El relicario (17 page)

Read El relicario Online

Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

BOOK: El relicario
10.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

En la cabina de proyección, convertida provisionalmente en su atalaya, Smithback se apartó de la abertura de observación y apagó complacido el casete. Escuchando con atención, aguardó a que la Sala Linneo se vaciase.

El operador salió y entró en la cabina desde la sala de control y miró a Smithback con expresión ceñuda.

—Usted ha dicho…

El periodista le quitó importancia con un gesto.

—Ya sé qué he dicho. No quería inquietarlo más aún. —Smithback extrajo veinte dólares de su cartera y se los entregó—. Tenga.

El operador, nervioso, se guardó el billete en un bolsillo.

—No lo aceptaría si los salarios del museo fuesen mínimamente decentes. Como está la vida en Nueva York, uno no tiene ni para empezar…

—Claro —respondió Smithback, echando un último vistazo por la abertura de observación—. No hace falta que se justifique. Está contribuyendo a la libertad de prensa. Vaya a cenar a un buen restaurante y no se preocupe. Aunque me metan en la cárcel, no revelaré mi fuente de información.

—¿En la cárcel? —gimoteó el operador.

Smithback lo tranquilizó con una palmada en la espalda, salió de la cabina de proyección y, con el casete y la libreta bajo el brazo, recorrió los antiguos y polvorientos pasillos que tan bien recordaba. Afortunadamente en la salida norte vigilaba la vieja Pocahontas, así apodada por la vehemencia con que aplicaba colorete a sus generosas mejillas. Pasó a toda prisa ante ella con una ráfaga de sonrisas e insinuantes guiños, tapando discretamente la fecha de caducidad de su ajada tarjeta de identificación del museo.

19

Margo empujó la puerta giratoria de la comisaría del distrito veintisiete, torció a la izquierda y bajó al sótano por la larga y empinada escalera. El pasamanos había desaparecido de la vieja pared amarilla hacía décadas, y Margo debía pisar con cuidado para no resbalar en los peldaños de cemento. Pese al espesor de los cimientos que la rodeaban, empezó a oír las apagadas detonaciones mucho antes de llegar al pie de la escalera.

Ya abajo, tiró de la pesada puerta insonorizada, y de pronto las apagadas detonaciones se convirtieron en ensordecedores estampidos. Con el rostro contraído a causa del estruendo, se dirigió al mostrador. El agente la reconoció y, al ver que abría el bolso, le indicó con un gesto que no era necesario que mostrase su carta de presentación y su permiso especial.

—Vaya a la número diecisiete —dijo, haciéndose oír por encima del ruido y entregándole una docena de blancos y un gastado protector acústico.

Margo anotó su nombre y la hora de entrada en el registro y se dirigió hacia la cabina asignada, poniéndose a la vez el protector acústico. De inmediato el estruendo volvió a ser tolerable. A su izquierda, se hallaban las cabinas sin techo de la galería, casi todas ocupadas por agentes de policía que cargaban sus armas, colgaban los blancos, comprobaban el resultado de sus disparos. A media tarde aquello estaba siempre muy concurrido. Y entre la docena de galerías de tiro de veinticinco metros repartidas por las comisarías de Nueva York, la del distrito veintisiete presumía de ser la mayor y mejor equipada.

Cuando llegó a la cabina diecisiete, sacó del bolso la pistola, una caja de munición FMJ 120 gr y varios cargadores de repuesto. Tras colocar la munición en un estante lateral, revisó la pequeña semiautomática. Los movimientos eran ya tan habituales como extraños habían sido un año atrás, cuando acababa de comprar el arma. Satisfecha, insertó el primer cargador, colgó un blanco corriente en la guía y lo alejó diez metros.

A continuación adoptó rápidamente la posición Weaver, como le habían enseñado: el índice de la mano derecha en el gatillo, la mano izquierda sujetando con firmeza la mano derecha. Alineando la mira y el blanco, apretó el gatillo y dejó que los codos flexionados absorbiesen el retroceso. Miró el blanco por un momento con los ojos entornados y luego disparó sin interrupción hasta vaciar el resto del cargador de diez balas.

Siguiendo la rutina de tiro acostumbrada —cargar, situar el blanco, disparar—, vació casi mecánicamente varios cargadores. Consumida ya media caja de munición, pasó a los blancos de silueta. Al acabarse el último cargador, se volvió para limpiar el arma y, sorprendida, vio a sus espaldas al teniente D'Agosta, que la observaba de brazos cruzados.

—Hola —saludó Margo a voz en grito, quitándose el protector acústico.

D'Agosta señaló el blanco con el mentón.

—Veamos cómo ha ido —dijo. Cuando ella acercó la silueta, comentó con tono de halago—: Una bonita insignia en la solapa.

Margo se echó a reír.

—Gracias —dijo—. En realidad, tengo que agradecérselo a usted, y no sólo esto sino también el permiso.

Guardó los cargadores vacíos en el bolso, pensando lo extraña que debió de parecerle su actitud a D'Agosta cuando, tres meses después de resolverse los asesinatos del museo, ella irrumpió en su despacho y le pidió que le consiguiese un permiso de armas. Para protegerse, pretextó. ¿Cómo habría podido explicarle que vivía atormentada por un persistente miedo, por angustiosas pesadillas, por una profunda sensación de vulnerabilidad?

—Me contó Brad que era usted una buena alumna —dijo D'Agosta—. Supuse que se llevarían bien; por eso se lo recomendé. En cuanto al permiso, no debe agradecérmelo a mí. Pendergast se ocupó personalmente del asunto. Por cierto, déjeme ver qué clase de arma le aconsejó Brad.

Margo le entregó la pistola.

—Es una Glock pequeña. Modelo 26, con un «gatillo Nueva York», modificado en fábrica, que ofrece mayor resistencia y reduce el riesgo de accidentes.

—Ligera y agradable al tacto —dictaminó D'Agosta, sopesándola—. Pero tiene un radio de mira corto.

—Su amigo Brad me ayudó mucho a ese respecto. Me enseñó a ajustar la mira y estimar la posible desviación. He hecho todas las prácticas con esta pistola. Probablemente sería incapaz de usar otra.

—Lo dudo. —D'Agosta le devolvió el arma—. Con puntuaciones como ésa, probablemente se desenvolvería bien con cualquier cosa. —Señaló hacia la salida—. Aquí hay mucho ruido. Mejor será que salgamos. La acompaño.

Margo se detuvo ante el mostrador para consignar la hora de salida, y vio con sorpresa que D'Agosta firmaba también en el registro.

—¿Ha venido a disparar? —preguntó.

—¿Por qué no? —respondió D'Agosta—. Incluso los veteranos como yo nos oxidamos. —Salieron de la galería y empezaron a subir por la larga y empinada escalera— La verdad es que en investigaciones como ésta todo el mundo se pone nervioso. Unas prácticas de tiro no vienen mal, y menos después de la reunión de hoy.

Margo no se molestó en responder. Se detuvo en lo alto de la escalera y esperó a D'Agosta. El teniente llegó por fin con un leve resuello, y salieron por la puerta giratoria a la calle Treinta y uno. Era una tarde fresca y había poco tráfico. Margo consultó su reloj: casi las ocho. Podía volver a casa haciendo jogging, prepararse una cena ligera y acostarse para intentar recuperar el sueño perdido.

—Estoy seguro de que esa condenada escalera ha provocado más infartos que todas las pastelerías de Nueva York juntas —bromeó D'Agosta—. A usted sin embargo no la afectan, por lo que se ve.

Margo se encogió de hombros.

—Ahora hago ejercicio.

—Ya se nota. No es la misma que hace dieciocho meses. Al menos exteriormente. ¿Qué clase de gimnasia hace?

—Sobre todo musculación. Ya sabe: mucho peso y series cortas.

D'Agosta asintió con la cabeza.

—¿Un par de veces por semana?

—Ejercito en días alternos los músculos superiores e inferiores. También salgo a correr.

—¿Cuánto peso levanta? ¿Cincuenta kilos?

Margo negó con la cabeza.

—Sesenta. Es más cómodo, porque ahora ya no tengo que andar poniendo todo ese montón de discos pequeños en la barra. Me arreglo con los de veinte.

D'Agosta volvió a asentir.

—No está mal. —Se dirigieron hacia la Sexta Avenida—. ¿Y le ha servido?

—¿Cómo dice?

—Que si le ha servido —repitió D'Agosta.

—No le entiendo —dijo Margo, arrugando la frente, pero supo a qué se refería el teniente aun antes de terminar la frase. Al cabo de un momento, bajando la voz, contestó— La verdad es que sólo en parte.

—No es mi intención entrometerme —dijo D'Agosta, palpándose distraídamente los bolsillos en busca de un cigarro—. Es sólo que no suelo andarme con rodeos, por si no se había dado cuenta. —Encontró uno, quitó la vitola con la uña e inspeccionó la envoltura—. Aquella mierda del museo nos afectó a todos, supongo.

Llegaron a la avenida, y Margo vaciló por un instante, mirando hacia el norte.

—Lo siento —dijo por fin—. Me cuesta hablar de ese tema.

—Lo sé —contestó D'Agosta—. Y más ahora. —Guardó silencio mientras encendía el puro—. Cuídese, doctora Green.

Margo esbozó una débil sonrisa.

—Lo mismo digo. —Tocándose el bolso añadió—: Y gracias de nuevo por esto.

A continuación empezó a correr suavemente entre los coches, camino del West Side y su apartamento.

20

D'Agosta miró el reloj. Eran las diez de la noche, y pese a sus esfuerzos no tenían aún ni una sola pista. Las patrullas de agentes habían recorrido todos los refugios, centros de acogida y comedores de beneficencia, buscando en vano noticias de alguien que hubiese mostrado un excesivo interés en Mbwun. Hayward, cuyos conocimientos sobre la gente sin hogar que vivía en el subsuelo eran cada vez más valiosos, había dirigido personalmente varias batidas especiales con los grupos de desalojo. Por desgracia, el resultado había sido también decepcionante; los topos se desvanecían ante las patrullas, ocultándose en lugares cada vez más recónditos y oscuros. Además, como Hayward había explicado, las batidas apenas arañaban la superficie de la vasta red de túneles que se extendía bajo las calles de la ciudad. Por lo menos, la avalancha de llamadas telefónicas de chiflados que reclamaban la recompensa del
Post
se había reducido a un simple goteo. Quizá la gente estaba demasiado preocupada por el artículo del
Times
y el asesinato de Bitterman.

Contempló su escritorio, enterrado aún bajo los informes semicoordinados de los distintos grupos de búsqueda. Luego contempló el tablón de anuncios por enésima vez aquella tarde, clavando la vista en el plano como si con la intensidad de su mirada pudiese arrancarle una respuesta. ¿Cuál era la pauta? Tenía que haberla; ésa era la primera regla en el trabajo de investigación policial.

Le traía sin cuidado la opinión de Horlocker; la intuición le decía que aquellas muertes eran obra de más de un asesino. Y no sólo la intuición. Había demasiados crímenes, y el
modus operandi
era similar pero no idéntico: unas víctimas aparecían decapitadas, otras con el cráneo aplastado, y otras simplemente mutiladas. Quizá se trataba de una secta de gente profundamente perturbada. Pero, fuera lo que fuese, los amenazadores plazos impuestos por Horlocker no servían más que para distraerlos de su verdadero cometido y hacerles perder el tiempo. Lo que se requería en aquellas circunstancias era un trabajo de investigación paciente, metódico e inteligente.

D'Agosta rió para sí. «Dios mío —pensó—, cada vez me parezco más a Pendergast.»

Al otro lado de la puerta del cuarto de material contiguo a su despacho, D'Agosta empezó a oír extraños ruidos. Hayward había entrado allí minutos antes aprovechando un descanso. Permaneció atento a la puerta, y los ruidos continuaron. Finalmente se levantó, se dirigió a la puerta, abrió y entró. Hayward se hallaba en medio del cuarto, agazapada en una postura animal, la mano izquierda rígidamente extendida al frente como una flecha y la derecha ladeada junto a la cabeza. Tenía ambas manos tensas y ligeramente curvadas, con los pulgares hacia afuera. Mientras D'Agosta la observaba, dio un giro de noventa grados, invirtió las posiciones de los brazos en un mudo golpe de puño, y giró otros noventa grados. Semejaba una especie de peligroso ballet.

Intercalaba entre los movimientos profundas exhalaciones, no muy distintas del modo de respirar que tanto había sorprendido a D'Agosta durante el enfrentamiento en los túneles. Tras un nuevo giro, Hayward quedó cara a cara ante D'Agosta y bajó las manos pausadamente.

—¿Necesita algo, teniente? —preguntó.

—Sólo que me explique qué demonios hace —respondió D'Agosta.

Hayward se irguió lentamente, dejó escapar el aire de los pulmones y miró a D'Agosta.

—Es una de las serie
heian
del
kata
.

—¿Cómo?

—Los ejercicios formales del kárate
shotokan
—dijo Hayward. Advirtiendo la expresión de D'Agosta, aclaró—: Me ayudan a relajarme y mantenerme en forma. Además, teniente, es mi rato de descanso.

—Pues adelante. —D'Agosta se volvió hacia la puerta, pero antes de salir se detuvo—. ¿Qué cinturón es?

Hayward lo miró por un momento en silencio y finalmente contestó:

—Blanco.

—Ya.

Hayward sonrió.

—El
shotokan
es la escuela japonesa de kárate original. En general, no les entusiasman los cinturones de colores. Hay seis niveles de cinturón blanco, tres de marrón y el negro.

D'Agosta asintió con la cabeza y preguntó con curiosidad:

—¿Y usted en qué nivel está?

—El mes que viene me presentaré al examen para el cinturón marrón
sankyu
.

D'Agosta oyó abrirse la puerta de su despacho. Al salir del cuarto de material, vio la corpulenta figura del capitán Waxie. Sin mediar palabra, Waxie empezó a pasearse ante el tablón de anuncios con las manos cruzadas tras la espalda, estudiando atentamente el caos de alfileres rojos y blancos.

—Aquí hay una pauta —anunció por fin.

—¿Sí? —preguntó D'Agosta, esforzándose por mantener un tono neutro.

Waxie, sin volverse, asintió sabiamente.

D'Agosta guardó silencio. Sabía que se arrepentiría hasta el día de su muerte de haber involucrado a Waxie en el caso.

—Se origina
aquí
—dijo Waxie, golpeando ruidosamente con un dedo un punto verde del plano.

D'Agosta vio que señalaba el Rumble, la zona más agreste del Central Park.

—¿En qué te basas?

—Muy sencillo —respondió Waxie—. El jefe ha tenido una charla con el principal actuario de seguros del Departamento de Recursos Humanos, y éste ha observado los lugares de los asesinatos, ha hecho un análisis lineal del área de mayor incidencia y ha dicho que confluyen aquí. ¿Lo ves? Las muertes forman un semicírculo alrededor de este punto. El Castillo de Belvedere es la clave. —Se volvió y miró a D'Agosta—. En el Rumble hay rocas, cuevas, espesas arboledas. Y mucha gente sin hogar. Es el escondite perfecto.
Ahí
encontraremos al asesino.

Other books

Blessed are the Dead by Kristi Belcamino
In the Market for Love by Blake, Nina
Now You See It by Cáit Donnelly
Her Favoured Captain by Francine Howarth
Warning Hill by John P. Marquand
Shattered and Shaken by Julie Bailes
Dahmer Flu by Cox, Christopher
Hammer Of God by Miller, Karen