Authors: John Twelve Hawks
—Soy Michael. Quiero hablar con Lars.
—Un momento, por favor —dijo una mujer con acento alemán.
Unos segundos más tarde, Lars respondió. Siempre se mostraba deseoso de ayudar y nunca hacía preguntas impertinentes.
—Estoy en los grandes almacenes Printemps de París —dijo Michael—. Mi objetivo se encuentra en el mostrador de maquillaje. ¿Cómo consigo sus datos personales?
—Deje que eche un vistazo —repuso Lars.
En la esquina inferior derecha de la pantalla apareció una pequeña luz roja. Eso significaba que Lars tenía acceso a la imagen. Con frecuencia, varios técnicos se conectaban simultáneamente al sistema de vigilancia o uno de ellos se dedicaba a fisgar a algún guardia de seguridad aburrido de alguna sala de control en alguna parte. Esos guardias, que se suponía eran la primera línea de defensa contra terroristas y criminales, pasaban buena parte del tiempo siguiendo a las mujeres en los centros comerciales y en los aparcamientos. Si conectabas el sonido, podías oírlos cuchichear entre ellos y reír cuando una mujer con minifalda entraba en un coche deportivo.
—Podríamos reducir su cara a un algoritmo y compararla con los rostros de la base de datos de pasaportes de Francia —explicó Lars—, pero es mucho más fácil piratear el número de su tarjeta de crédito. Conecte la opción de telecomunicaciones especializadas en su monitor personal. Luego, introduzca tanta información como pueda: fecha, hora, situación... El programa Carnivore rastreará el número tan pronto como sea transmitido.
La dependienta de los grandes almacenes pasó la tarjeta de crédito de la joven por el lector magnético, y en la pantalla aparecieron unos números.
—Ahí está —dijo Lars, como si fuera un prestidigitador que acabara de enseñarle un truco a un aprendiz—. Ahora haga doble clic en...
—Sé lo que tengo que hacer.
Michael movió el cursor hasta el botón de información cruzada y al instante empezaron a aparecer datos complementarios. El nombre de la joven era Clarisse Marie du Portail. Veintitrés años. Sin problemas crediticios. Su número de teléfono. Su dirección. El programa tradujo del francés al inglés las cosas que había comprado con la tarjeta de crédito durante los últimos tres meses.
—Mire eso —dijo Lars. Una ventana en la esquina superior derecha de la pantalla mostraba una imagen granulosa de una cámara de vigilancia en una calle—. ¿Ve ese edificio? Ahí es donde vive. Tercer piso.
—Gracias, Lars. Puedo ocuparme del resto.
—Si repasa el extracto de la tarjeta de crédito, verá que ha pagado una visita a una clínica de belleza. ¿Quiere que averigüe si toma píldoras anticonceptivas o si ha tenido un aborto?
—Gracias, pero no será necesario.
La pequeña luz roja desapareció de la pantalla, y Michael volvió a quedarse a solas con Clarisse, que llevaba en la mano una pequeña bolsa con el maquillaje. Siguió recorriendo los grandes almacenes y tomó la escalera mecánica. Michael tecleó nuevos datos y cambió de cámara. Un mechón de cabello oscuro caía sobre la frente de Clarisse; casi le tocaba los ojos. Se lo apartó con la mano y miró los productos expuestos a su alrededor. Michael se preguntó si estaría buscando un vestido para una ocasión especial. Con un poco más de ayuda por parte de Lars, podría acceder a su correo electrónico.
La puerta controlada electrónicamente se abrió y entró Kennard Nash. Había sido general del ejército y consejero de seguridad nacional, y en esos momentos era el presidente del comité ejecutivo de la Hermandad. A Michael, su recia complexión y sus bruscas maneras le hacían pensar en un entrenador de fútbol.
Michael cambió la imagen a otra cámara de vigilancia —adiós, Clarisse—, pero al general le había dado tiempo de ver a la joven. Sonrió como el tío tolerante que sorprende a su sobrino hojeando una revista para hombres.
—¿Cuál es la ubicación? —preguntó.
—París.
—¿Es guapa?
—Mucho.
Mientras Nash se acercaba a Michael, su tono se hizo más serio.
—Tengo algunas noticias que pueden interesarle, Michael. El señor Boone y su gente acaban de terminar con éxito una investigación de campo en la comunidad de New Harmony, en Arizona. Según parece, su hermano y la Arlequín estuvieron por allí hace unos meses.
—¿Y dónde están ahora?
—No lo sabemos exactamente, pero nos estamos acercando. Un análisis de los mensajes de correo electrónico almacenados en un ordenador portátil nos ha revelado que es posible que Gabriel se encuentre a pocos kilómetros de aquí, en Nueva York. Todavía no disponemos de la capacidad informática necesaria para escanear el mundo entero, pero ahora podemos centrarnos en esa ubicación.
Michael, al ser un Viajero, poseía ciertas habilidades que lo ayudaban a sobrevivir. Si se relajaba de una manera concreta, si no pensaba y se limitaba a observar, era capaz de ver los cambios que se operaban en un microsegundo en la expresión facial de la gente. Podía saber si alguien mentía, y podía detectar los pensamientos y las emociones que la gente ocultaba en su vida diaria.
—¿Cuánto tiempo llevará localizar a mi hermano? —preguntó.
—No sabría decirlo, pero hemos dado un paso importante. Hasta ahora lo buscábamos en Canadá y México. Nunca se me ocurrió que se dirigirían a Nueva York. —Nash soltó una risa por lo bajo—. Esa Arlequín está loca.
En ese momento, en la mente de Michael el mundo empezó a ralentizarse. Vio una ligera vacilación en la sonrisa de Nash, una rápida mirada hacia la izquierda y el atisbo de una mueca burlona. Quizá el general no estuviera mintiendo, pero no había duda de que ocultaba algo que le hacía sentirse superior.
—Dejemos que algún otro acabe el trabajo en Arizona —dijo Michael—. Creo que el señor Boone debería tomar el primer avión a Nueva York.
Nash sonrió de nuevo como si tuviera un as en la manga.
—El señor Boone se quedará allí unos días más para evaluar cierta información adicional. Su equipo encontró una carta mientras registraba el lugar. —Nash hizo una pausa y dejó que el silencio subrayara sus palabras.
Michael observó los ojos del general.
—¿Y por qué es eso tan importante?
—La carta es de su padre. Ha estado ocultándose de nosotros durante mucho tiempo, pero al parecer sigue con vida.
—¿Qué? ¿Está seguro? —Michael saltó de la butaca y corrió hacia Nash. ¿Estaba diciéndole el general la verdad o aquello era solo otro test de lealtad? Examinó el rostro de Nash y los movimientos de sus ojos. Su actitud era de superioridad y orgullo; parecía estar disfrutando de aquella demostración de autoridad—. Bueno, ¿dónde está? ¿Cómo podemos localizarlo?
—No lo sé todavía. Ignoramos cuándo escribió la carta. Boone no ha encontrado el sobre con el matasellos o la dirección del remitente.
—Pero ¿qué dice la carta?
—Su padre inspiró la fundación de New Harmony. Quería dar ánimos a sus amigos y advertirles sobre la Hermandad. —Nash observó a Michael pasear arriba y abajo por la sala—. No parece que la noticia le haga especialmente feliz.
—Después de que los mercenarios de la Hermandad incendiaran nuestra casa, Gabe y yo seguimos alimentando la fantasía de que nuestro padre seguía con vida. Nos convencimos de que había sobrevivido y que nos buscaba mientras nosotros íbamos de una punta a la otra del país. Cuando me hice mayor, comprendí que nuestro padre no me ayudaría y que debía salir adelante solo.
—Entonces decidió que había muerto, ¿no?
—No sé adónde se fue, pero no volvió. Para mí era como si hubiera muerto.
—Quién sabe, tal vez podamos organizar una reunión familiar.
A Michael le dieron ganas de agarrar a Nash por las solapas, estrellarlo contra la pared y borrar aquella sonrisa de su cara, pero se limitó a apartarse y a recobrar la compostura. Seguía siendo un prisionero, pero eso podía cambiar. Debía reafirmar su posición y dirigir a la Hermandad en una dirección determinada.
—Supongo que han matado a todos los habitantes de New Harmony. ¿Me equivoco?
A Nash pareció disgustarle el crudo lenguaje de Michael.
—El equipo de Boone cumplió todos sus objetivos.
—¿Y la policía está al tanto de lo ocurrido? ¿Ha aparecido en las noticias?
—¿Por qué le preocupa eso, Michael?
—Le estoy diciendo cómo encontrar a Gabriel. Si los medios de comunicación no saben qué ha pasado, Boone debería encargarse de que se enteraran.
Nash asintió.
—Eso forma parte del plan.
—Conozco a mi hermano. Gabriel visitó New Harmony y se reunió con la gente que vivía allí. Las noticias de lo ocurrido le afectarán. Reaccionará, hará algo obedeciendo a un impulso. Tenemos que estar preparados.
Gabriel y sus amigos estaban viviendo en Nueva York. Un sacerdote de la congregación de Vicki llamado Óscar Hernández lo había dispuesto todo para que pudieran instalarse en un
loft
industrial de Chinatown. La tienda de comestibles de la planta baja aceptaba apuestas de deportes, de modo que tenía cinco líneas telefónicas —todas registradas a nombres distintos—, además de fax, escáner y cinco conexiones a internet de alta velocidad. A cambio de una modesta cantidad, el tendero les había permitido utilizar aquellos recursos electrónicos para completar sus nuevas identidades. Chinatown era un buen lugar para ese tipo de transacciones porque todos los comerciantes preferían que les pagaran en efectivo en vez de con tarjetas de crédito, que eran monitorizadas por la Gran Máquina.
El resto del edificio estaba ocupado por diferentes negocios que utilizaban a inmigrantes ilegales como mano de obra. En el primer piso había un taller de confección clandestino, y el tipo del segundo pirateaba DVD. Durante el día entraban y salían desconocidos del edificio constantemente pero por la noche estaba desierto.
El
loft
del cuarto piso era un espacio largo y estrecho, tenía el suelo de madera pulida y ventanas a ambos extremos. Anteriormente había sido utilizado por un fabricante de falsos bolsos de diseño, y cerca del baño seguía habiendo una máquina de coser industrial atornillada al suelo. Unos días después de su llegada, Vicki colgó unas lonas de unos cables y creó dos dormitorios, uno para Hollis y Gabriel, y el otro para ella y Maya.
Maya había resultado herida durante el ataque al Centro de Investigación de la Fundación Evergreen, y su recuperación fue una serie de pequeñas victorias. Gabriel todavía recordaba la primera noche que Maya fue capaz de levantarse y caminar hasta una silla para cenar, lo mismo que el primer día que pudo ducharse sin la ayuda de Vicki. Dos meses después de su llegada, ya podía salir del edificio con los demás y avanzar cojeando por Mosco Street hasta la Hong Kong Cake Company, donde permanecía de pie —vacilante pero sin ayuda-y esperaba a que la anciana china preparara galletas parecidas a los creps en una parilla de hierro negra.
El dinero no era un problema. Habían recibido dos envíos de billetes de cien dólares que les había mandado Linden, un Arlequín que vivía en París. Siguiendo instrucciones de Maya, se fabricaron nuevas identidades que incluían certificados de nacimiento, pasaportes, permisos de conducir y tarjetas de crédito. Vicki y Hollis encontraron un apartamento de apoyo en Brooklyn y alquilaron apartados postales. Cuando todos los miembros del grupo tuvieran los documentos necesarios para acreditar dos identidades falsas, se marcharían de Nueva York y buscarían una casa segura en Canadá o en Europa.
A veces, Hollis se echaba a reír y decía que eran Los cuatro fugitivos, y entonces Gabriel pensaba que se habían hecho amigos. Algunas noches, cada uno cocinaba un plato, organizaban una comilona y después jugaban a las cartas y bromeaban sobre a quién le tocaría lavar los platos. Incluso Maya sonreía de vez en cuando y se convertía en parte del grupo. En esos momentos, Gabriel podía olvidarse de sí mismo, olvidar que era un Viajero y Maya una Arlequín y de que su vida anterior había desaparecido para siempre.
Todo cambió un miércoles por la noche. El grupo había pasado un par de horas en un club de jazz del West Village. Mientras caminaban de regreso a Chinatown, un camión de reparto de prensa arrojó sobre la acera un paquete de diarios sensacionalistas. Gabriel paseó la mirada por los titulares y se detuvo en seco.
¡MATARON A SUS HIJOS!
67 personas mueren en un suicidio ritual en Arizona.
El artículo de la primera página trataba de lo ocurrido en New Harmony, adonde Gabriel había ido solo unos meses antes en busca de una Rastreadora llamada Sophia Briggs. Compraron tres diarios distintos y volvieron a toda prisa al
loft.
Según la policía de Arizona, la razón de la tragedia era el fanatismo religioso. La prensa había entrevistado a los antiguos vecinos de las familias fallecidas. Todos coincidían: los que vivían en New Harmony tenían que estar locos, pues habían abandonado un buen trabajo y una casa bonita para irse a vivir al desierto.
Hollis releyó la información del
New York Times.
—Aquí dice que las armas estaban a nombre de los habitantes de New Harmony.
—Eso no demuestra nada —contestó Maya.
—La policía encontró un vídeo de una mujer inglesa —continuó Hollis—. Por lo visto es una especie de discurso sobre la necesidad de acabar con el diablo.
—Martin Greenwald me envió un correo electrónico hace unas semanas —comentó Maya—. No había ningún indicio de que tuvieran problemas.
—No sabía que habías tenido noticias de Martin —dijo Gabriel, sorprendido. Vio que el rostro de Maya cambiaba y supo que les ocultaba algo importante.
—Pues sí.
Se levantó para evitar la mirada de Gabriel y fue hasta la cocina.
—¿Y qué te decía en ese mensaje?
—Mira, tomé una decisión. Pensé que era mejor...
Gabriel se levantó y fue hacia ella.
—¡Dime qué te decía!
Maya estaba cerca de la puerta que daba a la escalera. Gabriel se preguntó si escaparía corriendo antes que responder a sus preguntas.
—Martin recibió una carta de tu padre —dijo Maya—. Le preguntaba por la gente de New Harmony.
Durante unos instantes, Gabriel tuvo la sensación de que el
loft
, el edificio, la ciudad entera se habían desvanecido y él volvía a ser un chiquillo; de pie en la nieve, miraba a un búho volar en círculos por encima de las humeantes ruinas de lo que había sido su hogar. Su padre se había marchado, había desaparecido para siempre.