El Río Oscuro (39 page)

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Authors: John Twelve Hawks

BOOK: El Río Oscuro
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—Al parecer ha hecho usted nuevas amistades en Londres —dijo mirando a Hollis—. No recuerdo que nos hayan presentado.

—Maya salvó a Jugger y a sus amigos cuando regresó a Londres, y me dijo dónde se escondían. Como usted sabe, Gabriel pronunció un discurso ante dos
free runners.
Les pidió ayuda para descubrir lo que la Tabula estaba planeando.

—Y por eso intentaron matarnos —intervino Jugger—. Supongo que alguien debió de irse de la lengua con el móvil o dejó pistas en internet. Pero antes de que quemaran la casa conseguimos una información crucial.

Madre Bendita no parecía muy convencida.

—Dudo de que ustedes hayan sido capaces de averiguar algo crucial.

—La Tabula tiene una fachada con la que aparece ante el público. Se llama Fundación Evergreen —explicó Jugger—. Esa organización se dedica a la investigación genética y a traer policías de otros países a Gran Bretaña para enseñarles cómo rastrear a la gente a través de internet.

—Sabemos todo lo que hay que saber sobre el programa Young World Leaders —contestó Madre Bendita—. Lleva funcionando desde hace años.

Jugger dio un paso adelante y se situó entre un tambor de piel de cebra y una talla de la diosa de la lluvia.

—Nuestros amigos de Berlín nos han dicho que la Fundación Evergreen ha estado probando la versión beta de un programa de ordenador llamado Sombra. El sistema utiliza datos de los chips RFID y cámaras de vigilancia para rastrear a todos los habitantes de una ciudad. Si funciona con éxito en Berlín, lo extenderán al resto de Alemania y después por toda Europa.

Linden intercambió una mirada con Madre Bendita.

—Berlín es un buen sitio para ellos. Ahí es donde tienen el centro de informática.

—Y sabemos dónde está —añadió Jugger—. Un
free runner
llamado Tristán ha localizado el edificio. Se encuentra en una zona que era tierra de nadie debido al Muro de Berlín.

Hollis se adelantó.

—Gracias, Jugger, eso es todo lo que necesitamos saber por el momento. —Lo acompañó hasta la puerta de la tienda—. Estaremos en contacto.

—Ya sabes dónde encontrarme. —
El free runner
se detuvo en el umbral——. Solo hay una cosa que me gustaría saber: ¿Gabriel está bien?

—No te preocupes —contestó Linden—. Está debidamente protegido.

—No lo dudo. Solo quería que supiera que los
free runners
siguen hablando de él. Sus palabras nos dieron algo de esperanza.

Jugger salió de la tienda, y Hollis y los dos Arlequines se quedaron solos. Madre Bendita se cambió la espada de hombro y cruzó la estancia.

—Es posible que ese joven hable a sus amigos de este lugar. Eso significa que debemos trasladar al Viajero a otro sitio.

—¿Eso es todo lo que tiene que decir? —preguntó Hollis—. ¿No vamos a hacer nada con esa información?

—Lo que ocurra en Berlín no nos concierne.

—¿Y qué pasará si el Programa Sombra funciona y todos los gobiernos del mundo acaban utilizándolo?

—Esa tecnología es inevitable —dijo Madre Bendita.

Hollis recordó el colgante de plata que llevaba al cuello y una ira glacial se apoderó de su voz.

—Ustedes pueden hacer lo que quieran. Sigan recorriendo el mundo con sus malditas espadas... Yo no voy a permitir que la Tabula se salga con la suya.

—Lo que exijo de usted, señor Wilson, es obediencia, no iniciativa. Una obediencia ciega y un valor irracional.

—¿Por eso me hizo volar a esa maldita isla y me enseñó el cuerpo de Vicki? —preguntó Hollis—. ¿Quería convertirme en el perfecto soldadito?

Madre Bendita sonrió sin ganas.

—Me parece que no ha funcionado.

—Quiero acabar con la gente que mató a Vicki, pero tengo mi propia manera de hacer las cosas.

—Usted no conoce la historia de la Tabula y de los Arlequines. Esta es una lucha que dura desde hace siglos.

—Pues mire lo que está ocurriendo. Ustedes, los Arlequines, están tan obsesionados con el pasado y con sus insignificantes tradiciones que están perdiendo la guerra.

Linden se sentó en un banco.

—No creo que nos hayan derrotado, pero es verdad que nos hallamos ante un punto de inflexión. Es hora de que hagamos algo.

Madre Bendita se volvió y se encaró con el Arlequín. Aunque su rostro era una máscara inexpresiva, sus ojos llameaban furia.

—Entonces ¿está usted de parte del señor Hollis?

—No estoy de parte de nadie, pero ha llegado el momento de hacer frente al enemigo. La Tabula ya no nos teme, señora mía. Llevamos escondiéndonos demasiado tiempo.

Madre bendita se llevó la mano a la funda de la espada mientras se desplazaba por la estancia. Hollis tuvo la impresión de que estaba deseosa de matar a alguien solo para demostrar que seguía viva.

—¿Tiene alguna propuesta, señor Hollis? —preguntó.

—Quiero ir a Berlín, ponerme en contacto con los
free run-ners
de allí y destruir el Programa Sombra.

—¿Y piensa hacerlo solo?

—Eso parece.

—Fracasará miserablemente a menos que lo acompañe un Arlequín. Cualquier plan deberá contar con mi participación.

—¿Y si no quiero que me acompañe?

—No tiene elección, señor Wilson. Usted no quiere ser un mercenario, sino un aliado. De acuerdo, aceptaré ese cambio de condición. Pero hasta los mejores aliados necesitan que los supervisen.

Hollis dejó que transcurrieran unos segundos. Luego, asintió.

Madre Bendita se relajó ligeramente y sonrió a Linden.

—No imagino por qué razón el señor Hollis no quiere que lo acompañe a Berlín. No soy más que una agradable irlandesa de mediana edad.


Oui, madame. Une femme irlandaise...
con una espada muy afilada.

Capítulo 37

En los momentos más inesperados, el hombre de las trenzas rubias y el tipo de la bata blanca sacaban a Gabriel de su celda y lo llevaban escalera abajo, hasta el gimnasio del colegio. En una de las paredes había espalderas, y líneas de colores que delimitaban las canchas de baloncesto y de bádminton recorrían el suelo de madera. Pero en vez de hacer deporte, allí se torturaba.

En el infierno no había nuevas formas de tormento. Todas las técnicas para infligir dolor, miedo y humillación se utilizaban también en el mundo de Gabriel. Sin embargo, los lobos habían aprendido algo de las barreras que separaban su dominio de los otros, y su sistema de tortura se correspondía con las barreras de aire, fuego, agua y tierra.

En los interrogatorios que se inspiraban en el principio de aire, ataban a Gabriel con las manos a la espalda; luego, sus verdugos pasaban la cuerda por el aro de baloncesto y lo dejaban colgando a unos cuantos centímetros del suelo. «¿Qué tal eso de volar?», le preguntaban. «¿Por qué no vuelas un poco?» Entonces lo empujaban y él se balanceaba adelante y atrás y sentía que sus brazos estaban a punto de separarse del resto de su cuerpo.

Para la tortura con fuego, calentaban trozos de hierro en las llamas de gas y se los aplicaban en la piel. Para la de agua, le sumergían la cabeza en una bañera hasta que el agua le entraba en los pulmones.

El interrogatorio de tierra resultaba especialmente desagradable. Un día le vendaron los ojos y lo llevaron a un terreno situado detrás del colegio. En el suelo había un agujero y, dentro, una silla. Lo ataron a la silla y lentamente sus interrogadores empezaron a enterrarlo vivo. Primero la tierra le cubrió los pies; luego las piernas y el torso. Entretanto, sus verdugos le iban preguntando: «¿Dónde está el portal?». «¿Cómo podemos encontrarlo?» «¿Cómo se sale de este lugar?» Al final, la tierra le cubrió la cabeza y se le metió por los oídos y la nariz. Luego lo sacaron de allí.

Durante aquellas sesiones de tormento, Gabriel no dejaba de preguntarse si su padre también habría sido capturado. Quizá otro grupo de la isla lo tuviera prisionero, o tal vez habría encontrado por fin el modo de regresar. Gabriel intentó imaginar qué había aprendido su padre de aquel lugar. No le sorprendió descubrir que la ira y el odio tenían un persistente poder, pero en su corazón seguía latiendo la compasión.

Gabriel se negó a comer los escasos restos de comida que le dejaban en la celda, y los hambrientos carceleros acababan devorándolos. Poco a poco se fue debilitando, pero sus recuerdos de Maya persistieron. Revivía la elegancia de sus movimientos cuando practicaban juntos en el
loft
de Nueva York, y recordaba la tristeza de sus ojos y el contacto de su piel cuando hicieron el amor en la capilla de la isla. Aquellos momentos habían quedado atrás, perdidos para siempre, pero a veces le parecían más reales que todo lo que lo rodeaba.

El tipo rubio se hacía llamar señor Dewitt, mientras que el negro era el señor Lewis. Se sentían sumamente orgullosos de sus nombres, como si tenerlos denotara un pasado y la posibilidad de un futuro. Debido quizá a su bata blanca, el señor Lewis adoptaba una actitud seria y callada. Dewitt, en cambio, era como un chiquillo jugando en el patio. A veces, mientras llevaban a rastras a su prisionero por los pasillos, Dewitt hacía algún comentario chistoso y se reía. Aun así, los dos lobos tenían muchísimo miedo del comisionado de patrullas, que decidía sobre la vida y la muerte en aquella parte de la ciudad.

El tiempo pasó, y Gabriel fue llevado una vez más al gimnasio, donde le esperaba una nueva sesión de bañera. Cuando los dos lobos lo maniataron, él los miró inesperadamente a los ojos.

—¿Creéis que está bien hacer esto?

Parecían perplejos, como si nunca antes hubieran oído esa pregunta. Se miraron el uno al otro y luego Lewis meneó la cabeza.

—En esta isla no existe el bien ni el mal —dijo.

—¿Qué os enseñaron vuestros padres cuando erais niños?

—Nadie se ha criado aquí —gruñó Dewitt.

—¿No había libros en la biblioteca de la escuela? ¿No había libros de filosofía ni de religión, no había ninguna Biblia?

Ambos hombres intercambiaron una mirada de complicidad, como si participaran de algún secreto. Entonces, Lewis metió la mano en el bolsillo de su bata y sacó una libreta de colegio llena de hojas manchadas.

—Esto es lo que nosotros llamamos la Biblia —explicó—. Cuando empezaron las luchas, alguna gente comprendió que la iban a matar y, antes de morir, escribieron libros en los que describían dónde se guardaban las armas y la manera de destruir a los enemigos.

—Es como una especie de libro de texto que explica cómo ser poderoso en la siguiente oportunidad —añadió Dewitt—. La gente escondió esas Biblias en distintos puntos de la ciudad para poder encontrarlas cuando el segundo ciclo diera comienzo. ¿No has visto los números y las letras pintadas en las paredes? La mayoría de los números son pistas para encontrar las Biblias y los escondites de las armas.

—De todas maneras, algunos tipos realmente listos se dedicaron a escribir Biblias falsas con información deliberadamente errónea. —Lewis ofreció el libro a Gabriel con ademán cauteloso—. Quizá tú puedas decirnos si esta es una Biblia falsa.

Gabriel cogió el cuaderno, lo abrió y lo hojeó. Todas las páginas estaban garabateadas con instrucciones sobre cómo encontrar armas y dónde establecer posiciones defensivas. En algunas había complicadas disquisiciones sobre el porqué de la existencia del infierno y quién se suponía que debía estar allí.

Gabriel devolvió el cuaderno a Lewis.

—No sabría decir si es verdadera o no.

—Ya —masculló Dewitt—, nadie sabe nada.

—Aquí —terció Lewis—, solo funciona una regla: «Haz lo que más te convenga».

—Deberíais replantearos vuestra estrategia-dijo Gabriel—. Al final, el comisionado de patrullas mandará que os ejecuten. Su intención es asegurarse de que es la última persona que queda con vida.

Dewitt torció el gesto como un niño pequeño.

—Vale, puede que eso sea verdad, pero no podemos hacer nada para evitarlo.

—Podríamos ayudarnos mutuamente. Si yo descubriera el camino para salir de aquí, vosotros podríais venir conmigo.

—¿Puedes hacer algo así? —preguntó Lewis.

—Solo tengo que encontrar el portal. El comisionado dijo que la mayoría de las leyendas sobre el tema están relacionadas con la sala donde guardan los archivos del colegio.

Los dos lobos se miraron. Su ansia por escapar era casi tan grande como su miedo al comisionado.

—Quizá... quizá podríamos llevarte a esa sala para que echaras un vistazo rápido —dijo Dewitt.

—Si vas a marcharte de esta isla, yo también —declaró Lewis—. Hagámoslo ahora. En el edificio no hay nadie, todo el mundo ha salido a cazar cucarachas.

Desataron las manos de Gabriel y lo ayudaron a ponerse en pie. Luego, lo sujetaron con fuerza por los brazos y lo llevaron por los pasillos hasta la sala de archivos. Los lobos parecían asustados y se mostraron cautelosos cuando abrieron la puerta y empujaron a Gabriel dentro.

El lugar no había cambiado desde su última visita. La única luz provenía de las pequeñas llamas que brotaban de las destrozadas tuberías del gas. Aunque dolorido, Gabriel estaba alerta. Había algo en aquella sala. Una salida. Miró por encima del hombro y vio que Dewitt y Lewis lo observaban como si fuera un mago a punto de realizar un truco espectacular.

Gabriel caminó lentamente a lo largo de los archivos metálicos. Cuando él y Michael eran pequeños, en los días de lluvia solían jugar con su madre: ella escondía un objeto pequeño en algún lugar de la casa y los iba guiando hacia él con las palabras «frío» o «caliente», hasta que lo encontraban. Se adentró en un corredor, salió por otro... Había algo cerca de la zona de trabajo, en el centro de la sala. «Caliente», pensó. «Muy caliente...» «No, ahora vas mal...»De repente, la puerta de la sala de archivos se abrió bruscamente. Antes de que Lewis y Dewitt pudieran reaccionar, un grupo de hombres armados corrió entre las hileras de archivos.

—¡Quitadles las armas! —ordenó una voz—. ¡Que no escapen!

Los hombres se abalanzaron sobre los dos traidores, y el comisionado apareció pistola en mano.

Capítulo 38

Hollis miró por la ventanilla mientras el tren Eurostar aceleraba por la pendiente y entraba en el túnel que atravesaba el canal de la Mancha. Los vagones de primera clase se parecían a la cabina de un avión. Una azafata francesa empujaba un carrito por el pasillo y servía el desayuno: cruasanes, zumo de naranja y champán.

Madre Bendita estaba sentada a su lado. Vestía un traje chaqueta gris y llevaba gafas. Se había recogido la rebelde melena pelirroja en un moño y, mientras leía en el ordenador portátil su correo electrónico, tenía todo el aspecto de una especialista de las altas finanzas rumbo a una reunión con algún cliente de París.

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