Read El Río Oscuro Online

Authors: John Twelve Hawks

El Río Oscuro (41 page)

BOOK: El Río Oscuro
8.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Hollis y yo tenemos que llegar al centro de informática —dijo Madre Bendita—. ¿Podéis ayudarnos?

—¡Claro que sí! —Tristán extendió las manos como si les estuviera ofreciendo un regalo—. Los llevaremos hasta allí.

—¿Tendremos que escalar muros? —preguntó la Arlequín—. No he traído cuerdas...

—No harán falta cuerdas. Iremos por debajo de las calles. Durante la Segunda Guerra Mundial cayeron cantidad de bombas sobre Berlín, pero Hitler estaba a salvo en su bunker. La mayoría de los bunkers y los túneles siguen ahí abajo. Króte lleva explorándolos desde los nueve años.

—Diría que a vosotros no se os ve mucho por la escuela... —dijo Hollis.

—A veces vamos. Hay chicas, y me gusta jugar al fútbol.

Pocos minutos después los cuatro abandonaron el Ballhaus y cruzaron el río. Króte llevaba a la espalda una mochila con su equipo para bajar al subsuelo. Correteaba por delante de su primo como un
boy scout
salvaje.

Tras caminar por una ancha avenida que bordeaba el Tiergarten, llegaron a un monumento dedicado a los judíos asesinados en Europa. El memorial al Holocausto estaba formado por una gran plataforma inclinada cubierta por losas de cemento de diversos tamaños. A Hollis le parecieron cientos de ataúdes grises. Tristán les explicó que la pintura antigrafiti que protegía el monumento la fabricaba una empresa filial de la que había suministrado el gas Zyklon-B que se había utilizado en las cámaras de gas.

—Durante la guerra, fabricaron gas venenoso; en la paz, luchan contra los grafiteros. Todo forma parte de la Gran Máquina.

Al otro lado de la calle había una hilera de bares y tiendas de souvenirs que ocupaban una estructura de madera y cristal. Króte corrió hasta un Dunkin' Donuts y dobló la esquina. Los demás lo siguieron y lo encontraron abriendo el candado de lo que parecía una tapa de hierro encajada en el pavimento.

—¿Dónde habéis conseguido esa llave? —preguntó Madre Bendita.

—El año pasado rompimos el candado del ayuntamiento y lo sustituimos por uno de los nuestros.

Krote abrió la mochila y sacó tres linternas. Él se puso un frontal con una bombilla de gran intensidad.

Abrieron la trampilla y bajaron a toda prisa por los peldaños de hierro clavados en la pared. Hollis se agarraba con una sola mano y sostenía la bolsa con el equipo en la otra. Llegaron a un túnel de mantenimiento lleno de cables eléctricos, y Króte abrió una puerta de hierro sin rotular.

—¿Cómo es que nadie se ha dado cuenta de que habéis cambiado las cerraduras? —preguntó Hollis.

—Nadie, salvo los exploradores como nosotros, quiere entrar aquí. Aquí abajo está oscuro y da miedo. Es el
altes Deutchland
, el pasado.

Uno tras otro fueron entrando en un pasillo con el suelo de cemento. En esos momentos se encontraban justo debajo del memorial, en el bunker donde se refugiaba Joseph Goebbels y su personal durante los bombardeos. Hollis había esperado algo más impresionante, muebles de oficina cubiertos de polvo y banderas nazis colgadas de las paredes; sin embargo, lo que sus linternas iluminaban eran paredes de bloques de cemento cubiertas de una pintura grisácea y con las palabras: RAUCHEN VERBOTEN. Prohibido fumar.

—La pintura es fluorescente. Después de todos estos años sigue funcionando.

Króte avanzó por el túnel lentamente, iluminando la pared con su lámpara de espeleólogo.


Licht
—dijo en voz baja, y Tristán se volvió hacia Hollis y Madre Bendita para indicarles que apagaran sus linternas.

En la oscuridad vieron que los movimientos de la lámpara de Króte habían dibujado una línea verde en la pared que brilló unos segundos y se desvaneció. Volvieron a encender las linternas y siguieron avanzando por el bunker. En un cuarto vieron un viejo somier desprovisto de colchón. Otro parecía un pequeño hospital, con su mesa de exploraciones y una vitrina de cristal vacía.

—Los rusos violaron a casi todas las mujeres de Berlín y saquearon la ciudad a fondo —explicó Tristán—. Pero hay un lugar en este bunker donde no se metieron. Puede que fueran demasiado perezosos o resultara demasiado horrible de ver.

—¿De qué hablas? —preguntó Madre Bendita.

—Miles de alemanes se quitaron la vida cuando llegaron los rusos. ¿Y dónde lo hicieron? En el lavabo. Era uno de los pocos sitios donde uno podía estar solo.

Króte se hallaba junto a una puerta abierta. En la pared se leía la palabra waschraum. Dos flechas señalaban en direcciones opuestas mánner y frauen.

—Los esqueletos siguen dentro de los reservados —dijo Tris-tan—. Si no les da miedo pueden verlos.

—Sería una pérdida de tiempo. —Madre Bendita negó con la cabeza.

Pero Hollis no pudo evitar seguir al muchacho y entrar en el aseo de señoras. Las dos linternas revelaron una hilera de reservados de madera. Todas las puertas estaban cerradas, y Hollis intuyó que ocultaban los restos de más de un suicidio. Króte se adelantó unos pasos y señaló algo. Cerca del fondo, una de las puertas estaba ligeramente entreabierta. Una mano momificada, como una negra garra, sobresalía por la abertura. Hollis tuvo la sensación de que acababan de llevarlo al mundo de los muertos. Un escalofrío lo estremeció de la cabeza a los pies, y se apresuró a regresar al pasillo principal.

—¿Ha visto la mano?

—Sí, la he visto.

—Todo Berlín está construido encima de esto —comentó Tristan—. Encima de los muertos.

—Me importa un rábano —terció Madre Bendita—. Sigamos.

Al final del pasillo había otra puerta de hierro, pero esta no estaba cerrada con llave. Tristán la empujó.

—Ahora entraremos en el antiguo sistema de alcantarillado. Dado que esta zona estaba cerca del Muro de Berlín, tanto los de la Alemania del Este como los occidentales lo dejaron tal cual.

Se metieron en una tubería de drenaje de unos dos metros y medio de diámetro. El agua corría por el suelo de la cañería, y la luz de las linternas hacía brillar sus paredes. Del techo colgaban estalactitas de sal que parecían cuerdas blancas. Había también extraños hongos blancos con aspecto de bolas de grasa. Chapoteando en el agua, Króte los guió hasta una bifurcación y se volvió para esperarlos. La luz de su frontal se movió como una luciérnaga.

Al final, llegaron a una tubería mucho más pequeña que desembocaba en la grande. Króte empezó a hablar en alemán con su primo mientras señalaba la tubería y gesticulaba.

—Ya hemos llegado. Solo tienen que avanzar unos diez metros más y forzar la entrada —dijo Tristán.

—Ni hablar. —Madre Bendita lo fulminó con la mirada—. Prometiste llevarnos hasta el final.

—Nosotros no vamos a meternos en el centro de informática de la Tabula —dijo Tristán—. Es demasiado peligroso.

—El verdadero peligro lo tienes delante, jovencito. No me gusta la gente que no cumple sus promesas.

—¡Pero os estamos haciendo un favor!

—Esa es tu interpretación, no la mía. Lo único que sé es que te comprometiste a algo.

La frialdad del tono y la mirada de la Arlequín resultaban intimidantes. Tristán se quedó inmóvil, y Króte miró a su primo con aire asustado. Hollis decidió intervenir.

—Deje que vaya yo primero —dijo a Madre Bendita—. Comprobaré que todo esté en orden.

—Esperaré diez minutos, señor Wilson. Si no ha vuelto, habrá consecuencias.

Capítulo 39

Hollis se adentró a gatas por la tubería hacia una luz distante. El conducto era estrecho, y sus manos tocaron un líquido viscoso que parecía una mezcla de aceite lubricante y agua. No tardó en llegar a una rejilla de desagüe encajada en la parte superior de la tubería; la luz que entraba de la habitación de arriba se dividía en pequeños cuadrados por efecto de la rejilla. Hollis se situó justo debajo.

Inclinó la cabeza hasta tocarse el pecho con el mentón y, apoyando la espalda en la rejilla, se incorporó lentamente. La pieza de hierro tenía cinco centímetros de grosor y parecía muy pesada, pero él era fuerte y la pieza no estaba atornillada. Siguió empujando hasta que la rejilla se salió de su encaje. La desplazó lateralmente unos pocos centímetros. Cuando hubo conseguido una abertura suficiente para meter las manos, la apartó del todo deslizándola por el suelo. Sin perder un segundo, desenfundó su pistola y salió a un corredor de mantenimiento lleno de cañerías y cables eléctricos. Cuando estuvo seguro de que no se oía ninguna señal de peligro, volvió a meterse en la tubería y regresó junto a Madre Bendita y los dos
free runners.

—Esta tubería conduce a un túnel de mantenimiento que parece un punto de entrada seguro. No se ve a nadie.

Tristán parecía aliviado.

—¿Lo ven? —dijo mirando a Madre Bendita—. Todo ha salido a la perfección.

—Lo dudo. —Madre Bendita entregó a Hollis la bolsa con el equipo.

—¿Podemos marcharnos? —preguntó el
free runner.

—Sí, gracias —repuso Hollis—. Tened cuidado.

Tristán, que había recobrado algo de su confianza, hizo una pomposa reverencia mientras Króte sonreía a Hollis.

—¡Los
freerunners
de Spandau les desean buena suerte!

Hollis arrastró la bolsa con el equipo por la tubería. Madre Bendita lo seguía. Cuando ambos llegaron al túnel de mantenimiento, la Arlequín le susurró al oído:

—Hable bajo. Puede que haya detectores de voz.

Avanzaron con sigilo hasta una pesada puerta de hierro con una cerradura magnética para tarjetas de seguridad. Madre Bendita dejó la bolsa en el suelo y abrió la cremallera. Sacó el subfusil y algo que parecía una tarjeta de crédito unida a un fino cable eléctrico. La Arlequín conectó el cable al ordenador portátil, tecleó una serie de parámetros e introdujo la tarjeta en el lector de la cerradura.

En la pantalla del ordenador se dibujaron seis casillas. Un minuto después un número de tres dígitos apareció en la primera casilla, luego el proceso fue rápido. Casi cuatro minutos más tarde las seis casillas estaban completas y la puerta se abrió con un chasquido.

—¿Entramos? —susurró Hollis.

—Todavía no. —Madre Bendita cogió de la bolsa un aparato que parecía una pequeña cámara de vídeo y se la entregó—. No podemos evitar las cámaras de vigilancia, de modo que tendremos que usar escudos. Póngase esto en el hombro. Cuando yo abra la puerta, apriete el botón cromado.

Mientras Madre Bendita devolvía el equipo a la bolsa, Hollis se colocó el artefacto en el hombro y lo apuntó hacia delante.

—¿Preparado?

Empuñando el subfusil, Madre Bendita abrió lentamente la puerta. Hollis entró en el siguiente corredor, vio una cámara de vigilancia y puso en marcha el dispositivo de escudo. El aparato lanzó un rayo infrarrojo que dio en la superficie reflectante de la lente de la cámara de vigilancia y rebotó a su fuente. Una vez determinada con exactitud la posición de la cámara, un rayo láser de color verde apuntó automáticamente al objetivo.

—No se quede ahí —dijo Madre Bendita—. Muévase.

—¿Y qué pasa con la cámara de vigilancia.

—El láser se encarga de eso. El guardia de seguridad que esté mirando el monitor solo verá un destello de luz en la pantalla.

Avanzaron por el corredor y doblaron una esquina. Una vez más, el escudo detectó otra cámara de vigilancia y el rayó láser cegó la lente. Al fondo, una segunda puerta conducía a una escalera de emergencia. Subieron hasta llegar a un rellano y se detuvieron.

—¿Qué tal? —preguntó la Arlequín.

—Sigamos —contestó Hollis asintiendo con la cabeza.

—Me he pasado demasiados meses cruzada de brazos en aquella maldita isla —dijo Madre Bendita—. Esto es mucho más emocionante.

Abrió la puerta, y entraron en un sótano lleno de maquinaria y equipo de comunicaciones. Una línea blanca pintada en el suelo conducía hasta un mostrador de recepción donde un vigilante comía un sándwich envuelto en papel de aluminio.

—Quédese aquí —dijo Madre Bendita a Hollis al tiempo que le entregaba el subfusil. A continuación salió de las sombras y caminó con paso decidido hacia el mostrador—. ¡No se preocupe! ¡No hay ningún problema! ¿No ha recibido la llamada?

El vigilante, con el sándwich aún en la mano, parecía perplejo.

—¿Qué llamada?

La Arlequín sacó la automática y disparó a quemarropa. El proyectil lo alcanzó en el pecho y lo arrojó de espaldas. Sin detenerse, Madre Bendita enfundó la pistola, rodeó el mostrador y se acercó a la puerta de acero que había detrás.

Hollis corrió hasta ella.

—No hay cerradura ni tirador —dijo.

—Se activa electrónicamente. —Madre Bendita examinó una caja metálica adosada a la pared—. Esto es un escáner de las venas de la palma de la mano; funciona con infrarrojos. Aunque hubiéramos sabido que nos encontraríamos con esto, habría sido muy difícil crear una huella falsa. La mayoría de las venas no son visibles bajo la piel.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Cuando uno tiene que superar barreras de seguridad, puede optar entre recurrir a la alta tecnología o a la más primitiva. —Madre Bendita cogió el subfusil de manos de Hollis, sacó un cargador de repuesto de la bolsa, se lo metió en el cinturón, indicó a Hollis que se apartara y apuntó a la puerta—. Prepárese. Vamos a lo primitivo.

Fragmentos de metal y madera salían disparados mientras los proyectiles abrían un agujero en el borde izquierdo de la puerta. La Arlequín recargó el arma y Hollis metió la mano por el hueco y tiró con todas sus fuerzas. Se oyó el chirrido del metal contra el cemento, y la puerta se abrió.

Hollis entró y se encontró ante una estructura de cristal con forma de torre de unos tres pisos de altura. En su interior se apilaban incontables ordenadores cuyas parpadeantes luces se reflejaban en las paredes de vidrio como diminutos fuegos artificiales. El conjunto, además de bonito, tenía un aire misterioso; parecía una nave espacial que se hubiera materializado de repente dentro del edificio.

Colgada de una pared, a unos cinco metros de la torre, una gran pantalla plana mostraba una imagen de algún lugar de Berlín: un mundo duplicado informáticamente donde pequeñas figuras creadas por ordenador caminaban por una plaza. Dos técnicos con el miedo pintado en el rostro se hallaban ante un panel de control justo debajo de la pantalla. Durante unos segundos permanecieron inmóviles, luego el más joven apretó un botón del panel y salió corriendo.

Madre Bendita sacó la pistola, se detuvo apenas un segundo y disparó una bala a la pierna del fugitivo. El joven cayó de bruces en el suelo mientras una voz salía de un altavoz de la pared.

BOOK: El Río Oscuro
8.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Saving Margaret by Krystal Shannan
The Wild Ones by C. Alexander London
Reaper's Revenge by Charlotte Boyett-Compo
Against the Odds by Kat Martin
The Duke Conspiracy by Astraea Press
The Memory Key by Fitzgerald, Conor