El Río Oscuro (35 page)

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Authors: John Twelve Hawks

BOOK: El Río Oscuro
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Las afiladas siluetas de las Skellig aparecieron por fin en la distancia. Richard describió varios círculos sobre la isla, hasta que vio un trozo de tela blanca ondear en lo alto de un palo. Sobrevoló unos instantes aquella manga de viento improvisada, y luego aterrizó en una plataforma rocosa. Cuando los rotores dejaron de moverse, Hollis oyó el viento silbar a través de la ranura de la toma de aire.

—En esta isla vive un grupo de monjas —dijo—. Seguro que estarán encantadas de ofrecerle una taza de té.

—Tengo instrucciones de no moverme del helicóptero —repuso Richard—. Y me han pagado de sobra para que las siga al pie de la letra.

—Como quiera. Quizá le apetezca darse un vuelo por aquí. Hay una mujer irlandesa que probablemente quiera volver a Londres.

Hollis salió del aparato y contempló las ruinas del convento, al final de la pedregosa ladera. «¿Dónde está Vicki», se dijo. «¿No le han dicho que venía?»En lugar de a Vicki, a quien vio fue a Alice. Corría hacia el helicóptero seguida por una de las monjas y, un poco más atrás, por una mujer de abundante melena pelirroja. Alice fue la primera en alcanzarlo; se subió a una piedra para ponerse a su altura. Tenía el pelo enredado y las botas manchadas de barro.

—¿Dónde está Maya? —preguntó.

Era la primera vez que Hollis oía su voz.

—Maya está en Londres. Está bien. No tienes de qué preocuparte.

Alice saltó al suelo y siguió corriendo, seguida por la religiosa. La mujer lo saludó con la cabeza al pasar, y Hollis creyó leer tristeza en sus ojos. De repente se encontró ante Madre Bendita.

La Arlequín irlandesa iba vestida con un pantalón negro de lana y una cazadora de cuero. Era más pequeña de lo que él había imaginado y su rostro mostraba una expresión altiva y enérgica.

—Bienvenido a Skellig Columba, señor Wilson.

—Gracias por el viaje en helicóptero.

—¿Le ha dicho algo la hermana Joan?

—No. ¿Se supone que debía hacerlo? —Hollis miró alrededor—. ¿Dónde está Vicki? Es a ella a quien en realidad he venido a ver.

—Sí. Venga conmigo.

Hollis siguió a la Arlequín por un sendero hasta las cabañas de la segunda terraza. Se sentía como si hubiera habido un accidente de coche y se dispusieran a mostrarte el estropicio.

—¿Alguna vez lo han golpeado con mucha fuerza, señor Wilson?

—Desde luego. Durante un tiempo me dediqué a la lucha profesional en Brasil.

—¿Y cómo sobrevivió a eso?

—Cuando no puedes evitar el puño de alguien, lo mejor es moverte con él. Si te quedas quieto, acabas en el suelo.

—Es un buen consejo —dijo Madre Bendita. Se detuvo ante una de las cabañas—. Hace dos días, la Tabula aterrizó en la isla con sus helicópteros. Las monjas se refugiaron en una cueva con la niña, pero la señorita Fraser se quedó para proteger al Viajero.

—Bueno, ¿dónde está? ¿Qué ocurrió?

—Esto no le va a resultar fácil, señor Wilson. Pero puede entrar y verlo... si quiere.

Madre Bendita abrió la puerta de la cabaña pero dejó que él pasara primero. Hollis entró en una fría estancia de piedra llena de cajas apiladas y estanterías apoyadas contra la pared. El suelo y los muros estaban manchados de algo. Tardó unos segundos en comprender que era sangre seca.

Madre Bendita se quedó tras él.

—Los de la Tabula trajeron segmentados para que pudieran entrar por las ventanas. —Su voz era tranquila, no revelaba emoción alguna, como si estuviera hablando del tiempo—. Estoy segura de que después mataron a los animales y arrojaron sus cuerpos al mar.

Señaló un bulto cubierto por un plástico, y Hollis supo al instante que se trataba de Vicki. Caminando como un sonámbulo, llegó hasta el cuerpo y apartó el plástico. Vicki estaba irreconocible, pero las marcas de los brazos y las piernas demostraban que había sido víctima del ataque de un animal.

Hollis se quedó ante el mutilado cuerpo sintiéndose como si también a él lo hubieran aniquilado. La mano izquierda de Vicki era un amasijo de carne desgarrada y huesos astillados; sin embargo, la derecha estaba intacta y en su palma descansaba un medallón de plata con forma de corazón que Hollis reconoció en el acto. La mayoría de las mujeres de la congregación llevaban uno parecido. Si lo abrías, descubrías una fotografía en blanco y negro de Isaac T. Jones.

—Le quité el medallón del cuello —dijo Madre Bendita——. Pensé que usted querría ver lo que hay dentro.

Hollis cogió el medallón y metió la uña en la parte superior del pequeño corazón de plata. Se abrió con un clic. La familiar cara del profeta había desparecido, en su lugar había un diminuto pedazo de papel doblado varias veces. Lentamente, lo desplegó y lo extendió en la palma de su mano. Con una vieja estilográfica, intentando que cada letra le saliera perfecta, Vicki había escrito ocho palabras: «Hollis Wilson está en mi corazón. Para siempre».

El dolor dejó paso a una ira tan extrema que habría querido aullar. Pasara lo que pasase, daría caza a los hombres que habían asesinado a Vicki y los mataría uno a uno. No se concedería tregua ni descanso. Nunca.

—¿Ha visto suficiente? —preguntó Madre Bendita—. Creo que ha llegado el momento de cavar una tumba.

Al ver que Hollis no contestaba, avanzó y cubrió el cadáver con el plástico.

Capítulo 33

Maya salió de la tienda de instrumentos de percusión y se dirigió a un cibercafé de Chalk Farm Road. Linden le había dicho que solo confiaba en un experto en los seis dominios, un italiano llamado Simón Lumbroso. Una rápida búsqueda por internet le reveló que Lumbroso era tasador de arte en Roma. Anotó la dirección de su despacho y su número de teléfono, pero no lo llamó. Decidió que iría a Roma para conocer a la persona que supuestamente había sido amigo de su padre.

Tras reservar un billete de avión, cogió un taxi y se dirigió al pequeño cuarto trastero que tenía alquilado en Londres, donde cogió nueva documentación falsa. Para el viaje a Roma se decidió por la opción más segura: uno de sus OR-IF, es decir, «origen real — identidad falsa». Esos pasaportes habían sido emitidos por el gobierno y los datos que contenían se hallaban en la Gran Máquina.

Se tardó varios años en preparar la identificación OR-IF de Maya. Cuando ella tenía nueve años, Thorn consiguió los certificados de nacimiento de varias niñas muertas. A partir de ahí, cultivaron sus «vidas» como árboles frutales que de vez en cuando había que regar y podar. Sobre el papel, aquellas chicas habían obtenido el certificado de estudios y el permiso de conducir, tenían un empleo y habían solicitado tarjetas de crédito. Maya había actualizado aquellos documentos incluso mientras había intentado llevar una vida como una ciudadana normal dentro de la Red.

Cuando el gobierno del Reino Unido introdujera los documentos de identidad biométricos, los datos físicos incorporados a los pasaportes electrónicos tendrían que ser calcados a los de cada identidad falsa. Maya se había comprado lentes de contacto especiales que le permitirían burlar los escáneres del iris del aeropuerto, además de las delicadas fundas con las que se cubriría el dedo índice de las dos manos. La fotografía de algunos pasaportes se había hecho después de que las drogas faciales cambiaran su aspecto.

Con el paso del tiempo, se acostumbró a contemplar cada pasaporte como un aspecto diferente de su personalidad. El pasaporte en el que aparecía como Judith Strand la hacía sentirse una profesional ambiciosa. A Italia decidió llevarse el de una niña nacida en Brighton y llamada Rebecca Green. En la imaginación de Maya era una joven con inclinaciones artísticas y aficionada a la música electrónica.

Llevar una pistola en el avión, aunque fuera facturada con el equipaje, resultaba demasiado peligroso, de modo que Maya la dejó en la taquilla del trastero. En su lugar cogió la espada talismán de Gabriel, un estilete y el cuchillo de lanzamiento, y lo escondió todo en el interior de los tubos del cochecito de bebé que había construido uno de los contactos españoles de su padre.

En el aeropuerto Leonardo Da Vinci cogió un taxi que la llevó a la ciudad. El corazón de Roma podía situarse dentro de un triángulo en cuya base estaban los famosos centros turísticos del Foro y el Coliseo. Cogió una habitación en un hotel situado en el extremo norte de dicho triángulo, cerca de la piazza del Popolo, se colocó los cuchillos en los antebrazos, bajo las mangas, y salió rumbo al sur, más allá del mausoleo del emperador Augusto, por las adoquinadas calles de la ciudad vieja.

La planta baja de los antiguos edificios estaban ocupadas por restaurantes para turistas y tiendas de lujo. Aburridas dependientas, vestidas con ajustadas faldas, mataban el tiempo charlando con sus amigos por el móvil. Maya evitó las cámaras de vigilancia de los alrededores del edificio del Parlamento y entró en la plaza donde estaba el Panteón. La enorme construcción de ladrillo y mármol, erigida por el emperador Adriano para que fuera el templo de todos los dioses, llevaba dos mil años ocupando el centro de Roma.

Maya pasó bajo la columnata del pórtico. La nerviosa energía que embargaba a los grupos de turistas y a sus guías parecía disiparse en aquel abovedado espacio. Todos bajaban la voz y hablaban en susurros mientras cruzaban el suelo de mármol para admirar la tumba de Rafael. En medio de aquel gran templo, Maya intentó idear un plan. ¿Qué le diría a Lumbroso? ¿Realmente conocería el modo de rescatar a Gabriel?

Algo cruzó por el aire. Maya levantó la vista hacia el
oculus
, la redonda abertura que coronaba la bóveda. Una paloma había quedado atrapada en el interior del templo e intentaba salir. El pájaro ascendía en una amplia espiral batiendo frenéticamente las alas, pero el
oculus
estaba demasiado alto y no conseguía alcanzarlo. Maya vio que la paloma estaba agotada y que perdía altura con cada intento. El pájaro estaba tan asustado y desesperado que lo único que podía hacer era seguir volando, como si permanecer en el aire fuera a brindarle una solución.

La seguridad que Maya había sentido en Londres parecía haberse desvanecido. Sintiéndose débil y estúpida, salió del templo y corrió hacia el gentío que esperaba el autobús cerca del Teatro Argentino. Luego, rodeó las ruinas del centro de la plaza y se adentró en el laberinto de callejuelas que antaño habían constituido el antiguo barrio judío.

Anteriormente ese barrio se parecía al East London de la era victoriana: un lugar donde los maleantes podían encontrar refugio y aliados. Los judíos habían vivido en Roma desde el siglo II a.C., pero a partir del siglo XVI se vieron obligados a vivir dentro del sector amurallado, cerca del viejo mercado de pescado. Solo los médicos que trataban a los miembros de la aristocracia estaban autorizados a salir durante el día. Y los domingos los niños judíos tenían que acudir a la iglesia de San Angelo in Pescheria, donde el párroco les decía que estaban condenados para toda la eternidad. La iglesia seguía en pie, junto con la blanca sinagoga, que parecía un museo de la
belle apoque
trasplantado directamente de París.

Simón Lumbroso vivía en una casa de dos plantas cerca de las ruinas del Pórtico de Octavia. Su nombre aparecía en una placa de latón clavada en la puerta, y en ella ofrecía sus servicios en italiano, alemán, francés, hebreo e inglés: SIMÓN LUMBROSO, EXPERTO EN ARTE, SE EMITEN CERTIFICADOS.

Maya apretó el timbre, pero nadie respondió. Cuando lo volvió a intentar, una voz surgió del interfono.


Buon giorno...

—Buenas tardes —dijo Maya—. Busco al señor Lumbroso.

—¿Y para qué? —El tono, antes cálido y amistoso, parecía suspicaz.

—Estoy considerando la compra de cierto objeto y deseo saber su verdadera antigüedad.

—La estoy observando por el vídeo y no veo que lleve una estatua o un cuadro.

—Se trata de una joya. Un broche de oro.

—Claro. Una joya para una
bella donna.

La cerradura se abrió con un zumbido, y Maya entró en el edificio. La planta baja consistía en dos estancias comunicadas que daban a un patio interior. Parecía como si un camión cargado con el contenido de un laboratorio científico y de una galería de arte hubiera volcado su carga allí dentro. Maya vio un espectroscopio, una centrifugadora y un microscopio repartidos en varias mesas, entre estatuas de bronce y antiguos cuadros. Pasó entre unos cuantos muebles antiguos y entró en la estancia del fondo, donde un hombre barbudo de unos setenta años examinaba un viejo pergamino miniado. El anciano iba vestido con un pantalón negro, una camisa blanca y un solideo negro. La puntilla del
tallit katan
, la prenda de hilo que llevan tantos judíos ortodoxos, asomaba por debajo de su camisa.

El hombre le mostró lo que estaba examinando.

—Este papiro es antiguo, seguramente lo arrancaron de una Biblia, pero la inscripción es moderna. En lugar de tinta, los monjes medievales utilizaban hollín, moluscos prensados o su propia sangre. No podían coger el coche e irse a la tienda a comprar los productos de la industria química.

—¿Es usted Simón Lumbroso?

—No suena usted muy convencida, joven. Por alguna parte tengo mis tarjetas, pero siempre acabo perdiéndolas. —Lumbroso se puso unas gafas de gruesas lentes que agrandaron sus oscuros ojos—. Hoy en día los nombres son frágiles. La gente se cambia de nombre con la misma facilidad con que cambia de zapatos. ¿Cuál es el suyo, signorina?

—Me llamo Rebecca Green y soy de Londres. He dejado el broche en mi hotel, pero podría dibujarle un boceto para que se haga una idea de cómo es.

Lumbroso sonrió y meneó la cabeza.

—Me temo que necesito ver el objeto. Si tiene una piedra, puedo desmontarla y examinar la pátina de debajo.

—Deme papel y lápiz. Puede que reconozca el diseño.

Lumbroso parecía escéptico, pero le entregó un rotulador y un bloc.

—Como usted quiera, signorina.

Rápidamente, Maya dibujó el símbolo de los Arlequines. Luego, arrancó la página y la dejó encima de la mesa. Lumbroso contempló el óvalo atravesado por tres líneas y la miró a los ojos. Maya se sintió como una obra de arte en plena tasación.

—Sí, por supuesto. Conozco ese diseño. Si me lo permite, quizá podría darle alguna información más.

Se dirigió a una caja fuerte que había en un rincón y giró el dial.

—Me ha dicho que es usted de Londres. ¿Sus padres nacieron también en el Reino Unido?

—Mi madre provenía de una familia sij que vivía en Manchester.

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