Authors: John Twelve Hawks
—¿Estás bien, Halo? ¿Quieres que te acompañe a Tyburn?
—No. Hay algo que tengo que hacer, y debo hacerlo solo. No te preocupes, volveré. ¿Qué hay para cenar?
—Puerros —contestó lentamente Ronald—. Puerros, puré y salchichas.
Todas las bicicletas de Vine House tenían nombre y se guardaban en el cobertizo del jardín. Gabriel tomó prestada una llamada Blue Monster y se dirigió hacia el norte del río. La Blue Monster tenía un manillar de moto, un retrovisor de camión y un oxidado chasis pintado de color azul. Su rueda trasera chirriaba constantemente mientras Gabriel pedaleaba por Westminster Bridge y corría entre el tráfico hacia Tyburn Convent. Cuando llegó, una monja de ojos castaños y piel oscura le abrió la puerta.
—He venido a ver la cripta —le dijo Gabriel.
—Imposible —contestó la religiosa—. Estamos a punto de cerrar.
—Mañana tengo que regresar a Estados Unidos. Tenía muchas ganas de verla. ¿No podría dejarme pasar para que diese un vistazo rápido?
—Bueno, en ese caso... —La mujer abrió la puerta y le permitió entrar en la celda que daba acceso a la cripta—. Pero recuerde que solo puede quedarse unos minutos.
Sacó una llave del bolsillo y abrió la verja. Gabriel le hizo unas cuantas preguntas y averiguó que había nacido en España y que había ingresado en la orden a los catorce años. Bajó a la cripta por la escalera de caracol. La monja encendió las luces, y él contempló los huesos, las ropas ensangrentadas y las demás reliquias de los mártires ingleses. Sabía que haber vuelto allí era peligroso. Aquella era su única oportunidad para dar con la pista que lo conduciría hasta su padre.
La hermana Teresa hizo un pequeño discurso sobre el embajador español y las mazmorras de Tyburn. Gabriel asentía con la cabeza, como si escuchara atentamente, mientras se paseaba entre las diferentes vitrinas y expositores. Fragmentos de huesos, un retal de puntilla manchado de sangre, más huesos. No tardó en comprender que no sabía casi nada de la Iglesia católica ni de la historia de Inglaterra. Se sintió como si estuviera en el instituto, a punto de pasar un examen importante sin haber estudiado nada.
—Cuando se inició la Restauración, algunas de las fosas comunes de Tyburn fueron abiertas y...
Los exhibidores de madera de la cripta se habían ido oscureciendo por el paso del tiempo y el contacto de los fieles. Si allí había alguna pista relacionada con su padre, tenía que estar oculta en algo reciente. Mientras daba una vuelta por la sala reparó en una foto con un marco de madera de pino colgada en la pared. En la base del marco había una placa de latón que reflejaba la luz.
Se acercó y examinó la imagen en blanco y negro. Era una pequeña isla rocosa que se había creado al emerger dos montañas del mar. Vio un grupo de edificios de piedra gris, todos con forma de conos invertidos. Desde la distancia parecían enormes hormigueros. En la placa de latón, grabada en letra gótica, figuraba la siguiente inscripción: skellig columba, Irlanda.
—¿Qué es esta foto? —preguntó.
Sorprendida, la hermana Teresa interrumpió sus explicaciones.
—Skellig Columba, una isla en la costa oeste de Irlanda. Hay un convento de clarisas.
—¿Es la orden a la que usted pertenece?
—No. Nosotras somos benedictinas.
—Tenía entendido que todo lo que había en esta cripta estaba relacionado únicamente con su orden o con los mártires ingleses...
La hermana Teresa bajó la mirada y frunció los labios.
—A Dios no le importan los países, solo las almas.
—No lo pongo en duda, hermana, es solo que me parece curioso que haya una foto de un convento irlandés en esta cripta.
—Supongo que tiene razón. No encaja.
—Tal vez la dejó aquí alguien de fuera del convento... —apuntó Gabriel.
La religiosa se metió la mano en el bolsillo y sacó el pesado aro con las llaves.
—Lo siento, señor, pero es hora de que se marche.
Gabriel intentó disimular su nerviosismo mientras seguía a la monja escalera arriba. Segundos más tarde volvía a estar en la calle. El sol se había ocultado tras los árboles de Hyde Park y empezaba a hacer frío. Quitó el candado a la bicicleta y pedaleó por Bayswater Road, hacia la rotonda.
Cuando miró por el retrovisor soldado al manillar, vio a un motorista con una cazadora negra que lo seguía a unos cien metros de distancia. El motorista podría haber acelerado, adelantarlo y perderse en la ciudad, pero prefería ir despacio y pegado a la acera. La visera ahumada del casco le ocultaba el rostro. Gabriel pensó en los mercenarios de la Tabula que lo habían perseguido por Los Angeles hacía tres meses.
Al llegar a Edgware Road, dio un brusco giro y miró el retrovisor. El motorista seguía detrás. La calle estaba congestionada por el tráfico de la hora punta. Los autobuses y los taxis se mantenían muy juntos en su avance hacia el este. Se metió por Blomfield Road, subió a la acera y zigzagueó entre los transeúntes que salían de las oficinas y se dirigían apresuradamente al metro. Una mujer mayor se detuvo y lo reprendió:
—¡Por la calzada, joven!
Pero Gabriel hizo caso omiso de su enfado y siguió hacia la esquina de Warwick Avenue. Una carnicería. Una farmacia. Un restaurante kurdo. Se detuvo, las ruedas derraparon, y escondió rápidamente la Blue Monster tras unas cajas de cartón vacías. Luego echó a correr y cruzó las puertas eléctricas de un supermercado.
Un dependiente lo miró mientras cogía un cesto y se adentraba entre las estanterías. ¿Debía regresar a Vine House? No. La Tabula podía estar esperándolo y mataría a sus nuevos amigos con la misma fría eficiencia con la que habían asesinado a las familias de New Harmony.
Llegó al final del pasillo, giró en la esquina y se topó con el motorista. Era un tipo de aspecto duro, de fuertes brazos y anchos hombros. Llevaba la cabeza rasurada y tenía el rostro surcado de arrugas. Sostenía el casco de oscura visera en una mano y un teléfono vía satélite en la otra.
—No corra, monsieur Corrigan. Tenga, coja esto. —El motorista le tendió el teléfono—. Hable con su amiga —le dijo—, pero no olvide que no debe mencionar ningún nombre.
Gabriel se llevó el teléfono al oído y escuchó el débil crepitar de la estática.
—¿Quién es? —preguntó.
—Estoy en Londres con uno de tus amigos —contestó Maya—. El hombre que te ha dado el teléfono es mi socio.
El motorista sonrió ligeramente y Gabriel comprendió que la persona que lo había seguido era Linden, el Arlequín francés.
—¿Puedes oírme? —preguntó Maya—. ¿Estás bien?
—Sí. Estoy bien —respondió Gabriel—. Me alegro de oír tu voz. He averiguado dónde vive mi padre. Tenemos que ir a buscarlo.
Hollis desayunó en una cafetería y después caminó por Columbus Avenue hasta el Upper West Side. Habían pasado cuatro días desde que Vicki y las demás habían salido rumbo a Londres. Durante ese tiempo, se había trasladado a un hotel barato y había encontrado empleo entre el personal de seguridad de una discoteca del centro. Cuando no estaba trabajando, se dedicaba a ofrecer fragmentos de información a los programas de vigilancia que estaban conectados con la Gran Máquina. Su intención era convencer a la Tabula de que Gabriel seguía en la ciudad. Maya le había explicado que en el argot de los Arlequines había una palabra que definía lo que él estaba haciendo: «alimentar», un término que los pescadores utilizaban cuando arrojaban carnaza al mar para atraer a los tiburones.
El Upper West Side estaba lleno de restaurantes, salones de manicura y Starbucks. Hollis nunca había entendido que hubiera tanta gente dispuesta a pasar el día en aquella cadena de establecimientos bebiendo batidos mientras observaban su ordenador. La mayoría de los clientes parecían demasiado mayores para ser estudiantes y demasiado jóvenes para estar jubilados. Alguna vez había echado un vistazo por encima del hombro de alguno de ellos para ver a qué se dedicaban con tanto ahínco. Empezaba a creer que todos los habitantes de Manhattan escribían el mismo guión cinematográfico sobre los problemas sentimentales de la clase media.
En el Starbucks de la Ochenta y seis con Columbus encontró a Kevin el pescador sentado a una mesa con su portátil. Kevin era un joven flaco y muy pálido que comía, dormía y de vez en cuando se lavaba las axilas en los distintos Starbucks de la ciudad. Su hogar era Starbucks y no conocía otra realidad fuera de esas cafeterías y sus zonas WiFi. Cuando Kevin no estaba echando una cabezada o empujando su carro de la compra hacia un nuevo Starbucks, es que estaba conectado a internet.
Hollis cogió una silla y la acercó a la mesa. El Pescador alzó la mano izquierda y agitó los dedos para indicar que había captado la presencia de otro ser humano. Sus ojos siguieron clavados en la pantalla mientras tecleaba con la mano derecha. Kevin acababa de piratear los archivos de una agencia de casting y estaba descargando fotografías de actores de Nueva York, todos guapos pero desconocidos. A partir de esas fotos, Kevin creaba perfiles en las páginas web para solteros. En ellas, los actores se convertían en médicos, abogados y banqueros deseosos de dar largos paseos por la playa y casarse. Miles de mujeres de todo el mundo enviaban sus mensajes intentando captar la atención de Kevin.
—¿Qué tienes, Kevin?
—Una ricachona de Dallas —contestó con su voz aguda y nasal—. Quiere que vuele a París y nos encontremos por primera vez bajo la torre Eiffel.
—Suena romántico.
—La verdad es que es la octava mujer que conozco por internet que quiere que nos conozcamos en París o en la Toscana. Todas deben de ver las mismas películas. Échame una mano. Dime un buen signo del zodíaco.
—Sagitario.
—Bien. Perfecto. —Kevin tecleó otro mensaje y apretó el botón para enviar—. ¿Tienes otro trabajo para mí?
La Gran Máquina les había obligado a crear un sistema para enviar comunicaciones a través de internet sin que pudieran ser rastreadas. Cada vez que alguien utilizaba un ordenador para enviar correos electrónicos o para buscar información, la señal era identificada por la dirección IP exclusiva de cada aparato. Y todas las direcciones IP que llegaban a manos del gobierno o de las grandes corporaciones quedaban registradas para siempre. Una vez que la Tabula disponía de una dirección IP, contaba con un poderoso instrumento para rastrear la actividad en internet.
Para mantener el anonimato en su actividad cotidiana, los Arlequines podían acudir a los cibercafés o a las bibliotecas públicas; sin embargo, los pescadores como Kevin proporcionaban otro nivel de seguridad. Los tres ordenadores que tenía Kevin los había adquirido mediante intercambio, y eso los hacía difíciles de rastrear; además, el Pescador utilizaba unos programas especiales que rebotaban los correos electrónicos de los
routers
de todo el mundo. De vez en cuando, a Kevin lo contrataban gánsteres rusos afincados en Staten Island, pero la mayoría de sus clientes eran hombres casados que tenían alguna aventura y que deseaban descargar pornografía especializada.
—¿Te gustaría ganar doscientos dólares?
—Doscientos dólares no están mal. ¿Quieres que envíe más información sobre Gabriel?
—Métete en algunos
chats
y deja comentarios en los
blogs.
Di que te has enterado de que Gabriel hizo un discurso en contra de la Hermandad.
—¿Qué es la Hermandad?
—No necesitas saberlo. —Hollis sacó un bolígrafo y escribió algo en una servilleta de papel—. Haz correr la voz de que Gabriel va a reunirse esta noche con sus seguidores en una discoteca llamada Mask, en el centro de la ciudad. En el piso de arriba hay una sala privada en la que dará una conferencia a la una de la madrugada.
—No hay problema. Me pondré manos a la obra de inmediato.
Hollis le entregó los doscientos dólares y se levantó.
—Haz un buen trabajo y tendrás una propina. Quién sabe, quizá consigas lo suficiente para volar a París.
—¿Y por qué querría hacer algo así?
—Para reunirte con esa mujer en la torre Eiffel.
—Eso no tiene gracia. —Kevin volvió a su ordenador—. Los seres de carne y hueso dan demasiados problemas.
Hollis salió del Starbucks y cogió un taxi. Durante el trayecto hasta el South Ferry estudió su ejemplar del
El camino de la espada.
El libro de meditación de Sparrow estaba dividido en tres partes: Preparación, Combate y Tras la batalla. En el capítulo seis, el arlequín japonés analizaba dos hechos que parecían contradictorios: un guerrero experimentado siempre planeaba una estrategia antes de un ataque; no obstante, en el fragor de la lucha solía hacer algo diferente. Sparrow opinaba que los planes eran útiles, pero que su verdadero poder residía en que sosegaban el espíritu y lo preparaban para la lucha. Hacia el final del capítulo, Sparrow había escrito: «Planea saltar a la derecha, aunque lo más probable sea que acabes haciéndolo a la izquierda».
Hollis sintió que llamaba la atención durante el trayecto en ferry a uno de los lugares más vigilados de Estados Unidos: la Estatua de la Libertad. El barco iba lleno de grupos de escolares, familias, turistas jubilados. En cambio, él era un negro solitario con una mochila al hombro. Cuando el barco llegó a Liberty Island, Hollis intentó mezclarse entre la multitud que avanzaba hacia la gran estructura erigida temporalmente al pie de la estatua.
Hizo cola durante veinte minutos, y cuando le llegó el turno le dijeron que pasara por una máquina que le recordó a un enorme escáner como los utilizados en las resonancias magnéticas. Una voz pregrabada le indicó que se situase sobre dos grandes huellas de pies de color verde, y entonces sintió un repentino golpe de aire. Estaba en un olfateador, una máquina capaz de detectar las emisiones químicas que desprendían los explosivos y las municiones.
Cuando se encendió una luz verde, lo dirigieron hacia una gran sala llena de taquillas. No se permitían bolsas ni mochilas cerca de la estatua, había que dejarlas en un cesto de alambre. Al introducir un dólar en la ranura de pago, otra voz pregrabada le indicó que pusiera el pulgar sobre el escáner. Encima de las taquillas había un cartel en el que se leía:
SU HUELLA DACTILAR ES SU LLAVE.
USE SU HUELLA DACTILAR PARA ABRIR SU TAQUILLA CUANDO SALGA.
Oculta en la mochila llevaba un molde de la mano derecha de Gabriel. Unas semanas antes, Maya había derretido plástico de modelar en una cazuela, y Gabriel había metido una mano en la pegajosa sustancia. El resultado fue una mano artificial ,una reproducción física de información biométrica que podía utilizarse para despistar a la Tabula. Hollis se había guardado la falsa mano en el bolsillo interior de la chaqueta; la cogió y presionó el pulgar de goma contra el escáner. En menos de un segundo, la huella de Gabriel se convirtió en un paquete de información digital que fue enviado a los ordenadores de la Gran Máquina.