Authors: John Twelve Hawks
—Si los visitantes pueden llegar a este mundo —continuó el comisionado—, tiene que haber un sitio por donde salir. ¿Dónde está, Gabriel? Tienes que decírmelo.
—No lo sé.
—Esa no es una respuesta aceptable. Tienes que prestar más atención a lo que digo. Llegados a este punto, solo veo dos posibilidades: o eres mi única esperanza de salir de aquí, o eres una amenaza para mi supervivencia. Y no tengo tiempo ni ganas de averiguar cuál de ambas opciones es la correcta. —El comisionado sacó su revólver y apuntó a la cabeza de Gabriel—. Esta pistola tiene tres balas, seguramente las últimas tres balas que quedan en esta isla. No me obligues a malgastar una matándote.
Maya seguía llevando el revólver de cañón corto que había comprado en Nueva York. El arma determinó la elección del transporte. Evitó los aeropuertos y se decidió por una combinación de autobús rural, ferry y tren para viajar de Irlanda a Londres. Llegó a la Estación Victoria en plena noche y sin una idea exacta de cómo localizar a Gabriel. Antes de que él se marchara de Skellig Columba, le había dicho que se pondría en contacto con los
free runners.
Así que Maya optó por acercarse a la casa de Vine House, en South Bank. Quizá Jugger y sus amigos sabían si Gabriel seguía en la ciudad.
Cruzó el Támesis y caminó por Langley Road hacia Bonning-ton Square. A esas horas de la noche las calles estaban desiertas, pero podían ver el resplandor de los televisores en las oscuras habitaciones. Pasó ante varias casas con jardín restauradas y frente a una escuela de ladrillo rojo edificada en la época victoriana y reconvertida en un bloque de apartamentos de lujo. En aquel entorno, Vine House parecía un viejo mugriento rodeado de elegantes hombres de negocios y abogados.
Cuando llegó al muro de piedra de dos metros de altura que rodeaba el jardín de Vine House, percibió un olor acre que le recordó el de la basura quemándose. Se asomó a una esquina. No vio a nadie en la acera ni sentado en el jardincillo de la plaza. La zona parecía tranquila, hasta que se fijó en dos hombres senta-dos en la cabina de una furgoneta de una floristería aparcada al final de la manzana. Maya dudó de que alguien hubiera encargado una docena de rosas a la una de la madrugada.
No había una entrada por la que pudiera accederse al jardín trasero desde Langley Lañe, de modo que se aupó al borde del muro, trepó a lo alto y saltó al otro lado. El olor a quemado se hizo más intenso, pero no vio fuego por ninguna parte. La única luz la proporcionaban la luna y las farolas de las calles. Atravesó el jardín tan sigilosamente como pudo, llegó a la puerta trasera, la encontró abierta, y entró.
El humo brotó del interior y la envolvió como una ola de agua sucia. Maya trastabilló hacia atrás, tosiendo y apartando el humo con las manos. Vine House estaba ardiendo, y las viejas vigas y las tablas del suelo desprendían tanto humo como un fuego de carbón en el fondo de una mina.
¿Dónde estaban los
free runners
¿Habían huido de la casa o habían muerto? Maya entró a gatas en la casa. Una puerta, a la izquierda, conducía a la cocina, donde no había nadie. Otra, a la derecha, se abría a un dormitorio donde una solitaria lámpara dibujaba un débil círculo de luz en la oscuridad.
Un hombre yacía en el centro del cuarto, la mitad del cuerpo en el suelo, la mitad encima de la cama, como si el cansancio no le hubiera permitido llegar hasta la cama. Lo cogió por las piernas y lo arrastró fuera del cuarto, hasta el jardín. Tosía y tenía los ojos llenos de lágrimas, pero vio que era Jugger, el amigo de Gabriel. Lo puso boca arriba, se sentó sobre él a horcajadas y lo abofeteó repetidamente en la cara, hasta que Jugger parpadeó y tosió.
—¡Escúchame! —lo apremió Maya—. ¿Hay alguien más en la casa?
—Roland... Sebastian... —Jugger volvió a toser.
—¿Qué ha pasado? ¿Están muertos?
—Llegaron dos tipos en una furgoneta. Sacaron sus armas y nos obligaron a tumbarnos en el suelo. Luego nos pusieron una inyección o algo así...
Maya regresó a la casa, respiró hondo y entró. Reptando como un animal, avanzó por el pasillo hacia la estrecha escalera. Una parte de su mente se mantenía lúcida mientras sus pulmones luchaban por respirar. Matar a los
free runners
con pistolas o cuchillos habría atraído en exceso la atención de las autoridades. Así pues, los mercenarios de la Tabula habían drogado a los tres hombres y prendido fuego a la ruinosa casa. En esos momentos montaban guardia en el exterior para asegurarse de que nadie salía con vida. Al día siguiente, los bomberos encontrarían lo que quedara de los cuerpos entre los restos humeantes del incendio. El ayuntamiento vendería el terreno a uno de tantos especuladores, y los diarios publicarían la noticia en la última página de sucesos: «Tres okupas muertos en el incendio de su vivienda ilegal».
Encontró a Sebastian en el dormitorio del piso de arriba, lo agarró por los brazos y lo arrastró escalera abajo, hasta el jardín. Cuando entró por tercera vez, vio las llamas brillando en la oscuridad, quemando el suelo del salón, trepando por las paredes y lamiendo las vigas del techo. En lo alto de la escalera estaba lleno de humo, y apenas podía ver nada cuando entró en la buhardilla y encontró el cuerpo de Roland. De nuevo tuvo que arrastrar y arrastrar. Las imágenes y los sonidos se difuminaron a su alrededor y se convirtió en un pequeño fragmento de conciencia que atravesaba la infernal humareda.
Salió por la puerta a trompicones, soltó a Roland y se desplomó en el embarrado suelo del jardín.
Tras varios minutos tosiendo y boqueando en busca de aire, se sentó y se frotó los ojos. Jugger seguía consciente y hablaba de las inyecciones sin que le pudiera entender nada. Maya comprobó la respiración de los otros
dos free runners.
Estaban vivos.
Tenía la pistola, pero utilizarla allí podía resultar peligroso. En una ocasión, Hollis le había comentado que en Los Ángeles había tantas pistolas que las fiestas de Nochevieja parecían un tiroteo en una zona de guerra. En Londres, en cambio, oír un disparo no era algo habitual. Si disparaba su revólver, medio vecindario lo oiría y llamaría inmediatamente a la policía.
La casa seguía ardiendo. Vio un destello anaranjado cuando prendieron las cortinas de la habitación de Jugger. Maya se puso en pie, se acercó a la puerta de atrás y notó la corriente de aire caliente abrirse paso en el frío de la noche. A medida que su respiración recobraba la normalidad, recordó una conversación acerca de los silenciadores para armas de fuego que había oído a su padre y a Madre Bendita. En Europa los silenciadores eran ilegales, además de difíciles de encontrar e incómodos de llevar. A veces resultaba más fácil improvisar un sustituto.
Buscó por el jardín trasero y encontró varios cubos rebosantes de basura. Removió en su interior hasta que localizó una botella de plástico de dos litros y un viejo cojín de espuma. Llenó la botella con trozos de espuma e introdujo el cañón de la pistola por el cuello del envase. Cerca de la puerta vio un viejo rollo de cinta adhesiva, y la utilizó para sujetar la botella al cañón. Jugger se había levantado y la miraba desde el otro extremo del jardín.
—¿Qué... qué estás haciendo?
—Despierta a tus amigos. Nos vamos de aquí.
Empuñando su improvisada arma, saltó la tapia que daba a la calle, se metió por un callejón y se acercó a la furgoneta por detrás. Una de las ventanillas estaba medio bajada, y por la abertura salía el humo de un cigarrillo. Oyó que los dos hombres hablaban.
—¿Cuánto rato más vamos a tener que esperar? —preguntó el conductor—. Me está entrando hambre.
El otro rió.
—Pues vuelve a la casa. Ahí se está asando una carne que...
Maya se situó ante la ventanilla, levantó la pistola y disparó. La primera bala reventó el fondo de la botella y atravesó el cristal del vehículo. Fue como el sonido de un batir de palmas... dos rápidos disparos. Luego, silencio.
Una hora antes de que su vuelo aterrizara en el aeropuerto de Heathrow, Hollis se metió en uno de los aseos del avión y se cambió de ropa en el reducido espacio. Cuando regresó a su asiento, creyó que llamaría la atención con sus pantalones azul marino y la camisa a juego, pero era de noche, la gente estaba grogui y nadie pareció fijarse en él. Había metido la ropa que llevaba antes en una bolsa que olvidaría en el avión. Todo lo que necesitaba para entrar en Gran Bretaña sin que lo detectaran se encontraba en el grueso sobre que llevaba bajo el brazo.
Durante los últimos días que había pasado en Nueva York, había recibido un correo electrónico de Linden explicándole que su misión allí había terminado y que había llegado el momento de que viajara a Inglaterra. El Arlequín francés no había podido localizar ningún barco dispuesto a llevarlo clandestinamente a Europa. Por otra parte, cabía la posibilidad de que la Tabula hubiera insertado sus datos biométricos en los bancos de datos de seguridad a los que tenían acceso los funcionarios de inmigración de todo el mundo. Cabía la posibilidad de que cuando llegara a Heathrow, las alarmas saltaran y lo detuvieran. Linden le había dicho que había una manera de entrar en Gran Bretaña burlando a la Red, pero para eso tendría que realizar algunas astutas maniobras en la terminal de llegada.
El vuelo de American Airlines aterrizó puntualmente en Heathrow, y los pasajeros se apresuraron a conectar sus móviles. Los guardias de seguridad observaron detenidamente a los pasajeros cuando bajaron a la pista y subieron a los autobuses que debían llevarlos a la Terminal Cuatro. Hollis no iba enlazar con ningún otro vuelo, así que debía tomar otro autobús que lo llevara a través del gigantesco aeropuerto hasta la Terminal Uno, donde estaba el control de pasaportes. Se metió en los aseos de caballeros y se quedó allí unos minutos. Luego salió y se mezcló con los pasajeros que llegaban de distintos vuelos. Poco a poco fue comprendiendo la astuta simplicidad del plan de Linden. Las personas que lo rodeaban no sabían que acababa de llegar en el avión de Nueva York. Los pasajeros estaban cansados y ansiosos por salir de la terminal.
Subió al autobús de enlace que se dirigía a la Terminal Uno y esperó a que se llenara de gente. Entonces sacó del sobre un chaleco reflectante de seguridad y se lo puso. Con el pantalón azul, la camisa a juego y el chaleco parecía un trabajador de la terminal. La tarjeta de identificación que llevaba al cuello era falsa, los zánganos del aeropuerto solo se fijaban en lo superficial, buscaban rápidas pistas para clasificar a los desconocidos.
Cuando el autobús llegó a la Terminal Uno, los pasajeros salieron y se apresuraron a cruzar las puertas eléctricas. Hollis fingió hablar por el móvil en la estrecha acera de la zona de descarga. Luego saludó con la cabeza al aburrido vigilante que estaba sentado dentro, dio media vuelta y se alejó. Durante unos segundos temió oír las sirenas de alarma y a la policía corriendo tras él, pero nadie lo detuvo. Había burlado el sistema de seguridad de alta tecnología del aeropuerto gracias a un chaleco reflectante comprado por ocho dólares en una tienda de bicicletas de Brooklyn.
Veinte minutos más tarde, Hollis estaba sentado en una furgoneta de reparto junto a Winston Abosa, un rollizo nigeriano de voz potente y trato agradable. Hollis miró por la ventanilla mientras atravesaban Londres. Había viajado por México y otros países de América Latina, pero era la primera vez que estaba en Europa. En las carreteras inglesas había muchas rotondas y pasos de cebra. La mayoría de las casas de ladrillo contaban con un pequeño jardín trasero. Por todas partes había cámaras de vigilancia enfocadas a las matrículas de los vehículos que circulaban.
El nuevo paisaje le recordó un fragmento del libro de Sparrow,
El camino de la espada.
Según el Arlequín japonés, un guerrero contaba con gran ventaja si conocía el terreno o la ciudad que iba a convertirse en su campo de batalla. Luchar inesperadamente en un lugar desconocido era como despertarte una mañana y ver que esa no es la habitación en la que te habías acostado.
—¿Conoce a Vicki? —le preguntó Hollis.
—Pues claro. —Winston conducía con cuidado, con ambas manos en el volante—. Conozco a todos sus amigos.
—¿Están en Inglaterra? No han contestado a ninguno de mis correos electrónicos.
—La señorita Fraser, la señorita Maya y la niña están en Irlanda. El señor Gabriel está... —Winston vaciló—. El señor Gabriel está en Londres.
—¿Qué pasó? ¿Cómo es que ya no están juntos?
—Yo solo soy un empleado, señor. El señor Linden y la señora me pagan bien, y yo procuro no hacer preguntas sobre lo que deciden.
—¿A quién se refiere? ¿Quién es la señora?
Winston aparcó la furgoneta cerca de Regent's Canal y condujo a Hollis por una serie de callejas hasta las abarrotadas arcadas del mercado de Camden. Avanzando en zigzag para evitar las cámaras de vigilancia llegaron a la entrada de las catacumbas, bajo la vía elevada del tren. Una mujer mayor con el pelo teñido de color rosa estaba sentada bajo un cartel que anunciaba sus servicios como echadora de cartas. Al pasar, Winston le dejó en la bandeja un billete de diez libras. Cuando la mujer se inclinó para cogerlo, Hollis vio que ocultaba en la mano un pequeño aparato de radio. Aquella anciana era la primera línea de defensa contra los visitantes indeseados.
Caminaron por el túnel y entraron en la tienda llena de instrumentos de percusión y de estatuas africanas. Winston apartó una bandera que colgaba de la pared y abrió una puerta de acero que daba a un apartamento oculto.
—Diga al señor Linden que estoy en la tienda —pidió Winston—. En cuanto a usted, si necesita algo, hágamelo saber.
Hollis se encontró en un vestíbulo que daba a cuatro habitaciones. En la primera no había nadie, pero encontró a Linden sentado en la cocina, tomando café y leyendo el periódico. Hollis hizo una rápida evaluación del Arlequín francés. Algunos de los gigantones contra los que había luchado en Brasil eran bestias deseosas de utilizar sus puños contra oponentes inferiores. Linden pesaba al menos ciento veinte kilos, pero no había bravuconería en su porte. Era un tipo tranquilo cuyos ojos parecían no perder detalle.
—Buenos días, monsieur Hollis. Supongo que todo ha ido bien en el aeropuerto.
Hollis se encogió de hombros.
—Me costó un poco encontrar la salida de los empleados. Después de eso, fue fácil. Winston me esperaba en la furgoneta en la calle.