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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

El relicario (7 page)

BOOK: El relicario
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—¿Por ahí? —repitió Smithback con incredulidad, volviendo la cabeza en otra dirección—. ¿Hay que seguir bajando? ¿Espera que me tire al suelo y entre ahí a rastras?

Pero su acompañante se encogía ya para penetrar por el agujero.

—Por ahí no paso —dijo Smithback alzando la voz y agachándose junto al agujero—. Me niego a meterme ahí. Si el tal Mephisto quiere hablar conmigo, tendrá que venir aquí.

Tras unos instantes de silencio la voz del Artillero resonó en la oscuridad al otro lado del muro de hormigón:

—Mephisto nunca sube más allá del tercer nivel.

—Pues esta vez tendrá que hacer una excepción —dijo Smithback, procurando aparentar mayor firmeza de la que sentía. Se dio cuenta de que, depositando su confianza en aquel individuo extraño e inestable, se había puesto en una situación muy delicada. Lo rodeaba una oscuridad impenetrable y se veía incapaz de encontrar el camino de regreso.

Siguió un largo silencio.

—¿Aún está ahí? —preguntó Smithback.

—Espere ahí —exigió de pronto la voz.

—¿Se marcha? Déjeme unas cerillas —rogó Smithback.

Algo le tocó la rodilla, y lanzó una exclamación de sorpresa. Era la mano mugrienta del Artillero, que le tendía algo desde el otro lado del muro.

—¿Sólo tres? —preguntó Smithback tras contar a ciegas las cerillas.

—Las otras las necesito —contestó la voz, ya alejándose. Añadió algo más, pero Smithback no consiguió entenderlo.

Lo envolvió el silencio. Aún agachado, se apoyó contra la pared, sin atreverse a sentarse, manteniendo firmemente sujetas las cerillas. Se maldijo por haber cometido la estupidez de seguir a aquel hombre hasta allí. «Esto no lo merece ninguna exclusiva», pensó. ¿Sería capaz de regresar con sólo tres cerillas? Cerró los ojos y se concentró, tratando de recordar cómo había llegado hasta allí. Finalmente se rindió. Con tres cerillas apenas conseguiría pasar de los raíles electrificados.

Cuando sus rodillas empezaron a protestar por la postura, se irguió. Aguzó la vista y el oído. La oscuridad era tan absoluta que comenzó a imaginar cosas: formas, movimientos. Permaneció inmóvil, intentando respirar acompasadamente, mientras transcurría una eternidad. Aquello era una locura. Si al menos…

—¡Plumífero! —dijo una voz espectral procedente del agujero.

—¿Qué? —gritó Smithback, volviéndose de inmediato.

—Hablo con William Smithback, plumífero de profesión, ¿no es así? —Era una voz grave y cascada, un siniestro sonsonete que ascendía de las profundidades.

—Sí, sí, soy Smithback. Bill Smithback —contestó con una angustiosa sensación por tener que hablar con aquella voz incorpórea surgida de la oscuridad—. ¿Quién es usted?

—Mephisto —respondió la voz, arrastrando la ese del nombre con un virulento siseo.

—¿Por qué ha tardado tanto? —dijo Smithback nervioso, agachándose de nuevo junto al agujero abierto en el hormigón.

—El camino hasta aquí arriba es largo.

Smithback guardó silencio por un momento, pensando que aquel hombre —en ese instante oculto a corta distancia de él, bajo sus pies— debía de haber
ascendido
varios niveles para llegar hasta allí.

—¿Va a salir de ahí? —preguntó.

—¡No! Debería honrarle que haya venido, plumífero. En cinco años nunca había estado tan cerca de la superficie.

—Y eso ¿por qué? —dijo Smithback, buscando a tientas los botones de su microcasete.

—Porque éstos son mis dominios. Soy amo y señor de todo aquello que puede verse hasta donde la vista alcanza.

—Pero yo no veo nada.

Al otro lado del agujero resonó una cáustica carcajada.

—Se equivoca. Ve la
oscuridad.
Y mis dominios son esa oscuridad. Por encima de usted pasan trenes atronadores, y la gente que vive en la superficie corre de un lado a otro con sus absurdos cometidos. Pero el territorio que se extiende bajo el Central Park… la Ruta 666, la Senda de Ho Chi Minh, el Blocao… me pertenece.

Smithback reflexionó por un instante. El sentido irónico de un topónimo como Ruta 666 resultaba obvio; para los otros dos, en cambio, no encontraba explicación.

—La Senda de Ho Chi Minh —repitió—. ¿Qué es eso?

—Una comunidad, como las otras —repuso la voz sibilante—. Unida ahora a la mía para mayor protección. En otro tiempo conocíamos bien la senda. Muchos de nosotros combatimos en aquella guerra cínica contra una nación atrasada e inocente. Y por eso precisamente nos condenaron al ostracismo. Ahora vivimos aquí abajo en un exilio voluntario, respirando, apareándonos, muriendo. Nuestro mayor deseo es que nos dejen en paz.

Smithback volvió a palpar el casete, confiando en que grabase hasta la última palabra. Había oído decir que algún que otro mendigo buscaba refugio en los túneles del metro; pero toda una colonia…

—Así pues, ¿todos los miembros de esas comunidades son personas sin hogar? —preguntó.

Siguieron unos segundos de silencio.

—No nos gusta que nos describan así, plumífero.

tenemos hogar, y si no fuese usted tan timorato, se lo enseñaría. No nos falta de nada. Las tuberías nos proporcionan agua potable para cocinar y lavarnos; los cables nos suministran electricidad. Y nuestros mensajeros traen las contadas cosas que necesitamos de la superficie. En el Blocao tenemos incluso una enfermera y una maestra. Otras zonas subterráneas, como los apartaderos ferroviarios del West End, son incivilizadas y peligrosas. Pero aquí vivimos dignamente.

—¿Una maestra? ¿Quiere decir que hay niños aquí abajo?

—Es usted un ingenuo. Muchos vienen aquí
porque
tienen hijos, y la perversa máquina del Estado intenta arrebatárselos para darlos en adopción. Prefieren mi mundo de la oscuridad y el calor a su mundo de la desesperación, plumífero.

—¿Por qué me llama así?

Del agujero surgió otra cáustica risotada.

—Ése es su trabajo, ¿no? ¿William Smithback, plumífero?

—Sí, pero…

—Para ser periodista, no es usted muy leído. Antes de nuestra próxima conversación estúdiese
Las Dunciadas
de Pope.

Smithback empezaba a intuir que aquel hombre no era lo que inicialmente había imaginado.

—¿Quién es usted realmente? —preguntó—. ¿Cuál es su verdadero nombre?

Se produjo otro silencio.

—Eso lo dejé arriba junto con todo lo demás —espetó la voz incorpórea—. Ahora soy Mephisto. No vuelva a hacer esa pregunta, ni a mí ni a nadie.

Smithback tragó saliva.

—Lo siento.

Al parecer Mephisto se había enfurecido. Su tono se hizo más cortante.

—Lo he hecho venir por una razón —dijo.

—¿El asesinato de Pamela Wisher? —preguntó Smithback, expectante.

—Según cuenta en sus artículos, tanto su cadáver como el otro aparecieron decapitados. Yo he venido a decirle que la decapitación es sólo una pequeña parte de lo que les ocurrió. —Su voz se quebró en una risa ronca y amarga.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Smithback—. ¿Sabe quién la mató?

—Los mismos que han estado cebándose en mi gente —repuso Mephisto entre dientes—. Los rugosos.

—¿Los rugosos? —repitió Smithback—. No entiendo…

—¡Entonces calle y atienda, plumífero! Ya le he dicho que mi comunidad es un refugio seguro. Y lo había sido siempre hasta hace un año. Ahora nos encontramos bajo una grave amenaza. Quienes se arriesgan a salir de las zonas seguras desaparecen o son asesinados. Asesinados de maneras horrendas. Nuestra gente tiene cada vez más miedo. Mis mensajeros han intentado una y otra vez denunciar la situación a la policía. ¡La policía! —Se oyó un iracundo escupitajo, y a continuación la voz subió de volumen—. Los perros guardianes de una sociedad en bancarrota moral. Para ellos somos sólo escoria que no merece más que palizas y malos tratos. ¡Nuestras vidas no valen nada! ¿Cuántos de los nuestros han muerto o desaparecido? El Gordo, Héctor, Annie la Morena, el Sargento Mayor y otros. Sin embargo le arrancan la cabeza a una señoritinga con medias de seda, ¡y monta en cólera la ciudad entera!

Smithback se humedeció los labios con la lengua. Sentía creciente curiosidad por saber qué información poseía Mephisto.

—¿A qué se refiere exactamente cuando dice que se encuentra bajo amenaza? —preguntó.

Tras unos instantes de silencio Mephisto susurró:

—Bajo una amenaza exterior.

—¿Exterior? —repitió Smithback—. ¿Qué quiere decir? ¿Los amenaza alguien desde aquí afuera?

—No. Exterior a la Ruta 666. Exterior al Blocao —respondió Mephisto—. Aquí abajo hay otro lugar. Un lugar que siempre hemos rehuido. Hace un año empezaron a correr rumores de que ese lugar había sido ocupado. Poco después se produjeron los primeros asesinatos. Desaparecieron algunos de los nuestros. Al principio organizamos partidas de rescate. La mayoría de las víctimas no dejó ni rastro. Pero los pocos cadáveres que encontramos habían sido decapitados, y su carne devorada.

—Un momento —lo interrumpió Smithback—. ¿La carne devorada? ¿Pretende hacerme creer que aquí abajo hay caníbales, gente que asesina y se lleva las cabezas de sus víctimas?

Quizá Mephisto estaba chiflado realmente. Smithback volvió a preguntarse cómo regresaría a la superficie.

—No me gusta el tono de escepticismo que noto en su voz, plumífero —replicó Mephisto—. Ésa es exactamente la situación. ¿Artillero?

—¿Sí? —dijo una voz junto al oído de Smithback.

El periodista saltó a un lado, ahogando un grito de miedo y sorpresa.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Smithback con voz entrecortada.

—Un gran número de caminos atraviesa mi reino —contestó Mephisto—. Y viviendo aquí, en esta acogedora oscuridad, mejora nuestra visión nocturna.

Smithback tragó saliva.

—Oiga —dijo—, no es que dude de sus palabras. Es sólo que…

—¡Cállese! —advirtió Mephisto—. Ya hemos hablado demasiado. Artillero, acompáñalo a la superficie.

—Pero ¿y la recompensa? —preguntó Smithback, desconcertado—. ¿No me ha hecho venir por eso?

—¿Acaso está sordo? —repuso Mephisto con tono airado—. Su dinero no me sirve de nada. Es la seguridad de mi gente lo que me interesa. Vuelva a su mundo y escriba su artículo. Cuente a quienes viven en la superficie lo que acabo de decirle. Cuénteles que quienesquiera que hayan matado a Pamela Wisher matan también a los míos. Y los asesinatos deben acabar. —La voz incorpórea parecía más lejana, como si resonase en los lóbregos pasadizos que se extendían bajo los pies de Smithback. Con temible vehemencia añadió—: De lo contrario buscaremos
otras
maneras de hacernos oír.

—Pero necesito… —empezó a decir Smithback.

Una mano lo agarró del codo.

—Mephisto se ha ido —anunció el Artillero junto a él—. Lo llevaré arriba.

7

El teniente D'Agosta estaba sentado en su despacho, exiguo y delimitado por mamparas de cristal, y acariciaba el cigarro que llevaba en el bolsillo de la camisa con la vista fija en el montón de informes relacionados con la inmersión en el río Humboldt. En lugar de cerrar un caso, de pronto tenía dos, y ambos abiertos de par en par. Como de costumbre, nadie sabía nada, nadie había visto nada. El novio de la víctima se hallaba postrado de dolor y no servía como testigo. El padre había muerto hacía meses. La madre era tan distante y poco comunicativa como una diosa de hielo. D'Agosta frunció el entrecejo; el asunto de Pamela Wisher se le antojaba un cargamento de nitroglicerina.

Apartó la mirada de los informes y la posó en el letrero de PROHIBIDO FUMAR colgado frente a la puerta de su despacho. Su expresión se hizo aún más ceñuda. Aquel cartel y una docena como aquél habían aparecido en la comisaría la semana anterior.

Sacó el cigarro del bolsillo y le quitó el envoltorio de plástico. Al fin y al cabo, ninguna norma le impedía mordisquearlo. Lo hizo girar con delicadeza entre el pulgar y el índice por unos segundos, observando la envoltura con mirada crítica. A continuación se lo llevó a la boca.

Permaneció inmóvil por un momento. Finalmente, lanzando un juramento, abrió de un tirón el cajón superior de su escritorio y revolvió el contenido hasta dar con una cerilla de cocina, que encendió frotándola contra la suela del zapato. Acercó la llama a la punta del cigarro y se recostó en la silla, escuchando el suave crepitar del tabaco mientras inhalaba el humo y lo expulsaba lentamente por la nariz.

Sonó el penetrante timbre del intercomunicador.

—¿Sí? —contestó D'Agosta. No podía ser ya una queja. Acababa de encenderlo.

—¿Teniente? —dijo por el aparato la secretaria del departamento—. Tiene una visita. La sargento Hayward.

D'Agosta gruñó e irguió el tronco.

—¿Quién?

—La sargento Hayward. Dice que ha venido a petición suya.

—Yo no he hecho llamar a ninguna sargento Hayward…

Una mujer uniformada apareció en la puerta abierta. Casi por instinto D'Agosta tomó nota mentalmente de sus rasgos más destacados: pequeña, delgada, pechos grandes, pelo negro azabache en marcado contraste con su tez pálida.

—¿Teniente D'Agosta? —preguntó. Parecía imposible, pensó D'Agosta, que una voz tan grave surgiese de un cuerpo tan menudo.

—Tome asiento —dijo, y observó a la sargento mientras ocupaba una silla, ajena en apariencia a la irregularidad de la situación, como si fuese absolutamente normal que un subordinado irrumpiese en el despacho de un superior cuando le venía en gana—. No recuerdo haberle pedido que viniese, sargento.

—No me lo ha pedido —respondió Hayward—. Pero estaba segura de que desearía verme.

D'Agosta se reclinó contra el respaldo y aspiró lentamente el humo del cigarro. Primero la dejaría exponer el motivo de su visita y luego le apretaría las clavijas. D'Agosta no era muy estricto en cuestión de ordenanzas, pero abordar a un oficial de mayor rango de aquel modo estaba fuera de lugar. Se preguntó si alguno de sus hombres se habría propasado con ella en los archivos o algo así. Ya sólo le faltaba eso: una demanda por acoso sexual entre manos.

—Quería hablarle de los cadáveres que encontraron en la Cloaca —anunció Hayward.

—¿Qué tiene usted que ver con eso? —saltó D'Agosta con súbita desconfianza. En teoría los detalles de ese caso se mantenían en el máximo secreto.

—Antes de la fusión pertenecía a la Policía de Tráfico —dijo Hayward, y movió la cabeza en un gesto de asentimiento como si eso lo explicase todo—. Todavía sirvo en el West Side, desalojando a los mendigos de la Penn Station, Hell's Kitchen, los apartaderos del ferrocarril, los subterráneos de…

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