El Río Oscuro (34 page)

Read El Río Oscuro Online

Authors: John Twelve Hawks

BOOK: El Río Oscuro
13.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Le apetece un té o un café?

—Me gustaría ver a Vicki. Winston me ha dicho que está en Irlanda.

—Por favor, siéntese. —Linden señaló una silla—. En los últimos diez días han ocurrido muchas cosas.

Hollis dejó el sobre donde había guardado el chaleco que le había servido de disfraz y tomó asiento. Linden se levantó, enchufó el hervidor y vertió dos medidas de café en una prensa francesa. Miraba a Hollis como un boxeador evaluaría a su adversario, sentado al otro lado del ring.

—¿Está cansado por el vuelo, monsieur Wilson?

—Estoy bien. Este país no es más que «una habitación distinta». Eso es todo. Tengo que adaptarme a los cambios.

Linden pareció sorprendido.

—¿Ha leído el libro de Sparrow?

—Claro. ¿Acaso va en contra de las normas de los Arlequines?

—En absoluto. Fui yo quien lo tradujo al francés y lo publicó en una pequeña editorial de París. El padre de Maya conoció a Sparrow en Tokio, y
yo conocí
a su hijo poco antes de que la Tabula lo matara.

—Sí, ya sé. Hablaremos de eso más tarde. ¿Cuándo veré a Vicki, Maya y Gabriel? En su correo me decía que respondería a mis preguntas cuando nos encontráramos aquí.

—Vicki y Maya están en una isla de la costa oeste de Irlanda. Maya está protegiendo a Matthew Corrigan.

Hollis meneó la cabeza y rió.

—Vaya, esto sí que es una sorpresa... Después de tantos años escondiéndose, por fin lo han encontrado...

—Lo que hemos encontrado es su cascarón... su cuerpo vacío. Matthew cruzó al Primer Dominio y algo debió de ocurrirle. No ha regresado.

—¿Qué es el Primer Dominio? No conozco ese capítulo.


L'Enfer.
—Linden se dio cuenta de que Hollis no entendía el francés y añadió—: El inframundo. El infierno.

—Pero ¿Vicki está bien?

—Supongo que sí. Madre Bendita, una Arlequín irlandesa, entregó a Maya un teléfono vía satélite antes de marcharse. Llevamos varios días llamando y llamando, pero nadie contesta. Madre Bendita estaba muy preocupada. En estos momentos está viajando hacia allí.

—Maya me habló de Madre Bendita. Creí que había muerto.

Linden vertió el agua hirviendo en la prensa francesa.

—Le aseguro que está viva y coleando.

—¿Y Gabriel? ¿Puedo verlo? Winston me ha dicho que está en Londres.

—Madre Bendita acompañó a Gabriel a Londres, pero luego lo perdimos.

Hollis se volvió para mirar a Linden.

—¿De qué está hablando?

—Nuestro Viajero fue a buscar a su padre al Primer Dominio. Está vivo, pero tampoco ha regresado.

—¿Y dónde está su cuerpo?

—¿Por qué no se toma antes el café?

—¡No quiero ningún maldito café! ¿Dónde está Gabriel? Es mi amigo.

Linden encogió sus anchos hombros.

—Vaya a la habitación del fondo.

Hollis salió de la cocina y caminó por el pasillo hasta que llegó a una sencilla habitación; Gabriel estaba tumbado en la cama. El cuerpo del Viajero parecía inerte, insensible, como sumido en el más profundo de los sueños. Se sentó en el borde de la cama y le tocó una mano. Aunque sabía que Gabriel probablemente no podría oírlo, le habló.

—Hola, Gabe. Soy tu amigo Hollis. No te preocupes. Yo te protegeré.

—Perfecto. Eso es precisamente lo que queremos.

Hollis se dio la vuelta y vio a Linden en el umbral.

—Le pagaremos quinientas libras a la semana —añadió el Arlequín.

—No soy un mercenario y no me gusta que me traten como si lo fuera. Protegeré a Gabriel porque es mi amigo, pero antes quiero asegurarme de que Vicki está bien. ¿Lo ha entendido?

Hollis era partidario de una aproximación agresiva cuando alguien se empeñaba en darle órdenes, pero en esos momentos no estaba tan seguro. Linden se acercó y sacó una pistola automática de la sobaquera. Al ver el arma y la fría expresión del francés, Hollis se vio al borde de la muerte. «Este cabrón va a matarme...»Linden sujetó la pistola por el cañón y se la ofreció.

—¿Sabe cómo usar esto, monsieur Wilson?

—Por supuesto. —Cogió el arma y se la metió en el cinturón.

—Madre Bendita llegará a la isla mañana. Allí verá a la señorita Fraser y ella le dirá si quiere volver a Londres. Estoy seguro de que usted podrá reunirse con ella en cuestión de días.

—Gracias.

—Nunca dé las gracias a un Arlequín. No hago esto porque usted me caiga simpático. Necesitamos otro guerrero, y usted ha llegado en el momento oportuno.

Hollis y Winston salieron a dar una vuelta por Chalk Farm Road. La mayoría de las tiendas de aquella calle vendían algo relacionado con la rebeldía: cazadoras y pantalones de cuero negro de motorista, vestidos de vampiresa gótica o camisetas con mensajes obscenos. Punks con el pelo de punta y teñido de verde deambulaban en grupos disfrutando de las miradas de los paseantes.

Compraron queso, leche, pan y café. Luego, Winston condujo a Hollis hasta una puerta, situada entre un salón de tatuajes y una tienda que vendía disfraces de hada. En el piso de arriba había una habitación con una cama y un televisor. El baño y la cocina estaban fuera, al final del pasillo.

—Esta va a ser su casa —le dijo Winston—. Si necesita algo, estaré todo el día en la tienda.

Cuando Winston se hubo marchado, Hollis se sentó en la cama y comió un poco de pan con queso. Olía a curry. Oyó el sonido de las bocinas de los coches. En Nueva York podría haber encontrado una forma de escapar, pero allí se sentía rodeado por la Gran Máquina. Todo habría sido distinto si Vicki hubiera estado con él, si pudiera oír su voz. El amor de aquella mujer hacía que se sintiera más fuerte. El amor te elevaba. Te conectaba con la luz.

Antes de ir al baño a darse una ducha, pegó un trozo de chicle entre la puerta y el marco, cerca del suelo. El plato de la ducha estaba mohoso, y el agua salía tibia. Cuando se vistió y regresó al cuarto, vio que el chicle estaba despegado.

Dejó la toalla y la pastilla de jabón en el suelo y sacó la automática. Nunca había matado a nadie, pero iba a hacerlo. Estaba seguro de que la Tabula lo esperaba. Lo atacarían en cuanto atravesara la puerta.

Sosteniendo la pistola en la mano derecha, introdujo la lleve con el mayor sigilo posible. «Uno», contó. «Dos y... ¡tres!» Giró el picaporte, aferró la pistola y entró de un salto.

Maya estaba junto a la ventana.

Capítulo 31

A primera hora de la mañana del día siguiente, Maya trepó al tejado del antiguo hospital para caballos, en el centro del mercado de Camden. Los caballos y el matadero habían desaparecido a finales de la era victoriana, y el edificio de dos plantas estaba ocupado por tiendas que vendían jabón natural y alfombras tibetanas. Nadie se fijó en ella mientras permaneció de pie junto a la veleta con la silueta de un caballo a galope.

Desde allí observó a Hollis cruzar el mercado y entrar en el túnel de ladrillo que conducía a las catacumbas. Linden había pasado la noche en la tienda de instrumentos de percusión, y Hollis tenía que avisarla cuando el Arlequín francés saliera del apartamento secreto.

Había pasado las últimas veinticuatro horas yendo de un lado a otro de Londres. Cuando el incendio en Vine House, ayudó a Jugger y a sus amigos a salir del jardín trasero. Luego, los cuatro tomaron un taxi cerca de Vauxhall Bridge que los llevó hasta un apartamento vacío en Chiswick, propiedad del hermano de Roland. Los
free runners
estaban acostumbrados a vivir fuera de la Red, y los tres prometieron a Maya que permanecerían ocultos hasta que las autoridades dejaran de investigar la muerte de los dos cadáveres de la furgoneta de la floristería.

Gabriel había dicho a Jugger que se alojaba en una tienda de instrumentos de percusión del mercado de Camden, de modo que Maya supuso que Linden y Madre Bendita lo estaban protegiendo. Pasó el resto del día vigilando la entrada de las catacumbas, hasta que Hollis llegó a la tienda. Madre Bendita la habría matado por aquel acto de desobediencia, pero Hollis era un amigo. El podría organizar las cosas para que Maya pudiera ver a Gabriel sin correr peligro.

Estaba de pie en el tejado cuando Linden salió del túnel de ladrillo. El Arlequín, con la espada en el estuche metálico colgada al hombro, fue a desayunar a un café con vistas al canal. Diez minutos más tarde, Hollis salió del túnel e hizo una seña a Maya. Despejado.

Hollis la guió entre los instrumentos y las tallas de madera hasta la pequeña y lóbrega habitación en la que yacía el cuerpo del Viajero. Maya se arrodilló junto a la cama y tomó la mano de Gabriel. Sabía que estaba vivo, pero eso no le impedía sentirse como una viuda que acariciara a su marido muerto. En la isla había visto el libro de san Columba y estudiado sus ilustraciones del infierno. No le cabía la menor duda de que Gabriel había ido allí en busca de su padre.

Ninguna de las habilidades que Thorn y el resto de los Arlequines le habían enseñado, le servían en ese momento. No había nadie contra quien luchar, ningún castillo con murallas y puertas de hierro. Habría hecho cualquier sacrificio con tal de salvar a Gabriel, pero no podía hacer nada.

La puerta de acero del apartamento rechinó al abrirse. Hollis parecía sorprendido.

—¿Eres tú, Winston? —preguntó.

Maya se alejó de la cama y desenfundó su pistola. Silencio. Linden apareció entonces en el umbral. El hombretón tenía las manos en los bolsillos y sonreía.

—¿Vas a dispararme, Maya? Recuerda siempre que hay que apuntar un poco hacia abajo. Cuando uno está nervioso, tiende a disparar demasiado alto.

—No sabíamos quién había entrado. —Maya guardó el revólver.

—Pensé que tal vez vendrías. Madre Bendita me contó que tienes un
attachement sentimental
con Gabriel Corrigan. Cuando desconectaste el teléfono vía satélite, comprendí que probablemente te habías marchado de la isla.

—¿Se lo has dicho a Madre Bendita?

—No. Ya se enfadará bastante cuando llegue a Skellig Columba y vea que a Matthew Corrigan solo lo protegen una joven estadounidense y unas cuantas monjas.

—Tenía que ver a Gabriel.

—¿Y ha valido la pena? —Linden se sentó a horcajadas en la única silla que había en el cuarto—. Está tan perdido como su padre. Aquí no hay nada salvo un cascarón vacío.

—Estoy decidida a salvar a Gabriel —dijo Maya—. Solo necesito hallar la forma de hacerlo.

—Eso es imposible. Se ha marchado, ha desaparecido.

Maya reflexionó un instante antes de hablar.

—Tengo que hablar con alguien que sepa todo lo que se puede saber acerca de los distintos dominios. ¿Conoces a alguien así en este país?

—Eso no nos concierne, Maya. Nuestras leyes dicen que los Arlequines solo protegemos a los Viajeros en este mundo.

—Nuestras leyes me importan un bledo. «Cultiva la imprevisibilidad.» ¿No es eso lo que escribió Sparrow? Quizá haya llegado el momento de hacer algo diferente. Nuestra estrategia no está funcionando.

—Maya tiene razón, Linden —intervino Hollis por primera vez—. En estos momentos, Michael Corrigan es el único Viajero que está en el mundo, y se ha puesto al servicio de la Tabula.

—Ayúdame, Linden, por favor —rogó Maya—. Lo único que necesito es un nombre.

El Arlequín francés se levantó y se dispuso a marcharse. Cuando llegó a la puerta, se detuvo y vaciló, como un hombre que intenta encontrar el camino en la oscuridad.

—En Europa hay varios expertos en el tema de los dominios, pero solo hay una persona en la que podamos confiar. Era amigo de tu padre y, por lo que sé, sigue viviendo en Roma.

—Mi padre nunca tuvo amigos, lo sabes tan bien como yo.

—Tal vez, pero esa fue la palabra que Thorn utilizó —dijo Linden—. Deberías viajar a Roma y comprobarlo por ti misma.

Capítulo 32

Hollis estaba preparando café en el apartamento cuando Linden entró desde la tienda. Llevaba en la mano un teléfono vía satélite.

—Acabo de tener noticias de Madre Bendita. Está en Skellig Columba.

—Apuesto a que no le gustó descubrir que Maya se había marchado.

—La conversación ha sido muy breve. Le he explicado que acababas de llegar a Londres y ha dicho que debes ir a la isla.

—¿Quiere que me encargue de proteger el cuerpo de Matthew Corrigan?

Linden asintió.

—Parece la conclusión más lógica.

—¿Qué hay de Vicki?

—No mencionó a mademoiselle Fraser.

Hollis sirvió una taza de café para el Arlequín y la dejó encima de la mesa.

—Tendrás que explicarme cómo puedo viajar a Irlanda y conseguir que alguien me lleve en barco hasta la isla.

—Madame me dijo que quería que llegaras lo antes posible. Así que... esta vez he organizado las cosas de otro modo.

Hollis no tardó en descubrir que organizar las cosas «de otro modo» significaba volar en helicóptero hasta la isla. Dos horas más tarde, Winston Abosa lo llevó hasta White Waltham, un aeródromo con una pista de hierba cerca de Maidenhead, en Berkshire. Hollis llevaba un sobre lleno de dinero; se encontró con el piloto, un hombre de unos sesenta años, en el aparcamiento. Algo en su aspecto —el pelo corto, su postura erguida-apuntaba a una formación militar.

—¿Usted es el que quiere ir a Irlanda?

—Sí, soy...

—No quiero saber quién es. Quiero ver el dinero.

Hollis tuvo la impresión de que el piloto habría sido capaz de llevar a Jack el Destripador a las puertas de un internado femenino si en el sobre hubiera habido dinero suficiente. Diez minutos más tarde, el helicóptero estaba en el aire, rumbo al oeste. El piloto no abrió la boca salvo para hablar brevemente con los controladores aéreos. Su personalidad se reflejaba en su agresiva manera de volar entre valles y colinas, donde los campos estaban delimitados por muros de piedra. En determinado momento dijo: «Puede llamarme Richard», pero no preguntó a Hollis cómo se llamaba.

Empujados por el viento de levante, cruzaron el mar de Irlanda y repostaron en un pequeño aeropuerto cerca de Dublín. Mientras sobrevolaban la campiña irlandesa, Hollis vio almiares, pequeños grupos de casas y estrechas carreteras que raras veces discurrían en línea recta. Cuando llegaron a la costa oeste, el piloto se quitó las gafas y empezó a controlar el GPS del panel de instrumentos. Llevaba el helicóptero lo bastante bajo para pasar cerca de una bandada de pelícanos que volaban en formación. Bajo las aves, las olas del mar se alzaban y volvían a caer con rociones de espuma blanca.

Other books

Un guijarro en el cielo by Isaac Asimov
The Edge of the Light by Elizabeth George
By My Hand by Maurizio de Giovanni, Antony Shugaar
Tropical Freeze by James W. Hall
Heartbreaker by Maryse Meijer
The Audience by Peter Morgan
Girls We Love by J. Minter
Taboo by Casey Hill