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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

El relicario (11 page)

BOOK: El relicario
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—¿Sí?

—Los topos han dejado esto tal como estaba porque aquí murió una persona. Son supersticiosos con estas cosas, o por lo menos algunos. Pero en cuanto nos vayamos limpiarán el cubículo de arriba abajo, se desharán de la cabeza, y nunca la encontraremos. No quieren ver policía aquí abajo por nada del mundo.

—¿Y cómo demonios van a enterarse de que hemos estado aquí?

—Ya se lo he dicho, teniente: están aquí,
alrededor,
escuchando.

D'Agosta alumbró en torno con la linterna. El pasadizo estaba en silencio y no se veía un alma.

—¿Y qué propone?

—Si quiere la cabeza, va a tener que llevársela ahora —aconsejó Hayward.

—¡Mierda! —dijo D'Agosta entre dientes—. De acuerdo, sargento, improvisaremos. Acerque esa toalla que hay ahí.

Rodeando a Waxie, que se hallaba paralizado, la sargento Hayward cogió la toalla empapada de agua y la extendió sobre el húmedo hormigón junto a la cabeza. Luego, cubriéndose la mano con la manga del uniforme, empujó la cabeza hacia la toalla con la muñeca.

D'Agosta, con una mezcla de repugnancia y admiración, observó a Hayward juntar las cuatro esquinas de la toalla, formando una pelota. Parpadeó, tratando en vano de alejar el nauseabundo hedor.

—Vámonos. Sargento, la dejo en sus manos.

—No hay problema —dijo Hayward, y levantó la toalla, manteniéndola alejada del cuerpo.

Cuando D'Agosta se puso en marcha, iluminando el pasadizo en dirección a la escalera, se oyó de pronto un silbido. Al instante una botella voló desde la oscuridad y pasó rozándole la cabeza a Waxie. Fue a estrellarse contra la pared. De detrás llegaron susurros.

—¿Quién anda ahí? —gritó D'Agosta—. ¡Alto! ¡Policía!

Otra botella, lanzada con saña, salió de la oscuridad. D'Agosta se dio cuenta, con un extraño escalofrío en la base de la columna vertebral, de que
percibía
pero no veía las formas que se aproximaban a ellos.

—Somos sólo tres, teniente —dijo Hayward con súbito nerviosismo en su voz grave—. ¿Me permite sugerir que nos larguemos de aquí inmediatamente?

Atrás sonó una ronca consigna, seguida de un grito y presurosas pisadas. D'Agosta oyó junto a él un chillido de terror. Al volverse, vio a Waxie, aún paralizado.

—¡Jack, contrólate, por lo que más quieras! —conminó D'Agosta.

Waxie empezó a gimotear. Del otro lado llegó una especie de apagado silbido. D'Agosta se giró y vio la figura menuda de Hayward, tensa y erguida. Tenía las manos a los costados, con los nudillos dirigidos hacia dentro y la toalla con su carga colgando todavía de los dedos. Tomó aire de nuevo con una inspiración profunda y sibilante, como preparándose. A continuación echó un rápido vistazo alrededor y se encaminó hacia la escalera, alargando de nuevo el brazo para mantener la cabeza a distancia.

—¡Por Dios, no me dejéis aquí! —suplicó Waxie.

D'Agosta tiró con furia de su hombro. Waxie, con un ahogado quejido, se puso en movimiento, primero despacio, luego desaladamente, superando a Hayward y dejándola atrás.

—¡Deprisa! —ordenó D'Agosta a Hayward, empujándola con la mano.

Algo pasó silbando junto a su oreja. Se detuvo, se dio media vuelta, desenfundó la pistola y disparó al techo. En la momentánea claridad del fogonazo, vio acercarse a una docena de personas por lo menos, separándose, dispuestas a rodearlo; corrían agachadas, a una extraordinaria velocidad para hallarse a oscuras. Se volvió y huyó hacia la escalera.

En el nivel superior, al otro lado de la puerta medio descolgada, se paró por fin a escuchar, respirando hondo. Hayward esperó junto a él, empuñando su arma. No se oía más sonido que los pasos de Waxie, alejándose por el apartadero hacia la tenue luz.

Al cabo de un momento D'Agosta retrocedió.

—Sargento, si en el futuro sugiere que pidamos refuerzos, o cualquier otra cosa, recuérdeme que le haga caso.

Hayward guardó la pistola.

—Temía que fuese usted a perder los papeles ahí abajo —admitió Hayward—. Pero para ser un novato, señor, no se ha comportado mal.

D'Agosta la miró, advirtiendo que era la primera vez que le daba tratamiento de oficial superior. Estuvo a punto de preguntarle a qué se debía aquella extraña forma de respirar en el pasadizo, pero se abstuvo y dijo:

—¿Todavía la tiene?

Hayward levantó la toalla.

—Pues vámonos de aquí ahora mismo. Ya visitaremos los otros sitios en mejor ocasión.

Camino de la superficie, la imagen que volvía una y otra vez a la mente de D'Agosta no era la horda de vagabundos intentando rodearlo ni el pasadizo húmedo e interminable; era el pañal recién usado.

12

Margo se lavó las manos en el profundo lavabo metálico del Laboratorio de Antropología Forense y se las secó con un áspero paño de hospital. Echó un vistazo a la camilla donde yacían los restos de Pamela Wisher bajo una sábana. Realizado ya el reconocimiento y extraídas las muestras necesarias, el cadáver quedaría a disposición de la familia esa misma mañana. Al otro lado de la sala, Brambell y Frock examinaban el esqueleto sin identificar, inclinándose sobre las caderas grotescamente torcidas y efectuando complejas mediciones.

—¿Me permite una observación? —dijo Brambell, dejando a un lado una vibrante sierra Stryker.

—¡Cómo no! —contestó Frock con tono obsequioso, acompañando sus palabras con un magnánimo gesto.

Se detestaban mutuamente.

Margo se volvió de espaldas para ocultar una sonrisa mientras se ponía dos guantes de látex en cada mano. Probablemente era la primera vez que veía a Frock ante un hombre dotado de un intelecto —o un ego— comparable al suyo. Era un milagro que hubiesen conseguido avanzar en el trabajo. Sin embargo en sólo unos días habían llevado a cabo el examen de anticuerpos, el análisis osteológico, las pruebas de residuos tóxicos y teratógenos, así como otros muchos procedimientos. Sólo faltaba establecer la secuencia del ADN y realizar el estudio forense de las marcas dentales. Aun así, el cadáver de identidad desconocida seguía siendo un enigma, reacio a desvelar sus secretos. Margo era consciente de que eso añadía aún más tensión al ambiente de por sí cargado que se respiraba en el laboratorio.

—Hasta para la mente más obtusa —decía Brambell con su marcado acento irlandés y la voz temblorosa a causa de la irritación— resultaría evidente que la incisión no pudo originarse desde el lado dorsal, pues en tal caso el proceso transverso se habría visto afectado.

—No sé qué tendrá eso que ver —masculló Frock.

Margo se desentendió de la discusión, que de hecho en su mayor parte tenía muy poco interés para ella. Sus especialidades eran la etnofarmacología y la genética, no la anatomía general. Debía concentrarse en otras cuestiones.

Se dispuso a observar la última electroforesis de gel practicada en los tejidos del esqueleto no identificado, y al inclinarse notó una punzada en los trapecios, efecto sin duda de las pesas de la noche anterior: cinco series de diez en lugar de las tres que hacía normalmente. En los últimos días había intensificado sus sesiones de ejercicios; debía procurar no exigirse demasiado.

Diez minutos de minucioso examen confirmaron sus sospechas: las franjas oscuras de los diversos elementos proteínicos revelaban sólo que se trataba de las proteínas comunes de cualquier músculo humano. Se irguió con un suspiro.

Dejó a un lado las placas de gel, y mientras se frotaba pensativamente un hombro, vio un sobre marrón junto al terminal de trabajo SPARC-10. «Radiografías —pensó—. Deben de haber llegado a primera hora de la mañana.» Obviamente Brambell y Frock, enzarzados en su discusión sobre el cadáver, no habían tenido tiempo de mirarlas. Era comprensible: con un cuerpo ya reducido prácticamente a un esqueleto, las radiografías no podían aportar mucha información.

—¿Margo? —la llamó Frock.

Margo se acercó a la mesa de reconocimiento.

—Por favor, querida —dijo Frock, haciendo retroceder su silla de ruedas y señalando el microscopio—, examine ese surco descendente en el fémur derecho.

Aunque el zoom estaba en su potencia amplificadora mínima, fue como asomarse a otro mundo. El hueso pardusco apareció en el visor, mostrando sus elevaciones y valles como un paisaje desértico en miniatura.

—¿Qué opina de eso? —preguntó Frock.

No era la primera vez que solicitaban el parecer de Margo en una discusión, y a ella no le gustaba el papel.

—Da la impresión de que es una fisura natural en el hueso —respondió con tono neutro—. Parte de las deformaciones y excrecencias que aparentemente afectaron al esqueleto. No se deduce forzosamente que haya sido causada por un diente.

Frock se recostó en la silla de ruedas, incapaz de disimular una sonrisa de triunfo.

—¿Cómo? —dijo Brambell con un parpadeo de incredulidad—. Doctora Green, no pretendo contradecirla, pero eso es una incisión dental longitudinal donde las haya.

—Tampoco yo pretendo contradecirlo, doctor Brambell. —Margo aumentó al máximo la potencia del zoom, y la pequeña fisura se convirtió en una ancha hondonada—. Sin embargo veo aquí poros naturales, en el interior.

Brambell se acercó de inmediato al microscopio, se quitó las viejas gafas de concha y miró por el visor. Contempló la imagen durante unos segundos y se retiró con menor premura de la que había demostrado al aproximarse.

—Mmm —musitó, poniéndose de nuevo las gafas—. Me duele admitir, Frock, que quizá tenga usted razón.

—Querrá decir que
Margo
tiene razón —rectificó Frock.

—Sí, naturalmente. La felicito, doctora Green.

El timbre del teléfono evitó a Margo tener que responder. Frock fue hasta el aparato y contestó con tono enérgico. Margo lo observó, dándose cuenta de que era la primera vez que miraba con atención a su antiguo tutor desde que la llamada de D'Agosta había vuelto a reunidos la semana anterior. Aunque Frock conservaba su imponente porte, Margo lo notaba más delgado que durante la etapa en que había colaborado con él en el museo. También su silla de ruedas había cambiado; estaba más vieja y gastada. Se preguntó con repentina lástima si su mentor atravesaba tiempos difíciles. Pero si era así, aparentemente no lo afectaba de manera negativa. De hecho parecía más alerta, más vigoroso que durante su período como jefe del Departamento de Antropología.

Frock escuchaba por el auricular, obviamente alarmado por algo. Margo desvió la mirada hacia la ventana del laboratorio y la magnífica vista del Central Park. Los árboles presentaban la verde frondosidad propia del verano y el estanque resplandecía bajo la intensa luz. Al sur, varios botes de remos surcaban plácidamente el agua. Habría preferido sin duda alguna hallarse en uno de aquellos botes, tomando el sol, a estar enclaustrada en el museo, desmenuzando huesos podridos.

—Era D'Agosta —informó Frock mientras colgaba el auricular—. Dice que nuestro amigo aquí presente va a tener compañía. Baje las persianas si es tan amable. Para trabajar con microscopio es mejor la luz artificial.

—¿Compañía? ¿Qué quiere decir? —preguntó al instante Margo.

—Así lo ha expresado D'Agosta. Por lo visto, ayer por la tarde encontraron una cabeza en avanzado estado de descomposición durante un registro en los túneles del ferrocarril. Nos la envían para analizar.

El doctor Brambell masculló algo en un vehemente gaélico.

—¿Pertenece la cabeza…? —dijo Margo. Sin atreverse a terminar la frase, señaló hacia los cadáveres.

Frock, con expresión sombría, movió la cabeza en un gesto de negación.

—Según parece, no guarda relación.

Por un momento se impuso el silencio en el laboratorio. Luego los dos hombres, como si respondiesen a una misma señal, regresaron lentamente junto al esqueleto no identificado. No tardaron en oírse murmullos de discrepancia. Margo dejó escapar un largo suspiro y se dirigió de nuevo hacia el equipo de electroforesis. Tenía como mínimo toda una mañana de clasificación por delante.

Su vista volvió a posarse en las radiografías. Habían insistido mucho en que estuviesen listas esa mañana. Tal vez convenía echar una ojeada antes de empezar a clasificar.

Extrajo la primera serie y la dispuso a lo largo de la pantalla fluorescente. Eran tres placas de la parte superior del torso del esqueleto no identificado. Como Margo preveía, revelaban —de hecho, con menor claridad— lo que ya habían observado mediante el examen directo: un esqueleto extrañamente deformado, con engrosamientos grotescos y neoformaciones patológicas en casi todos los procesos osteológicos del cuerpo.

Las descolgó y colocó la siguiente serie, otro juego de tres imágenes, esta vez de la región lumbar.

Lo vio de inmediato: un grupo de cuatro diminutos puntos, blancos y nítidos. Extrañada, acercó la lupa para verlos más de cerca. Los cuatro puntos eran afilados triángulos y formaban un preciso cuadrado en la base misma de la espina dorsal, completamente incrustados en una excrecencia ósea. Tenían que ser metálicos, dedujo Margo; sólo el metal se veía tan opaco en una radiografía.

Se irguió. Los dos hombres seguían inclinados sobre el cadáver y sus murmullos flotaban en el silencioso laboratorio.

—Convendría que viesen esto —dijo Margo.

Brambell llegó primero a la pantalla y observó atentamente. Retrocedió un paso, se reacomodó las gafas y volvió a mirar.

Frock rodó ruidosamente hasta allí un instante después, rozando en su precipitación las piernas del forense.

—Si no le importa —dijo, valiéndose de su pesada silla de ruedas para apartar a Brambell.

Se echó hacia adelante, acercando la cara a sólo unos centímetros de la pantalla.

La sala quedó en silencio, salvo por el ligero zumbido del conducto de la ventilación situado sobre la mesa de reconocimiento. Por una vez, pensó Margo, tanto Brambell como Frock estaban totalmente perplejos.

13

Era la primera vez que D'Agosta visitaba el despacho del jefe de policía desde el nombramiento de Horlocker, y no podía dar crédito a sus ojos. Parecía un restaurante de barrio con pretensiones. Los macizos muebles de caoba de imitación, la escasa luz ambiental, las tupidas cortinas, los apliques baratos de hierro de estilo mediterráneo con tulipas amarillas. La atmósfera estaba tan lograda que sintió deseos de pedir un gibson a un camarero.

El jefe Redmond Horlocker se hallaba sentado tras un amplio escritorio sin un solo papel. Waxie había acomodado su considerable humanidad en el sillón más cercano y describía la operación del día anterior. Acababa de llegar al punto en que los tres eran atacados por una turba de vagabundos coléricos, y él, Waxie, los mantenía a raya para que D'Agosta y Hayward pudiesen escapar. Horlocker escuchaba con semblante impasible.

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