama?

—Kristoffer. Kristoffer Jørgensen. ¡Hola! ¿Me estás oyendo?

—¿Cómo?

—Tú estás deseando largarte, ¿verdad, tío?

—Lo siento. Ve a la comisaría general con una fotografía y denuncia su desaparición en la primera planta.

—¿Una foto? —soltó una carcajada—. La única foto que puedo enseñar es de cuando tenía siete años. ¿Crees que valdrá?

—¿No tienes nada más reciente?

—¿Y quién crees que se la habría hecho?

Harry encontró a Martine en Fyrlyset. La cafetería estaba cerrada, pero en la recepción del Heimen lo habían dejado entrar por la puerta trasera.

Estaba sola en el lavadero, junto al depósito de ropa. De espaldas a él, vaciaba la lavadora. Carraspeó bajito para no asustarla.

Harry se fijó en sus omoplatos y en los músculos del cuello cuando volvió la cabeza y se preguntó de dónde saldría tanta suavidad. Y si la mantendría para siempre. Ella se irguió, ladeó la cabeza, se apartó un mechón de pelo de la cara y sonrió.

—Hola, tú, el tal Harry.

Se encontraba a un paso de él, con los brazos caídos. La observó con atención. Tenía la piel pálida propia del invierno que, así y todo, irradiaba un extraño resplandor. Las sensibles fosas nasales dilatadas, los ojos, de pupilas extrañas, desbordadas como eclipses lunares parciales. Y los labios que, inconscientemente, replegaba primero hacia dentro, humedeciéndolos, para luego juntarlos, suaves y húmedos, como si se hubiese besado a sí misma. Una secadora emitía un ruido sordo.

Estaban solos. Ella tomó aire y echó la cabeza un pelín hacia atrás. Un solo paso lo separaba de ella.

—Hola —dijo Harry. Y se quedó donde estaba.

Martine parpadeó, nerviosa. Le dirigió una sonrisa breve y algo desconcertada, se volvió hacia la encimera y empezó a doblar la ropa.

—Termino enseguida. ¿Esperas?

—Debo acabar unos informes antes de que empiecen las vacaciones.

—Mañana organizaremos una comida de Navidad aquí —dijo volviéndose hacia él—. ¿Te apetece venir a echar una mano?

Harry negó con la cabeza.

—¿Otros planes?

El
Aftenposten
estaba abierto a su lado, sobre la encimera. Habían dedicado toda la primera página al soldado del Ejército de Salvación hallado en los servicios del aeropuerto de Oslo la noche anterior. El diario recogía las declaraciones del comisario Gunnar Hagen, quien decía no saber nada del autor ni del móvil,pero que consideraba que el asunto estaba relacionado con el asesinato de la plaza de Egertorget ocurrido la semana anterior.

Como los dos muertos eran hermanos, y el principal sospechoso de la policía era un croata sin identificar, los periódicos especulaban con la posibilidad de que se tratara de una contienda familiar. El
VG
subrayaba que la familia Karlsen veraneaba en Croacia desde hacía años, y dada la tradición croata de las venganzas de sangre, parecía verosímil una explicación de esa naturaleza. El editorial del
Dagbladet
prevenía contra los prejuicios sobre la tendencia a relacionar a los croatas con elementos criminales existentes entre los serbios y los albanokosovares.

—Rakel y Oleg me han invitado a su casa —dijo él—. Acabo de pasar a llevarle un regalo a Oleg, y me han invitado.

—¿Ellos?

—Ella.

Martine seguía doblando ropa mientras asentía con la cabeza como si él hubiera dicho algo sobre lo que ella debiera reflexionar.

—Significa que vosotros…

—No —dijo Harry—. No significa eso.

—Entonces, ¿sigue saliendo con ese otro, el médico?

—Sí, que yo sepa.

—¿No has preguntado? —Él distinguió el orgullo herido en su voz.

—No es de mi incumbencia. Por lo visto, él va a celebrar la Navidad con sus padres. Eso es todo. ¿Y tú la pasarás aquí?

Ella asintió sin mediar palabra y sin dejar de doblar ropa.

—He venido a despedirme —anunció Harry.

Ella asintió con la cabeza sin volverse.

—Adiós —dijo él.

Ella dejó de doblar. Harry vio que los hombros le temblaban levemente.

—Comprenderás… —empezó él—. Seguramente no lo creas ahora, pero con el tiempo comprenderás que no podía ser… de otra manera.

Ella se dio la vuelta. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Ya lo sé, Harry. Pero aun así, yo quería hacerlo realidad. Por un tiempo. ¿Habría sido pedir demasiado?

—No —sonrió Harry con ironía—. Habría estado bien por un tiempo. Pero es mejor decir adiós ahora que esperar y que todo sea más doloroso.

—Pero ya es doloroso, Harry. —La primera lágrima le rodaba por la mejilla.

Si Harry no hubiese sabido lo que sabía sobre Martine Eckhoff, habría pensado que era imposible que una chica tan joven tuviese conciencia de lo que era el dolor. Por eso recordó algo que su madre dijo una vez en el hospital, que si había algo peor que haber vivido sin conocer el amor, era haber vivido sin conocer el dolor.

—Me voy, Martine.

Y lo hizo. Se fue al coche que estaba aparcado junto a la acera y dio un golpecito en la ventanilla. El cristal bajó despacio.

—Ya es toda una mujer —dijo—. Así que dudo que necesite que la sigan vigilando tan de cerca. Sé que lo harás de todas formas, pero solo quería decírtelo. Y desearte unas felices Navidades, y que tengas suerte.

Rikard fue a decir algo, pero se limitó a asentir por toda respuesta.

Harry echó a andar hacia el Eika. Notó que el ambiente ya era más cálido.

Enterraron a Halvorsen el tercer día de Navidad. Llovía, el agua del deshielo corría en tromba por las calles y en el cementerio la nieve aparecía gris y pesada.

Harry ayudó a cargar con el féretro. Delante de él estaba el hermano menor de Jack. Harry lo reconoció por sus andares.

Después se reunieron en Valkyrien, en un restaurante sencillo, al que todos llamaban Valka.

—Ven aquí —dijo Beate llevándose a Harry hasta la mesa del rincón. Entonces, añadió—: Han venido todos.

Harry asintió. Sin decir lo que pensaba. Que Bjarne Møller no estaba allí. Nadie sabía nada de él.

—Hay un par de cosas que tengo que saber, Harry. Este caso no se ha resuelto.

Él la miró. Tenía el rostro pálido y demacrado por el dolor. Sabía que no era abstemia, pero en el vaso solo había agua con gas. Se preguntó por qué. Si él hubiese podido aguantarlo, hoy ya habría tomado toda la anestesia que hubiera tenido a mano.

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