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Authors: John Twelve Hawks

El Río Oscuro (42 page)

BOOK: El Río Oscuro
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«Verlassen Sie das Gebäuder. Verlassen Sie...»
Con cara de fastidio, la Arlequín silenció el altavoz de un disparo.

—No queremos abandonar el edificio —dijo—. Nos lo estamos pasando estupendamente.

El herido yacía de costado, se sujetaba la pierna y gemía. Madre Bendita se le acercó.

—Cállese y alégrese de seguir con vida. No me gustan los tipos que hacen saltar las alarmas.

El técnico gritó pidiendo auxilio mientras no dejaba de moverse.

—Le he pedido que se estuviera callado —dijo Madre Bendita—. Es una petición muy simple.

Esperó unos segundos a que el herido obedeciera. El tipo siguió gritando, y la Arlequín le disparó un tiro en la cabeza. Luego, dio media vuelta y se dirigió hacia el panel de control. El otro técnico tenía unos treinta años, rostro huesudo y pelo negro y corto. Jadeaba tanto que Hollis creyó que se desmayaría en cualquier momento.

—¿Cómo se llama? —le preguntó Madre Bendita.

—Gunther Lindemann.

—Buenas noches, señor Lindemann. Queremos acceder a un puerto USB.

—Aquí no... no hay ninguno —respondió Lindemann—. Pero hay tres dentro de la torre.

—Muy bien. Echemos un vistazo.

Lindemann los condujo hasta una puerta deslizante situada en un lado de la torre. Hollis vio que las paredes de vidrio tenían veinte centímetros de grosor y que un armazón exterior de acero sostenía los paneles. Junto a la puerta había otro escáner de la palma de la mano. Lindemann introdujo una mano, y la puerta se abrió.

Una fría brisa los envolvió cuando entraron en aquel entorno esterilizado. Rápidamente, Hollis se encaminó hacia una terminal con un monitor y un teclado. Se quitó del cuello la unidad de disco y lo conectó al puerto de entrada.

En la pantalla apareció un mensaje de aviso en cuatro idiomas: detectado virus desconocido, riesgo alto. La pantalla quejó a oscuras un momento, se llenó con un gran cuadrado rojo que contenía noventa cuadrados más pequeños, de los cuales solo uno estaba lleno de color y destellaba como si una solitaria célula cancerígena se hubiera introducido en un cuerpo sano.

Madre Bendita se volvió hacia Lindemann.

—¿Cuántos guardias hay en el edificio? —preguntó.

—Por favor... no me...

—Limítese a responder —lo atajó.

—Hay un vigilante en el mostrador de fuera y dos más arriba. Los vigilantes que no están de turno viven en unos apartamentos al otro lado de la calle. Se presentarán en cualquier momento.

—Entonces, lo mejor es que me prepare para darles la bienvenida. —Se volvió hacia Hollis—. Avíseme cuando haya terminado.

Madre Bendita salió por la puerta detrás de Lindemann mientras Hollis permanecía ante la terminal. Un segundo cuadrado empezó a destellar, y Hollis se preguntó qué clase de batalla estaría teniendo lugar en el interior de la máquina. Mientras esperaba, pensó en Vicki. ¿Qué le diría ella si estuviera a su lado en esos momentos? Sin duda, la muerte del vigilante y del técnico la habrían afectado profundamente. «La semilla se convierte en retoño.» Siempre decía esa frase: todo lo que se hacía con odio podía crecer y obstruir la Luz.

Echó un vistazo a la pantalla. Los dos cuadrados brillaban con un rojo intenso. De repente, el virus comenzó a multiplicarse por dos cada diez segundos. Las luces de las otras terminales parpadearon y una sirena se disparó en alguna parte de la torre. En menos de un minuto, el virus había derrotado a la máquina. Elmonitor de la terminal no era más que una única mancha roja. Al cabo de un instante, la pantalla quedó a oscuras.

Hollis salió corriendo de la torre y halló a Lindemann tumbado boca abajo en el suelo. Madre Bendita, a tres metros del técnico, apuntaba hacia la entrada con el subfusil.

—Ya está, vámonos.

Ella se volvió hacia Lindemann y lo miró con ojos fríos e inexpresivos.

—No pierda el tiempo matándolo —dijo Hollis—. Salgamos de aquí.

—Como quiera —contestó Madre Bendita como si hubiera salvado la vida de un insecto—. Así podrá contarles a los de la Tabula que ya no me escondo en una isla.

Regresaron al sótano y, cuando volvían sobre sus pasos, la estancia se llenó con una repentina explosión de fuego cruzado. Hollis y Madre Bendita se arrojaron al suelo, tras un generador de emergencia, mientras las balas impactaban en los conductos y los cables que había por encima de su cabeza.

Los disparos cesaron. Hollis oyó el ruido metálico de los cargadores al ser introducidos en los rifles de asalto. Alguien gritó algo en alemán, y las luces del sótano se apagaron.

Hollis y Madre Bendita se hallaban en el suelo, el uno junto al otro. La claridad de los interruptores del generador los iluminaba débilmente. Hollis vio la silueta de la Arlequín cuando esta se sentó y cogió la bolsa con el equipo.

—La escalera se encuentra a unos treinta metros de distancia —susurró Hollis—. Corramos hacia ella.

—Han apagado las luces —dijo Madre Bendita—. Eso significa que seguramente tienen gafas de visión nocturna. Ellos nos ven y nosotros estamos ciegos.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Hollis—. ¿Quedarnos aquí y luchar?

—Enfríeme —dijo la Arlequín al tiempo que le daba un recipiente metálico que contenía nitrógeno líquido para anular los detectores de movimiento.

—¿Quiere que la rocíe con esto?

—La piel no. Solo la ropa y el pelo. Así estaré demasiado fría para que puedan verme.

Hollis encendió la linterna y la sujetó con la mano de manera que la luz surgiera de las aberturas entre los dedos. Madre Bendita se tumbó boca abajo, y él le roció la cazadora, los pantalones y las botas con nitrógeno líquido. Luego se puso boca arriba y Hollis tuvo cuidado en no derramárselo en la cara y las manos. Cuando el recipiente se vació, se oyó un borboteo.

La Arlequín se sentó. Le temblaban los labios. Hollis le tocó el antebrazo y lo notó frío como el hielo.

—¿Quiere el subfusil? —preguntó.

—No, el destello de los disparos me delataría. Me llevaré la espada.

—Pero ¿cómo los va a localizar?

—Utilizando los sentidos, señor Wilson. Estarán asustados, de modo que respirarán agitadamente y dispararán a las sombras. La mayor parte de las veces, el enemigo se derrota a sí mismo.

—¿Qué puedo hacer yo?

—Deme cinco segundos. Luego, dispare hacia la derecha.

Madre Bendita se escabulló por la izquierda y desapareció entre las sombras. Hollis contó hasta cinco, se levantó y abrió fuego con el subfusil hasta vaciar el cargador. Los mercenarios respondieron desde tres puntos del lado izquierdo de la sala. Un instante después, oyó gritar a uno de ellos y más disparos.

Hollis desenfundó la automática y metió una bala en la recámara. Oyó que alguien recargaba un arma y corrió hacia el sonido. Una débil claridad surgía del montacargas del fondo, y eso le permitió disparar hacia la oscura silueta que se acurrucaba tras la maquinaria.

Otra ráfaga de disparos. Luego, silencio. Hollis encendió la linterna e iluminó el cadáver del mercenario que yacía frente a él, a menos de tres metros de distancia. Siguió avanzando con sigilo y estuvo a punto de tropezar con otro cadáver que yacía junto al aparato del aire acondicionado; tenía el brazo derecho arrancado.

Hollis barrió el sótano con la linterna; vio un tercer cuerpo cerca de la pared del fondo y el cuarto y último junto al montacargas. No lejos de allí, una figura yacía medio apoyada contra unas cajas. Era Madre Bendita. La Arlequín había recibido un balazo en el pecho y tenía el suéter empapado en sangre. Aun así, seguía aferrando la espada como si su vida dependiera de ella.

—Ese tuvo suerte —dijo con voz apagada al ver a Hollis—. Un tiro al azar. Que la muerte llegue por azar me parece bien.

—Usted no va a morir —afirmó Hollis—. Voy a sacarla de aquí.

Madre Bendita lo miró con ojos vidriosos.

—No sea estúpido. Coja esto. —Le tendió la espada y lo obligó a aceptarla—. Procure escoger un buen nombre Arlequín, señor Wilson. Mi madre eligió el mío. Siempre lo he odiado.

Hollis dejó la espada en el suelo y se dispuso a coger en brazos a la Arlequín, pero ella lo apartó.

—Yo era una niña preciosa. Todo el mundo lo decía. —Sus palabras se hicieron ininteligibles cuando un chorro de sangre le goteó de los labios—. Una niña preciosa...

Capítulo 40

Cuando Maya tenía dieciocho años, la enviaron a Nigeria para que recogiera el contenido de una caja de seguridad de un banco de Lagos. Un Arlequín inglés llamado Greenman había dejado allí un paquete con diamantes, y Thorn necesitaba el dinero.

El aeropuerto de la capital nigeriana había sufrido una avería eléctrica, y las cintas de la recogida de equipajes no funcionaban. Mientras Maya esperaba su maleta, empezó a llover. De los agujeros del techo caía agua sucia. Tras sobornar a cuantos vio de uniforme, Maya logró salir al vestíbulo del aeropuerto, donde se vio de inmediato rodeada por una multitud de nigerianos. Los taxistas se pelearon por llevarle la maleta, gritaban y gesticulaban. Mientras se abría paso hacia la salida, notó que alguien le tiraba del bolso: un niño de apenas ocho años intentaba cortar la correa. Maya no tuvo más remedio que sacar el cuchillo que llevaba oculto en la manga.

Llegar al aeropuerto internacional Bole, en Etiopía, fue una experiencia muy diferente. Maya y Lumbroso aterrizaron una hora antes de que amaneciera. La terminal estaba silenciosa y limpia, y los funcionarios de inmigración no dejaban de repetir
«Tenas-tëllën»
, que en amárico significaba «Ve con salud».

—Etiopía es un país conservador —le explicó Lumbroso—.

No levante la voz y muéstrese siempre cortés. Los etíopes suelen tratarse por el nombre de pila. Cuando se dirija a un hombre, añada
«ato»
, que significa «señor». A usted, como es soltera, la llamarán
«weyzerit»
Maya.

—¿Cómo tratan aquí a las mujeres?

—Votan, dirigen empresas y van a la universidad. Usted es una
faranji
, una extranjera, y eso la sitúa en una categoría especial. —Lumbroso observó el atuendo de viaje de Maya e hizo un gesto de aprobación. Llevaba un pantalón ancho de lino y una blusa blanca de manga larga—. Viste usted con discreción, y eso está bien. Aquí se considera vulgar que una mujer enseñe los hombros o las rodillas.

Pasaron la aduana y llegaron a la zona de recepción, donde los esperaba Petros Semo. El etíope era un hombre menudo y delicado, de ojos oscuros. Lumbroso parecía muy alto a su lado. Se estrecharon las manos durante casi un minuto mientras se saludaban y hablaban en hebreo entre ellos.

—Bienvenida a mi país —dijo Petros a Maya—. He alquilado un Land Rover para nuestro viaje a Axum.

—¿Se ha puesto en contacto con las autoridades religiosas? —preguntó Lumbroso.

—Por supuesto,
ato
Simón. Los sacerdotes me conocen bastante bien.

—¿Significa eso que podré ver el Arca? —preguntó Maya.

—No puedo prometérselo. En Etiopía solemos decir
«Egzia-bher Kale»
, «si Dios quiere».

Salieron de la terminal y subieron a un Land Rover blanco que todavía tenía el emblema de una ONG noruega. Maya subió al asiento del pasajero, junto a Petros, mientras que Lumbroso se instaló atrás. Antes de salir de Roma, Maya había enviado la espada japonesa de Gabriel a Addis Abeba. El arma seguía en su embalaje, y Petros se la entregó a Maya como si fuera una bomba a punto de explotar.

—Perdone que se lo pregunte,
weyzerit
Maya, pero ¿esta es su arma?

—Es una espada talismán forjada en el siglo XIII en Japón. Se dice que cuando los Viajeros cruzan a otros dominios pueden llevar consigo objetos talismán, pero no sé si es el caso con el resto de nosotros.

—Creo que es usted la primera
Tekelakai
que aparece por Etiopía desde hace muchos años. Un
Tekelakai
es un defensor de un profeta. Antes había muchos de ellos en el país, pero los persiguieron y los asesinaron durante los disturbios políticos.

Para poder enlazar con la carretera del norte, tuvieron que cruzar la capital. Era primera hora de la mañana, pero las calles ya estaban abarrotadas de taxis blancos y azules, camionetas y autobuses amarillos cubiertos de polvo. En el centro de Addis Abeba había modernos edificios gubernamentales y hoteles de lujo rodeados por miles de humildes viviendas con el techo de plancha ondulada.

Las calles principales eran como ríos alimentados por carreteras de tierra y caminos embarrados. A lo largo de las aceras, había tenderetes donde se vendía de todo, desde carne hasta películas de vídeo pirateadas. La mayor parte de los hombres vestían al estilo occidental y llevaban un paraguas o un bastón corto llamado
dula.
Las mujeres calzaban sandalias, llevaban falda larga y se envolvían con un chai blanco de cintura para arriba.

Al salir de la ciudad, el Land Rover tuvo que abrirse paso entre varios rebaños de cabras que llevaban al matadero. Las cabras solo fueron un anticipo de futuros tropiezos con otros animales: pollos, ovejas y lentos rebaños de vacas. Cada vez que el Land Rover aminoraba la marcha, los niños que había a ambos lados de la carretera veían que en su interior viajaban dos extranjeros y echaban a correr junto al vehículo. Muchachos con la cabeza rapada y de piernas flacuchas seguían al coche durante más de un kilómetro, riendo, agitando los brazos y gritando «
You! You!»
en inglés.

Simón Lumbroso se recostó en el asiento de atrás y sonrió.

—Creo que podemos decir que estamos a salvo de la Gran Máquina.

Tras dejar atrás unas colinas cubiertas de eucaliptos, siguieron por una carretera de tierra hacia el norte y se adentraron en un paisaje montañoso y rocoso. Las lluvias estacionales habían caído unos meses antes, pero la hierba seguía teniendo un color verde amarillento con manchas púrpura y blancas de las flores locales. A unos sesenta kilómetros de la capital pasaron frente a una casa rodeada de mujeres vestidas de blanco. Un profundo gemido salía del interior, y Petros explicó que la Muerte se hallaba dentro de la casa. Tres pueblos más adelante, la Muerte volvió a hacer acto de presencia: el Land Rover tomó una curva y estuvo a punto de chocar con un cortejo fúnebre. Envueltos en chales, hombres y mujeres portaban un féretro negro que parecía flotar sobre ellos como una embarcación sobre un blanco mar.

Los clérigos etíopes de los pueblos vestían largas togas de algodón llamadas
shammas
y grandes gorros de algodón; Maya pensó en los gorros de piel que eran tan comunes en Moscú. Un sacerdote que sostenía una sombrilla con un ribete dorado se hallaba de pie junto a la carretera que se adentraba en la garganta del Nilo Azul. Petros se detuvo a su lado y le dio un poco de dinero; el anciano rezaría para que tuvieran un viaje sin incidentes.

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