Authors: John Twelve Hawks
—¿Cómo puedo saber que me estás diciendo la verdad?
—Eres un Viajero, Gabriel. Puedes mirar mi rostro y ver que no estoy mintiendo.
—No creí que necesitara llegar a eso. No contigo.
Gabriel se levantó del sofá y regresó a su camastro. Se acostó, pero le resultó difícil conciliar el sueño. Sabía que Maya se preocupaba por él, pero no parecía comprender lo mucho que deseaba encontrar a su padre. Solo su padre podría decirle lo que se suponía que tenía que hacer ahora que era un Viajero. Era consciente de que estaba cambiando, convirtiéndose en una persona diferente; lo que no sabía era el porqué.
Cerró los ojos y soñó que su padre caminaba por las calles de Nueva York. Lo llamó y corrió tras él, pero su padre estaba demasiado lejos para que pudiera oírlo. Matthew Corrigan dobló una esquina y, cuando Gabriel llegó allí, su padre se había esfumado.
Dentro del sueño, se vio de pie bajo una farola; el negro pavimento de la calle centelleaba con la lluvia. Miró alrededor y vio una cámara de vigilancia en lo alto de un edificio. Había otra cámara en la farola y media docena más repartidas en distintos puntos de la calle. Fue entonces cuando supo que Michael también estaba buscando. Pero su hermano contaba con las cámaras, los escáneres y todos los artilugios de la Gran Máquina. Era como una carrera, una terrible competición entre ellos dos. Y no había manera de que él pudiera ganarla.
Aunque a veces los Arlequines se veían a sí mismos como los últimos defensores de la historia, sus conocimientos históricos se basaban más en la tradición que en los hechos descritos en los libros de texto. Maya, que se había criado en Londres, había memorizado los puntos de la ciudad donde habían tenido lugar las ejecuciones. Su padre le había mostrado todos esos lugares durante las clases diarias de lucha callejera y entrenamiento con armas. Tyburn era para los felones; la Torre de Londres, para los traidores; los cadáveres descuartizados de los piratas colgaban durante años de los muelles de Wapping. En distintos momentos de la historia, las autoridades habían ejecutado a católicos, a judíos y a una larga lista de disidentes que adoraban un dios diferente o predicaban una visión distinta del mundo. Cierto lugar de West Smithfield se reservaba para la ejecución de los herejes, las brujas, las mujeres que habían matado a sus maridos, así como de los anónimos Arlequines que habían dado su vida protegiendo a los Viajeros.
En el momento en que entró en el edificio de los tribunales de lo penal de Lower Manhattan, Maya sintió la misma sensación de sordidez acumulada. Nada más cruzar la entrada principal, se detuvo y levantó la vista hacia el reloj que colgaba del techo, a una altura de dos pisos. Los muros de mármol blanco, los apliques de iluminación estilo art déco y la ornamentada barandilla de la escalera reflejaban la sensibilidad de una época anterior. Luego, bajó los ojos y estudió el mundo que la rodeaba: la policía y los criminales, los alguaciles y los abogados, las víctimas y los testigos, todos avanzando apresuradamente hacia el arco detector de metales de la entrada.
Dimitri Aronov era un hombre mayor y gordo, con tres mechones de pelo grasiento pegados a la calva. El antiguo inmigrante ruso llevaba en la mano un ajado maletín de cuero. Cuando pasaba bajo el arco, se detuvo un instante y lanzó una breve mirada a Maya por encima del hombro.
—¿Qué le pasa? —preguntó el guardia—. Siga caminando.
—Desde luego, agente. Desde luego.
Aronov atravesó el arco. Luego, se detuvo de nuevo, suspiró, alzó los ojos como si acabara de recordar que se había dejado unos papeles importantes en el coche, y salió del control siguiendo a Maya hacia la puerta giratoria de la entrada. Durante unos instantes permanecieron en lo alto de la escalinata exterior contemplando la línea del horizonte de Lower Manhattan. Eran las cuatro de la tarde. Grandes nubarrones flotaban sobre la ciudad; el sol no era más que una mancha de luz en el oeste.
—Bueno, ¿qué opina, señorita Strand?
—Prefiero no opinar... todavía.
—Acaba de verlo con sus propios ojos. Ni alarmas, ni arresto.
—Echemos un vistazo al producto.
Descendieron por la escalinata, zigzaguearon entre los coches atascados que abarrotaban Centre Street y caminaron hasta un pequeño parque en el centro de la plaza. Antaño, el parque de Collect Pond era una gran laguna a la que iban a parar las aguas fecales. Seguía siendo un lugar oscuro, rodeado de altos edificios que lo sumían en sombras. Aunque varios carteles advertían de la prohibición de dar de comer a las palomas, los pájaros volaban en bandada de un lado a otro y picoteaban el suelo.
Aronov y Maya se sentaron en un banco, fuera del alcance de las dos cámaras de seguridad del parque. El hombre depositó el maletín en el banco e hizo un ademán de invitación.
—Por favor, inspeccione la mercancía.
Maya lo abrió. Dentro había una pistola; parecía una automática de 9 mm. El arma tenía dos cañones superpuestos y una empuñadura antideslizante. Cuando la cogió, descubrió que era muy ligera, casi como una pistola de juguete.
Aronov empezó a hablar con la cadencia de un vendedor.
—El chasis, la empuñadura y el gatillo son de plástico de alta densidad. Los dos cañones, los cerrojos y el gatillo están hechos de cerámica ultra dura, tan resistente como el acero. Como ha podido ver, puede pasar por cualquier detector de metales. Los aeropuertos no son cosa fácil. La mayoría de ellos disponen de escáneres y aparatos de onda milimétrica. Pero puede desmontar el arma en dos o tres partes y esconderlas en el interior de un ordenador portátil.
—¿Qué dispara?
—Las balas han sido siempre el problema. La CIA ha diseñado el mismo tipo de arma utilizando un sistema sin casquillo. Curioso, ¿verdad? Se supone que combaten el terrorismo, así que han creado el arma perfecta para el terrorismo. Sin embargo, mis amigos de Moscú han optado por una solución menos sofisticada. ¿Me permite?
Aronov metió la mano en el maletín. Tiró del cerrojo de la pistola y dejó a la vista lo que parecía un pequeño cigarro marrón con la punta negra.
—Esto es un cartucho de papel con una bala de cerámica. Imagínese una versión moderna del sistema empleado en los antiguos mosquetes de avancarga. El propelente arde en dos fases y lanza la bala por el cañón. Recargarlo es lento, de modo que... —Aronov armó el segundo cerrojo con la mano izquierda-solo podrá hacer dos disparos seguidos. De todas maneras, no necesitará más. Este proyectil atravesará el objetivo como un fragmento de metralla.
Maya se apartó del maletín y miró alrededor por si alguien los estaba observando. La fachada gris del edificio de los tribunales se alzaba tras ellos. En la calle, estacionados en doble fila, había numerosos coches de policía y los autobuses blancos y azules destinados al traslado de los presos. Oyó el tráfico que rodeaba el pequeño parque y percibió el aroma de la colonia de Aronov mezclado con el de las hojas húmedas.
—Impresionante, ¿verdad?
—¿Cuánto?
—Doce mil dólares. En metálico.
—¿Por una pistola? Eso es absurdo.
—Mi querida señorita Strand... —el ruso sonrió y meneó la cabeza—, le será muy difícil, por no decir imposible, encontrar a otra persona que le venda un arma como esta. Además, usted y yo ya hemos hecho negocios, y sabe que mi mercancía es de la mejor calidad.
—Ni siquiera sé si esta pistola dispara de verdad.
Aronov cerró el maletín y lo dejó en el suelo, junto a sus pies.
—Si lo desea, puedo llevarla hasta el garaje de un amigo mío, en New Jersey. No hay vecinos, y las paredes son gruesas. Las balas son caras, pero permitiré que dispare un par antes de que me dé el dinero.
—Tengo que pensarlo.
—Esta tarde, a las siete, pasaré en coche por delante de la entrada del Lincoln Center. Si está usted allí, le haré una oferta especial solo para esta noche: diez mil dólares y seis balas.
—Una oferta especial son ocho mil.
—Nueve.
Maya asintió.
—Se los pagaré si todo resulta como ha prometido.
Mientras salía del parque y cruzaba Centre Street, Maya llamó a Hollis por el móvil. Él contestó en el acto, pero no habló.
—¿Dónde estás? —preguntó ella.
—Columbus Park.
—Estaré allí en cinco minutos.
Guardó el teléfono en el bolso que llevaba al hombro y cogió su generador de números aleatorios, un artilugio electrónico del tamaño de una caja de cerillas que llevaba colgado al cuello.
Maya y los demás Arlequines llamaban a sus enemigos la Tabula porque para esa gente la conciencia era una tabla rasa donde ellos podían grabar sus mensajes de miedo y odio. Mientras que la Tabula creía que todo podía ser controlado, los Arlequines cultivaban la filosofía del azar. A veces tomaban sus decisiones lanzando un dado o con la ayuda de un generador de números aleatorios.
«Un número impar significa a la izquierda», se dijo Maya, «par, a la derecha». Apretó el botón del aparato y, cuando en la pantalla apareció «365», torció a la izquierda por Hogan Place.
Tardó diez minutos en llegar a Columbus Park, un parche de asfalto rectangular con algunos árboles de aspecto lamentable a unas cuantas manzanas al este de Chinatown. A Gabriel le gustaba pasear por allí al atardecer, cuando el parque se llenaba de ancianos chinos, hombres y mujeres, que establecían complejas alianzas en función de si provenían o no de la misma aldea o provincia. Cuchicheaban mientras daban cuenta de los tentempiés que llevaban en bolsas de plástico y jugaban al mah-jong o al ajedrez.
Hollis Wilson estaba sentado en uno de los bancos. Llevaba una cazadora negra de cuero que le servía para ocultar la automática del calibre 45 que le había vendido Dimitri Aronov. Cuando Maya lo conoció en Los Ángeles, Hollis llevaba el pelo largo y vestía a la moda. En Nueva York, Vicki le cortó el pelo, y él aprendió una de las normas básicas de los Arlequines en cuanto a ocultación: viste o lleva siempre algo que sugiera una identidad falsa. Aquella tarde, se había puesto un par de chapas en la cazadora en las que se leía: ¿quieres perder peso? ¡Prueba la dieta de la hierba! Tan pronto como los neoyorquinos veían aquellas chapas, apartaban la vista.
Mientras vigilaba a Gabriel, Hollis estudiaba una fotocopia de El camino de la espada, las meditaciones sobre el combate escritas por Sparrow, el legendario Arlequín japonés. Maya había crecido con aquel libro, y su padre no había dejado de repetirle la famosa frase de Sparrow de que los Arlequines debían cultivar la imprevisibilidad. A Maya la irritaba que Hollis intentara apropiarse de aquella parte fundamental de su entrenamiento.
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí? —le preguntó.
—Unas dos horas.
Miraron hacia el otro lado del parque, donde Gabriel jugaba al ajedrez con un anciano chino. También el Viajero había cambiado su aspecto desde su llegada a Nueva York. Vicki le había cortado el pelo muy corto, y Gabriel solía llevar gafas de sol y una gorra de lana. Cuando se conocieron en Los Ángeles, Gabriel llevaba el pelo largo y tenía ese estilo deportivo de los chicos que se dedican a esquiar en invierno y a practicar el surf en verano. En los últimos meses había adelgazado, y en ese momento tenía el aspecto alicaído de alguien que acaba de recuperarse de una larga enfermedad.
Hollis había elegido una buena posición defensiva, con líneas de tiro despejadas hacia cualquier rincón del parque, y Maya se permitió relajarse un rato y disfrutar del hecho de que siguieran con vida. Cuando era pequeña, solía llamar a esos momentos sus «joyas». Las joyas eran aquellas raras ocasiones en que se sentía lo bastante segura para poder disfrutar de algo agradable o hermoso, como una puesta de sol o las noches en que su madre cocinaba un plato especial, como cordero al estilo rogan josh.
—¿Ha pasado algo durante la tarde? —preguntó a Hollis.
—Gabe se quedó leyendo un libro en la habitación. Luego estuvimos charlando de su padre.
—¿Y qué dijo?
—Quiere encontrarlo. Comprendo cómo se siente.
Maya observó atentamente a tres mujeres de edad avanzada que se acercaban a Gabriel. Eran las pitonisas que solían sentarse a la entrada del parque y ofrecían leer el futuro a los transeúntes a cambio de diez dólares.
Siempre que Gabriel pasaba frente a ellas, las mujeres alzaban la mano con la palma ahuecada, como mendigas pidiendo limosna; pero esa tarde simplemente estaban mostrándole su admiración. Una de ellas le dejó una taza de papel con té en la mesa donde jugaba.
—No te preocupes —dijo Hollis—. Lo han hecho otras veces.
—Dará que hablar a la gente.
—¿Y qué? Nadie sabe quién es. Esas pitonisas solo perciben que se trata de alguien con un poder especial.
El Viajero les agradeció el té. Ellas hicieron una ligera reverencia y volvieron a su lugar habitual en la entrada del parque. Gabriel regresó a su partida de ajedrez.
—¿Acudió Aronov a la cita? —preguntó Hollis—. En su mensaje decía que tenía material nuevo.
—Sí. Intentó venderme una pistola de cerámica que puede burlar los detectores de metales. Seguramente es un invento de alguna agencia rusa de seguridad.
—¿Y qué le dijiste?
—No lo he decidido. Se supone que tengo que reunirme con él esta tarde a las siete. Iremos a New Jersey para que pueda disparar unas cuantas veces.
—Un arma así podría sernos útil. ¿Cuánto pide?
—Nueve mil.
Hollis se echó a reír.
—Supongo que no nos hará descuento por buenos clientes...
—¿Crees que deberíamos comprarla?
—Nueve mil dólares en efectivo es mucho dinero. Tendrías que hablar con Vicki. Ella sabe cuánto tenemos y lo que estamos gastando.
—¿Está en el loft?
—Sí. Está preparando la cena. Volveremos cuando Gabriel haya terminado la partida.
Maya se levantó y avanzó sobre la rala hierba hacia donde estaba Gabriel. Cuando no controlaba sus emociones, se sorprendía deseando estar cerca de él. No eran amigos —eso era imposible—, pero tenía la sensación de que Gabriel podía leer en su corazón y verla con claridad.
Gabriel alzó la vista y le sonrió. Fue un instante, pero hizo que se sintieran contentos y disgustados al mismo tiempo. «No seas tonta. Recuerda siempre que estás aquí para cuidar de él, no para interesarte por él», se dijo Maya.
Cruzó Chatham Square, y enfiló hacia East Broadway. Las aceras estaban llenas de turistas y de chinos que compraban alimentos para la cena. Patos asados y pollos colgaban de ganchos al otro lado de los cristales, y Maya estuvo a punto de chocar con un joven oriental que llevaba un lechón envuelto en plástico transparente. Cuando nadie la miraba, abrió la puerta del edificio de Catherine Street y entró. Más llaves, más cerraduras y por fin entró en el loft.