Authors: John Twelve Hawks
—En Roma, esta es la mejor llave maestra.
Llamó a la puerta con los nudillos, y un anciano calvo y calzado con botas de goma abrió. Lumbroso lo saludó cortésmente, le estrechó la mano y deslizó en ella los billetes. Tuvo la elegancia de no mencionar la cantidad. El hombre calvo los dejó pasar, dijo algo en italiano y se marchó.
—¿Qué le ha dicho, Simón? —quiso saber Maya.
—Que no sea idiota y no me olvide de cerrar cuando nos vayamos.
Caminaron por el pasillo hasta un patio interior lleno de andamios desmontados, tablones de madera y latas de pintura vacías. El edificio había estado habitado durante siglos, pero en esos momentos estaba vacío, y en las paredes de estuco se veían las huellas de las inundaciones. Todos los cristales de las ventanas estaban rotos, pero las rejas de hierro seguían ajustadas a los marcos. Los oxidados barrotes conferían al edificio el aspecto de una prisión abandonada.
Lumbroso abrió otra puerta y bajaron por una escalera cubierta de polvo de yeso. Cuando llegaron a lo que parecía el sótano, Lumbroso encendió la linterna y abrió una puerta donde se leía en grandes letras rojas: PERICOLO. NO ENTRI.
—A partir de este punto no hay luz eléctrica, de modo que tendremos que utilizar la linterna —explicó Lumbroso—. Tenga mucho cuidado de dónde pisa.
Manteniendo la linterna baja, se adentró por un corredor de ladrillo. El suelo estaba formado por tablones de madera colocados sobre vigas de cemento. Unos metros más adelante, Lumbroso se detuvo y se arrodilló ante un espacio entre las planchas. Maya, situada tras él, se asomó por encima de su hombro y vio el Horologium Augusti.
La parte excavada del reloj solar del emperador se había convertido en el suelo de un sótano de paredes de piedra de unos dos metros y medio de ancho por seis de largo. A pesar de que la esfera se hallaba bajo el agua, Maya distinguió su superficie de travertino y unas cuantas letras y trazos de bronce incrustados en la piedra. Los arqueólogos alemanes habían retirado todos los escombros, y el lugar parecía un antiguo sepulcro que hubiera sido saqueado. El único objeto moderno era una escalera de hierro que descendía desde la abertura entre las tablas hasta el suelo del sótano, tres metros más abajo.
—Usted bajará primero, Maya —indicó Lumbroso—. Yo le pasaré el equipo y después la seguiré con la linterna.
Maya depositó las bolsas de lona encima de una tabla de madera, se quitó la chaqueta, los zapatos y los calcetines, y descendió peldaño a peldaño hasta el suelo. El agua estaba fría y tenía más o menos un metro de profundidad. Lumbroso le pasó las bolsas, y ella colgó una a cada lado de la escalera.
Mientras Simón se quitaba el sombrero, el abrigo y los zapatos, Maya inspeccionó el sótano, levantando ondas que erizaban la superficie del agua y chocaban contra las paredes. Con el paso del tiempo, los minerales del agua habían convertido el blanco travertino del reloj, en losas de piedra grisácea fracturadas y agrietadas en varios sitios. En su día, las líneas de bronce y los símbolos griegos incrustados en la roca habían brillado con un dorado resplandor bajo el sol romano, pero el metal se había oxidado por completo y tenía un color verde oscuro.
—No me gustan las escaleras de mano —dijo Lumbroso.
Apoyó un pie en el primer barrote, como si quisiera comprobar su resistencia, y a continuación bajó lentamente con la linterna.
Maya se acercó a un rincón y localizó un agujero de drenaje en uno de los muros. El desagüe tenía unos sesenta centímetros de lado y su borde inferior estaba a la altura del suelo del sótano.
—¿El agua sale por aquí? —preguntó.
—Así es. Por ahí es por donde usted tiene que meterse —replicó Lumbroso. Vestido con su pantalón negro arremangado y su camisa blanca, se mantenía de pie con cierta formalidad—. Si le parece difícil moverse, dé la vuelta de inmediato.
Maya volvió a la escalera de mano y sacó el equipo de buceo de las bolsas de lona. Había un cinturón con plomos, un regulador bifásico, unas gafas de bucear y una bombona de aire de treinta centímetros de alto por doce de ancho. También había comprado una linterna y una cámara de fotos sumergibles, las cosas que los turistas llevaban cuando iban a bucear a las Bahamas.
—Esa bombona parece muy pequeña —comentó Lumbroso.
—Es una bombona poni. Usted me dijo que no había mucho espacio en el túnel de desagüe.
Maya se colocó el cinturón de plomos, conectó el regulador a la bombona y se colgó al cuello la cámara de fotos. El túnel era tan estrecho que tendría que llevar la bombona en el brazo, apretada contra el cuerpo.
—Bueno ¿y qué debo buscar?
—Fotografíe todas las frases en latín o griego que vea en el anillo exterior de la esfera. Algunas de esas frases describen ciudades del mundo antiguo, mientras que otras hablan de ubicaciones espirituales, de puntos de acceso.
—¿Y si están cubiertos de escombros?
—Procure apartarlos, pero no toque los muros.
Maya se colocó las gafas de bucear. Mordió la boquilla, abrió el regulador y empezó a respirar.
—Buena suerte —le dijo Lumbroso—. Y, por favor..., tenga cuidado.
Maya se deslizó hacia el túnel de desagüe. Oía su propia respiración, las burbujas que salían del regulador y el roce de la bombona contra el suelo.
Cuando llegó a la boca del desagüe, encendió la linterna y alumbró la oscuridad. Con el transcurrir de los siglos, la corriente de agua había abierto un túnel subterráneo a través de los escombros de eras pasadas. Las paredes del pasadizo eran una acumulación de piedras, ladrillos romanos y fragmentos de blanco mármol. Todo aquello parecía frágil, como si estuviera a punto de derrumbarse, pero el verdadero peligro lo constituía algo mucho más reciente: para afianzar los débiles cimientos del edificio, habían clavado en el suelo gruesas barras de hierro. Los extremos de las barras sobresalían del suelo del túnel como oxidadas puntas de lanza.
Maya se deslizó por el pasadizo impulsándose con los pies. Cuando avanzaba entre los escombros y las barras de hierro, sentía como si todo el peso de Roma gravitara sobre su cabeza. Avanzó hacia el suelo de mármol del reloj de sol, aunque no podía identificar los grupos de palabras de bronce.
El regulador de buceo rozó el suelo. Burbujas de color rosa pasaron ante su rostro. Centímetro a centímetro, reptó hasta que todo su cuerpo estuvo dentro del túnel. El espacio era tan angosto que resultaba imposible girarse y dar media vuelta. Para regresar al sótano tendría que empujarse hacia atrás con las manos.
«Olvídate de tu miedo», le había repetido una y otra vez su padre. «Concéntrate en tu espada.» Su padre nunca había parecido vacilar ante nada. Sin embargo, había pasado dos años en Roma intentando huir de su destino. Maya apartó de su mente cualquier cosa que no fuera el túnel y siguió avanzando.
Había recorrido cuatro o cinco metros cuando el pasadizo giró a la derecha. Pasó junto a una de las barras de hierro y entró en una zona más ancha que parecía una caverna subterránea. Allí, la superficie del reloj de sol parecía más oscura, pero al acercarse más vio que estaba lleno de inscripciones en latín y griego incrustadas en la piedra.
Sosteniendo la linterna con la mano izquierda, cogió la cámara con la derecha y empezó a hacer fotos. Cada vez que se movía, las sombras cambiaban de forma o desaparecían.
Siguió arrastrándose, y la bombona rozó la pared del túnel. Unos cuantos escombros se desprendieron de la pared y cayeron sobre la esfera del reloj. En realidad no fue nada, solo unos pocos guijarros, pero Maya sintió una punzada de miedo.
Más rocas y polvo cayeron de la pared. Una piedra de respetable tamaño se desprendió del techo y rodó hacia ella. Se apresuró a tomar unas cuantas fotos más e intentó retroceder, pero de repente toda una sección del techo se desplomó ante ella.
El agua se oscureció por los escombros. Maya intentó escapar, pero algo la retenía. Luchando contra el pánico, apoyó las manos en el suelo de mármol y empujó. Se produjo una explosión de burbujas y la boca se le llenó de agua.
Acababa de seccionar el conducto del regulador con uno de los afilados barrotes de hierro. No tenía aire para respirar ni modo de salir de allí. Había perdido la linterna y le rodeaba la oscuridad. Apretó la boquilla con los dientes, palpó a su alrededor y localizó el trozo del conducto que salía de la bombona. El trozo conectado con la boquilla estaba lleno de agua, pero del otro surgían burbujas. Juntó ambos y los aferró con el puño. Una mezcla de aire y agua le llenó la boca. Tragó el líquido y dejó que el aire le llenara los pulmones.
Mientras sujetaba ambos tubos con la mano derecha, se empujó hacia atrás con la izquierda; notaba los escombros en los dedos de los pies. Como si fuera el testigo presencial de un accidente, su mente desconectó de la situación salvo para observar con calma y sacar conclusiones. No veía absolutamente nada, y en cuestión de segundos se le acabaría el aire de la bombona. Su única oportunidad era encontrar el túnel que conducía al sótano.
Cuando sus pies rozaron las paredes del pasadizo, se detuvo, deslizó el cuerpo de lado y se empujó hacia atrás. Procurando no provocar otro desprendimiento, fue retrocediendo centímetro a centímetro. El regulador produjo un repentino gorgoteo, y Maya notó un gusto a cenizas en la boca. Intentó inhalar, pero nada llenó sus pulmones. La bombona se había vaciado por el conducto roto.
La soltó y empujó con ambos brazos hasta que notó que sus pies llegaban al recodo. Siguió arrastrándose hacia atrás mientras rezaba para no engancharse con uno de los barrotes. Le pareció que su cerebro reaccionaba lentamente y se preguntó si estaría a punto de perder el conocimiento.
Unos segundos más tarde, notó que unas manos la sujetaban por los tobillos. Con un rápido tirón, Lumbroso la sacó del túnel.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. Han salido escombros por el conducto. ¿Se encuentra bien? ¿Está herida?
Maya se arrancó las gafas de la cara, escupió la boquilla y jadeó en busca de aire. Los pulmones le ardían y se sentía como si acabaran de asestarle un puñetazo en el estómago. Lumbroso no dejaba de hablar, pero ella era incapaz de responder. No podía articular palabra, y en su mente solo se repetía un pensamiento: «Estoy viva».
Seguía llevando al cuello la cámara acuática. Se la quitó y se la ofreció a Lumbroso como si fuera una preciada joya.
Alrededor de las ocho de la mañana del día siguiente, Maya estaba sentada como una dienta más en la terraza de un café de la piazza San Lorenzo in Lucina. El lugar se hallaba a menos de cien metros del edificio abandonado donde estaba el Horologium. Justo pocos metros bajo sus pies corrían ríos secretos que se perdían en la oscuridad.
Si cerraba los ojos volvía a verse atrapada en túnel, pero no tenía ganas de revivir aquellos momentos. Estaba sana y salva, y todo lo que la rodeaba le parecía normal y maravilloso. Acarició el mármol de la mesa mientras el camarero le servía un
cappuccino
y un trozo de tarta de melocotón decorado con una hoja de menta. El hojaldre del pastel era fino y crujiente, y ella saboreó despacio la dulce fruta del relleno. A pesar de que su espada descansaba en el respaldo de hierro de la silla, sintió el loco impulso de dejarla allí y pasear por la plaza como una mujer cualquiera, entrar en las tiendas, oler los perfumes y probarse pañuelos de seda.
Lumbroso llegó cuando ella estaba terminando el pastel. Iba vestido con su habitual traje negro y llevaba una cartera bajo el brazo.
—
Buon giorno, Maya. Come sta?
Es un placer verla esta mañana. —Se sentó y pidió un
cappuccino
—. El otro día vi a un turista pedir un
cappuccino
a las cinco de la tarde. ¡Esto es Roma, no un Starbucks! Hasta el camarero se molestó. En los cafés debería haber un cartel donde pusiera: «Está prohibido pedir un
cappuccino
después de las diez de la mañana».
Maya sonrió.
—¿Y un
espresso?
—No. Un
espresso
está bien. —Lumbroso abrió la cartera y sacó un sobre de papel de manila lleno de fotografías—. Anoche las descargué y las imprimí en papel fotográfico. Hizo usted un gran trabajo, Maya. He podido leerlo todo con claridad.
—¿Se menciona algún punto de acceso?
—El reloj de sol combinaba ubicaciones que nuestra sensibilidad actual considera reales y otras relacionadas con otro mundo. Mire esta imagen. —Le puso delante una foto—. Está escrito en latín:
Aegiptus
, el nombre romano de Egipto. Tras la muerte de Cleopatra, Egipto pasó a formar parte del Imperio romano. Vea que a la derecha de esta inscripción latina figuran palabras en griego.
Lumbroso le entregó otra foto y tomó un sorbo de su
cappuccino.
Maya estudió la imagen donde aparecían símbolos griegos y latinos.
—En la inscripción hay una palabra que significa «portal» o «entrada». —Lumbroso cogió la foto y empezó a traducir—. «El portal de Dios fue llevado desde Ludaea a Ta Netjer, la Tierra de Dios.»—En otras palabras, no sabemos dónde está ese portal —dijo Maya.
—No estoy de acuerdo. Las direcciones son tan claras como las que aparecen en las guías de Roma que los turistas llevan en el bolsillo. Ludaea es el nombre romano de la provincia donde estaba Jerusalén. Ta Netjer, la Tierra de Dios, también era llamada Punt, que se cree que se halla en el norte de Etiopía.
Maya hizo un gesto de incredulidad.
—No lo entiendo, Simón. ¿Cómo es posible que un portal, un punto de acceso, sea móvil?
—Solo existe un objeto famoso que haya sido trasladado desde Jerusalén a Etiopía: el portal que conocemos con el nombre de Arca de la Alianza.
—El Arca es solo una leyenda —repuso Maya—. Como la Atlántida o el rey Arturo.
Lumbroso se inclinó hacia delante y habló en voz baja.
—No he estudiado los libros sobre el rey Arturo, pero sé bastante del Arca de la Alianza. Se trata de un cofre de madera de acacia recubierto de oro y con una tapa de oro macizo llamada
kapporet.
La Biblia incluso nos proporciona las medidas exactas de tan sagrado objeto: un metro treinta y un centímetros de largo por setenta y ocho de ancho y alto.
»El Arca fue construida por los judíos del pueblo de Israel durante su exilio en el desierto, y ocupó un lugar de honor en el primer templo de Salomón. La creencia popular dice que el Arca contenía los Diez Mandamientos, pero me parece más lógico que fuera algún tipo de punto de acceso. El Arca se guardaba en el sanctasanctórum, el lugar más profundo del templo.