El reino de las tinieblas (11 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: El reino de las tinieblas
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El mismo silencio. La oculta cascada tronaba en la profundidad insondable de la gruta, hablando de misteriosos caminos.

—No puede haber desaparecido también… —murmuro Fidel sintiendo el corazón paralizado de angustia—. Estaba cerca de mí cuando nadábamos hacia este punto… ¡Dios mío… mi pobre Woona!

Creía hablar para sí, pero el tornavoz subía el tono de sus murmullos haciéndolos llegar hasta los oídos de Verónica Balmer. Y de pronto rompió a gritar el nombre de la muchacha. Lo pronunció primero con miedo, luego con irritación, después con rabia; a continuación, con voz temblorosa de angustia, y finalmente, en ronco sollozo. —¡Woona…! Woona!

—Calma, compañero, ¡demonios! —se oyó decir a Ricardo Balmer con voz irritada—. ¿Dejaría la chica de contestar si anduviera cerca de nosotros? La cascada se la ha tragado como al pobre Gracián…

Movió Fidel la cabeza de un lado a otro. Un nudo de lágrimas en la garganta le impedía hablar. Sintió el corazón paralizado de terror. Un sudor frío le empapó la frente, y al mismo tiempo sintió calor. El pensamiento de que Woona hubiera desaparecido así, de repente, como una sombra que marcha a juntarse con las tinieblas, era demasiado atroz para admitirlo de golpe. Todo su ser encabritábase con rebeldía, negándose a aceptar la idea de que la valiente amazona se hubiera marchado para siempre, sin un adiós… sin un grito…, sin una llamada de socorro.

Un guantelete de titanio se posó sobre su brazo. Era la mano de Verónica Balmer. Al través del cristal azulado de su escafandra, Fidel vio tras el borroso telón de sus lágrimas el bello rostro de su amiga de infancia.

—Fidel —llamó la joven en un susurro. Y luego, como si le costara un sobrehumano esfuerzo pronunciar la palabra tan temido, preguntó —: Tú… ¿la amabas… tal vez?

¿Si la amaba? Fidel abrió los ojos a la realidad de su dolor. Nunca habíase detenido a pensar si amaba a la valiente e ingenua amazona de la altiplanicie. Desde la primera vez que se mirara en los grises ojos de la muchacha estuvo demasiado ocupado para disponer de un solo segundo y mirar al fondo de su corazón. ¿Si la amaba? ¡Sí, cielos… la amaba! Aquella muchacha rubia, de sana y resplandeciente belleza, había venido incrustándose poco a poco en su ser, haciéndose indispensable en el subconsciente de Fidel Aznar, ocupando un lugar cada día más grande, hasta llenarlo todo. Eran de temperamento desigual, ambos eran hijos de distinto mundo, entre los dos mediaba todo un abismo de diferencias: ella, un guerrero de las tribus indígenas de la altiplanicie, más amante de empuñar la espada y embrazar el escudo de guerra que de acrecentar su pura belleza con los recursos a que tan dadas eran las mujeres; él un hijo del planeta Tierra, producto de una humanidad supercivilizada, con un vasto almacén de conocimientos científicos y en el corazón la insaciable sed de llegar más alto y más lejos todavía.

—Sí. Verónica —afirmó Fidel con tristeza—. No lo he sabido hasta haberla perdido… Pero yo la amaba. ¡Mi pobre Woona! ¡Mi noble y valiente Woona!

Verónica asintió con un imperceptible movimiento de cabeza y volvió sus ojos húmedos de lágrimas hacia la boca de la gruta, por donde seguían entrando balsas y canoas llenas de indígenas. Una llama de despecho ardió en el corazón de la española aniquilando el fraternal afecto que hasta ahora sintiera hacia Woona. ¡Una salvaje le vencía desplazándola del corazón de Fidel Aznar!

Verónica amaba a Fidel. Le quería desde que, siendo niños, jugaban en la azotea del rascacielos donde habían nacido, mientras el autoplaneta Rayo surcaba a velocidades astronómicas los insondables vacíos interestelares en busca de un nuevo mundo donde poder desembarcar a los exiliados de la tierra. Habían crecido y estudiado juntos. Sus padres eran entrañables amigos, y largos años de constante contacto habían acabado por convencer a todos (a Verónica sobre todos) que los dos muchachos serían en su día marido y mujer. Verónica había acariciado esta ilusión largamente, y he aquí que cuando el Rayo daba al fin con un planeta habitable surgía una Woona nativa, hermosa y salvaje, y le arrebataba el que ella siempre creyera seguro cariño de Fidel Aznar.

La llama de despecho, sin embargo, se extinguió en seguida. Woona desaparecía sin llegar a conocer el amor de Fidel. El campo volvía a quedar libre tras el eclipse de la ruda rival.

Desde el otro lado de la brecha, por donde desfilaban incesantemente barcas y almadías, el profesor Castillo llamó a Fidel:

—¡Eh… señor Aznar! ¿Qué hacemos ahora?

Fidel alzó los ojos y miró en torno como si despertara de un profundo sueño. Seguían llegando almadías de indígenas, volcando nuevos cargamentos humanos sobre la playa. Aquí, al rojizo fulgor de las hogueras nutridas por canoas, los hombres de cristal daban muestras de inquietud e impaciencia arreando a su ganado humano con las fustas hacia el negro agujero abierto en la roca. Para las canoas era cosa fácil acercarse a la playa a golpe de remo, pero algunas de las almadías más grandes, faltas de medios de conducción, fueron arrastradas por la corriente hacia la brecha abierta en la reja metálica por los disparos de Ricardo, pasaron entre los terrestres y desaparecieron en las tenebrosidades de la caverna sin que los indígenas hicieran nada por evitarlo.

Tal como se encontraban los españoles, el grupo del profesor podía alcanzar la playa asiéndose de uno a otro poste; pero no así Verónica y Fidel, aislados al otro lado de la brecha y con una fuerte corriente precipitándose hacia la cascada que había sorbido a Woona y al doctor Gracián. De todas formas, ir hasta la playa era ahora urna empresa temeraria. Allí estaban los hombres de cristal. Si todas las armas ofensivas de estos seres eran como las pistolas eléctricas, ningún daño podrían causar a los españoles. Pero éstos se encontraban en parecida situación. Sus pistolas eléctricas tampoco afectaban a las criaturas de silicio, y no podían disparar con los contundentes fusiles atómicos sin aniquilar al mismo tiempo a los indígenas, que cada vez en mayor número, desembocaban en la gruta, tripulando canoas de todas las dimensiones y almadías de troncos para desembocar en la playa y ascender hacia aquel siniestro agujero. Lo más prudente, a juicio de Fidel, era quedarse donde estaban. Si iba a la playa corrían el peligro de ser cogidos por los hombres de cristal al amparo de la repugnancia que les causaba disparar contra los indígenas. Y las zapatillas volantes no podían tardar ya.

Fidel hizo funcionar su aparato de radio. La respuestas le llegó instantánea: —¡Hola, jefe… aquí, destructor Navarra! Las zapatillas, según el comandante del Navarra, estaban llegando en estos momentos—. ¿Continúan entrando indígenas? —preguntó Fidel—. No han parado de entrar desde que nosotros estamos aquí. Calculo que habrán dentro de unos seis mil indígenas y la cosa va para largo según parece.

—Bien, hay que impedir por todos los medios que sigan entrando.

—Impedirlo, bien. ¿Pero cómo? —preguntó el oficial—. Echen abajo ese acantilado de basalto. Hay allí suficiente roca para que al caer sobre el río forme un dique. Utilicen cohetes de cabeza nuclear. —Pero si lo hacemos, ¿cómo regresarán ustedes? —La gruta es ancha y profunda. Si disparan un torpedo de cabeza nuclear todo el techo de la gruta saltará por los aires. Saldremos por ese agujero al regreso. Lancen primero el torpedo, y a continuación disparen sobre el acantilado hasta cubrir la boca de entrada a la gruta.

—¿Sabe que si lo hacemos así morirán muchos indígenas? —preguntó el oficial—. Lo sé. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Si encuentra un medio de evitar el mayor número de víctimas, utilícelo. De cualquier modo la entrada a la gruta debe ser obstruida.

—Sí. Señor. Cumpliré sus órdenes —dijo el oficial.

Fidel cortó la comunicación con el Navarra y se puso en contacto por el mismo sistema con el comandante Ordúñez, que venía al frente de las zapatillas volantes. Mientras el español les daba instrucciones sobre el camino que habían de seguir, continuaban llegando flotillas por el río y desembocando en la gruta a la rojiza claridad emanada por las grandes hogueras de la playa. Una almadía con unos treinta indígenas sobre ella fue arrastrada por la corriente hacia la brecha de la valla. Al igual que habían hecho con muchos otros de estos desgraciados, Ricardo y Castillo les gritaron para que lazaran una cuerda si no querían perecer en la cascada que se adivinaba al fondo de la gruta.

En todas las ocasiones anteriores los indígenas desoyeron los consejos de los terrestres, tal vez porque el terror había hecho presa en ellos inmovilizándoles o porque tanto les importaba morir entre las mandíbulas de los espíritus como ahogados rápidamente en una cascada. Pero esta vez, los indígenas dieron muestras de gran serenidad e inteligencia disponiéndose a lanzar cabos. La almadía iba a pasar más cerca de Fidel y Verónica que del profesor y su grupo. El joven capitán de los exiliados de la Tierra unió sus gritos a los de Verónica:

—¡Eh… aquí… lanzad un cabo!

Un hombre se irguió sobre la plataforma flotante y lanzó diestramente una fuerte soga. Fidel la cazó en el aire con la mano que tenía libre y la pasó rápidamente varias veces alrededor del poste de acero. La balsa se detuvo dando un fuerte tirón a la soga. Los indígenas halaron el cabo y la almadía se acercó a Fidel y Verónica, lanzando sus tripulantes nuevas amarras para ayudar a la primera. Cuando la plataforma de troncos llegó a Fidel comprendió éste las poderosas razones que habían impulsado a los tripulantes a aceptar el auxilio de los terrestres. Shima, el ministro de justicia de Tinné-Anoyá, venía en aquella almadía.

—¡Vamos! —exclamó Fidel de un humor endiablado—. Ya me extrañaba a mí que los «elegidos» de Tomok prefirieran morir devorados por los espíritus a morir ahogados en la cascada. Apuesto cualquier cosa a que el gran ministro sigue empeñado en conferenciar con su dios de las Tinieblas.

Shima afirmó sin empacho que estas eran sus intenciones. Explicó que su canoa habíase estrellado contra un escollo de los rápidos y que se acogió a esta almadía. Vio que el punto de destino de los «elegidos» era la playa y por esto lanzó el cabo. No quería pasar adelante ni morir sin explicar a Tomok que el pueblo de Umbita no era cómplice del brutal sacrilegio perpetrado en el divino cuerpo de su estatua por los extranjeros. El viaje, con sus peripecias y la seguridad de haber llegado a su término parecían haber debilitado la entereza del ministro. Era valiente, sin género de dudas, pero empezaba a temer que los espíritus no le reconocieran como a una alta autoridad de la corte de Tinné-Anoyá.

—Ganas me dan de cortar estas cuerdas y dejarte seguir adelante hasta la cascada —masculló Fidel exasperado por la brutalidad de aquel hombre—. Debieras haber visto hace unos minutos a los espíritus de Tomok salta en añicos bajo el impacto de nuestras armas. Esto te hubiera desengañado tal vez, pero todavía has llegado a tiempo para ver cómo son aniquilados vuestros estúpidos dioses. ¡Mira!

Volvióse Shima hacia la entrada de la caverna. Una zapatilla volante acababa de irrumpir en la gruta volando a ras de las cabezas de los hombres que tripulaban las balsas. Era un aparato de forma alargada y aplastada, con cierto parecido a una auténtica zapatilla. El fulgor de las hogueras chisporroteó sobre sus finas y elegantes líneas mientras daba una vuelta para poner rumbo hacia la playa.

Los indígenas acogieron la aparición de la aeronave con un griterío. Un haz de chispas eléctricas brotó de la playa y envolvió al aparato en una llama azul. Pero la descarga no afecto en lo más mínimo a la zapatilla, quien pasó a baja altura sobre la playa y dio otra vuelta para no chocar con las paredes.

—¡Hola, Ordúñez! —llamó Fidel por radio—. Acércate… estamos aquí… bajo el puente.

El caza se inmovilizó como por arte de magia en el aire y luego enfiló su proa hacia el puente, bajando hasta posarse dulcemente en el lago. Uno tras otro, en rápida sucesión, iban entrando más aviones siendo recibidos con las consabidas descargas eléctricas. La aparición de las zapatillas en la gruta pareció alarmar a los hombres de cristal. Las horribles criaturas arrearon a su ganado humano hacia el túnel que se abría sobre la playa. Esta quedó rápidamente limpia de monstruos y de indígenas. Todos habían desaparecido por el negro y siniestro agujero.

La zapatilla se detuvo junto a Fidel Aznar. A través de los cristales de la cabina, el comandante Ordúñez le sonrió echando atrás la cubierta transparente y gritando:

—¡Hola, jefe! ¡Hemos venido lo más rápido posible!

—Échanos un cable y nos remolcarás hasta la playa.

Ordúñez tomó un fino cable de acero y lo entregó a Fidel. Este lo pasó a los indígenas, quienes lo ataron a su balsa, y el caza se puso en marcha hacia la playa recogiendo al paso a Ricardo Balmer, al profesor Castillo y al capitán Fernández.

Capítulo 9.
En el reino de las tinieblas

¡R
ápido… fuera de la playa… todos encima de la escalera! —grito Fidel Aznar. Los indígenas, intimidados por los gritos, se apresuraron en subir los rudos peldaños reuniéndose en torno a los extranjeros.

El suelo de la playa y la peña entera temblaron como sacudidas por un terremoto. Escuchóse una ahogada explosión que el eco repitió hasta el infinito. Colgantes estalactitas se desprendieron de las altas bóvedas y cayeron sobre el lago levantando blancos surtidores de espuma. Un objeto metálico cayó también desde el techo y se estrelló ruidosamente contra los peldaños de la escalera tallada en la roca, estando muy cerca de aplastar al profesor Castillo.

Sólo unos segundos más tarde llegaba hasta los empavorecidos indígenas el lejano rodar de un trueno que iba acercándose con rapidez, hasta hacerse ensordecedor. De pronto, una ola descomunal brotó del túnel que encajonaba el río Tenebroso y se ensanchó a través de la gruta, avanzando con fragoroso tronar como un rodillo de espuma en el que iban envueltos troncos, hombres, canoas y rocas. Era la violenta corriente de aire desplazada por la explosión atómica en el interior de la gruta Tenebrosa. La gigantesca ola cruzó en breves segundos la gruta y rompió contra el puente con bestial ímpetu. Rejas, puente, ola y almadías saltaron en el aire con terrorífico crujido y desaparecieron hacia el fondo de la gruta. Las aguas invadieron la playa y dispersaron y apagaron las hogueras, quedando todo sumido en la más tenebrosa de las oscuridades. La cascada, súbitamente engrosada, alzó el tono de su voz hasta sonar como un trueno apocalíptico. Fue como un rugido de león que descendió en seguida de volumen, la protesta airada del río Tenebroso a quien los hombres acababan de dar un golpe mortal, seccionando para siempre su líquida arteria. Las aguas bajaban rápidamente y descendían más aún. La entrada de la Gruta Tenebrosa acababa de hundirse entre una apocalipsis de llamas, de polvo, de truenos y de humo, bajo el brutal empuje de los diabólicos explosivos descubiertos por el hombre.

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