Authors: John Twelve Hawks
—Parece que ha estado ocupada.
—Intenta protegerse —dijo Vicki.
Maya regresó al centro del tabernáculo.
—Si Gabriel tomó un avión hacia Londres el sábado, significa que lleva allí setenta y dos horas. Estoy segura de que fue directamente a Tyburn Convent para preguntar por su padre. Linden me ha dicho que los Arlequines nunca han tratado con esas monjas y que no tiene ni idea de si Matthew Corrigan está o ha estado allí.
—Entonces ¿cuál debe ser nuestro próximo movimiento?
—Linden opina que deberíamos ir a Inglaterra y ayudarlo a encontrar a Gabriel, pero hay dos problemas relacionados con la identificación. Dado que Gabriel creció fuera de la Red, el pasaporte falso que le proporcionamos se corresponde con los datos que introdujimos en la Gran Máquina. Eso significa que su pasaporte es el más limpio de todos, es el que más probabilidades tiene de ser aceptado por las autoridades.
Vicki asintió lentamente.
—Pero la Tabula seguro que tiene información biométrica de Hollis y de mí.
—Y también de Maya —intervino Hollis—. No olvidemos que pasó unos años viviendo en Londres, dentro de la Red.
—Linden y yo tenemos recursos para conseguir una identificación limpia que no puede ser rastreada cuando estemos en Europa, pero es demasiado arriesgado para cualquiera de nosotros utilizar nuestros pasaportes actuales en un viaje en avión. La Tabula cuenta con apoyo en las distintas agencias gubernamentales de segundad. Si descubren nuestras identidades falsas, lanzarán una alerta antiterrorista con nuestro perfil.
Hollis menó la cabeza.
—¿Y cuál es el segundo problema?
—Que Alice Chen no tiene pasaporte. No hay forma de que podamos llevárnosla en un avión a Europa.
—Bueno, ¿qué se supone que debemos hacer? —preguntó Hollis—. ¿Dejarla aquí?
—No. No vamos a implicar a esta congregación. Lo más sencillo sería reservar una habitación en un hotel, esperar a que se duerma y marcharnos.
Vicki parecía escandalizada, y Hollis estaba indignado. «Nunca lo comprenderán», pensó Maya. Eso mismo le había dicho Thorn cientos de veces. Un ciudadano normal no era capaz de comprender la forma en que un Arlequín veía el mundo.
—¿Te has vuelto loca? —exclamó Hollis—. Alice es la única testigo de lo que ocurrió en New Harmony. Si la Tabula se entera de que sigue viva, la matará.
—Existe un plan alternativo. Pero deberéis aceptar el hecho de que, a partir de este momento, las decisiones las tomaremos Linden o yo.
Maya había empleado deliberadamente un tono áspero e inflexible, pero Hollis no parecía intimidado. Miró a Vicki y sonrió.
—Me parece que vamos a escuchar la solución a nuestros problemas.
—Linden lo ha dispuesto todo para que podamos marcharnos en un barco mercante que partirá con destino a Gran Bretaña —dijo Maya—. Cruzar el Atlántico nos llevará una semana, pero al menos nos permitirá entrar en el país sin pasaporte. Estoy dispuesta a proteger a Alice de la Tabula en Nueva York, pero no podemos ocuparnos de ella eternamente. Cuando lleguemos a Londres, le proporcionaremos una nueva documentación y la dejaremos en un entorno seguro.
—De acuerdo, Maya. Ya has dejado claro tu punto de vista-dijo Hollis—. Los Arlequines quieren estar al mando. Ahora, danos un minuto para que lo consideremos.
Mientras Hollis y Vicki se sentaban aparte en un banco, Maya se acercó a una ventana y contempló el cementerio de Saint Raymond, al otro lado de la calle. El lugar estaba tan abarrotado y era tan gris como la ciudad misma. Las lápidas, las tumbas y las tristes estatuas se amontonaban sin orden.
El hecho de que Vicki y Hollis estuvieran enamorados lo cambiaba todo; significaba una vida juntos. «Si son listos», se dijo Maya, «intentarán evitar tanto a la Tabula como a los Arlequines. No hay futuro en esta guerra interminable».
—Hemos tomado una decisión —anunció Vicki. Maya regresó al centro de la sala y reparó en que los dos amantes estaban sentados a cierta distancia el uno del otro—. Yo te acompañaré con Alice en el barco a Inglaterra.
—Y yo me quedaré unas semanas en Nueva York y haré creer a la Tabula que Gabriel sigue aquí —dijo Hollis—. Cuando haya terminado, tendrán que pensar en cómo sacarme del país.
Maya dio su aprobación con un gesto de asentimiento. Hollis no era un Arlequín, pero estaba empezando a pensar como si lo fuera.
—Es una buena idea —dijo—, pero ten cuidado.
Hollis miró fijamente a Vicki.
—Claro que tendré cuidado. Lo prometo.
Sentado en la parte de atrás del Mercedes, Michael contemplaba la campiña alemana por la ventanilla. Aquella mañana había desayunado en Hamburgo, y en esos momentos viajaba por la autopista en compañía de la señorita Brewster para visitar el nuevo centro de informática de Berlín. Un guardaespaldas vestido con un traje negro iba en el asiento del pasajero, junto al chófer turco. Se suponía que debía vigilar al Viajero y evitar que se escapara, pero eso no iba a ocurrir. Michael no tenía el más mínimo deseo de volver al mundo normal.
Al entrar en el coche, vio que entre los asientos había una caja de madera con pequeños cajones, y supuso que contenía documentación ultrasecreta acerca de la Hermandad; sin embargo, lo que había dentro era un dedal de plata, un par de tijeras e hilo de seda de distintos colores para una labor de punto de cruz.
La señorita Brewster conectó su teléfono a un micrófono con auriculares, sacó un malla con el dibujo impreso de una rosa y, a continuación, empezó a hacer llamadas mientras sus fuertes dedos seguían el dibujo con la aguja y el hilo. La palabra que más repetía era «brillante», pero Michael no tardó en descubrir los distintos usos que le daba. Algunos miembros de la Hermandad eran dignos de elogio, pero si pronunciaba la palabra lentamente o en un tono más monótono, estaba claro que alguien iba a ser castigado por su ineptitud.
Michael había aprendido muchas cosas sobre la Hermandad durante la conferencia en Dark Island. Todos sus miembros estaban impacientes por poner en marcha el Panopticón Virtual, pero dentro de la Hermandad había distintos grupos creados a partir de las nacionalidades y las relaciones personales. Aunque Kennard Nash era el presidente del comité ejecutivo y estaba al frente de la Fundación Evergreen, algunos miembros lo consideraban «demasiado estadounidense». La señorita Brewster se había convertido en la representante de la facción europea.
En Dark Island, Michael le había hecho saber su evaluación sobre cada miembro del comité ejecutivo. Cuando la conferencia terminó, la señorita Brewster anunció que deseaba que Michael la acompañara en su tarea de evaluar los progresos del Programa Sombra. Al general Nash pareció molestarle semejante petición, así como el hecho de que Michael hubiera mencionado a su padre durante la reunión.
—Adelante, lléveselo —dijo a la señorita Brewster—. Pero no lo pierda de vista.
Al día siguiente embarcaron en Toronto en un jet privado con destino a Alemania. Viajar con la señorita Brewster resultó una lección condensada de lo que significa el poder. Michael empezó a darse cuenta de que los políticos que pronunciaban discursos y proponían nuevas leyes no eran más que simples actores en una compleja representación. Aunque eran líderes que parecían hallarse en la cúspide del poder, estaban obligados a ceñirse a un guión escrito por otros. Mientras los medios de comunicación se entretenían con las celebridades, la Hermandad evitaba toda publicidad, pero era la propietaria del teatro, la que vendía las entradas y la que decidía qué escenas convenía representar ante el público.
—Por favor, pasen a la segunda etapa y ténganme informada de cualquier cambio —dijo la señorita Brewster a alguien en Singapur. A continuación se quitó el intercomunicador, dejó la labor y apretó un botón del reposabrazos. Una mampara de vidrio blindado se alzó detrás de los asientos delanteros. A partir de ese momento, ni el chófer ni el guardaespaldas podrían escuchar su conversación—. ¿Le apetece un poco de té, Michael?
—Sí, gracias.
Ante ellos había un pequeño armario, de donde la señorita Brewster sacó un par de tazas, platos, cucharas, azúcar, leche y un termo con té caliente.
—¿Un terrón o dos?
—Sin azúcar, por favor. Solo leche.
—Vaya, qué curioso. Habría jurado que era goloso.
La señorita Brewster le sirvió una taza de té y se echó dos terrones en la suya.
La porcelana tintineaba cada vez que pasaban por un bache, pero estar ahí bebiendo té creaba un raro ambiente hogareño. Aunque la señorita Brewster no tenía hijos, disfrutaba comportándose como la típica tía rica que disfruta malcriando a su sobrino favorito. Durante los últimos días, Michael la había visto adular y encandilar a hombres de una docena de países distintos. Los hombres hablaban demasiado en presencia de la señorita Brewster, y esa era una de sus fuentes de poder. Michael estaba decidido a no cometer el mismo error.
—Bueno, Michael, ¿lo está pasando bien?
—Yo diría que sí. Nunca había estado en Europa.
—¿Cuál es su evaluación de nuestros tres amigos de Hamburgo?
—Albrecht y Stoltz están de su lado. Gunther Hoffman se muestra escéptico.
—No sé cómo puede haber llegado a esa conclusión. El doctor Hoffman no dijo más de cuatro palabras durante toda la reunión.
—Las pupilas de sus ojos se contraían ligeramente cada vez que usted se refería al Programa Sombra. Hoffman es científico, ¿verdad? Tal vez no comprenda las implicaciones sociales y políticas del proyecto.
—Vamos, Michael, tiene que ser más benévolo con los científicos. —La señorita Brewster reanudó su punto de cruz—. Yo me licencié en física en Cambridge; la ciencia es una carrera.
—¿Qué le pasó?
—Durante mi último año de universidad empecé a leer sobre algo llamado la Teoría del Caos, el estudio del comportamiento errático en sistemas dinámicos no lineales. Los charlatanes se han apropiado del término y lo utilizan con total ignorancia para justificar su romántico anarquismo. Sin embargo, los científicos saben que incluso el caos matemático es determinista. En otras palabras, que lo que sucede en el futuro tiene su causa en una secuencia de acontecimientos anteriores.
—Y usted quería influir en dichos acontecimientos...
La señorita Brewster levantó la vista de la labor.
—Es usted un joven muy listo, Michael. Digamos simplemente que me di cuenta de que la naturaleza prefiere la estructura. El mundo seguirá teniendo que enfrentarse a huracanes, accidentes de avión y otros desastres imprevisibles, pero si ponemos en marcha el Panopticón Virtual, la sociedad humana evolucionará en la dirección correcta.
Pasaron ante un cartel en el que se leía berlín, y el coche aceleró ligeramente. No había límite de velocidad en la autopista.
—Quizá podría usted llamar a Nathan Boone después de la reunión en el centro de informática —propuso Michael—. Me gustaría saber si ha averiguado algo de mi padre.
—Desde luego. —La señorita Brewster lo anotó en su ordenador—. Supongamos que el señor Boone ha tenido éxito en sus pesquisas y descubrimos dónde está su padre. ¿Qué le diría?
—Que el mundo se halla en una era de importantes cambios tecnológicos. El Panopticón es inevitable. Tiene que aceptar esa realidad y colaborar con la Hermandad en la consecución de sus objetivos.
—Brillante, eso es brillante. —Levantó la vista del ordenador—. No necesitamos ideas nuevas de los Viajeros. Solo seguir las normas.
Cuando Michael acabó su segunda taza de té, ya habían llegado a Berlín y circulaban por la arbolada avenida Unter den Linden. Los escasos grupos de turistas parecían impresionados por los edificios barrocos y neoclásicos. La señorita Brewster señaló una pila de libros gigantescos con el nombre de distintos autores alemanes grabados en el lomo. El monumento se alzaba en Bebelplatz, donde los nazis habían llevado los libros de las librerías que habían asaltado y los habían quemado en 1933.
—En Tokio o Nueva York vive mucha más gente —comentó—. Berlín siempre me da la impresión de ser una ciudad demasiado grande para el número de habitantes que tiene.
—Supongo que durante la Segunda Guerra Mundial muchos edificios fueron demolidos.
—Es cierto, y los rusos volaron buena parte de lo que quedó en pie. Pero ese triste capítulo ha quedado atrás.
El Mercedes giró a la izquierda en la Puerta de Brandemburgo y siguió bordeando un parque hasta Potsdamer Platz. El muro que en su día había dividido la ciudad ya no estaba, pero su presencia todavía se sentía en la zona. Cuando se derribó el muro, el espacio que dejó libre abrió nuevas posibilidades urbanísticas. La que había sido una zona letal era en esos momentos una franja ocupada por anodinos rascacielos.
Una larga avenida llamada Voss Strasse, sede de la Cancillería del Reich durante la Segunda Guerra Mundial, estaba vallada en casi todo su recorrido y en fase de construcción. El chófer se detuvo delante de un enorme edificio de cinco plantas que parecía de una época anterior.
—Estas eran las oficinas de los ferrocarriles del Reich —explicó la señorita Brewster—. Cuando derribaron el muro, la Hermandad se hizo con el control de la propiedad.
Se apearon del vehículo y se acercaron al centro de informática. Los muros estaban sucios de grafitis, y en la mayoría de las ventanas había rejillas de seguridad, pero Michael pudo apreciarlos vestigios de una gran fachada del siglo XIX: volutas en las cornisas y rostros de deidades griegas esculpidos sobre las ventanas que daban a la calle. Visto desde fuera, el edificio era como una lujosa limusina que hubiera sido saqueada y arrojada a un barranco.
—Hay dos secciones —explicó la señorita Brewster—. Primero pasaremos por la zona pública, de modo que debemos ser discretos.
Fue hasta una puerta de hierro vigilada por una cámara de seguridad. A un lado había un pequeño cartel de plástico que indicaba que el edificio era la sede de una empresa llamada Personal Customer.
—¿Esta es una compañía inglesa? —preguntó Michael.
—No. Es totalmente alemana. —La señorita Brewster apretó un timbre—. Lars aconsejó que le pusiéramos un nombre inglés. Así el personal cree que está implicado en un proyecto moderno e internacional.
La puerta se abrió con un chasquido, y entraron en un vestíbulo de recepción brillantemente iluminado. Una joven de unos veinte años, con aros en las orejas, los labios y la nariz, levantó la vista y les sonrió.