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Authors: John Twelve Hawks

El Río Oscuro (20 page)

BOOK: El Río Oscuro
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—Por favor... —murmuró—. Por favor... Por favor...

—En ciertas ocasiones permito que los miserables como usted me dirijan la palabra —dijo Linden—. Ese permiso queda revocado. ¿Lo ha entendido? ¡Demuestre que me ha entendido!

El rostro del viejo estaba amoratado, pero se las arregló para asentir brevemente. Linden lo soltó, y Stillwell se derrumbó en el suelo.

—Conoces cuál es nuestra obligación —dijo Linden volviéndose hacia Maya—. Y no habrá modo de que puedas cumplirla si te llevas a esta niña contigo.

—Alice me salvó cuando estábamos en Nueva York. Estuve en peligro, y ella arriesgó su vida para conseguirme unas gafas de visión nocturna. También tengo una obligación hacia ella.

El rostro de Linden parecía petrificado. Todo su cuerpo estaba en tensión. Sus dedos acariciaron la espada por segunda vez. Justo detrás del Arlequín, el televisor mostraba imágenes de unos niños felices desayunando cereales.

—Yo me ocuparé de Alice —dijo Vicki—. Lo prometo.

Linden sacó la cartera, cogió unos cuantos billetes de cincuenta libras y los arrojó al suelo como si fueran basura.

—No tienen ustedes idea de lo que es el dolor, el verdadero dolor —dijo a los Stillwell—. Pero si mencionan lo ocurrido, lo sabrán.

—Sí, señor... —balbució la mujer—. Lo hemos comprendido, señor...

Linden salió de la sala. Los Stillwell seguían a cuatro patas, recogiendo afanosamente los billetes del suelo, cuando el grupo se marchó.

Capítulo 17

Sujetando una navaja de afeitar, Jugger puso cara de furia, cortó el aire ante los ojos de Gabriel y exclamó:

—¡El Destripador ha regresado a Londres y está sediento de sangre!

Sebastian, sentado en una silla plegable, junto a un calefactor portátil, levantó la mirada de su copia barata de
El infierno
de Dante y frunció el entrecejo.

—Deja de hacer tonterías, Jugger, y acaba el trabajo.

—Estoy terminando, y la verdad es que está siendo uno de mis mejores trabajos.

Jugger se puso un poco de crema de afeitar en la punta de los dedos, la aplicó cerca de las orejas de Gabriel y acabó de afeitarle las patillas. Cuando terminó, limpió los restos de la hoja en la manga de su camisa y sonrió.

—Ya está, colega. Eres un hombre nuevo.

Gabriel se levantó del taburete y se acercó al espejo que colgaba en la pared, cerca de la puerta. El vidrio roto le devolvió una imagen partida de su cuerpo, pero pudo ver que Jugger acababa de hacerle un corte de pelo muy militar. Su nuevo aspecto no estaba al nivel de las lentes de contacto y las fundas dactilares de Maya, pero era mejor que nada.

—¿No se supone que Roland debería estar de vuelta? —preguntó.

Jugger miró la hora en su teléfono móvil.

—Esta noche le toca a él preparar la cena, así que ha ido a comprar comida. ¿Le ayudarás a cocinar?

—No lo creo. Ya quemé la salsa de los espaguetis la otra noche. Lo pregunto porque le pedí que hiciera una cosa por mí. Eso es todo.

—Se ocupará. No te preocupes. Roland es bueno en las tareas sencillas.

—¡Increíble! ¡Dante se ha vuelto a desmayar! —Disgustado, Sebastian arrojó el libro al suelo—. Virgilio tendría que haber hecho cruzar el infierno a un
free runner.

Gabriel salió de lo que había sido un salón con vistas a la calle y subió por una escalera hacia su cuarto. La escarcha manchaba la parte superior de las paredes, y su aliento formaba nubecillas de vapor. Desde hacía diez días vivía con Jugger, Sebastian y Roland en una casa okupa llamada Vine House, cerca de la orilla sur del Támesis. Antaño, el edificio de tres pisos había sido una granja en medio de los huertos y viñedos que suministraban sus productos a la ciudad.

Gabriel había aprendido una cosa de los habitantes de la Inglaterra del siglo XVIII: eran más bajos que los londinenses de esos momentos. Cuando llegó a lo alto de la escalera se agachó para cruzar el umbral y entrar en el desván. Era un cuarto pequeño y vacío, con el techo inclinado y paredes de yeso. La madera del suelo crujió cuando lo atravesó y se asomó a la claraboya.

Su cama era un colchón dispuesto sobre cuatro palets, y su escasa ropa estaba guardada en una caja de cartón. La única decoración de la estancia consistía en la foto enmarcada de una joven de Nueva Zelanda llamada «Nuestra Trudy», que aparecía con un cinturón de herramientas y un martillo en la mano mientras sonreía pícaramente a la cámara.

Una generación antes, Trudy y un pequeño ejército de okupas se habían hecho con las casas abandonadas de los alrededores de Bonnington Square. El tiempo había pasado y el ayuntamiento de Lambeth había dado cédula de habitabilidad a la mayoría de los edificios. Pero Trudy todavía sonreía en la fotografía y Vine House seguía en pie, ilegal, ruinosa y libre.

Cuando Jugger y su panda se reunieron con Gabriel tras la carrera en el mercado de Smithfield, le ofrecieron inmediatamente alimento, amistad y un nuevo nombre.

—¿Cómo lo has hecho? —le preguntó Jugger mientras caminaban rumbo al sur, en dirección al río.

—Me la jugué y salté de la cañería.

—Pero ¿habías hecho alguna vez algo parecido? —preguntó Jugger—. Se necesita mucha confianza para hacer algo así.

Gabriel le habló de los saltos en paracaídas HALO que había practicado en California. Entonces había tenido que saltar desde gran altura y dejarse caer sin abrir el paracaídas durante más de un minuto.

Jugger asintió como si esa experiencia lo explicara todo.

—Escuchad —les dijo a los otros—. Tenemos un nuevo miembro de nuestra panda. Bienvenido a los
free runners
, Halo.

A la mañana siguiente Gabriel se despertó en Vine House y regresó de inmediato a Tyburn Convent. No se le ocurría otra manera de localizar a su padre; tenía que bajar la escalera de hierro hasta la cripta y descubrir cuáles eran los signos que su padre había dejado entre los huesos y las cruces oxidadas.

Durante tres horas permaneció sentado en un banco, al otro lado de la calle, observando quién abría la puerta del convento a los escasos visitantes. Esa mañana, los turistas fueron recibidos por la hermana Ann, la monja mayor que se negó a responder a sus preguntas, o por la hermana Bridget, la que se asustó cuando mencionó a Matthew Corrigan. Gabriel regresó al convento otras dos veces, pero siempre estaban las mismas religiosas a la puerta. Su única posibilidad consistía en esperar a que otra monja que no lo reconociera sustituyera a la hermana Bridget. Cuando no se dedicaba a vigilar el convento, Gabriel pasaba lastardes buscando infructuosamente a su padre por los suburbios del extrarradio de Londres. En la ciudad había cientos de cámaras de vigilancia, pero minimizaba el riesgo evitando el transporte público y las abarrotadas calles al norte del río.

Convertirse en un Viajero había ido cambiando gradualmente su forma de percibir el mundo. Podía observar a alguien y notar los más sutiles cambios en sus emociones. Se sentía como si su cerebro estuviera siendo reprogramado y no pudiera controlar del todo el proceso. Una tarde, mientras caminaba por Clapham Common, su visión se ensanchó hasta abarcar una panorámica de ciento ochenta grados y fue capaz de contemplar todo lo que tenía ante él al mismo tiempo: la belleza de un diente de león, la suave curva de una vía, y los rostros, tantos y tantos rostros. La gente salía de los comercios y caminaba por las calles con ojos que delataban fatiga, tristeza y ocasionales destellos de alegría. Aquella nueva forma de contemplar el mundo era abrumadora, pero al cabo de una hora la visión panorámica se disolvió poco a poco.

A medida que fueron pasando los días, se vio inmerso en los preparativos de una gran fiesta en Vine House. Las reuniones sociales nunca le habían hecho mucha gracia, pero la vida era distinta siendo Halo,
el free runner
estadounidense sin pasado ni futuro. Resultaba más fácil hacer caso omiso de sus poderes y salir con Jugger a comprar más cerveza.

El día de la fiesta fue frío pero soleado. Los primeros invitados empezaron a llegar alrededor de la una de la tarde, y no tardaron en aparecer más. Las pequeñas habitaciones de Vine House se llenaron de gente que compartía comida y alcohol. Los niños corrían por los pasillos y un recién nacido dormía en el arnés que su padre llevaba colgado al cuello. En el jardín, experimentados
free runners
mostraban nuevas y ágiles maneras de saltar por encima de un cubo de basura.

Mientras paseaba por la casa, a Gabriel le sorprendió cuánta gente estaba al corriente de la carrera en el mercado de Smithfield. Los
free runners
de la fiesta eran un grupo de amigos más o menos organizado que intentaban vivir alejados de la Red. Aquel era un movimiento social en el que nunca se fijarían los bustos parlantes de la televisión por la sencilla razón de que se resistía a ser visto. En esos momentos, la rebelión en los países industrializados no se inspiraba en obsoletas teorías político-filosóficas: la verdadera rebeldía venía determinada por la relación de cada uno con la Gran Máquina.

Sebastian iba de vez en cuando a la universidad, y Ice seguía viviendo con sus padres; pero la mayoría de los
free runners
tenían empleos en la economía sumergida. Algunos trabajaban en discotecas y otros servían copas en los pubs los días que había partido de fútbol; arreglaban motocicletas, hacían mudanzas y vendían recuerdos a los turistas. Jugger tenía un amigo que recogía perros muertos por cuenta del ayuntamiento de Lambeth.

Los
free runners
compraban la ropa en los mercadillos callejeros y la comida directamente a los granjeros. Se desplazaban por la ciudad a pie o en extrañas bicicletas llenas de remiendos. Todos tenían móvil, pero usaban números de prepago que resultaban difíciles de rastrear. Pasaban horas conectados a internet, pero nunca contrataban un proveedor de servicios. Roland montaba antenas con latas de café vacías que permitían captar distintas redes WiFi. Llamaban a eso «pescar», y los
free runners
se pasaban listas de cafeterías, oficinas y vestíbulos de hotel donde las redes eran accesibles.

A las nueve de la noche, todos los que tenían intención de emborracharse habían logrado su objetivo. Malloy, el barman ocasional que había estado en la carrera, hacía un discurso sobre el proyecto del gobierno de tomar las huellas dactilares de todos los niños menores de dieciséis años que solicitaran pasaporte. Esas huellas y demás información biométrica serían almacenadas en una base de datos secreta.

—El Home Office asegura que tomar las huellas a una niña de once años ayudará a derrotar al terrorismo —dijo Malloy—. ¿Cómo no se da cuenta la gente de que todo esto no es más que para tenernos controlados?

—Lo que deberías controlar en realidad es cuánto bebes —repuso Jugger.

—¡Ya estamos presos! —exclamó Malloy—. ¡Y ahora se disponen a tirar la llave! ¿Dónde está el Viajero? Eso es lo que quiero saber. La gente sigue diciéndome: «Ten esperanza en el Viajero», pero yo no lo he visto por ninguna parte.

Gabriel tuvo la sensación de que, de repente, todos los allí reunidos habían comprendido quién era realmente. Contempló el abarrotado salón, casi esperando a que Roland o Sebastian lo señalaran con el dedo. «Ese es el viajero. Ahí está el jodido cabrón. Lo tenéis ante vuestros ojos.»La mayoría de los
free runners
no tenía ni idea de qué hablaba Malloy, pero unos cuantos estaban impacientes por sacarlo a que le diera el aire. Dos miembros de su panda lo llevaron fuera, y nadie prestó demasiada atención cuando la fiesta recuperó su ritmo normal. Más cerveza y patatas fritas.

Gabriel interceptó a Jugger en el pasillo de abajo.

—¿De qué hablaba Malloy?

—Es una especie de secreto, tío.

—Vamos, Jugger. Sabes que puedes confiar en mí.

Jugger vaciló unos instantes, pero acabó asintiendo con la cabeza.

—Sí. Supongo que sí. Ven. —Llevó a Gabriel a la cocina y allí empezó a meter restos en una bolsa de basura—. ¿Te acuerdas de cuando nos conocimos en el pub y te hablé de la Gran Máquina? Bueno, pues algunos
free
runners
aseguran que un grupo llamado la Tabula es el que está detrás de toda esta vigilancia y control. Están intentando convertir Gran Bretaña en una prisión sin barrotes.

—Pero Malloy ha hablado de alguien llamado el Viajero.

Jugger arrojó la bolsa de basura a un rincón y abrió una lata de cerveza.

—Bueno, ahí es donde la historia pierde un poco el norte. Corren rumores de que los llamados Viajeros son los únicos que pueden evitar que nos convirtamos en prisioneros. Por eso la gente escribe «Esperanza para el Viajero» en los muros de Londres. Yo mismo lo he hecho más de una vez.

Gabriel intentó que su tono sonara tranquilo y natural.

—¿Y cómo se supone que ese Viajero cambiará las cosas?

—¡Y yo qué sé! A veces creo que todas estas historias sobre los Viajeros no son más que un cuento de hadas. Lo que sí es real es que cada vez que salgo a pasear por Londres veo que han instalado más cámaras de vigilancia, y eso me desespera. Nuestra libertad se está esfumando de mil maneras distintas, y a nadie le importa un carajo.

La fiesta terminó alrededor de la una de la madrugada, y Gabriel ayudó a fregar los suelos y a recoger la basura. Ya era lunes, y esperaba que Roland regresara de Tyburn Convent. Una hora después de su corte de pelo, oyó el repiqueteo de unas botas contra el suelo de la escalera. Sonó un leve golpe en la puerta, y Roland entró en la buhardilla. El
free runner
de Yorkshire tenía siempre un aire solemne y un poco triste. En una ocasión, Sebastian había dicho de él que era como un pastor que se hubiera quedado sin ovejas.

—He hecho lo que querías, Halo. He ido al convento. —Roland meneó la cabeza—. Nunca antes había estado en un convento. Mi familia era presbiteriana.

—¿Y qué ha pasado?

—Las dos monjas de las que me hablaste, la hermana Ann y la hermana Bridget, se han marchado. Hay una nueva, la hermana Teresa. Me ha dicho que esta semana ella es la «monja pública». Qué cosa más rara, ¿no?

—Quiere decir que puede hablar con desconocidos.

—Bueno, pues sí, habló conmigo. Una chica agradable. Si yo tuviera dos dedos de frente le pediría que se viniera a tomar una cerveza conmigo, pero supongo que las monjas no hacen esas cosas.

—Seguramente no.

De pie en el umbral, Roland observó cómo Gabriel se ponía la cazadora de cuero.

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