Authors: John Twelve Hawks
—Pero ¿no fue destruida por los asirios?
—Querrá decir los babilonios. —Lumbroso sonrió—. El único hecho que todas las fuentes parecen aceptar es que el Arca no se hallaba en el templo cuando Nabucodonosor saqueó Jerusalén. Los babilonios hicieron un recuento exacto de todo lo que se llevaron, y en él no figura el Arca. El famoso Rollo de Cobre, uno de los rollos del mar Muerto hallados en 1947, declara explícitamente que el Mishkan, el templete portátil del Arca, fue retirado del templo antes de la invasión.
»Hay quienes creen que Josías escondió el Arca en algún lugar de Israel, pero la inscripción del reloj de sol se refiere a la leyenda que dice que fue llevado a Etiopía por Menelik I, el hijo de Salomón y de la reina de Saba. Los romanos lo sabían cuando hicieron la inscripción.
—¿Quiere decir eso que el Arca se encuentra en África?
—En realidad no es ningún secreto, Maya. Puede navegar por internet o leer una docena de libros sobre el tema. En la actualidad el Arca se halla guardada en la iglesia de Santa María de Sión, en la ciudad de Axum, en el norte de Etiopía. Allí la custodia un grupo de sacerdotes ortodoxos, de los cuales solo uno está autorizado a verla.
—En esa teoría hay algo que no cuadra —dijo Maya—. Si el Arca se encuentra en Etiopía, ¿cómo es que Israel no ha hecho nada para reclamar su devolución o para protegerla?
—¡Ah! Pero es que sí lo ha hecho. En 1972, un grupo de arqueólogos del Museo de Israel fue a Etiopía. Allí recibieron permiso del emperador Haile Selassie para examinar algunos objetos antiguos. Por aquella época, una gran sequía asolaba la región, y el emperador necesitaba desesperadamente ayuda internacional.
»Aquellos arqueólogos viajaron hasta los monasterios del lago Tana y a la ciudad de Axum. Pero, curiosamente, no hicieron declaraciones públicas ni presentaron informes escritos. A las dos semanas de su regreso a Jerusalén, el gobierno de Israel empezó a enviar ayuda militar y humanitaria a Etiopía. Esa ayuda continuó después de la muerte del emperador, en 1975, y se mantiene hasta hoy. —Lumbroso sonrió y acabó su
cappuccino
—. Los israelíes no hacen publicidad de dicha ayuda, y tampoco los etíopes. Y es que, claro, no hay razones políticas que la justifiquen... a menos que uno crea en el Arca.
Maya meneó la cabeza.
—Puede que los historiadores hayan elaborado esta teoría y que unos cuantos sacerdotes etíopes quieran creérsela, pero ¿cómo es que los israelíes no han cogido el Arca y se la han llevado a su país?
—Porque el Arca pertenece a un templo que ya no existe. En su lugar se levanta la Cúpula de la Roca, el lugar donde el profeta Mahoma ascendió al paraíso. Si el Arca regresara a Jerusalén, los grupos fundamentalistas, tanto cristianos como judíos, querrían destruir la Cúpula de la Roca para volver a levantar el templo, y sería el comienzo de una nueva guerra que dejaría en pañales a todas las anteriores.
»Los hombres y las mujeres que gobiernan el estado de Israel son gente devota, pero también pragmática. Su objetivo es garantizar la continuidad y la supervivencia del pueblo y del estado de Israel, no empezar la Tercera Guerra Mundial. Es mejor para todos que el Arca permanezca en Etiopía y que la gente crea que fue destruida hace siglos.
—¿Y qué pasaría si yo fuera a Etiopía? —preguntó Maya—. Supongo que no podría presentarme en esa iglesia y pedir que me dejaran ver el Arca.
—No, claro que no. Por eso tengo que acompañarla. Durante los últimos años he comprado objetos antiguos a un judío etíope llamado Petros Semo. Le pediré que se reúna con nosotros en Addis Abeba y que nos ayude a hablar con los monjes.
—¿Y el Arca es realmente el punto de acceso que me llevará al Primer Dominio?
—Puede que la lleve a cualquiera de los dominios. Los textos no se ponen de acuerdo en ese punto. La teoría más aceptada es que primero hay que enviar el espíritu y, después, seguirlo. Creo que eso significa que es necesario desear con todo el corazón ir allí. A partir de este punto, la historia y la ciencia no cuentan. Si cruza usted esa puerta de acceso, abandonará esta realidad.
—¿Y encontraré a Gabriel?
—No lo sé.
—¿Y qué pasará si no logro encontrarlo? ¿Podré regresar a este mundo?
—Eso tampoco lo sé, Maya. Los mitos clásicos sobre el inframundo solo se ponen de acuerdo en una cosa: uno tiene que volver por donde ha venido.
Maya contempló la piazza y la belleza que la había cautivado unos minutos antes. Había prometido a Gabriel que siempre estaría a su lado. Si no hacía honor a su palabra, el momento que habían compartido perdería su significado.
—Bien ¿y cómo vamos a Etiopía?
Lumbroso volvió a meter las fotografías en el sobre.
—Primero pediremos otro
cappuccino.
—Llamó al camarero y le señaló las dos tazas vacías.
En el sur de Inglaterra era principios de primavera. Michael salió al balcón del segundo piso de Wellspring Manor y vio las primeras hojas verde pálido que brotaban en las hayas que cubrían las colinas circundantes. Justo debajo de él, los invitados a la fiesta de la tarde salían de la casa para pasear entre los rosales. Un séquito de camareros vestidos con americana blanca servían vino
espumoso y
canapés mientras un cuarteto de músicos interpretaba
Las cuatro estaciones.
Aunque la tarde anterior había llovido, aquel domingo era tan cálido y luminoso que el azul del cielo parecía vagamente artificial, como un entoldado de seda destinado a amparar a los invitados. Wellspring era otra de las fincas propiedad de la Hermandad. La planta baja y el primer piso estaban destinados a las actividades públicas, mientras que el segundo era una suite privada vigilada por el personal de seguridad. Michael llevaba ocho días viviendo allí. Durante ese tiempo, la señorita Brewster había explicado a fondo los objetivos públicos y privados del programa Young World Leaders. Los coroneles del ejército y los funcionarios de policía, que en esos momentos devoraban canapés de cangrejo en el jardín, habían viajado a Inglaterra para que les explicaran cómo debían derrotar al terrorismo. A lo largo de tres días de seminarios habían aprendido todo lo que había que saber sobre monitorización a través de internet, cámaras de vigilancia, chips RFID y sistemas de información global.
La fiesta en el jardín constituía la culminación del proceso de aprendizaje: los líderes conocerían a representantes corporativos deseosos de implantar aquella nueva tecnología en los países subdesarrollados. Cada líder había recibido una carpeta especial para ordenar las tarjetas comerciales que les darían al final de la fiesta.
Inclinado sobre la barandilla, Michael observó a la señorita Brewster moviéndose entre la multitud. Su falda azul turquesa y su chaqueta a juego destacaban entre los sobrios grises y verde oliva de los trajes y los uniformes. De lejos parecía una molécula de catalizador que hubiera caído en un matraz lleno de distintos productos químicos. A medida que charlaba con unos y otros y se despedía con un beso, creaba nuevas conexiones entre los jóvenes líderes y aquellos que deseaban servirlos.
Salió del balcón, cruzó unas puertas de cristal y entró en lo que en su día había sido el dormitorio principal. Su padre yacía en una mesa de operaciones situada en el centro de la estancia; pequeños cupidos de yeso lo observaban desde las esquinas del techo. Le habían afeitado la cabeza e introducido sensores en el cerebro. Su temperatura corporal y su ritmo cardíaco eran monitorizados constantemente. Uno de los neurólogos había declarado que el Viajero estaba «tan muerto como se puede estar y seguir todavía con vida».
A Michael le molestaba entrar continuamente en el dormitorio para contemplar aquel cuerpo inmóvil. Se sentía como un boxeador que hubiera acorralado a su adversario contra un rincón. La pelea había terminado, pero le parecía que su padre había conseguido escapar de algún modo.
—Conque este es el famoso Matthew Corrigan... —dijo una voz familiar.
Michael dio media vuelta y vio a Kennard Nash de pie en el umbral. Vestía un traje azul oscuro y en la solapa llevaba un alfiler con el emblema de la Fundación Evergreen.
—Hola, general. Lo creía todavía en Dark Island.
—Anoche estaba en Nueva York, pero siempre asisto a la ceremonia de clausura del programa Young World Leaders.
Además, quería ver con mis propios ojos la nueva captura del señor Boone.
Nash se acercó a la mesa y contempló a Matthew Corrigan.
—¿De verdad que este es su padre?
—Sí.
El general alargó un dedo y tocó la mejilla del Viajero.
—Debo reconocer que me siento un tanto defraudado. Pensaba que sería un hombre físicamente más impresionante.
—Si siguiera en activo, podría haber supuesto un serio inconveniente para la implantación del Programa Sombra en Berlín.
—Pero eso no va a ocurrir, ¿verdad? —Nash sonrió con soberbia, no hizo el menor esfuerzo por disimular su desprecio—. Me doy cuenta, Michael, de que usted ha manipulado al consejo ejecutivo y ha conseguido que tenga miedo de un cuerpo inerte que yace tumbado en una mesa. En lo que a mí se refiere, los Viajeros han dejado de ser un factor relevante. Y eso lo incluye a usted y a su hermano.
—Debería hablar con la señorita Brewster, general. Yo diría que estoy colaborando con la Hermandad para que alcance sus objetivos.
—Ya he oído hablar de sus consejos, y no me impresionan. La señorita Brewster ha sido siempre una fiel partidaria de nuestra causa, pero opino que nos ha ocasionado un grave perjuicio al traerlo a usted a Europa para que soltara un montón de tonterías.
—Fue usted, general, quien me presentó al comité ejecutivo.
—Sí, y ese es un error que pronto quedará subsanado. Es hora de que regrese al centro de investigación, Michael. O quizá podría reunirse con su padre en otro dominio. Eso es precisamente lo que los Viajeros se sienten empujados a hacer, ¿verdad? Ustedes no son más que aberraciones genéticas. Igual que nuestros segmentados.
Los ventanales estaban abiertos, y Michael oyó que el cuarteto finalizaba su interpretación. Unos segundos más tarde se oyó un ligero ruido de acoplamiento de micrófono, y la voz de la señorita Brewster resonó en los altavoces exteriores.
—Bien-venidos. —Pronunció el saludo como dos palabras separadas—. Este magnífico día supone el mejor de los colofones para el simposio del programa Young World Leaders. Debo decir que me siento inspirada... No, no solo inspirada, me siento sinceramente emocionada por los comentarios que he escuchado esta tarde en el jardín...
—Parece que la señorita Brewster ha empezado su discursito. —Nash hundió las manos en los bolsillos y fue hacia la puerta—. ¿Viene usted, Michael?
—Creo que no es necesario.
—No, claro que no. En el fondo no es usted uno de los nuestros, ¿verdad?
El general Nash se marchó y Michael se quedó junto a su padre. La amenaza de Nash era real, pero en ese momento Michael se sentía confiado. No tenía intención de volver al cuarto vigilado del centro de investigación ni de cruzar a otro dominio. Todavía disponía de tiempo para maniobrar. De hecho, ya había formado una alianza con la señorita Brewster. Lo siguiente sería conseguir que otros miembros de la Hermandad se pusieran de su parte. Últimamente le resultaba muy fácil hablar con la gente: desde que había aprendido a captar los leves cambios de expresión de sus rostros, no le costaba escoger las palabras adecuadas para llevarlos por la dirección que le interesaba.
—¿Por qué no hiciste tú lo mismo? —preguntó en voz alta a su padre—. Conseguir un poco de dinero. Conseguir un poco de poder. Conseguir algo. ¿Por qué elegiste esconderte?
Aguardó una respuesta, pero su padre permaneció en silencio. Se apartó de la mesa y volvió a salir al balcón. La señorita Brewster seguía con su discurso.
—Todos ustedes son verdaderos idealistas —decía—, y yo alabo su fortaleza y sabiduría. Han rechazado ustedes las disparatadas palabras de quienes abogan por las supuestas virtudes de la libertad. ¿Libertad para quién? ¿Para los asesinos y los terroristas? La gente decente y trabajadora de este mundo desea orden, no retórica. Ansia desesperadamente un liderazgo fuerte.
Doy gracias a Dios de que ustedes hayan decidido responder a ese desafío. A lo largo del próximo año, un país europeo dará el primer paso hacia un control metódico de su población. El éxito de ese programa será una inspiración para otros gobiernos. —Alzó la copa de vino—. Brindo por la paz y la estabilidad.
Se oyó un respetuoso murmullo de aprobación entre la multitud y más copas destellaron al sol.
Hollis y Madre Bendita regresaron a Londres. Alice se quedó en la isla, con las monjas. Hollis solo había pasado veinticuatro horas en la ciudad, pero ya había ideado un plan de acción. Uno de los
free runners
, el joven Sebastian, se había refugiado en la casa de sus padres, en el sur de Inglaterra, pero ni Jugger ni Roland estaban dispuestos a marcharse. Jugger se pasó una hora caminando arriba y abajo por el apartamento de dos habitaciones de Chiswick mientras despotricaba contra la Tabula. Roland permanecía sentado en una silla, con los codos apoyados en las rodillas. Cuando Hollis le preguntó en qué pensaba, el de Yorkshire contestó en tono amenazador: «Pagarán por lo que han hecho».
A las seis, Hollis volvió a la tienda de instrumentos de percusión para vigilar a Gabriel. Jugger se presentó cuatro horas más tarde y se paseó por el abarrotado comercio mirando las tallas de madera y tamborileando en los tambores.
—Este sitio es algo serio —comentó—. Es como un maldito viaje al Congo.
A medida que se acercaba la medianoche,
el free runner
empezó a ponerse nervioso. Comía una barra de chocolate detrás de otra y se sobresaltaba cada vez que oía un ruido.
—¿Saben que iba a venir? —preguntó.
—No —dijo Hollis.
—¿Y por qué no?
—Escucha, no hay motivo para estar asustado. Simplemente diles lo mismo que me has dicho a mí.
—No estoy asustado. —Jugger se irguió y metió la barriga—. Pero no me gusta esa mujer irlandesa. Da la impresión de que es capaz de matarte por un quítame allá esas pajas.
El pestillo se abrió lentamente, y Madre Bendita y Linden entraron en la tienda. A ninguno de los dos Arlequines pareció gustarles la presencia de Jugger. Instintivamente, Madre Bendita cruzó la tienda y se plantó ante la puerta oculta tras la que yacía Gabriel.