Ellen miraba su reflejo en la ventanilla mientras el tren atravesaba el túnel y aumentaba su velocidad. Realzada frente al muro negro del túnel, su cara parecía vieja y gastada. O quizá fuera solo su estado de ánimo. Ahora sus sentimientos contrastaban drásticamente con la exaltación que sintió menos de un mes antes, cuando subió al tren que la llevara a París
.
Una repentina sacudida del coche la sacó de su ensoñación. Miró a su alrededor; los otros viajeros volvían la cabeza y murmuraban preocupados. El tren estaba frenando. Después se detuvo, impulsándola ligeramente hacia delante. Un interventor pasó rápidamente ante ella hacia la cabecera del tren. Un viajero preguntó por qué se habían detenido, pero el hombre uniformado solo le dijo
:
—Estoy seguro de que solo nos retrasará un momento,
monsieur
.
Ellen oyó el débil siseo del vapor que salía. No le hacía feliz estar dejando París, sobre todo en estas circunstancias, pero el movimiento físico del tren siguiendo su camino hacia algún lugar, en todo caso, le había transmitido cierto impulso a su vida. Pero ahora, allí sentada, inmóvil, podía sentir cómo todas sus dudas y temores se cernían sobre ella como las negras paredes del túnel. Sintió una abrumadora urgencia de salir del tren a toda costa. El creciente pánico ambiente quedó cortado en seco al aparecer el interventor en la parte delantera del coche:
—
Messieurs e mesdames
—comenzó a decir, jadeando—, me temo que tenemos un pequeño problema. —Un leve murmullo se extendió entre los pasajeros. El interventor pidió silencio con un gesto—. Nos han informado de que se han producido algunos desbordamientos menores a lo largo de la línea. Me temo que tendremos que volver a la estación de partida.
Un torrente de preguntas asaltó al interventor mientras trataba de atravesar el coche para pasar al siguiente, pero solo hizo gestos con la mano, repitiendo:
—
Je suis désolé, monsieur, je suis désolé
…
El tren dio una sacudida y comenzó a andar hacia atrás. Mientras el resto de los viajeros murmuraban sus quejas, Ellen se volvió de nuevo hacia la ventanilla. Lentamente, una tenue sonrisa de alivio se extendió por el reflejo de su rostro.
En cuanto el tren hubo regresado a la estación término, comunicaron a los viajeros que se habían suspendido todos los servicios a causa de las inundaciones en las vías. Cuando subió la escalera, Ellen se dio cuenta de que la gente abarrotaba la barandilla y señalaba hacia abajo. Vio una extraña capa, como un espejo, bajo el tren, donde deberían estar los raíles.
—El río —dijo alguien, y ella se percató de que los raíles estaban ahora completamente sumergidos bajo un manto de agua que ya cubría la parte inferior de las ruedas.
—
Madame
—dijo el mozo que había subido su equipaje—, trataré de encontrarle un taxi automóvil.
Con una última mirada al reflejo de las luces de la estación en la superficie de agua grasienta, Ellen se volvió y lo siguió hasta la entrada.
Mientras ponía las maletas de Ellen junto a la pared del vestíbulo,
madame
Charneau dijo:
—Nunca había visto un tiempo así. Una inundación en la estación del tren. ¿Qué más va a ocurrir?
El taxi de Ellen había tardado más de una hora en llegar hasta la casa de
madame
Charneau. Las calles estaban atascadas a causa de los carros y vehículos motorizados desviados de la zona del río.
—¿La encontró el marqués, querida?
—Sí —dijo Ellen—. Vino a despedirme.
—¡Qué alboroto hizo!
—¿Qué quiere decir?
—No sé lo que le dio. Entró aquí excitadísimo y parecía no saber que usted se marchaba. Sin embargo, yo creía que la había visto ayer. Seguro que se lo diría.
—¿Qué dijo?
—¡Oh! No se preocupe por eso ahora, querida. Primero séquese, y puede quedarse aquí el tiempo que quiera. La lluvia parará pronto y todo volverá a estar en orden.
—¡Ellen!
Ambas se volvieron para ver a Julia, que estaba de pie en el descansillo del primer piso.
—¿Qué ha pasado? —dijo ella mientras bajaba a toda velocidad la escalera.
—La estación se inundó —dijo
madame
Charneau—. No la molestes ahora con preguntas. Ayúdala a quitarse las cosas mojadas. Prepararé un té.
Cuando
madame
Charneau desapareció en la cocina, Julia recogió el abrigo mojado de Ellen.
—Estuvo aquí preguntando por ti.
—Lo sé —dijo Ellen—. Me encontró en la estación inmediatamente antes de que saliera el tren.
—¿Qué te dijo?
—No sé —comenzó Ellen con una voz que delataba su cansancio—. Dijo que no quería que me fuera.
—¿Te dio alguna razón?
—Solo dijo que no estaría segura si me marchaba de París.
—¿Eso es todo lo que pudo decir?
—Yo le indiqué que mi primo lejano de Viena era un hombre joven y que había mostrado interés por mí.
—¿Tu primo? —preguntó Julia—. Me dijiste que ella tenía unos cincuenta años o así, ¿no?
—Me temo que sí —dijo Ellen con una sonrisa avergonzada.
Julia se llevó la mano a la boca para reprimir una risa involuntaria.
Ellen asintió con la cabeza mientras también empezaba a encontrarlo divertido. De repente, las dos trataban en vano de suprimir su carcajada refleja.
—En realidad, no es divertido —dijo Julia en un vano esfuerzo para controlarse.
—No, no lo es —dijo Ellen, sin conseguir mantener una cara seria.
Les llevó un momento sofocar su risa.
—De todos modos —dijo finalmente Julia, enjugando una lágrima de risa—, después de lo que te dijo de él esa horrible mujer, Chloé, se lo merecía.
Los últimos restos de la risa de Ellen se transformaron de repente en auténticas lágrimas, lo que hizo que Julia la arropase con sus brazos.
—No te preocupes. Te traeremos ropa seca para que puedas descansar. Yo te llevaré el té.
Antes de que Julia pudiera guiar a Ellen escaleras arriba, se oyeron unas insistentes llamadas a la puerta. Las dos mujeres se separaron e intercambiaron unas miradas desconcertadas.
—Quizá —comenzó Julia— haya oído que los trenes se han cancelado.
Otra serie de aldabonazos. Ellen vaciló. Julia le hizo una seña estimulante con la cabeza, levantó el pestillo y abrió la puerta.
De pie, contra el muro de lluvia torrencial, estaba un hombre bajo y corpulento de cara redonda.
El inspector Carnot se quitó el sombrero; su boca dibujó una sonrisa condescendiente.
—
Madame
Hart, supongo.
A
Ellen se le cortó la respiración un momento. ¿Debía negarlo, decir simplemente que se había equivocado? Pero era obvio que el hombre, quienquiera que fuese, sabía que no. Y entonces, el miedo que la invadía desapareció como por ensalmo al caer en la cuenta de que, en lo más profundo de su alma, ella ya no era
mistress
Hart y podía decirle sencillamente la verdad.
—Mi nombre es Beach —dijo ella finalmente, irguiéndose—. Ellen Edwina Beach.
—Soy el inspector Carnot, de la Sûreté, y, con el nombre que prefiera, tengo que pedirle que me acompañe a la prefectura.
—¿Por qué razón? Yo no he hecho nada.
—Naturalmente que no. Nos gustaría hacerle algunas preguntas. Una mera formalidad, se lo aseguro.
—¿Preguntas sobre qué?
—Todo quedará explicado en la prefectura,
madame
.
—No tiene usted derecho a llevarla a ninguna parte —dijo Julia, acercándose tras Ellen.
—¡Ah!, la otra estadounidense. —El inspector le dirigió a Julia una mirada evaluadora—.
Mademoiselle
Conway, creo.
—¿Y a usted qué le importa?
—Un golpe de suerte. Para que vea, también nos gustaría hacerle unas preguntas.
—¿Tiene un mandamiento? —preguntó Julia.
—¿Para qué quiero un mandamiento,
mademoiselle
? —respondió Carnot, tratando de controlar su impaciencia—. Por el momento, no se la busca en relación con ningún delito. Además, usted está ahora en Francia. No damos la lata con cosas como mandamientos. Naturalmente, si lo prefiere, puedo volver con algunos agentes…
—Está bien —le dijo Ellen a Julia—. Yo puedo ir con él. No tengo nada que ocultar.
—Muy inteligente, por su parte,
madame
—dijo Carnot—. Tengo un coche, por lo que no nos mojaremos demasiado.
—Yo iré con ella —dijo Julia, desafiante, antes de añadir en inglés—: pero solo para asegurarme de que todo se desarrolle honesta y respetablemente.
Sonriendo amigablemente, el inspector Carnot se hizo a un lado. Cuando Ellen y Julia estaban saliendo por la puerta,
madame
Charneau apareció tras ellas.
—¿Qué significa esto? —preguntó—. ¿Adónde las lleva?
—Está bien —dijo Ellen—. Vamos a ir con el inspector a responder algunas preguntas.
—¿Qué clase de preguntas?
—¿Y usted es…? —inquirió Carnot en un tono desafiante.
—Yo soy
madame
Charneau y esta es mi casa. —Se irguió, orgullosa.
—Ya veo. En algún momento, puede que tenga que hacerle también unas preguntas a usted. Mientras tanto,
madame
, ¿sabe dónde para el marqués de Valfierno?
—Nunca he oído hablar de él —dijo rápidamente.
—¡Lástima!, porque querrá leer esto. —Sacó un sobre cerrado de su bolsillo interior y se lo entregó.
La respuesta de
madame
Charneau consistió en cruzarse de brazos y dirigirle una mirada desafiante.
Carnot sonrió y dejó la carta en un pequeño estante del vestíbulo.
—Asegúrese de que lo recibe.
El inspector Carnot escoltó a Ellen y a Julia hasta un coche que estaba en el patio, con el motor ronroneando al ralentí. Abrió la puerta trasera e indicó a las dos mujeres que subiesen. Él se sentó en el asiento del conductor y, con una desconcertante vibración, el coche se puso en marcha.
Madame
Charneau lo vio desaparecer en una cortina de lluvia antes de cerrar la puerta y coger el sobre sellado.
Madame
Charneau se apresuró a atravesar el Pont-Neuf, temiendo que el viento y la lluvia pudieran arrastrarla hasta la rápida corriente del río. Era una visión inquietante. Sin su tráfico habitual, el río hervía y se presentaba como una oscura y furiosa amenaza. Nunca lo había visto tan alto, tan poderoso. Unos pocos espíritus fuertes, con los abrigos firmemente cerrados y las manos sosteniendo sus sombreros sobre sus cabezas, permanecían en la balaustrada del puente mirando sobrecogidos cómo rompían las olas contra los embarcaderos tratando de alcanzar los muelles que estaban al nivel de la calle. Antes,
madame
Charneau había tratado de llamar por teléfono a Valfierno desde el hotel de Fleurie, pero los teléfonos no funcionaban.
Llegó a la margen derecha y se apresuró por el muelle de la Mégisserie en dirección al ayuntamiento. Era difícil mantenerse fuera de los charcos y pequeñas corrientes que se habían formado en la calzada y pronto tuvo los zapatos completamente empapados.
Cuando llegó a la entrada de la casa de Valfierno, en la
rue
de Picardie, estaba completamente calada. Aporreó la puerta, con el recuerdo del inspector de policía llevándose a Ellen y a Julia dándole vueltas en la mente.
Valfierno abrió la puerta y ella entró rápidamente en el vestíbulo.
—
Madame
! —dijo sorprendido—, ¿qué ha pasado? ¿Ocurre algo malo?
Ella hizo una profunda inspiración y empezó:
—Un policía se ha llevado a
madame
Hart y a
mademoiselle
Julia para hacerles unas preguntas.
—¿Qué me está diciendo? —dijo Valfierno—.
Mistress
Hart dejó París hace varias horas. Yo la vi subir al tren.
—No —dijo sin aliento
madame
Charneau—, su tren tuvo que regresar a la estación por las inundaciones.
—¿Qué pasa? —dijo Émile, bajando la escalera.
—Han detenido a
mistress
Hart y a Julia —dijo Valfierno.
—¿Detenidas? —explotó Émile—. No lo entiendo. Usted dijo que
mistress
Hart se había…
—¿Cuándo ha ocurrido? —preguntó Valfierno a
madame
Charneau.
—No hace media hora. Y el inspector me dijo que le diera esto.
Ella le entregó la carta, arrugada y húmeda a pesar de sus esfuerzos para protegerla de la lluvia.
Valfierno cogió un abrecartas con mango de marfil de una mesa lateral y abrió el sobre. Desdobló cuidadosamente una única hoja. Parte de lo escrito estaba corrido, pero aún era legible. Leyó en voz alta.
—«
Monsieur
, no hemos tenido el placer de conocernos, pero espero que esto se solucione pronto. Mi proposición es sencilla: venga inmediatamente a la estación de metro de Saint-Michel trayendo con usted la pintura original —usted sabe a qué me refiero— junto con todo el dinero que ha obtenido de su clientela en América. No trate de engañarme, se lo advierto. Sé más de su plan de lo que posiblemente crea. Esta, se lo aseguro, no será una transacción unidireccional. Como sabrá, tengo detenida a
madame
Hart. Si nuestro negocio no concluye satisfactoriamente, las consecuencias que para ella se deriven serán bastante graves. Tenga presente que esta transacción tendrá un carácter privado entre nosotros dos. Una vez concluida, mi interés por usted habrá finalizado: una ventaja añadida, dado que le facilitaré que escape a la persecución. Lo espero a las cuatro, exactamente. Contando con su oportuna respuesta, espero que acepte,
monsieur
, mis saludos. Inspector Alphonse Carnot».
—Es, desde luego, muy educado —comentó
madame
Charneau.
Valfierno le pasó la carta a Émile y sacó su reloj de bolsillo. Eran las tres y cinco.
—Esto es indignante —dijo Émile, alterado, leyendo detenida y rápidamente la carta—. ¿Quién es el tal Carnot?
—Creo que es un estimado miembro de la Sûreté —respondió Valfierno, con un brusco atisbo de sarcasmo.
—¿Un
flic
? —dijo Émile, sorprendido—. ¿Por qué juega a este tipo de juego con nosotros?
—Diría que la gran cantidad de dinero que todavía tenemos en nuestro poder quizá tenga algo que ver con ello.
—¿Pero cómo lo ha descubierto?
—No estoy seguro. Quizá nuestro amigo, el
signore
Peruggia, esté de alguna manera en el ajo.