El Río Oscuro (9 page)

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Authors: John Twelve Hawks

BOOK: El Río Oscuro
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Una capa de polvo grisáceo cubría el suelo y el aire olía a aceite de maquinaria. Gabriel tuvo la sensación de estar encerrado en una tumba hasta que levantó la vista hacia el abovedado techo, cuyos arcos se alzaban desde el suelo para unirse en lo alto. Le recordaron el interior de una iglesia medieval. El propio túnel estaba formado por una serie de arcos iluminados por candelabros de bronce que sostenían grandes globos de vidrio mate. No había carteles publicitarios ni cámaras de vigilancia. Las paredes y los techos estaban decorados con azulejos blancos, rojos y verde oscuro que formaban intrincados dibujos geométricos. Aquella estación subterránea parecía un santuario, un lugar donde refugiarse del desorden que reinaba.

Gabriel notó la caricia de una brisa cálida y oyó un tremor distante que iba en aumento. Segundos más tarde, un tren apareció en la curva y pasó por la estación a toda velocidad, sin detenerse.

—Es el número seis local —dijo Naz—. Pasa por aquí y vuelve a la zona alta.

—¿Así es como vamos a llegar a Grand Central? —preguntó Sophia.

—No. No subiremos al seis. Lleva a demasiada gente. —Naz echó un vistazo a su reloj—. Tendréis un tren privado para vosotros solos, nadie os verá. Solo hay que esperar. Devon llegará en unos minutos.

Naz paseó arriba y abajo ante la taquilla y pareció aliviado cuando un par de luces aparecieron en el túnel.

—Ahí está. Necesito los otros mil ahora mismo.

Vicki le entregó un fajo de billetes de cien dólares, y Naz pasó entre los torniquetes y avanzó hacia el andén agitando los brazos. Un único vagón que arrastraba una plataforma de carga llena de contenedores de basura entró en la estación. Un hombre negro, delgado y de casi dos metros de altura, manejaba los controles en la cabina delantera. El conductor detuvo el vagón y abrió las puertas dobles. Naz le estrechó la mano, intercambió unas palabras con él y le entregó el dinero.

—¡Rápido! —gritó—. ¡Dentro de un minuto vendrá otro tren!

Maya guió al grupo hasta el interior del vagón y les ordenó que se sentaran en los extremos, lejos de las ventanillas. Todos obedecieron sin rechistar, también Alice. La muchacha parecía comprender lo que sucedía a su alrededor, pero no mostraba expresión alguna.

Devon salió de la cabina.

—Bienvenidos al tren de la basura. Tendremos que hacer algunos cambios de vías, pero llegaremos a Grand Central en unos quince minutos. Nos detendremos en un andén de mantenimiento en el que no hay cámaras de vigilancia.

Naz sonreía, como si acabara de realizar un truco de magia.

—¿Lo veis? ¿Qué os había dicho?

Devon empujó la palanca de control y el tren arrancó; cobraba velocidad a medida que se alejaba de la estación. El vagón se bamboleaba a derecha e izquierda mientras corría hacia el norte, bajo las calles de Manhattan. Devon se detuvo en la estación de Spring Street pero no abrió las puertas. Esperó a que se encendiera la luz verde del túnel y entonces volvió a empujar la palanca.

Gabriel se levantó y fue a sentarse junto a Maya. La ventanilla de la puerta estaba bajada unos centímetros, y entraba aire caliente en el vagón. Cuando el tren cambió de vía, tuvieron la sensación de estar viajando por un sector secreto de la ciudad. En la distancia apareció una luz que se reflejó en los raíles. Se oyó un traqueteo, y cruzaron lentamente la estación de Bleecker Street. Gabriel había viajado anteriormente por la línea del East Side, pero aquella experiencia era distinta. Se hallaban a salvo en una zona de sombras, un paso más allá de la capacidad de rastreo de la Gran Máquina.

Astor Place... Union Square... Entonces se abrió la puerta de la cabina de control. El tren seguía moviéndose, pero Devon no tocaba los mandos.

—Algo pasa —anunció.

—¿Qué problema hay? —preguntó Maya.

—Este es un tren de mantenimiento —dijo Devon—. Se supone que soy yo quien lo controla. Pero el ordenador tomó el mando cuando salimos de la última estación. He intentado contactar con el centro de operaciones, pero la radio no funciona.

Naz se levantó de un salto y alzó las manos como si tratara de interrumpir una discusión.

—Seguro que no es nada. Debe de haber otro tren en la vía.

—Entonces nos habrían parado en Bleecker.

Devon volvió a los mandos y movió la palanca una vez más. El tren hizo caso omiso de sus esfuerzos y pasó por la estación de la calle Veintitrés a la misma moderada velocidad.

Maya cogió la pistola de cerámica de Aronov. Sostuvo el arma apuntando al suelo.

—Quiero que este tren pare en la próxima estación.

—Devon no puede hacer nada —dijo Naz—. El ordenador es el que lo controla.

Todos se habían puesto en pie, incluso Sophia Briggs y Alice. Se sujetaban a las barras del techo mientras las luces parpadeaban a través de las ventanillas y las ruedas marcaban el ritmo del traqueteo.

—¿Hay un freno de emergencia? —preguntó Maya a Devon.

—Sí, pero no sé si funcionará. El ordenador no quiere que el tren se detenga.

—¿Puedes abrir las puertas?

—Solo si el tren está parado. Pero si libero el cierre automático, podéis intentar abrirlas manualmente.

—Bien. Hazlo ya.

Todo el mundo miró por la ventana cuando pasaron por la estación de la calle Veintiocho. Los escasos neoyorquinos que estaban en el andén parecían como petrificados en aquel instante de tiempo.

Maya se volvió hacia Hollis.

—Abre las puertas. Cuando lleguemos a la calle Cuarenta y Dos saltaremos.

—Yo me quedo en el tren —protestó Naz.

—Tú vienes con nosotros —dijo Hollis.

—Olvídalo. No necesito vuestro dinero.

—Yo que tú no me preocuparía por el dinero en estos momentos. —Maya alzó la pistola y apuntó a la rodilla de Naz—. Quiero mantenerme alejada de las cámaras de vigilancia y quiero que bajemos de este tren en la terminal de Gran Central.

Devon desbloqueó el cierre automático después de pasar por la estación de la calle Treinta y tres, y Hollis forzó las puertas y las mantuvo abiertas. Cada pocos metros pasaban bajo un arco de hierro. Tenían la sensación de estar viajando por un pasadizo interminable y sin salida.

—¡De acuerdo! —gritó Devon—. ¡Preparaos!

En la cabina de control había un mando en forma de T. Devon lo agarró y tiró con fuerza. Se oyó un chirrido de metal rozando contra metal, el vagón se estremeció, pero las ruedas siguieron girando. Mientras se acercaban a la estación de la calle Cuarenta y dos, las personas que había en el andén empezaron a apartarse de las vías.

Alice y Sophia fueron las primeras en saltar, seguidas de Vicki, Hollis y Gabriel. El tren había aminorado lo suficiente para que Gabriel cayera de pie. Levantó la vista y vio a Maya empujar a Naz fuera del tren y saltar. Las ruedas del vagón siguieron chirriando mientras se internaba en el túnel.

La gente del andén parecía asustada. Un hombre sacó su móvil y marcó un número.

—¡Vamos! —gritó Maya, y todos echaron a correr.

Capítulo 8

La furgoneta rodeó la barrera de seguridad de cemento y se detuvo en la entrada de la terminal de Grand Central por el lado de la avenida Vanderbilt. El soldado de la Guardia Nacional que vigilaba la estación se acercó, y Nathan Boone hizo un gesto a uno de sus mercenarios, un detective de la policía de Nueva York llamado Ray Mitchell. Mitchell bajó la ventanilla del pasajero y mostró su placa al soldado.

—Acaban de llamarnos —le explicó—. Según parece hay unos traficantes de drogas haciendo de las suyas en la terminal. Alguien ha dicho que llevan con ellos a una niña china. ¿Puede creerlo? Por Dios, si venden crack, que por lo menos se paguen una canguro...

El soldado bajó el arma y sonrió.

—Llevo una semana aquí —dijo—, y me parece que todo el mundo está un poco loco.

El conductor, un mercenario sudafricano llamado Vanderpoul, se quedó al volante mientras Boone se apeaba del vehículo con Mitchell y el compañero de este, el detective Krause.

Ray Mitchell era un hombre pequeño y hablador, al que le gustaban los trajes de marca. Krause era todo lo contrario: un policía corpulento y rubicundo que parecía permanentemente malhumorado.

Boone pagaba una cantidad extra a ambos todos los meses y les daba alguna que otra bonificación por el trabajo extra.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Krause—. ¿Adónde irán después de haber saltado de ese vagón?

—Un momento —repuso Boone. Su intercomunicador le enviaba constantemente información de sus otros equipos de mercenarios, así como del centro de informática que la Hermandad tenía en Berlín. Sus técnicos habían pirateado la red de vigilancia de tráfico de Nueva York y estaban utilizando sus programas de escaneo para buscar a los fugitivos—. Siguen en la estación del metro, a nivel de tránsito —dijo al cabo de unos segundos—. Las cámaras los están grabando en tiempo real mientras se dirigen hacia el tren lanzadera.

—Entonces ¿qué? ¿Vamos al tren lanzadera?

—Todavía no. Maya sabe que la estamos siguiendo, y eso influirá en su comportamiento. Lo primero que hará será alejarse de las cámaras.

Mitchell sonrió y se volvió hacia su compañero.

—Y por eso la vamos a coger.

Boone alargó la mano y sacó de la parte de atrás de la furgoneta un maletín de aluminio que contenía el equipo de rastreo por radio y tres visores infrarrojos.

—Entremos. Voy a ponerme en contacto con el equipo de respuesta aparcado en la Quinta Avenida.

Los tres hombres entraron en la terminal y bajaron por una de las amplias escaleras de mármol diseñadas siguiendo el estilo de la Ópera de París. Mitchell alcanzó a Boone cuando este llegó al vestíbulo principal.

—Quiero dejar las cosas claras —dijo—. Nosotros lo acompañaremos por toda la ciudad y le allanaremos el camino, pero no quitaremos de en medio a nadie.

—No les pido que lo hagan. Solo pretendo que se ocupen de las autoridades.

—No hay problema. Me pondré en contacto con la policía de tránsito y les diré que estamos en la terminal.

Mitchell se colgó la placa del bolsillo superior de la chaqueta y se internó a toda prisa por uno de los corredores. Krause permaneció junto a Boone, como un gigantesco guardaespaldas, mientras se acercaban al mostrador central de información con un reloj de cuatro caras montado en el techo. El tamaño del vestíbulo principal, sus ventanas arqueadas, sus suelos de mármol blanco y sus paredes de piedra, todo confirmaba el convencimiento de Boone de que su bando era el que iba a salir vencedor de aquella guerra secreta. Millones de personas pasaban por aquella terminal todos los años, pero solo unas pocas sabían que el edificio en sí mismo constituía una sutil demostración del poder de la Hermandad.

Uno de los más fervientes partidarios de la Hermandad en Estados Unidos, a comienzos del siglo XX, fue William K. Vanderbilt, el magnate de los ferrocarriles que encargó la construcción de la terminal de Grand Central. Vanderbilt ordenó que la bóveda del gran vestíbulo principal, a una altura de cinco pisos, fuera decorada con las constelaciones del zodíaco. Se suponía que la disposición de las estrellas era la misma que la del cielo mediterráneo en la época de Cristo. Sin embargo, nadie, ni siquiera los astrólogos egipcios del siglo i, había visto nunca semejante disposición, pues el zodíaco de la bóveda estaba completamente al revés.

A Boone le divertía leer las distintas teorías que intentaban explicar por qué las estrellas aparecían de ese modo. La más popular decía que el pintor había copiado un dibujo hallado en un manuscrito medieval y que las estrellas se mostraban desde el punto de observación de alguien situado fuera del sistema solar. Nadie había explicado nunca por qué los arquitectos de Vanderbilt permitieron que apareciera esa extraña configuración en una obra tan importante.

Pero la Hermandad sabía que el diseño del cielo de la bóveda no tenía nada que ver con ninguna ilustración medieval. Las constelaciones se hallaban correctamente situadas para alguien que estuviera oculto dentro de la bóveda y que mirara a los viajeros que se dirigían a tomar el tren. La mayoría de las estrellas eran bombillas parpadeantes sobre un fondo azul, pero también había una docena de agujeros por los que espiar. En el pasado, la policía y los guardias de seguridad de los ferrocarriles utilizaban prismáticos para seguir los movimientos de los sospechosos. En esos momentos, todos los ciudadanos eran rastreados con escáneres y otros dispositivos electrónicos. El zodíaco invertido significaba que solo los observadores de las alturas veían el universo correctamente. Todos los demás daban por hecho que las estrellas estaban en la posición que les correspondía.

Una llamada sonó en el teléfono por satélite, y un antiguo soldado inglés llamado Summerfield susurró al oído de Boone. El equipo de respuesta había llegado a la entrada de Vanderbilt y había aparcado detrás de la furgoneta. Boone contaba para aquella operación básicamente con los mismos hombres con los que trabajó en Arizona. La operación de New Harmony había sido buena para la moral: la violencia había servido para unir a un grupo de mercenarios de distintas nacionalidades y antecedentes.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Summerfield.

—Divídanse en dos grupos y entren por lugares distintos. —Boone contempló el panel de horarios—. Nos encontraremos cerca de la vía treinta, la del tren que va a Stamford.

—Creía que se dirigían al tren lanzadera.

—Lo único que Maya quiere es proteger al Viajero. Se ocultará lo más rápidamente posible. Eso significa bajar a un túnel o encontrar una zona de mantenimiento.

—¿El objetivo sigue siendo el mismo?

—Todos, salvo Gabriel, se hallan en la categoría de exterminio inmediato.

Summerfield desconectó el teléfono, y Boone recibió otra llamada de su equipo de internet. Maya y los otros fugitivos habían llegado al sector del tren lanzadera y estaban esperando en el andén. Boone había matado a Thorn, el padre de Maya, en Praga, el año anterior, y sentía una extraña vinculación personal con la joven. No era tan dura como su padre, y eso podía deberse a que se había resistido a convertirse en Arlequín. Pero Maya ya había cometido un error, y la siguiente decisión que tomara sería su perdición.

Capítulo 9

Naz había guiado a Maya y al resto del grupo a través de un laberinto de escaleras y pasadizos hacia la lanzadera de Times Square. El andén era una zona con intensa iluminación; el tren podía partir de cualquiera de las tres vías paralelas. El suelo, de hormigón gris, estaba salpicado de restos ennegrecidos de chicle que formaban un desordenado mosaico. A unos metros de distancia, un grupo de indígenas con instrumentos de percusión metálicos tocaban un calipso.

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