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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

El relicario (8 page)

BOOK: El relicario
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—Un momento —la interrumpió D'Agosta—. ¿Usted? ¿Se dedica usted a sacudir el polvo a los vagabundos?

Supo inmediatamente que su comentario no era bien acogido. Hayward se crispó en la silla, enarcando las cejas ante su manifiesta incredulidad. Se produjo un incómodo silencio.

—No nos gusta que se hable en esos términos de nuestro trabajo, teniente —reprochó por fin la sargento.

D'Agosta decidió que tenía ya demasiadas preocupaciones para seguirle la corriente a aquella inoportuna visita.

—En todo caso estamos en mi despacho —recordó con un gesto de indiferencia.

Hayward lo observó por un momento, y D'Agosta vio desvanecerse en aquellos ojos castaños el buen concepto que tenía de él.

—Muy bien —dijo la sargento—. Si es así como lo prefiere… —Respiró hondo—. Cuando oí hablar de esos esqueletos, me acordé de unos cuantos homicidios recientes entre los topos.

—¿Los topos?

—La gente de los túneles, claro está —explicó Hayward con una expresión de condescendencia que D'Agosta encontró en extremo irritante—. Gente sin hogar que vive en los subterráneos. En fin, el caso es que hoy he leído un artículo en el
Post,
el que habla de Mephisto.

D'Agosta hizo una mueca de disgusto. No había nadie como Bill Smithback para exaltar los ánimos de los lectores, para empeorar situaciones de por sí malas. Tiempo atrás habían sido amigos —o algo por el estilo—, pero desde que escribía en la sección de sucesos su actitud resultaba casi intolerable. Y D'Agosta no era tan tonto como para pasarle la información interna que incesantemente solicitaba.

—Una persona sin hogar tiene una esperanza de vida muy corta —continuó Hayward—. La de los topos es más corta aún. Pero ese periodista estaba en lo cierto. Algunos de los recientes asesinatos han sido particularmente horrendos. Cabezas desaparecidas, cuerpos desmembrados. He pensado que convenía que estuviese usted enterado. —Cambió de posición en la silla y lanzó a D'Agosta una inquietante mirada con sus claros ojos castaños—. Quizá debería haberme ahorrado la molestia.

D'Agosta pasó por alto la última frase.

—¿Y de cuántos homicidios hablamos, Hayward? —preguntó—. ¿Dos? ¿Tres?

Tras pensar por unos segundos, Hayward respondió:

—Una media docena.

D'Agosta se quedó inmóvil mirándola, la mano con el cigarro a mitad de camino de la boca.

—¿Media docena? —repitió.

—Eso he dicho. He consultado los archivos antes de venir. En los últimos cuatro meses se han producido siete asesinatos entre los topos que presentan esas características.

D'Agosta bajó el cigarro.

—Veamos si he entendido bien, sargento. Anda por ahí suelto una especie de Jack el Destripador subterráneo, ¿y nadie investiga el caso?

—Oiga, sólo he venido porque tenía una corazonada —replicó Hayward a la defensiva—. A mí no me pida cuentas. Esos homicidios no son mi responsabilidad.

—Entonces ¿por qué no ha empleado los canales de rutina e informado a su superior? ¿Por qué ha decidido contármelo a mí?

—Ya
hablé del asunto con mi superior, el capitán Waxie. ¿Lo conoce?

Todo el mundo conocía a Waxie, el capitán de distrito más vago y obeso de la ciudad, un hombre que había accedido al puesto sin hacer nada ni ofender a nadie. El año anterior un alcalde agradecido había propuesto a D'Agosta para un ascenso. Luego llegaron las elecciones, el alcalde Harper perdió el cargo, y un nuevo alcalde entró en el ayuntamiento con promesas de rebajas en los impuestos y reducción del gasto municipal. En el posterior e inevitable período de cambios en la jefatura de policía, Waxie obtuvo el ascenso a capitán y un distrito, y D'Agosta quedó en el olvido. ¡Qué mundo aquél!

Hayward cruzó las piernas y dijo:

—Los homicidios de topos no son como los homicidios en la superficie. En la mayoría de los casos ni siquiera encontramos los cadáveres. Y cuando los encontramos, generalmente las ratas y los perros se nos han adelantado. Muchos son individuos totalmente anónimos, y ni en buen estado es posible identificar los cuerpos. Y sus compañeros no hablan por nada del mundo.

—Y Jack Waxie se limita a dar carpetazo a todo.

Hayward frunció el entrecejo.

—Esa gente le importa un carajo.

D'Agosta la observó por un momento, preguntándose por qué un machista chapado a la antigua como Waxie había admitido entre su personal a una mujer policía de un metro sesenta. Entonces reparó nuevamente en su estrecha cintura, su piel clara y sus ojos castaños y supo la respuesta.

—Muy bien, sargento —dijo por fin—. Intervendré. ¿Conoce los lugares exactos donde ocurrieron los asesinatos?

—Eso es prácticamente lo único que conozco.

D'Agosta vio que se le había apagado el cigarro y buscó otra cerilla en el cajón.

—¿Dónde los encontraron, pues? —preguntó.

—En distintos sitios.

Hayward sacó de un bolsillo un listado de ordenador, lo desplegó y lo dejó sobre el escritorio. D'Agosta echó un vistazo a la hoja mientras encendía el puro.

—El primero apareció el 30 de abril —leyó en voz alta—, en el 624 de la calle 58 Oeste.

—En el sótano, en la sala de calderas. Hay allí un viejo acceso a un cambio de agujas, y por eso estaba dentro de la jurisdicción del Departamento de Transporte.

D'Agosta asintió con la cabeza y consultó de nuevo la hoja.

—El siguiente fue encontrado el 7 de mayo, bajo la estación de metro de Columbus Circle de la línea IRT. Y el tercero en la línea principal B4, vía 22, kilómetro 2. ¿Dónde demonios está eso?

—Es un túnel para trenes de mercancías ahora cerrado que antes comunicaba con los apartaderos del West Side. Los topos abren agujeros en las paredes de esa clase de túneles para ocuparlos.

D'Agosta la escuchaba saboreando el cigarro. El año anterior, al tener noticia del prometido ascenso había cambiado los García y Vegas por los Dunhill. Aunque el ascenso no se hizo realidad, D'Agosta no pudo convencerse de la necesidad de volver a su antigua marca.

Observó de nuevo a Hayward, que seguía mirándolo con semblante impasible. Desde luego la sargento no se distinguía por su respeto a los superiores; pero a pesar de su escaso tamaño transmitía seguridad y aplomo. Presentarse ante él de aquella manera requería iniciativa. También agallas. Por un momento D'Agosta lamentó haber empezado con mal pie la conversación.

—No puede decirse que su visita haya seguido los cauces habituales en el departamento —dijo—. Así y todo, le agradezco que se haya tomado la molestia.

Hayward movió casi imperceptiblemente la cabeza en un gesto de asentimiento como dando a entender que había captado el cumplido pero no lo aceptaba.

—No quiero entrometerme en un terreno que es competencia del capitán Waxie —prosiguió D'Agosta—. Pero tampoco puedo lavarme las manos en este asunto por si existe alguna conexión entre esos asesinatos y mi investigación. Imagino que usted ya lo había supuesto. Así que haremos lo siguiente: nos olvidaremos de que ha venido verme.

Hayward asintió de nuevo.

—Hablaré a Waxie como si hubiese conseguido esta información por mi cuenta y le propondré una excursión turística.

—A Waxie no va a gustarle la idea —auguró Hayward—. Está muy tranquilo en su despacho.

—Vendrá, seguro que vendrá. No estaría bien visto que un teniente se ocupase de su trabajo mientras él se quedaba de brazos cruzados. Y menos si este asunto trae cola. Un asesino de vagabundos… eso podría tener graves consecuencias políticas. Así que iremos a dar un paseo, sólo nosotros tres. No tiene sentido alarmar a los peces gordos.

Hayward frunció el entrecejo.

—No me parece muy sensato —dijo—. Teniente, los subterráneos son un sitio peligroso. No es nuestro territorio; es de ellos. Tampoco es lo que usted cree. No son un puñado de yonquis cansados de la vida. Ahí abajo vive gente muy radical, comunidades enteras, veteranos de la guerra de Vietnam, ex presidiarios, elementos extremistas del antiguo SDS
1
, fugitivos de la justicia. Odian a muerte a la policía. Necesitaremos al menos una patrulla.

A D'Agosta le molestó aquel tono brusco e irrespetuoso.

—Mire, Hayward, aquí no se trata de organizar un desembarco. Se trata de echar un vistazo tranquilamente. Ahora mismo estoy atado de manos respecto a este asunto. Si encontramos alguna pista firme, podremos hacerlo oficial.

Hayward guardó silencio.

—Otra cosa, Hayward. Si llega a mis oídos algo acerca de esta breve charla nuestra, sabré de dónde ha salido.

Hayward se puso en pie y se arregló los pantalones azules del uniforme y el cinturón reglamentario.

—Entendido.

—Sabía que lo entendería. —D'Agosta se levantó y expulsó un chorro de humo en dirección al letrero de PROHIBIDO FUMAR. Advirtió que Hayward miraba el cigarro con una mueca quizá de desdén, quizá de desaprobación. Sacándose otro del bolsillo superior, preguntó con sarcasmo—: ¿Le apetece uno?

Por primera vez Hayward contrajo los labios en lo que podía ser casi una sonrisa.

—Gracias, pero no, gracias. Después de como acabó mi tío, nunca se me ocurriría fumar.

—¿Y cómo acabó?

—Con cáncer de labio. Tuvieron que extirparle los dos labios.

D'Agosta observó a Hayward darse media vuelta y salir rápidamente del despacho. Notó que ni siquiera se había despedido. También notó de pronto que el sabor del cigarro no le resultaba ya tan agradable.

8

Estaba sentado en la oscuridad, totalmente inmóvil.

Pese a la ausencia de luz, su mirada saltaba de una superficie a otra, recreándose por unos segundos en cada objeto que encontraba. Aquel estado era aún nuevo para él; podía permanecer quieto durante horas, saboreando la extraordinaria agudeza de sus sentidos.

Al cabo de un rato cerró los ojos y escuchó los lejanos ruidos de la ciudad. Gradualmente aisló del murmullo de fondo las diversas conversaciones, pasando de las más cercanas y audibles a las más lejanas, a muchas habitaciones e incluso plantas de distancia. Pasados unos minutos, también éstas se desvanecieron en la bruma de su concentración, y empezó a oír los chillidos y ligeros correteos de los ratones cuyo secreto ciclo de la vida transcurría en el interior de las paredes. En ocasiones creía oír el sonido de la propia tierra, girando y girando, envuelta en su atmósfera.

Más tarde —no sabía cuánto más tarde— lo asaltó de nuevo el hambre. No era exactamente hambre sino una sensación de que le
faltaba
algo, un ansia indefinida y aún tolerable. Nunca dejaba que el momento del ansia se prolongase demasiado.

Se levantó de inmediato y cruzó el laboratorio con paso rápido y seguro en la oscuridad. Abrió una de las llaves del gas de la pared del fondo, acercó un encendedor de chispa al quemador del mechero correspondiente, y cuando prendió, colocó sobre la llama una retorta con agua destilada. Mientras se calentaba el agua, extrajo una cápsula metálica de un bolsillo secreto cosido en el forro de su chaqueta, desenroscó el tapón y echó unos polvos en la retorta. A la luz, los polvos habían despedido un brillo semejante al del jade claro. Cuando aumentó la temperatura, una sutil nube comenzó a extenderse por el agua hasta que el turbulento contenido de la retorta semejó una tormenta en miniatura.

Apagó el gas y vertió la decocción en un vaso de precipitados. Ése era el punto en que debía sujetarse entre las manos el preparado, vaciarse la mente, realizar los movimientos rituales, dejar que el acariciante vapor ascendiese y anegase las fosas nasales. Pero él no tenía paciencia para eso. Una vez más ingirió vorazmente el líquido, notando la quemazón en el paladar. Rió de su incapacidad para atenerse a los preceptos que con tanta severidad había impuesto a los demás.

Aun antes de volver a sentarse había desaparecido la sensación de vacío y empezado la lenta y larga subida: un calor que se iniciaba en las extremidades y se propagaba hacia su interior hasta que el centro mismo de su cuerpo parecía al rojo vivo. Lo invadió una indescriptible sensación de poder y bienestar. Sus sentidos, ya hiperdesarrollados, se agudizaron hasta que fue capaz de ver motas de polvo infinitesimales en la total oscuridad, hasta que fue capaz de oír a todo Manhattan en conversación consigo mismo, desde las festivas charlas de los clientes del Rainbow Room, a setenta pisos por encima del Rockefeller Center, hasta los ávidos gemidos de sus propias criaturas, a muchos metros bajo tierra en lugares recónditos y olvidados.

Estaban cada vez más famélicos. Pronto ni siquiera la ceremonia conseguiría contenerlos.

Pero para entonces ya no sería necesario.

La oscuridad parecía casi un brillo cegador. Cerró los ojos y escuchó la vigorosa circulación de la sangre en las entradas y pasadizos naturales de su oído interno. Mantendría los párpados cerrados hasta que pasase el clímax de aquella sensación y se desvaneciese el extraño resplandor plateado que cubría momentáneamente sus ojos. Quienquiera que hubiese llamado «esmalte» a aquel brillo, pensó con una sonrisa, había elegido bien la palabra.

Pronto, demasiado pronto, el apogeo del efecto terminó. Pero permaneció la fuerza, un continuo recordatorio en sus articulaciones y tendones de aquello en que se había transformado. Si sus antiguos colegas pudiesen verlo en ese momento… Sin duda lo comprenderían.

Casi con tristeza volvió a levantarse, reacio a abandonar el lugar que tanto placer le había proporcionado. Pero tenía tareas pendientes.

Aquélla sería una noche ajetreada.

9

Margo se acercó a la puerta, notando con aversión que estaba tan sucia como siempre. Incluso para un museo conocido por su alta tolerancia al polvo, la puerta del Laboratorio de Antropología Física —o Sala de los Esqueletos, como la llamaban todos los miembros del personal sin excepción— estaba mugrienta hasta un límite inconcebible. El contacto de innumerables manos había dejado una pátina de grasa, como un lustroso barniz, en el pomo y la zona circundante. Pensó en sacar un pañuelo del bolso, pero abandonó la idea, agarró el pomo con firmeza y abrió.

Dentro, como de costumbre, la iluminación era escasa, y Margo tuvo que aguzar la vista para distinguir las hileras de cajones metálicos que se elevaban hasta el techo como estantes de una enorme biblioteca. Cada cajón contenía un esqueleto humano o como mínimo un fragmento. Pertenecían en su mayoría a indígenas de África y América, pero en ese momento a Margo le interesaba la subsección de esqueletos reunidos con fines médicos más que antropológicos. Como primer paso, el doctor Frock había propuesto examinar los restos de personas con graves alteraciones óseas, partiendo de la hipótesis de que quizá la observación de las víctimas de enfermedades tales como la acromegalia o el síndrome de Proteo podía aclarar algo sobre el extraño esqueleto que los esperaba bajo la sábana de plástico azul en el Laboratorio de Antropología Forense.

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