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Authors: John Twelve Hawks

El Río Oscuro (12 page)

BOOK: El Río Oscuro
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Se arrodilló como quien se dispone a rezar. Sacó un rotulador del bolsillo y escribió en la losa: G aquí, ¿tú dónde?

A continuación, salió del parque y cruzó la avenida A hasta una cafetería llena de viejas mesas y sillas desvencijadas. Pidió una taza de café y se instaló en la parte de atrás con los ojos clavados en la puerta. La sensación de desamparo que lo invadía resultaba prácticamente insoportable. Habían asesinado a Sophia y a la gente de New Harmony. Y cabía la posibilidad de que la Tabula hubiera matado también a Maya y a sus amigos.

Contempló la mesa llena de rasgones e intentó acallar la furiosa voz de su cerebro. ¿Por qué era un Viajero? ¿Por qué había causado tanto daño? Solo su padre podía contestar esas preguntas. Y, al parecer, Matthew Corrigan estaba viviendo en Londres. Gabriel era consciente de que en esa ciudad había más cámaras de vigilancia que en cualquier otra del mundo. Era un lugar peligroso, pero su padre tenía que haber ido allí por alguna razón importante.

Nadie prestó atención cuando Gabriel abrió su mochila y contó el dinero que Vicki le había entregado la noche anterior. Parecía haber suficiente para pagar un billete de avión a Gran Bretaña. Gabriel había pasado toda su vida fuera de la Red, y los datos biométricos del chip de su pasaporte no podían compararse con ninguna otra identidad previa. Maya parecía segura de que no tendría problemas para viajar al extranjero. Para las autoridades, él era un ciudadano llamado Tim Bentley que trabajaba de agente inmobiliario en Tucson, Arizona.

Terminó el café y regresó al monumento del parque. Cogió un trozo de papel de periódico, borró con él el mensaje anterior y escribió: G A Londres. Se sentía como el superviviente de un naufragio que acaba de grabar unas palabras en un pedazo de madera. Si sus amigos seguían con vida, sabrían lo que había ocurrido, lo seguirían hasta Londres y lo encontrarían en Tyburn Convent. Si estaban muertos, sería un mensaje sin destinatario.

Salió del parque sin mirar atrás y avanzó hacia el sur por la avenida B. El aire de la mañana seguía siendo frío, pero el cielo estaba despejado, de un azul intenso. Estaba en camino.

Capítulo 11

Michael apuró su segunda taza de café, se levantó de la mesa de roble y se acercó a las ventanas góticas de uno de los extremos del salón de día. El emplomado de los vidrios imponía una negra rejilla sobre el mundo exterior. Se encontraba al oeste de Montreal, en una isla del río San Lorenzo. No había dejado de llover en toda la noche, y una gruesa capa de nubes cubría el cielo.

Se suponía que la reunión del comité ejecutivo de la Hermandad iba a empezar a las once, pero el barco que transportaba a los miembros del comité todavía no había llegado. El trayecto desde la bahía de Chippewa hasta Dark Island duraba unos cuarenta minutos, y si el mar estaba agitado la gente solía salir al puente para sobrellevar mejor el mareo. Viajar en helicóptero desde cualquier ciudad del estado de Nueva York habría resultado mucho más práctico, pero Kennard Nash había rechazado la propuesta de construir una pista para helicópteros cerca del embarcadero.

«El viaje por el río es una buena experiencia para la Hermandad», había dicho Nash. «Te sientes como si te alejaras del mundo cotidiano. Creo que eso promueve cierto tipo de respeto hacia la exclusiva naturaleza de nuestra organización.»En ese punto Michael estaba de acuerdo con Nash. Dark Island era un lugar especial. El castillo que dominaba la isla había sido construido a principios del siglo XX por un rico industrial que tenía una fábrica de máquinas de coser. Con los bloques de granito arrastrados por el hielo invernal habían levantado una torre de cuatro pisos, el castillo y el embarcadero. El edificio estaba lleno de torreones, y sus chimeneas eran lo bastante grandes para asar en ellas un novillo entero.

En esos días Dark Island era propiedad de unos cuantos alemanes ricos. Los turistas podían visitarla durante los meses de otoño, pero la Hermandad utilizaba el castillo el resto del año. Michael y el general Nash habían llegado hacía tres días, acompañados por el personal técnico de la Fundación Evergreen, que había procedido a instalar los micrófonos y las cámaras de televisión para que los miembros del comité repartidos por todo el mundo pudieran participar en la reunión.

En su primer día en la isla, a Michael se le permitió salir del castillo y pasear por los acantilados. Dark Island recibía su nombre de los grandes abetos que extendían sus ramas por los caminos, tamizando la luz y formando sombreadas bóvedas de verde. Michael encontró un banco de mármol al borde de un acantilado y pasó allí varias horas, oliendo la fragancia de los árboles y contemplando las vistas sobre el río.

Esa noche cenó con el general Nash y bebió un whisky con él en la sala de estar, cuyas paredes estaban paneladas de roble. Todo en el castillo era grande, desde los muebles tallados a mano hasta los cuadros y las vitrinas para los licores. De las paredes colgaban cabezas disecadas de animales, y Michael tuvo la sensación de que un alce muerto no le quitaba ojo de encima.

Nash y el resto de la Hermandad consideraban a Michael su fuente de información más importante acerca de los distintos dominios. Él era consciente de que su posición seguía siendo delicada. Por lo general, la Hermandad asesinaba a los Viajeros, pero él había sobrevivido y había intentado hacerse tan indispensable como le era posible sin mostrar el verdadero alcance de su ambición. Si el mundo estaba destinado a convertirse en una cárcel invisible, alguien tendría que controlar a los guardias y a los prisioneros. Y esa persona, ¿por qué no podía ser un Viajero?

Al principio, la Hermandad lo había conectado a su ordenador cuántico en el intento de que contactase civilizaciones más avanzadas en otros dominios. A pesar de que el ordenador había sido destruido, Michael había asegurado al general Nash que era capaz de conseguir cualquier información que pudieran necesitar, aunque fue lo bastante prudente para no mencionar sus propios objetivos. Si encontrara a su padre y alcanzara algún tipo de conocimiento especial, la utilizaría en su propio beneficio. Se sentía como si acabara de burlar a un pelotón de ejecución.

A lo largo del último mes había abandonado su cuerpo en dos ocasiones, pero siempre había ocurrido lo mismo: al principio unas chispas de Luz surgían de su cuerpo; luego toda su energía parecía fluir hacia una fría oscuridad. Para encontrar el camino a cualquiera de los dominios, debía cruzar primero las cuatro barreras: un cielo azul, una llanura desértica, una ciudad en llamas y un mar infinito. Al principio le habían parecido obstáculos infranqueables, pero en esos momentos, tras haber descubierto unos estrechos y oscuros pasillos que lo llevaban de barrera en barrera, era capaz de atravesarlas casi instantáneamente.

Michael abrió los ojos y se vio en una plaza de una ciudad con árboles y bancos y un quiosco de música. Era temprano, y hombres y mujeres vestidos con trajes y abrigos de color negro entraban en las tiendas brillantemente iluminadas y volvían a salir con las manos vacías.

Había estado allí antes. Era el Segundo Dominio de los fantasmas hambrientos. Parecía un mundo normal, pero todo en él era una falsa promesa para aquellos que nunca estarían satisfechos. Todos los envases de las tiendas de comestibles estaban vacíos, las manzanas de la frutería de la esquina y la carne de la carnicería eran solo trozos de yeso o madera pintados; también los libros encuadernados en piel de la biblioteca pública parecían reales, pero cuando Michael quiso leerlos descubrió que sus páginas estaban en blanco.

Permanecer allí era peligroso. Michael era el único ser vivo en un mundo de fantasmas. Los que vivían en aquel dominio, parecían percibir que él era diferente y querían hablarle, tocarlo, notar cómo sus músculos y su cálida sangre se movían bajo su piel. Michael había intentado ocultarse entre las sombras mientras se asomaba a las ventanas y vigilaba los callejones en busca de su padre. Por fin encontró el pasadizo que conducía de nuevo a su mundo. Cuando volvió a cruzar, unos días más tarde, llegó a la misma plaza, como si su Luz se negara a moverse en ninguna otra dirección.

El reloj de pared del salón de día marcó la hora y Michael regresó a la ventana. Un barco de motor acababa de llegar de la bahía de Chippewa; los miembros del comité ejecutivo de la Hermandad estaban desembarcando. El día era frío y nublado, pero el general Nash permanecía en el muelle, muy digno, mientras saludaba uno tras otro a los recién llegados.

—¿Ha llegado ya el barco? —preguntó una voz de mujer.

Michael se dio la vuelta y vio a la señorita Brewster; era miembro del comité y había llegado la noche anterior.

—Sí. He contado ocho personas.

—Bien, eso quiere decir que el vuelo del doctor Jensen no ha sufrido retraso.

La señorita Brewster se acercó al aparador y se sirvió una taza de té. Rondaba los cincuenta años y era una inglesa vivaz que vestía una falda de
tweed
, un suéter y calzaba la clase de zapatos cómodos de suela gruesa con los que uno saldría a pasear por el campo. Aunque la señorita Brewster no parecía tener un cargo concreto, los demás miembros del comité se plegaban ante la fuerza de su personalidad y nadie la llamaba por su nombre de pila. Se comportaba como si el mundo fuera una caótica escuela, y ella, la nueva e inflexible directora. Todo necesitaba una reorganización. Las chapuzas y las malas costumbres no serían toleradas. Fueran cuales fuesen las consecuencias, ella impondría orden.

La señorita Brewster echó unas gotas de crema en su té y sonrió con amabilidad.

—¿Ansioso por que se celebre la reunión, Michael?

—Sí, señora. Estoy convencido de que será muy interesante.

—En eso tiene razón. ¿Le ha dicho ya el general Nash lo que vamos a proponer?

—La verdad es que no.

—El responsable del centro de informática de Berlín va a presentar un nuevo descubrimiento que permitirá la puesta en marcha del Panopticón. Para seguir adelante con el proyecto será necesario el apoyo unánime del comité.

—Estoy seguro de que lo conseguirán.

La señorita Brewster tomó un sorbo de té y dejó la taza de fina porcelana en el plato.

—El comité tiene sus peculiaridades. Lo normal es que sus miembros voten favorablemente en una reunión y pongan inconvenientes en la segunda. Por eso está usted aquí, Michael. ¿Le han dicho que su participación fue idea mía?

—Pensaba que era cosa del general.

—Lo he leído todo sobre los Viajeros —dijo la señorita Brewster—. Al parecer, son capaces de observar el rostro de una persona y averiguar lo que piensa. ¿Tiene usted ese don?

Reacio a revelar demasiado sobre sus habilidades, Michael hizo un gesto de indiferencia.

—Sé si una persona está mintiendo.

—Bien. Eso es exactamente lo que quiero que haga en esta reunión. Nos sería de gran ayuda si pudiera decirnos quién vota que sí pero piensa lo contrario.

Michael siguió a la señorita Brewster hasta la sala de reuniones, donde el general Nash pronunció unas palabras de bienvenida a Dark Island. En un extremo de la sala se habían dispuesto tres pantallas de vídeo frente a unas butacas de piel colocadas en semicírculo. La pantalla del centro estaba en blanco, pero una retícula de casillas aparecía en los monitores de los lados.

Los miembros de la Hermandad repartidos por todo el mundo se sentaron ante sus ordenadores y se unieron al encuentro. Algunos disponían de cámaras propias, de manera que sus rostros aparecían en la pantalla; pero por lo general cada casilla describía solamente su ubicación geográfica: Barcelona, Ciudad de México, Dubai...

—¡Ah, aquí está! —exclamó el general cuando Michael entró en la sala—. Señoras y señores, les presento a Michael Corrigan.

Apoyando su mano derecha en el hombro de Michael, le fue presentando a los allí reunidos.

Michael se sentía como un adolescente rebelde al que se le permite por fin asistir a una reunión de adultos.

Cuando todo el mundo hubo ocupado su lugar, Lars Reichhardt, el director del centro de informática de Berlín, se acercó a la tarima. Era un hombre corpulento y pelirrojo, de mejillas sonrosadas y una voz grave que llenaba toda la sala.

—Es un honor dirigirme a ustedes —dijo Reichhardt—. Como saben, nuestro ordenador cuántico resultó dañado durante el ataque que sufrió el centro de investigación de Nueva York el año pasado. En estos momentos sigue sin estar operativo. El nuevo centro de informática de Berlín utiliza tecnología convencional, pero aun así es bastante potente. También hemos desarrollado
bot nets
de ordenadores repartidos por todo el mundo que obedecen nuestras órdenes sin que su propietario tenga conocimiento de ello.

Una serie de códigos de ordenador apareció en el monitor del centro, situado tras la tarima. Mientras Reichhardt hablaba, las líneas fueron condensándose y haciéndose cada vez más pequeñas, hasta que quedaron concentradas en un cuadrado diminuto.

—También estamos ampliando el uso de inmunología informática —siguió explicando el alemán—. Hemos creado programas que se autorreplican y se autoabastecen y que se mueven por internet igual que los glóbulos blancos dentro del cuerpo humano. En lugar de buscar virus e infecciones, esos programas buscan ideas infecciosas que podrían retrasar la puesta en marcha del Panopticón.

En la pantalla, el diminuto cuadrado se introdujo en un ordenador, se reprodujo y fue transmitido a un segundo ordenador. Enseguida empezó a adueñarse de todo el sistema.

—Al principio utilizamos la inmunología informática para descubrir a nuestros enemigos. Tras los problemas con el ordenador cuántico, convertimos los ciberleucocitos en virus activos que estropean los ordenadores que contienen información considerada antisocial. El programa no requiere mantenimiento alguno una vez se introduce en el sistema.

»Ahora pasaré al
Hauptgerich
, el plato principal de nuestro festín. Lo hemos llamado Programa Sombra. —El monitor se oscureció hasta que apareció la imagen de una sala de estar creada por ordenador. Una figura parecida a los maniquís utilizados en las pruebas de seguridad de los automóviles estaba sentada en una silla de respaldo recto. Su cuerpo y sus extremidades eran formas geométricas, pero el rostro era claramente humano, el de un hombre—. El uso de la vigilancia electrónica y la monitorización han alcanzado un punto crucial de fusión. Utilizando fuentes gubernamentales e institucionales, disponemos de la información necesaria para rastrear a un individuo durante una jornada completa. Sencillamente hemos combinado ambas cosas en un único sistema: el Programa Sombra, el cual crea una ciberrealidad paralela que cambia constantemente para reflejar las acciones de cada objetivo.

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