Read El relicario Online

Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

El relicario (12 page)

BOOK: El relicario
7.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

D'Agosta no apartaba la vista de Waxie, animándose a medida que avanzaba la narración. Se planteó intervenir, pero su larga experiencia le decía que no serviría de nada. Waxie era capitán de una comisaría de distrito; no tenía muchas ocasiones de presentarse en la jefatura e impresionar al mandamás. Quizá así se conseguiría una mayor dotación de hombres para el caso. Por otra parte, una vocecilla en el interior de su cerebro vaticinaba que aquél era uno de esos casos en que la mierda salpicaría con especial violencia. Aunque oficialmente él estaba a cargo de la investigación, no le importaba que Waxie se llevase parte del mérito. Cuanto más se dejaba uno ver al principio, más peligraba su culo al final.

Waxie concluyó el relato, y Horlocker, aprovechando la circunstancia, guardó silencio unos instantes para que la reunión adquiriese un cariz más solemne. Finalmente se aclaró la garganta y, volviéndose hacia D'Agosta, preguntó:

—¿Su impresión, teniente?

D'Agosta se enderezó.

—En fin, señor, aún es pronto para decir si existe o no conexión. Así y todo, vale la pena comprobarlo, y no me vendrían mal unos cuantos hombres de refuerzo para…

Sonó un teléfono antiguo que había sobre el escritorio. Horlocker cogió el auricular y escuchó por un momento.

—Eso puede esperar —atajó bruscamente. A continuación colgó, miró de nuevo a D'Agosta y preguntó—: ¿Lee usted el
Post
?

—A veces —respondió D'Agosta. Adivinaba adonde quería ir a parar Horlocker.

—¿Y conoce al tal Smithback, el que escribe todas esas sandeces?

—Sí, señor —admitió D'Agosta.

—¿Es amigo suyo?

D'Agosta tardó unos segundos en contestar.

—No exactamente, señor.

—No exactamente —repitió el jefe de policía—. Por lo que Smithback contaba en su libro sobre la Bestia del Museo, tenía la impresión de que eran ustedes uña y carne. Si damos crédito a esa versión, los dos sin ayuda de nadie salvaron al mundo de aquel ligero problema en el Museo de Historia Natural.

D'Agosta guardó silencio. El papel que él desempeñó en la desastrosa inauguración de la exposición «Supersticiones» era agua pasada. Y en la nueva alcaldía nadie estaba dispuesto a atribuirle el menor mérito.

—Pues su no exactamente amigo Smithback nos trae de cabeza, obligándonos a escuchar a todos los chiflados que telefonean atraídos por su recompensa. En eso están ocupados los hombres de refuerzo que me pide. Usted debería saberlo mejor que nadie. —Horlocker se revolvió irritado en su enorme trono de cuero—. Así pues, en su opinión, los asesinatos de mendigos y el de Pamela Wisher presentan el mismo modus operandi.

D'Agosta asintió con la cabeza.

—Muy bien. Aquí en Nueva York no nos gusta que mueran mendigos asesinados. Es un problema. No causa buena impresión. Pero cuando muere asesinada gente de la alta sociedad, nos enfrentamos con un
auténtico
problema. ¿Queda claro?

—Absolutamente claro —dijo Waxie.

D'Agosta no contestó.

—Lo que quiero que entienda es que nos preocupan los asesinatos de mendigos, e intentaremos poner remedio. Pero tenga en cuenta, D'Agosta, que mendigos mueren todos los días. Entre usted y yo, hay de sobra. Los dos lo sabemos. Por otra parte, toda la ciudad está acosándome por esa chica decapitada. El alcalde quiere que se resuelva el caso. —Se inclinó y apoyó los codos en el escritorio, dejando asomar a su rostro una expresión magnánima—. Mire, soy consciente de que necesita ayuda. Así que permitiré que el capitán Waxie colabore con usted en el caso. He puesto a otra persona al frente del distrito temporalmente para que él disponga de entera libertad.

—¡Sí, señor! —dijo Waxie, irguiendo la espalda.

Al oír la noticia, D'Agosta notó que algo se desmoronaba en su interior. Una calamidad ambulante como Waxie era justamente lo que menos necesitaba en aquellos momentos. No sólo no tendría mayor ayuda, sino que además se vería obligado a hacer de niñera de Waxie continuamente. Lo más conveniente era encargarle alguna tarea secundaria donde no tuviese ocasión de pifiarla. Pero eso creaba un problema de jerarquía: asignar a un capitán de distrito a un caso investigado por un capitán de la Brigada de Homicidios. ¿Qué podía esperarse de una situación así?

—¡D'Agosta! —gritó Horlocker.

D'Agosta alzó la vista.

—¿Qué?

—Acabo de hacerle una pregunta. ¿Cómo van las cosas en el museo?

—Han examinado ya el cadáver de Pamela Wisher y lo han puesto a disposición de la familia —respondió D'Agosta.

—¿Y el otro esqueleto?

—Siguen intentando identificarlo.

—¿Qué se sabe de las marcas de dientes?

—Por lo visto, aún no se han puesto de acuerdo sobre el origen.

Horlocker movió la cabeza en un gesto de disgusto.

—¡Dios santo, D'Agosta! ¿No me había dicho que esa gente sabía lo que se hacía? Espero no tener que arrepentirme de haber aceptado su consejo y sacado los cadáveres del depósito.

—Trabajan en ello el forense jefe y algunos de los mejores especialistas del museo. Los conozco personalmente, y me consta que no hay nadie mejor…

Horlocker exhaló un sonoro suspiro y lo interrumpió con un gesto.

—No me interesan sus currículos. Quiero resultados. Ahora que cuenta con la ayuda de Waxie, la investigación debería avanzar más deprisa. Espero tener noticias a última hora de mañana. ¿Entendido, D'Agosta?

—Sí, señor —dijo D'Agosta, asintiendo con la cabeza.

—Bien. —El jefe señaló la puerta con la mano—. Entonces en marcha. Los dos.

14

Era, pensó Smithback, la manifestación más insólita que había visto en los diez años que llevaba viviendo en Nueva York. Las pancartas habían sido pintadas por profesionales. El sistema de sonido era de primera clase. Y Smithback tenía la clara impresión de que no iba vestido con la elegancia que la ocasión requería.

La multitud era muy variopinta: señoras de Central Park South y la Quinta Avenida luciendo trajes de Donna Karan y diamantes; banqueros; agentes de seguros; comerciantes, y jóvenes radicales de diversas tendencias siempre dispuestos a reivindicar la desobediencia civil. Había también adolescentes bien vestidos de colegios privados. Pero lo que más asombraba a Smithback era el número de manifestantes. En torno a él se arremolinaban unas dos mil personas. Y los organizadores, quienesquiera que fuesen, poseían sin duda influencia política: la autorización les permitía cortar el tráfico en Grand Army Plaza un día laborable en hora punta. Tras un nutrido cordón policial y filas de cámaras de televisión, aguardaban inmóviles centenares de conductores furiosos.

Smithback sabía que en aquel grupo se concentraba buena parte de la riqueza y el poder de Nueva York. Aquella manifestación no podía tomarse en broma, o al menos eso debían de pensar el alcalde, el jefe de policía y cualquier otra persona del ámbito político neoyorquino. No era la clase de gente que salía a la calle a proclamar sus quejas. Y sin embargo allí estaban.

La señora de Horace Wisher se hallaba de pie en una gran tribuna de madera de secuoya, frente a la estatua dorada de la victoria erigida en el cruce de Central Park South y la Quinta Avenida. Hablaba por un micrófono, y el potente sistema de megafonía amplificaba su voz clara y firme convirtiéndola en una presencia ineludible. A sus espaldas se alzaba una descomunal ampliación de la ya famosa fotografía de su hija Pamela en la infancia.

—¿Hasta cuándo? —preguntó a la muchedumbre allí congregada—. ¿Hasta cuándo permaneceremos de brazos cruzados viendo morir a nuestra ciudad? ¿Hasta cuándo toleraremos los asesinatos de nuestros hijos, nuestros hermanos, nuestros padres? ¿Hasta cuándo viviremos asustados en nuestros propios barrios, en nuestras propias casas? —Miró a la multitud, escuchando el creciente murmullo de asentimiento. Al cabo de unos segundos, prosiguió con tono más sosegado—: Mis antepasados llegaron a Nueva Amsterdam hace trescientos años. Aquí hemos vivido desde entonces. Cuando yo era niña, mi abuela me llevaba a pasear al Central Park por las tardes. Mis compañeras de colegio y yo regresábamos a casa solas al salir de clase cuando ya había anochecido. Ni siquiera cerrábamos con llave la puerta de nuestra casa. ¿Por qué no se ha hecho nada mientras crecía la delincuencia y la drogadicción en nuestras calles? ¿Cuántas madres tendrán que perder a sus hijos para que digamos
basta
?

Se apartó del micrófono, intentando recobrar la serenidad. Un murmullo de indignación surgió de la multitud. Aquella mujer actuaba con la sencillez y la dignidad de una oradora nata. Smithback levantó aún más el casete, presintiendo ya otra noticia de primera plana.

—Ha llegado la hora de recuperar nuestra ciudad —declaró la señora Wisher, alzando de nuevo la voz—. De recuperarla para nuestros hijos y nietos. Si hace falta ajusticiar a los narcotraficantes, habrá que ajusticiarlos. Si hace falta construir nuevas cárceles por valor de mil millones de dólares, habrá que construirlas. Esto es la guerra. Si no me creéis, consultad las estadísticas. A diario matan a alguno de los nuestros. El año pasado se produjeron mil novecientos asesinatos en Nueva York. Cinco asesinatos al día. Estamos en guerra, amigos míos, y la estamos perdiendo. Es el momento de luchar con todas nuestras armas. ¡Calle a calle, edificio a edificio, desde el Battery Park hasta The Cloisters, desde East End Avenue hasta Riverside Drive, debemos recuperar nuestra ciudad!

El murmullo de indignación iba en aumento. Smithback advirtió que se habían sumado más jóvenes a la muchedumbre, atraídos por el ruido y el gentío. Petacas y botellas de bourbon Wild Turkey pasaban de mano en mano. ¡Vaya con los señores banqueros!, pensó Smithback.

De pronto la señora Wisher se volvió y señaló algo con el dedo. Smithback miró en la dirección que indicaba y notó un súbito revuelo al otro lado del cordón policial. Se había detenido una reluciente limusina negra y de ella se apeó el alcalde, un hombre medio calvo con un traje oscuro, junto con varios asesores. Smithback aguardó, impaciente por ver qué sucedía. Obviamente la magnitud de la concentración había cogido por sorpresa al alcalde, y aquello era un desesperado intento de involucrarse, de mostrar su preocupación.

—¡El alcalde de Nueva York! —exclamó la señora Wisher mientras el alcalde se abría paso hasta la tribuna con la ayuda de varios policías—. ¡Ahí lo tienen! ¡Ha venido a hablarnos!

El murmullo de la multitud se convirtió en vocerío.

—¡Pero no le dejaremos hablar! —dijo la señora Wisher—. ¡Queremos hechos, señor alcalde, no palabras!

La multitud bramó.

—¡Hechos, no palabras! —repitió la señora Wisher a voz en cuello.

—¡Hechos! —coreó la multitud. Los jóvenes empezaron a silbar y abuchear.

El alcalde subía a la tribuna en ese momento, sonriendo y saludando con las manos. A Smithback le pareció que el alcalde pedía el micrófono a la señora Wisher. Ella retrocedió un paso y dijo:

—¡No queremos oír más discursos! ¡No queremos oír más
gilipolleces
!

Acto seguido arrancó el micrófono del pescante y bajó de la tribuna, dejando al alcalde solo ante la muchedumbre con una sonrisa postiza en los labios, incapaz de hacerse oír por encima del clamor.

Fue el improperio final, más que otra cosa, lo que enardeció a la multitud. Se oyó un griterío ininteligible, y la gente se abalanzó hacia la tribuna. Smithback, con una extraña sensación recorriéndole la columna vertebral, observó cómo los manifestantes se enfurecían peligrosamente ante sus ojos. Varias botellas vacías volaron hacia la tribuna, estrellándose una a poco más de un metro del alcalde. Los más jóvenes, agrupados, se abrían paso a empujones hacia la tribuna abucheando y profiriendo insultos. Smithback sólo distinguió algunas palabras aisladas: «Gilipollas. Maricón. Liberal de mierda.» La multitud siguió lanzando objetos, y los asesores del alcalde, viendo que la situación ya no tenía remedio, lo apremiaron para que abandonase la tribuna y volviese a la limusina.

«En fin —pensó Smithback—, es interesante ver que todas las clases sociales se comportan igual al amparo de una turba desenfrenada.» No recordaba haber oído jamás una arenga tan breve y eficaz como la de la señora Wisher. Cuando la sensación de peligro desapareció y la multitud comenzó a dispersarse en iracundos grupos, Smithback fue a sentarse en un banco del parque para anotar sus impresiones mientras las tenía aún frescas en la memoria. Luego consultó su reloj: las cinco y media. Se levantó y corrió por el parque en dirección noroeste. Era mejor estar a tiempo en el sitio, por si acaso.

15

Margo corría de regreso a casa, con la radio portátil sintonizada en una emisora de noticias, y al doblar la esquina de la calle Sesenta y cinco se detuvo en seco, sorprendida de ver ante el edificio donde vivía una familiar y desgarbada figura apoyada contra la verja de la entrada, el tieso flequillo alzándose como un cuerno castaño sobre su rostro alargado.

—¡Ah, eres tú! —dijo con la respiración entrecortada a la vez que se quitaba los auriculares.

Smithback se irguió, mirándola con una fingida expresión de incredulidad.

—¡Habráse visto! Bien cierto es que hiere más un amigo ingrato que el colmillo de una serpiente. Después de todo lo que pasamos juntos, de ese caudal de recuerdos compartidos, ¿y sólo merezco un «Ah, eres tú»?

—Hago todo lo posible por dejar atrás ese caudal de recuerdos —respondió Margo, y tras guardarse la radio en el bolso se inclinó para masajearse las pantorrillas—. Además últimamente, cuando nos encontramos, siempre hablamos de lo mismo: tu carrera y lo maravillosa que es.

—Toda una indirecta, una clara indirecta. —Smithback hizo un gesto de resignación—. Está bien. Admito mi culpa. Supongamos, flor de loto, que he venido a compensarte por mis errores pasados. Permíteme que te invite a una copa. —Lanzó a Margo una mirada halagüeña—. ¡Vaya, vaya! ¡Qué buen aspecto tienes! ¿Piensas presentarte al concurso de Miss Universo?

Margo se irguió.

—Ahora estoy ocupada.

Rodeándolo, se dirigió hacia la puerta. Él la cogió por el brazo y dijo con tono insinuante:

—En el Café des Artistes.

Margo se detuvo y lanzó un suspiro.

—De acuerdo —contestó con una ligera sonrisa, soltándose de su mano—. No soy barata, pero supongo que tengo un precio. Dame unos minutos para ducharme y vestirme.

Entraron en el venerable establecimiento por el vestíbulo del Hotel des Artistes. Smithback saludó al maître con la cabeza, y se dirigieron al antiguo y tranquilo bar.

BOOK: El relicario
7.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Thread of Death by Jennifer Estep
Crushed by Lauren Layne
Cold Shot by Dani Pettrey
Faithful to Laura by Kathleen Fuller
Ophelia by Lisa Klein
The King of Plagues by Jonathan Maberry
The Sirius Chronicles by Costanza, Christopher
Hiroshima by John Hersey
Nothing but Shadows by Cassandra Clare, Sarah Rees Brennan