El Río Oscuro (44 page)

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Authors: John Twelve Hawks

BOOK: El Río Oscuro
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Abrió la puerta muy lentamente, hasta dejar un resquicio de unos cuarenta centímetros. El guardián y Maya entraron en el santuario, y los sacerdotes cerraron rápidamente. Maya se encontró en una antesala de unos cuatro metros cuadrados. La única luz provenía de la linterna de queroseno, que oscilaba adelante y atrás mientras el guardián caminaba con dificultad hacia una segunda puerta. Maya miró alrededor y vio la historia del Arca pintada en las paredes: israelitas siguiendo el Arca durante su largo viaje a través del Sinaí, el Arca siendo llevada a la batalla contra los filisteos y guardada en el templo de Salomón...

El guardián abrió otra puerta y la Arlequín lo siguió hasta otra estancia mucho más amplia. En el centro se hallaba el Arca, cubierta con una tela ricamente bordada. La rodeaban doce vasijas de barro con las bocas selladas con cera. Maya recordó que Petros le había contado que una vez al año retiraban aquella agua y la entregaban a las mujeres que no podían concebir.

El sacerdote observaba a Maya como si temiera que la Arlequín hiciera algo violento. Dejó la lámpara en el suelo, se acercó al Arca y retiró la tela. El Arca era un cofre de madera cubierta con láminas de oro. Le llegaba a la altura de las rodillas y medía aproximadamente un metro veinte de largo. A cada lado había una larga percha metida en dos anillas, y sobre la tapa, arrodillados, querubines de oro con cuerpo de hombre y alas y cabeza de águila. Sus alas brillaban intensamente a la luz de la llama de queroseno.

Maya se acercó y se arrodilló frente al Arca. Agarró los dos querubines, levantó la tapa y la dejó en el suelo, encima de la tela bordada. «Ten cuidado», se dijo, «no hay razón para actuar con brusquedad». Se inclinó hacia delante y miró en el interior del cofre. Estaba vacío. «No hay nada», pensó. «El arca es un fraude.» No existía ningún punto de acceso a otros dominios, solo una vieja caja de madera protegida por las supersticiones.

Decepcionada y enfadada, lanzó una mirada al guardián. El anciano se apoyó en el bastón y sonrió por la ingenuidad de la Arlequín. Maya volvió mirar el interior del Arca y, en el fondo, vio un punto negro cerca de un rincón. «¿Es la marca de una quemadura? ¿Una imperfección de la madera?», se preguntó. Mientras observaba, el punto negro aumentó hasta adquirir el tamaño de una moneda y empezó a flotar en el fondo del Arca.

El punto parecía inmensamente profundo, un vacío sin límites. Cuando alcanzó el tamaño de un plato, Maya metió la mano y tocó aquella oscuridad. La punta de sus dedos desapareció. Sorprendida, retiró la mano de golpe. Seguía en este mundo. Seguía viva.

Cuando el punto de acceso dejó de moverse, Maya apartó de su mente al guardián y a los otros sacerdotes, olvidó a todos menos a Gabriel. ¿Lo encontraría si se lanzaba?

Se armó de valor y se obligó a meter el brazo derecho en la oscuridad. Esa vez sí notó algo: un helor doloroso que le causó una sensación de hormigueo. Introdujo el otro brazo, y el dolor la sorprendió. De repente sintió como si una enorme ola la golpeara y una corriente poderosa la arrastrara al mar. Su cuerpo se estremeció y se precipitó en el vacío de la nada. Quiso pronunciar el nombre de Gabriel, pero le resultó imposible. Se hallaba rodeada de oscuridad, y ningún sonido salía de su boca.

Capítulo 41

Llovía con fuerza cuando Boone llegó a Chippewa Bay, en el río San Lorenzo. De pie en el borde del muelle, apenas divisaba el castillo de Dark Island. Solo había estado allí unas pocas veces. Recientemente, el castillo había sido el lugar donde Nash había presentado el Programa Sombra ante el comité ejecutivo. En esos momentos Boone tendría que haber estado en Berlín, buscando a los criminales que habían destruido el centro de informática, pero el comité había insistido en que acudiera a la isla. Le esperaba un trago desagradable, pero tenía que obedecer.

Cuando por fin llegaron los dos mercenarios, Boone ordenó al capitán que cruzara el río. Sentado en la cabina de la embarcación, intentó evaluar a los hombres que iban a ayudarlo a matar a alguien. Ambos mercenarios habían emigrado recientemente de Rumania y eran parientes. Tenían nombres muy largos y con demasiadas vocales, y no se molestó en aprender a pronunciarlos correctamente. Decidió que el más bajo se llamaba Able, y el otro, Baker. Ambos estaban sentados frente a él, con los pies bien apoyados en el suelo de la cabina. Able no dejaba de parlotear nerviosamente en rumano mientras Baker asentía cada pocos segundos para demostrar que lo escuchaba.

Las olas del río se estrellaban contra la proa de la barca y salpicaba con fuerza el techo de fibra de vidrio de la cabina; el sonido recordó a Boone el que harían unos dedos tamborileando en una madera. El capitán canadiense ajustaba la radio a medida que los pilotos de los barcos contenedores que navegaban por el río anunciaban su posición.

—Estamos a media milla por estribor —repitió una voz—. ¿Pueden vernos? Cambio.

Boone se palpó la pechera de su chaquetón y notó los duros bultos escondidos bajo el tejido impermeable. El recipiente de toxinas CS se hallaba en el bolsillo izquierdo de la camisa. En el derecho estaba el estuche de plástico negro que contenía la jeringa. Boone odiaba tocar a la gente, especialmente cuando estaban muñéndose, pero la jeringa exigía cierto contacto físico.

Cuando llegaron a Dark Island, el capitán paró los motores y dejó que la embarcación se deslizara hasta el muelle. El jefe de seguridad de la isla, un ex agente de policía llamado Farrington, salió a darles la bienvenida. Cogió la amarra y la ató a un noray mientras Boone saltaba a tierra.

—¿Dónde está el resto del personal? —preguntó Boone.

—Almorzando en la cocina.

—¿Qué hay del señor Nash y sus invitados?

—El general Nash, el señor Corrigan y la señorita Brewster se encuentran arriba, en el salón de día.

—Que el personal permanezca en la cocina durante los próximos veinte minutos. Tengo que presentar unos informes muy importantes y no quiero que nadie entre en la sala y pueda oír algo.

—Entendido, señor.

Caminaron a paso vivo por el túnel que llevaba desde el embarcadero hasta la planta baja del castillo. Boone pasó la jeringa y el recipiente con la toxina a los bolsillos de su pantalón mientras los dos mercenarios rumanos se quitaban sus empapados abrigos. Ambos hombres vestían traje negro y corbata, como si se dispusieran a asistir a un funeral en su tierra natal. Las suelas de sus zapatos de cuero crujieron cuando subieron por la escalera principal.

La puerta de roble estaba cerrada, y Boone vaciló un segundo. Oía a los rumanos respirar pesadamente y rascarse. Seguramente se preguntaban por qué se había detenido. Boone se alisó el mojado cabello, se ajustó el nudo de la corbata y entró en el salón de día con sus hombres.

El general Nash, Michael y la señorita Brewster se hallaban sentados al extremo de una larga mesa. Habían dado cuenta de sus platos de sopa de tomate, y Nash sostenía un plato con sándwiches.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó el general.

—He recibido órdenes del comité ejecutivo —repuso Boone.

—Yo soy el presidente del comité y no he ordenado nada.

La señorita Brewster cogió el plato de las manos de Nash y lo dejó encima de la mesa.

—He convocado una nueva videoconferencia, Kennard.

Nash pareció sorprendido.

—¿Cuándo?

—Esta mañana, temprano, cuando usted todavía dormía. A la Hermandad no le ha gustado que se niegue a dimitir.

—¿Y por qué debería dimitir? Lo que ocurrió ayer en Berlín no tiene nada que ver conmigo. Fue culpa de los alemanes o de Boone. El es el jefe de seguridad.

—Y usted es la cabeza de la organización, pero no está dispuesto a aceptar ninguna responsabilidad —intervino Michael—. No se olvide del ataque que sufrimos hace unos meses, cuando perdimos el ordenador cuántico.

—¿Qué quiere decir con «perdimos»? Usted no es miembro del comité ejecutivo.

—Ahora lo es —terció la señorita Brewster.

El general Nash fulminó a Boone con la mirada.

—No olvide quién lo contrató, señor Boone. Estoy al frente de esta organización y le estoy dando una orden directa. Quiero que escolte a estos dos hasta el sótano y los encierre. Convocaré una reunión de la Hermandad lo antes posible.

—No me está escuchando, Kennard. —La señorita Brewster parecía una maestra que hubiera perdido la paciencia con un alumno testarudo—. El Comité se ha reunido esta mañana y ha votado. Por unanimidad. Desde hoy mismo ha dejado de ser el director ejecutivo. No es un asunto negociable. Acepte un cargo simbólico y tendrá un sueldo y puede que hasta un despacho en alguna parte.

—¿Se da cuenta de con quién está hablando? —preguntó Nash——. Puedo hacer que el presidente del país se ponga al teléfono con solo pedirlo, el presidente de Estados Unidos y tres primeros ministros.

—Y eso es precisamente lo que no deseamos —replicó la señorita Brewster—. Esto es una cuestión interna, no algo que debamos tratar con nuestros distintos aliados.

Si Nash hubiera permanecido sentado, Boone quizá le habría permitido seguir hablando, pero el general echó la silla hacia atrás como si se dispusiera a salir corriendo para llamar a la Casa Blanca. Michael lanzó una mirada al jefe de seguridad. Había llegado el momento de obedecer las órdenes recibidas.

Boone hizo un gesto a los dos mercenarios y estos clavaron a Nash en su asiento.

—¿Se han vuelto locos? ¡Suéltenme!

——Quiero dejar clara una cosa —dijo la señorita Brewster—. Siempre le hemos considerado un amigo, Kennard. Pero recuerde que todos los que estamos aquí respondemos ante una causa superior.

Boone se situó detrás de Nash, abrió el estuche de plástico y sacó la jeringa. La toxina se hallaba en un recipiente del tamaño de un tubo de comprimidos. Boone atravesó la goma del tapón de seguridad con la aguja y llenó la jeringa con un líquido transparente.

Nash miró por encima del hombro y vio lo que estaba a punto de suceder. Lanzando todo tipo de obscenidades, intentó incorporarse. Los platos y las copas volaron y se hicieron añicos.

—Tranquilícese —le susurró Boone—. Tenga un poco de dignidad.

Le clavó la aguja en el cuello, justo encima de la columna, e inyectó el veneno. Nash se desplomó en el acto. Su cabeza golpeó contra la mesa y un hilo de baba se le escapó por la comisura de los labios.

Boone alzó la vista y miró a sus nuevos jefes.

—Hace efecto en un par de segundos. Está muerto.

—Un repentino ataque al corazón —dijo la señorita Brewster—. Es una pena. El general Kennard Nash ha sido un fiel servidor de esta nación. Sus amigos lo echarán de menos.

Los dos mercenarios rumanos seguían sujetando a Nash por los brazos, como si fuera volver a la vida de golpe y saltar por la ventana.

—Vuelvan a la embarcación y esperen —les ordenó Boone—. Aquí ya no son necesarios.

—Sí, señor. —Able se ajustó la cortaba y salió junto con su compañero.

—¿Cuándo llamará a la policía? —preguntó Michael.

—Dentro de cinco o diez minutos.

—¿Y cuánto tardarán en llegar a la isla?

—Un par de horas. No quedará ni rastro del veneno.

—Túmbelo en el suelo y desgárrele la camisa —ordenó Michael—. Que parezca que intentamos salvarlo.

—Sí, señor.

—Creo que me apetece un trago de whisky —dijo la señorita Brewster. Ella y Michael se levantaron y caminaron hasta la puerta lateral que conducía a la biblioteca—. Ah, señor Boone, una cosa más...

—Usted dirá, señora.

—Necesitamos mayor nivel de eficiencia en nuestras misiones. El general Nash no lo entendió. Espero que usted sí.

—Lo entiendo —repuso Boone.

Cuando se quedó a solas con el cadáver, apartó la silla, empujó el cuerpo hacia un lado, y este cayó al suelo con un golpe sordo. Se puso de rodillas y abrió de un tirón la camisa azul del general. Un botón de nácar salió volando.

Primero llamaría a la policía y luego se lavaría las manos. Quería agua caliente, jabón fuerte y toallas de papel. Se acercó a la ventana y contempló la bahía de San Lorenzo, más allá de los árboles. La tormenta y las nubes teñían el agua de un color gris oscuro. Las olas agitaban la superficie del río que corría hacia el mar.

Capítulo 42

Maya atravesó una oscuridad tan absoluta que tuvo la impresión de que su cuerpo desaparecía. El tiempo siguió fluyendo, pero ella carecía de un punto de referencia y no tenía manera de calcular si aquel instante duraba solo unos segundos o varios años. Ella existía como una chispa de conciencia, una sucesión de pensamientos unidos por el deseo de encontrar a Gabriel.

Abrió la boca y se le llenó de agua. No tenía idea de dónde se encontraba, pero se hallaba rodeada de agua y no parecía haber un camino hacia la superficie. Agitó los brazos y las piernas desesperadamente al tiempo que intentaba controlar el pánico. Mientras su cuerpo reclamaba oxígeno, dejó que el aire de sus pulmones la llevara hacia arriba. Cuando estuvo segura de que ascendía, nadó con todas sus fuerzas hasta que emergió entre las olas. Tomó una bocanada de aire y flotó de espaldas mientras contemplaba un cielo de un color gris amarillento. El agua que la rodeaba era negra, estaba salpicada de manchas de espuma y olía al ácido de las baterías. La piel y los ojos empezaron a picarle. Vio que se hallaba en medio de un río y que la corriente la empujaba hacia un lado. Estiró el cuello todo lo que pudo y distinguió la orilla. En la distancia se divisaban edificios y puntos de luz anaranjados que parecían llamas.

Cerró los ojos y nadó hacia la orilla. La correa de la funda de la espada le colgaba del cuello. Se detuvo para asustársela y que no se moviera y se dio cuenta de que estaba más lejos que antes de la orilla. La corriente era demasiado fuerte. Maya giraba como una barca a la deriva. Miró hacia donde se dirigía la corriente y vio a lo lejos un puente derruido. En lugar de luchar contra los elementos nadó hacia los arcos de piedra que emergían del agua. Sus movimientos y la fuerza del río la empujaron rápidamente contra uno de los pilares de piedra. Se agarró a él y permaneció allí un instante; luego, nadó hasta el siguiente. En aquel punto la corriente era menos fuerte, había poca profundidad y pudo caminar hasta la orilla. «No puedo quedarme aquí», se dijo, «estoy demasiado expuesta». Trepó hasta un bosquecillo de árboles muertos. Las hojas muertas crujieron bajo sus zapatos. Había varios árboles caídos, pero el resto se apoyaban unos en otros como silenciosos supervivientes.

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