Authors: John Twelve Hawks
El capitán Foley descargó un par de sacos de turba y los dejó cerca de la verja.
—Esto no tiene buena pinta —comentó—. La más alta es la abadesa, la que dirige el cotarro.
Una de las religiosas se acercó a la abadesa, recibió una orden y se apresuró a descender hasta la verja.
—¿Qué pasa? —preguntó Gabriel.
—Que se acabó, joven —respondió Foley—. No los quieren aquí.
El capitán se quitó la gorra con la que se cubría la calva y se acercó a la verja. Hizo una leve inclinación y habló brevemente y en voz baja con la religiosa. Al cabo de un instante, se volvió hacia Maya con aire sorprendido.
—Discúlpeme, señorita. Lamento lo que le he dicho. La abadesa requiere su presencia en la capilla.
La abadesa había desaparecido, pero las otras tres monjas cargaron cada una con un saco de turba y empezaron a subir por la escalera. Maya, Gabriel, Vicki y Alice las siguieron; el capitán Foley se quedó esperando en el embarcadero.
En el siglo vi, los monjes guiados por san Columba construyeron una escalera que conducía desde el mar hasta lo alto de la isla. La piedra caliza estaba veteada de pizarra y llena de líquenes. Mientras seguían a las monjas, el rumor de las olas desapareció y fue sustituido por el del viento que corría entre las construcciones cónicas de piedra, agitando la hierba, el cardo y la acedera. Skellig Columba recordaba las ruinas de algún antiguo castillo con torres caídas y arcos en ruinas. Las aves marinas habían sido sustituidas por cuervos, que volaban en círculos por encima de ellos y se graznaban unos a otros.
Llegaron a lo alto de un risco y empezaron a descender por el lado norte de la isla. Justo bajo ellos se extendían tres terrazas de unos quince metros de ancho. La primera estaba ocupada por un pequeño jardín y dos depósitos que recogían el agua de lluvia que caía por la pared de roca. En la segunda había cuatro construcciones de piedra sin mortero; parecían enormes colmenas con puertas de madera y ventanas redondas. En la tercera terraza había una capilla; tenía unos veinte metros de longitud y la forma de una barca vuelta boca abajo.
Alice y Vicki se quedaron con las monjas mientras Gabriel y Maya bajaban la escalera que conducía a la capilla. En el interior, el suelo era de roble; el altar estaba en un extremo de la capilla: tres ventanas detrás de una sencilla cruz de oro. Vestida con su hábito, la abadesa los esperaba de pie junto al altar, de espaldas a ellos y con las manos entrelazadas, rezando. La puerta se cerró y todo cuanto oyeron fue el ulular del viento a través de los muros de piedra.
Gabriel se adelantó unos pasos.
—Disculpe, madre. Acabamos de llegar a la isla y necesitamos hablar con usted.
La religiosa desentrelazó las manos y bajó lentamente los brazos. Había algo en sus gestos que era al mismo tiempo grácil e inquietante. Maya cogió al acto el cuchillo que llevaba oculto en la bocamanga. «¡No!», quiso gritar, «¡No!»La religiosa se volvió hacia ellos al tiempo que les arrojaba un negro cuchillo que fue a clavarse en uno de los paneles de madera que recubrían las paredes de piedra, a escasos centímetros por encima de la cabeza del Viajero.
Maya se situó ante Gabriel; tenía el cuchillo de lanzamiento en la mano. Se disponía a arrojarlo cuando reconoció aquel rostro familiar. Una mujer irlandesa de unos cincuenta años. Ojos verdes salvajes, casi locos. Un mechón pelirrojo asomaba por debajo del almidonado griñón. Una boca que sonreía con absoluto desdén.
—Está claro que no estás muy alerta ni preparada —dijo la mujer a Maya—. Unos centímetros más abajo, y tu ciudadano estaría muerto.
—Es Gabriel Corrigan —repuso Maya—. Es un Viajero, como su padre, y tú has estado a punto de matarlo.
—Nunca mato a nadie accidentalmente.
Gabriel miró el cuchillo.
—¿Y quién demonios es usted?
—Es Madre Bendita —explicó Maya—. Una de las últimas Arlequines que quedan con vida.
—Una Arlequín..., claro... —dijo Gabriel en tono despectivo.
—Conozco a Maya desde que era una niña —aclaró madre Bendita——. Yo fui una de las personas que le enseñó cómo entrar en un edificio. Siempre quiso parecerse a mí, pero por lo que he visto le queda mucho que aprender.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Maya—. Linden te cree muerta.
—Eso es lo que pretendía. —Madre Bendita se quitó el negro chal y lo dobló hasta formar un pequeño cuadrado—. Después de que Thorn cayera en la emboscada de Pakistán, comprendí que había un traidor entre nosotros, pero tu padre no me creyó. ¿Quién fue, Maya? ¿Lo sabes?
—Shepherd. Yo lo maté.
—Bien. Espero que sufriera lo suyo. Llegué a esta isla hará unos catorce meses. Cuando la abadesa murió, las monjas me eligieron temporalmente como líder. —Resopló burlonamente—. Las clarisas descalzas llevamos una vida sencilla y piadosa.
—O sea que es una cobarde —intervino Gabriel-y vino aquí para esconderse.
—Qué joven tan imprudente... No me impresionas. Tal vez deberías cruzar las barreras unas cuantas veces más. —Madre Bendita atravesó la capilla, arrancó el cuchillo de la madera y se lo guardó en la funda que ocultaba bajo la ropa—. ¿Ves el altar que hay cerca de la ventana? Contiene un manuscrito miniado escrito supuestamente por san Columba. Mi Viajero deseaba leer ese libro, de modo que tuve que seguirlo hasta este pedazo de roca solitaria.
Gabriel, nervioso, avanzó unos pasos.
—Y ese Viajero es...
—Tu padre, claro. Está aquí. Lo he estado protegiendo.
Gabriel sintió que se le hacía un nudo en el estómago y recorrió la capilla con la vista.
—¿Dónde está?
—No te preocupes. Te llevaré hasta él. —Madre Bendita se quitó unas cuantas horquillas, la toca, y luego agitó la cabeza para liberar la enredada melena pelirroja.
—¿Por qué no le dijo a Maya que mi padre estaba en esta isla?
—Hace mucho que no estoy en contacto con otros Arlequines.
—Mi padre debería haberle dicho que me localizara.
—Pues no lo hizo. —Madre Bendita dejó la toca en una mesa auxiliar, cogió la espada enfundada en su negra vaina y se la colgó del hombro—. ¿Acaso Maya no te lo ha explicado? Los Arlequines solo protegemos a los Viajeros. No intentamos comprenderlos.
Si añadir más, condujo a Maya y a Gabriel fuera de la capilla. Una de las monjas, una irlandesa muy menuda, esperaba sentada en uno de los bancos exteriores mientras sujetaba un rosario y recitaba en silencio sus oraciones.
—¿El capitán Foley sigue en el embarcadero?
—Sí, madre.
—Dile que sus pasajeros se quedarán en la isla hasta que me ponga en contacto con él. Las dos mujeres y la niña dormirán en el cobertizo del almacén. Di a la hermana Joan que prepare cena para el doble de gente.
La religiosa asintió y se alejó a toda prisa sin soltar el rosario.
—Estas mujeres saben obedecer —comentó Madre Bendita—, pero tantos cánticos y oraciones acaban siendo una pesadez. Para tratarse de una orden contemplativa, hablan un montón.
Maya y Gabriel la siguieron por una breve escalera hasta la terraza intermedia del monasterio. Se trataba de una zona de terreno llano donde los monjes de la antigüedad habían construido cuatro grandes cabanas de piedra con forma de colmena y la altura de un autobús londinense de dos pisos. El viento en la isla era constante, y todas las construcciones tenían pesadas puertas de roble y pequeños ventanucos redondos.
No vieron a Vicki ni a Alice por ninguna parte, pero Madre Bendita les dijo que se encontraban en la cabaña donde cocinaban. De una de las construcciones de piedra surgía un hilo de humo que era arrastrado rápidamente por el viento. Siguieron por un camino de tierra y pasaron junto a las dependencias de las monjas y lo que Madre Bendita dijo había sido la celda del santo. La última cabaña, en el extremo de la terraza, era el almacén. La Arlequín se detuvo y contempló a Gabriel como si fuera un animal en un zoo.
—Está dentro.
—Gracias por proteger a mi padre.
Madre Bendita se apartó un mechón de pelo de los ojos.
—Tu gratitud es una emoción innecesaria. Tomé una decisión y acepté mis obligaciones.
Abrió la pesada puerta y los guió hasta el interior del refugio. El suelo era de madera y una estrecha escalera subía a un nivel superior. La única iluminación provenía de los tres ventanucos redondos abiertos en los muros de piedra. Por todas partes había estanterías llenas de latas de comida, y también un generador portátil. Alguien había dejado unas velas en una caja de primeros auxilios. La Arlequín irlandesa cogió una caja de cerillas de madera y la lanzó a Maya.
—Enciende unas cuantas velas —ordenó. A continuación se arrodilló, pasó la mano por la suave superficie de madera hasta que localizó una tabla ligeramente descolorida y la empujó. Un tirador de cuerda quedó al descubierto—. Cuidado, apartaos.
Tiró de la cuerda y abrió una trampilla. Una escalera de piedra se zambullía en la oscuridad.
—¿Qué es esto? —preguntó Gabriel—. ¿Acaso mi padre está prisionero ahí abajo?
—Claro que no. Coge una vela y compruébalo tú mismo.
Gabriel tomó la vela que Maya le ofrecía y bajó por la escalera hasta lo que parecía una bodega con paredes de ladrillo y suelo de tierra. Allí no había nada salvo un montón de cubos de plástico con el mango de acero. Gabriel se preguntó si las monjas los utilizaban para regar el huerto en verano.
—Hola... —llamó. Nadie contestó.
Solo podía continuar en una dirección: a través de otra puerta de roble. Sosteniendo la vela con la mano izquierda, Gabriel la abrió y entró en una estancia mucho más pequeña. Se sentía como si estuviera en un depósito de cadáveres a punto de identificar a un ser querido. Sobre una losa de piedra yacía un cuerpo cubierto por una sábana de algodón. Permaneció inmóvil junto al cuerpo durante unos segundos, luego alargó la mano y retiró la sábana. Era su padre.
Los goznes de la puerta chirriaron cuando Maya y Madre Bendita entraron en la habitación. Las dos Arlequines llevaban velas que proyectaban extrañas sombras en la pared.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Gabriel—. ¿Cuándo murió?
Madre Bendita alzó los ojos al cielo, como si no diera crédito a tanta ignorancia.
—No está muerto. Si apoyas la cabeza en su pecho, oirás que su corazón late cada diez minutos aproximadamente.
—Gabriel no había visto nunca a otro Viajero —explicó Maya.
—Bueno, pues ya lo ha hecho. Ese es el aspecto que tienes cuando viajas a otro dominio. Tu padre lleva meses en este estado. Algo debió de ocurrir. O le gustó lo que encontró y se quedó, o está atrapado y no puede regresar a nuestro mundo.
—¿Cuánto tiempo puede permanecer así?
—Si muere en otro dominio, su cuerpo acabará descomponiéndose. Si sobrevive pero no regresa a este mundo, su cuerpo morirá de viejo. No sería mala cosa que muriera en otro dominio… —Hizo una pausa——. Al menos así podría largarme de esta maldita isla.
Gabriel dio media vuelta y se encaró con Madre Bendita.
—Puede marcharse de esta vida ahora mismo. Váyase al infierno.
—He protegido a tu padre, Gabriel. Habría dado mi vida por él. Pero no esperes que me comporte como si fuera su amiga. Mi responsabilidad exige que sea fría y completamente racional. —Madre Bendita fulminó a Maya con la mirada y salió con grandes zancadas de la habitación.
Gabriel no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba en aquel sótano contemplando a su padre. Haber viajado desde tan lejos para encontrar un cuerpo vacío resultaba tan perturbador que su mente se negaba a aceptarlo. Sintió la infantil tentación de repetir todos sus movimientos: entrar en el refugio de piedra, tirar de la trampilla, bajar por la escalera y encontrar algo distinto.
Al cabo de un rato, Maya cogió el extremo de la sábana y cubrió el cuerpo de Matthew Corrigan.
—Está anocheciendo —dijo con suavidad—. Deberíamos reunimos con las demás.
Gabriel permaneció al lado de su padre.
—Michael y yo siempre soñábamos con el momento en que lo volveríamos a ver. Era nuestro tema de conversación antes de irnos a dormir.
—No te preocupes. Volverá.
Maya tomó a Gabriel del brazo y tiró de él con delicadeza. Fuera, el sol se ponía y hacía frío. Recorrieron juntos el camino de tierra y entraron en la cabaña donde se encontraba la cocina. Era un lugar cálido y acogedor, como el hogar de un amigo. Una rechoncha monja irlandesa llamada Joan acababa de hornear panecillos; los colocó en una bandeja junto con distintas clases de mermeladas caseras. Entretanto, la hermana Ruth, una mujer mayor que llevaba unas lentes muy gruesas, se afanaba en guardar las provisiones que habían descargado de la barca. Abrió la estufa de hierro y echó al fuego varios trozos de turba. El combustible empezó a consumirse con un resplandor anaranjado.
Vicki bajó corriendo del piso de arriba.
—¿Qué ha pasado, Gabriel?
—Hablaremos de eso más tarde —dijo Maya—. Ahora lo que nos gustaría es beber un poco de té.
Gabriel se desabrochó la cazadora y se sentó en un banco junto a la pared. Las dos monjas lo miraron fijamente.
—¿Matthew Corrigan es su padre? —preguntó la hermana Ruth.
—Así es.
—Fue un honor conocerlo.
—Es un gran hombre —añadió la hermana Joan—. Un gran...
—Té, por favor —interrumpió Maya.
Al cabo de un momento, Gabriel sostenía una taza de humeante té. Se produjo un tenso silencio hasta que otras dos monjas entraron con más cajas de provisiones. La hermana Maura era la monja menuda que había permanecido rezando fuera de la capilla, mientras que la hermana Paulina era originaria de Polonia y tenía un acento muy marcado. Mientras vaciaban el contenido de las cajas e inspeccionaban el correo, se olvidaron de la presencia de Gabriel y charlaron animadamente.
Las clarisas descalzas no tenían más posesión que la cruz que llevaban al cuello. Vivían sin agua corriente, instalaciones sanitarias ni electricidad; no obstante, parecían hallar gran alegría en los pequeños placeres de la vida. Por el camino de regreso del embarcadero, la hermana Faustina había recogido flores de brezo, y en ese momento las colocó al borde de cada plato, como una pincelada de color, junto con un panecillo caliente y un trozo de mantequilla irlandesa. Todo estaba perfectamente dispuesto, como en el mejor de los restaurantes, y sin embargo sus gestos habían sido completamente naturales. Para las clarisas descalzas el mundo era hermoso, y negar ese hecho equivalía a negar a Dios.