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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

El relicario (4 page)

BOOK: El relicario
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El portero dudó por un momento, pero finalmente abrió la puerta y acompañó a Smithback al interior del vestíbulo con resplandeciente suelo de mármol. El periodista miró alrededor. El conserje, un hombre entrado en años y enjuto, se hallaba de pie tras un artefacto de bronce que parecía más una fortaleza que un mostrador de recepción. Al fondo había un guarda jurado sentado tras una mesa Luis XVI, y junto a él un ascensorista de pie con las piernas ligeramente separadas y las manos cruzadas ante el cinturón.

—Este caballero desea ver a la señora Wisher —informó el portero al conserje.

El conserje lo miró desde su fortín.

—Sí, dígame.

Smithback respiró hondo. Por lo menos había llegado hasta el vestíbulo.

—Es en relación con la cita que la señora Wisher tenía concertada. Ha habido un cambio.

El conserje escrutó en silencio sus zapatos, su chaqueta y su corte de pelo. Smithback aguardó, disimulando su irritación ante tal reconocimiento y confiando en haber logrado el aspecto de joven formal de familia adinerada.

—¿A quién debo anunciar? —preguntó el conserje con tono adusto.

—A un amigo de la familia. Con eso bastará.

El conserje esperó inmóvil, sin apartar la vista de él.

—Bill Smithback —se apresuró a añadir. Con toda seguridad, la señora Wisher no leía el
New York Post.

El conserje bajó la vista y consultó algo que se hallaba extendido ante él.

—¿Qué ha ocurrido con la persona que tenía que venir a las once? —preguntó.

—Me han enviado a mí en su lugar —contestó Smithback, alegrándose de pronto de que fuesen las 10.32.

El conserje se dio media vuelta y desapareció en un reducido despacho. Salió al cabo de un minuto.

—Haga el favor de ponerse al teléfono que hay en la mesa que tiene a su lado —indicó.

Smithback descolgó el auricular y se lo acercó a la oreja.

—¿Cómo? ¿Es que George ha cancelado la cita? —dijo una voz débil y seca con el dejo de las clases altas.

—Señora Wisher, permítame que suba a hablar con usted sobre Pamela.

Se produjo un silencio.

—¿Quién es usted? —preguntó la voz.

—Bill Smithback.

Siguió otro silencio, esta vez más largo.

—Conozco cierta información sobre la muerte de su hija —prosiguió Smithback—, algo muy importante, que probablemente la policía no le ha comunicado. Seguramente deseará usted saber…

—Sí, sí; no lo dudo —lo interrumpió la voz.

—No cuelgue —rogó Smithback, obligándose de nuevo a pensar rápidamente.

La línea quedó en silencio.

—¿Señora Wisher?

Oyó un chasquido. La mujer había colgado.

En fin, se dijo Smithback, he hecho todo lo posible. Podía esperar fuera, en un banco del parque al otro lado de la calle, por si la señora Wisher salía del edificio en algún momento del día. Pero aun mientras consideraba la posibilidad, sabía que la señora Wisher no abandonaría su elegante refugio en el futuro inmediato.

Sonó un teléfono junto al conserje. La señora Wisher, sin duda. Por temor a que lo echasen de allí con cajas destempladas, Smithback se encaminó rápidamente hacia la puerta.

—¡Señor Smithback! —lo llamó el portero alzando la voz.

Smithback se volvió. Ésa era la parte que menos le gustaba.

El conserje le dirigió una mirada inexpresiva con el auricular junto a la oreja.

—El ascensor está por allí.

—¿El ascensor? —preguntó Smithback.

El conserje asintió con la cabeza y añadió:

—Es la planta dieciocho.

Al llegar a la planta 18, el ascensorista abrió primero la reja del ascensor y después unas macizas puertas de roble, y Smithback salió directamente a un amplio recibidor de color melocotón con ramos de flores por todas partes. La consola, contra una pared lateral, estaba totalmente cubierta de notas de condolencia, incluido un montón de sobres recién llegados todavía por abrir. Al fondo del silencioso recibidor había una puerta cristalera de dos hojas entornada. Smithback se dirigió lentamente hacia allí.

La puerta daba a un espacioso salón. Sobre la tupida moqueta había sofás y divanes estilo imperio dispuestos en precisos ángulos simétricos. Una hilera de altas ventanas abarcaba toda la pared del fondo. Smithback sabía que, abiertas, ofrecían una espectacular vista de Central Park. Pero en ese momento se hallaban completamente cerradas, y los postigos atrancados sumían el exquisito ambiente en una densa penumbra.

Se produjo un fugaz movimiento a un lado. Al volverse, Smithback vio, sentada en el extremo de un sofá, a una mujer menuda y atildada de cabello castaño y elegante peinado. Llevaba un sencillo vestido oscuro. Sin hablar, le indicó que tomase asiento. Smithback eligió un sillón de orejas situado frente a la señora Wisher. En la mesita de centro que los separaba había un juego de té ya listo para servir, y Smithback recorrió con la mirada el surtido de bollos, mermeladas, platos de miel y nata. La mujer no le ofreció nada, y él comprendió que aquello estaba preparado para la cita prevista. Lo asaltó cierta intranquilidad al pensar que George —sin duda la visita que esperaba a las once— podía presentarse en cualquier momento.

Smithback se aclaró la garganta y dijo:

—Señora Wisher, siento mucho lo de su hija.

Mientras hablaba se dio cuenta de que posiblemente no había mentido. Viendo aquel refinado salón, viendo la nula importancia que aquella riqueza tenía en medio de una tragedia de tal magnitud, tomó profunda conciencia del sentimiento de pérdida de aquella mujer.

La señora Wisher seguía mirándolo, con las manos cruzadas en el regazo. Quizá movió la cabeza en un gesto casi imperceptible, pero la luz era tan tenue que Smithback no estaba seguro. Manos a la obra, pensó, y disimuladamente se metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y pulsó el botón de grabación.

—Apague el casete —dijo la señora Wisher con una voz frágil y algo tensa pero inconfundiblemente imperiosa.

Smithback sacó la mano del bolsillo con un respingo.

—¿Cómo dice?

—Haga el favor de dejar ahí encima el casete, donde yo vea que está apagado.

—Sí, sí, cómo no —respondió Smithback, extrayendo torpemente el aparato.

—¿Es que no tiene la menor decencia? —susurró la mujer.

Smithback, notando que empezaban a arderle las orejas, colocó el microcasete sobre la mesa.

—Primero me da el pésame por la muerte de mi hija —prosiguió la señora Wisher en voz baja— y luego pone en marcha ese odioso artefacto, en mi propia casa.

Smithback se revolvió incómodo en el sillón, eludiendo la mirada de la mujer.

—Sí, verá… —balbuceó Smithback—. Perdone, simplemente… En fin, es mi trabajo. —El mismo se dio cuenta de lo pobre que era el pretexto.

—Ya. Y yo acabo de perder a mi única hija, la única familia que me quedaba. ¿A qué sentimientos, según usted, debemos dar prioridad, señor Smithback?

Smithback guardó silencio, obligándose a sostener su mirada. La mujer permanecía inmóvil, con la vista fija en él y las manos todavía cruzadas sobre el regazo. A Smithback le ocurría algo extraño, algo muy extraño, algo tan ajeno a su naturaleza que apenas lo reconoció. Se sentía violento. No, no era eso exactamente. En realidad, estaba avergonzado. Si él hubiese luchado por conseguir la primicia, por descubrirla, quizá fuese distinto. Pero tener que presentarse allí, ser testigo del dolor de aquella mujer… Cualquier posible entusiasmo por haber sido designado para cubrir una noticia de primera plana se desvanecía ante aquella novedosa sensación.

—¿Usted es, supongo, el Smithback que escribe para ese periódico?

Smithback miró hacia donde la señora Wisher señalaba y vio, con súbito desánimo, un ejemplar del
Post.

—Sí —contestó.

La señora Wisher volvió a cruzar las manos y añadió:

—Sólo quería asegurarme. Y ahora, veamos, ¿cuál es esa información tan importante respecto a la muerte de mi hija? No, no me lo diga: era otra de sus tretas.

Se produjo un nuevo silencio. De pronto Smithback casi deseó que la auténtica visita de las once apareciese cuanto antes. Cualquier cosa valía con tal de salir de allí.

—¿Cómo lo hace? —preguntó por fin la mujer.

—¿A qué se refiere?

—¿Cómo inventa esas barbaridades? Por lo visto, no basta con que mi hija fuese asesinada brutalmente; los individuos de su calaña además tienen que manchar su recuerdo.

Smithback tragó saliva.

—Señora Wisher, yo sólo…

—Leyendo esa basura —continuó la mujer—, da la impresión de que Pamela era una jovencita egoísta de buena familia que ha acabado como se merecía. Consigue que sus lectores se alegren de que mi hija haya sido asesinada. Así que mi pregunta es muy sencilla:
¿cómo lo hace?

—Señora Wisher, en esta ciudad la gente no presta atención a nada a menos que se lo escupamos a la cara —empezó a explicar Smithback, pero desistió. Aquello era una burda justificación, y la señora Wisher lo sabía tan bien como él.

La mujer se inclinó lentamente hacia el periodista.

—Usted no sabe nada de Pamela, señor Smithback. Sólo tiene una imagen superficial de ella, y eso es lo único que le interesa.

—¡No es verdad! —prorrumpió Smithback para su propia sorpresa—. Eso no es lo único que me interesa, se lo digo sinceramente. Deseo conocer a la auténtica Pamela Wisher.

La mujer lo observó por un largo momento. Por fin se levantó y salió del salón. Regresó al cabo de un instante con una fotografía enmarcada y se la entregó a Smithback. Aparecía retratada una niña de unos seis años columpiándose en una cuerda atada a una rama de un enorme roble. Gritaba a la cámara, enseñando la dentadura mellada, la falda y las coletas ondeando al viento.

—Ésa es la Pamela que siempre recordaré, señor Smithback —dijo la señora Wisher con voz serena—. Si de verdad le interesa Pamela, publique esa fotografía, y no esa otra que siempre ponen, donde parece una casquivana que sólo piensa en fiestas. —Volvió a sentarse y se alisó la falda—. Ahora empezaba a recuperar la sonrisa desde la muerte de su padre, hace seis meses. Y quería divertirse un poco antes de incorporarse al trabajo el próximo otoño. ¿Qué tiene eso de malo?

—¿Incorporarse al trabajo? —repitió Smithback.

Siguió un breve silencio. Smithback notó la penetrante mirada de la señora Wisher en medio de aquella fúnebre oscuridad.

—Así es. Iba a trabajar en una residencia para enfermos de sida. Lo sabría ya si hubiese intentado informarse.

Smithback tragó saliva.

—Ésa es la
auténtica
Pamela —dijo la mujer, y de pronto se le quebró la voz—. Amable, generosa, llena de vida. Quiero que escriba sobre la auténtica Pamela.

—Haré lo que pueda —musitó Smithback.

El momento de emoción pasó, y la señora Wisher volvió a mostrarse imperturbable y distante. Inclinó la cabeza y con un escueto ademán indicó a Smithback que podía retirarse. El periodista dio las gracias entre dientes, recogió el microcasete y se encaminó hacia el ascensor tan deprisa como le permitió su ánimo.

—Una última cosa —dijo la señora Wisher con repentina dureza en la voz. Smithback se detuvo ante la cristalera—. No pueden revelarme cuándo, por qué o ni siquiera cómo murió mi hija. Pero Pamela no habrá muerto en vano, eso se lo prometo. —Hablaba con nueva intensidad, y Smithback se volvió para mirarla—. Acaba de decir algo interesante —prosiguió—. Ha dicho que en esta ciudad nadie presta atención a nada a menos que se lo escupan a la cara. Eso precisamente me propongo hacer.

—¿Cómo? —preguntó Smithback.

Pero la señora Wisher se recostó en el sofá, y su rostro se sumió en la penumbra. Smithback atravesó el recibidor y llamó el ascensor, asaltado por una súbita lasitud. Sólo cuando estuvo de nuevo en la calle, deslumbrado por el intenso sol veraniego, volvió a contemplar la fotografía de Pamela Wisher en su infancia, que mantenía firmemente agarrada en su mano derecha. Empezaba a formarse una clara idea de lo temible que era la señora Wisher.

5

La puerta metálica situada al final del pasillo tenía un discreto rótulo donde se leía ANTROPOLOGÍA FORENSE. En el interior de aquella sala el museo había habilitado un moderno laboratorio para el análisis de restos humanos. Margo giró el picaporte y, sorprendida, descubrió que la puerta estaba cerrada con llave. Había estado allí muchas veces, contribuyendo a examinar desde momias peruanas hasta esqueletos de indios anasazi, y nunca había encontrado la puerta cerrada. Levantó la mano para llamar, pero alguien abría ya la puerta desde dentro, y sus nudillos golpearon el aire.

Entró y de inmediato se detuvo. El laboratorio, por lo general bien iluminado y lleno de ajetreados estudiantes de posgrado y ayudantes de conservador, estaba anormalmente oscuro. Los voluminosos microscopios electrónicos, los visores de rayos X y los equipos de electroforesis se hallaban silenciosos e inactivos contra las paredes. Una tupida cortina cubría la ventana que en circunstancias normales ofrecía una vista panorámica de Central Park. Un único haz de intensa luz alumbraba el centro de la sala, y alrededor un semicírculo de siluetas aguardaba entre las sombras.

Bajo el haz de luz había una gran mesa de muestras, y en ella yacían un objeto pardusco y nudoso y, al lado, otra cosa alargada y de poca altura tapada con una sábana de plástico azul. Margo observó la mesa con curiosidad y advirtió que el objeto pardusco era un esqueleto humano, adornado con tendones y jirones de carne secos. Se percibía un leve pero inconfundible olor a cadáver.

Oyó el golpe de la puerta al cerrarse y el posterior chasquido de la cerradura. El teniente Vincent D'Agosta, con el mismo traje o uno muy parecido al que llevaba cuando se produjeron los asesinatos de la Bestia del Museo dieciocho meses atrás, volvió junto al grupo, saludándola fugazmente con la cabeza al pasar. Parecía haber engordado unos kilos desde la última vez que lo vio. Margo notó que el marrón tierra de su traje hacía juego con el color del esqueleto.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la tenue luz, escrutó la hilera de siluetas. A la izquierda de D'Agosta se hallaba un hombre nervioso con bata blanca y una taza de café en la carnosa mano. Junto a él, vio la figura alta y delgada de Olivia Merriam, la nueva directora del museo. Detrás de ellos había otra persona, pero la oscuridad no le permitió distinguir más que un impreciso contorno.

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