El sabor de la pepitas de manzana (12 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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Después de que se cayera del árbol recogiendo manzanas un día de otoño, nada había vuelto a ser como antes. Nadie se había dado cuenta al principio y puede que ella menos aún que los demás; sin embargo, a partir de aquel momento, comenzó a sentir frecuentes dolores de cadera y de pronto empezó a no recordar si había tomado o no sus pastillas contra el dolor. Ella preguntaba una y otra vez a Hinnerk si sabía si se las había tomado. Hinnerk se impacientaba y le respondía exasperado. Bertha empezó a asustarse de la aspereza de sus respuestas, pues de verdad no se acordaba, e incluso habría podido jurar que aún no le había preguntado. Pero como Hinnerk ponía siempre los ojos en blanco en el instante en que Bertha le consultaba, dejó de hacerlo. Empezó a dudar de otras muchas cosas. Ya no encontraba las gafas, el bolso o las llaves de casa, confundía las fechas y de pronto no era capaz siquiera de recordar el nombre de la secretaria de Hinnerk, que había trabajado en el despacho durante más de treinta años. Con todo esto, al principio se puso nerviosa y luego le entró ansiedad. Al final, cuando se dio cuenta de que las cosas iban de mal en peor y de que no había nadie que pudiera ayudarla ni nadie con quien hablar de ello, cuando partes enteras de su vida, no solo el pasado sino incluso el presente, se hundían en la nada, le invadió el pánico. Ese miedo extremo la hacía llorar con frecuencia y quedarse por la mañana acostada con palpitaciones, negándose simplemente a levantarse de la cama. Hinnerk empezó a avergonzarse de ella y a insultarla en voz baja. Ella dejó de prepararle el desayuno. La distancia entre la cocina y el comedor era larga, y de una habitación a la otra se olvidaba por el camino de qué había ido a buscar. Hinnerk adquirió el hábito de servirse él mismo el vaso de leche que solía beber por las mañanas y de pasar luego por la panadería, justo frente a la notaría, para comprarse un panecillo de pasas. En realidad no tenía necesidad alguna de trabajar, pero le resultaba desagradable estar cerca de Bertha y pasarse el día oyendo resonar su paso inseguro por toda la casa. Como un fantasma inquieto, Bertha deambulaba escaleras arriba, escaleras abajo, hurgaba en los armarios, rebuscaba en la ropa vieja, la apilaba y la dejaba por ahí olvidada. A veces también entraba en el dormitorio y se cambiaba una y otra vez de ropa. Si estaban en el jardín, se precipitaba hacia los desconocidos que pasaban ante la entrada y los saludaba, como si se tratase de amigos íntimos desde tiempos inmemoriales, con frases exuberantes e incompletas. «¡Oh! ¡Pero si ahí viene el hombre de mis sueños!», gritaba por encima del seto de espino blanco. El paseante se giraba asustado tratando de ver a quién iba dirigida la radiante sonrisa de aquella dama entrada en años que se veía al otro lado del seto. La perturbación de Bertha era algo desagradable. Para Hinnerk no se trataba de una verdadera enfermedad acompañada de dolores y medicamentos. Aquella enfermedad lo llenaba de rabia y de vergüenza ajena.

Mi madre vivía lejos. Inga residía en la ciudad y estaba muy ocupada con su fotografía. Harriet vivía fuera de la realidad, pasaba siempre por distintas fases y en cada una de ellas cambiaba de pareja, lo cual sacaba mucho más de quicio a Hinnerk que cualquier otra cosa. Por ello telefoneaba de vez en cuando a mi madre para quejarse de Bertha, pero sin dejar entrever la creciente inquietud que lo embargaba. Inga fue la primera en darse cuenta de que Bertha necesitaba ayuda. Cuando advertimos que Hinnerk también la necesitaba, era ya demasiado tarde. Contratamos un servicio de comidas a domicilio. Bertha intentaba no manchar el mantel cuando comía y, si tal cosa ocurría, se levantaba bruscamente a buscar un trapo, pero la mayoría de las veces no regresaba a la mesa. Y si lo hacía no era con un trapo sino con una olla, con arroz con leche o con un par de medias. Cuando Bertha decía que mis mangas eran demasiado largas y temía que tocaran la comida, exclamaba: «Hay que hacer algo para que no ardan». Nosotros entendíamos lo que quería decir, y yo me remangaba. Hasta que llegó el día en que no conseguimos calmar su desasosiego y, a partir de entonces, se encolerizaba y abandonaba la mesa o se desmoronaba en su silla y lloraba en silencio.

Una de las mujeres de su círculo, Thede Gottfried, iba tres veces por semana a limpiar, ordenar, hacer las compras y llevar a Bertha de paseo. Un día, Bertha empezó a escaparse. Salía a la calle, se extraviaba y no encontraba el camino de regreso a la casa que la había visto crecer. Hinnerk tenía que ir a buscarla todos los días, aunque generalmente la encontraba en algún rincón de la casa o del jardín, que eran lo suficientemente grandes como para que la búsqueda durara un buen rato. En el pueblo casi todos la conocían, y tarde o temprano había siempre alguien que la acompañaba a casa. Una vez apareció con una bicicleta que no era suya. Otra vez que se escapó en plena noche, un coche logró frenar a tiempo. Empezó a orinarse encima, a lavarse las manos en la cisterna y a tirar una y otra vez pequeños objetos al váter: sobres, cintas elásticas, chinchetas, malas hierbas… Cientos de veces al día hurgaba en sus bolsillos buscando un pañuelo y, cuando no lo encontraba porque lo había sacado y puesto en otro sitio pocos minutos antes, caía presa de la desesperación. Ella no sabía qué le pasaba exactamente. Nadie le hablaba sobre ello y, sin embargo, era consciente de que algo iba mal. Con el miedo visible en su rostro y en voz muy baja, preguntaba a mis tías o a mi madre: «¿Qué pasará conmigo?», «¿me quedaré siempre así?», «antes no estaba como ahora. Entonces aún lo tenía todo; ahora ya no tengo nada». Bertha lloraba muchas veces al día, se asustaba con facilidad, un sudor frío cubría siempre su frente y su angustia se desahogaba en forma de ataques repentinos: se levantaba bruscamente y se marchaba, hacía pequeños sprints y deambulaba como alma en pena por la gran casa vacía. Mis tías intentaban calmarla, le decían que ese era un problema de la edad y que en el fondo no se podía quejar. Pese a que recibía tratamiento médico, la palabra «enfermedad» jamás fue pronunciada en su presencia.

Hinnerk tenía seis años más que Bertha. Cuando a los setenta y cinco años sufrió un infarto, todos pensaron que aquello era algo prematuro puesto que se le veía en perfecto estado de salud. Sin embargo, los médicos insinuaron que seguramente no había sido su primer infarto, pero ¿quién habría podido percatarse del primero y presagiar el último? Hinnerk permaneció quince días en el hospital y mi madre iba a visitarlo. Ella le sostenía la mano y él estaba asustado porque sabía que su final estaba próximo. Una tarde pronunció el nombre de mi madre con toda la dulzura de que era capaz pero que raramente manifestaba, y murió. Durante todo aquel tiempo, mis tías se quedaron en casa de Bertha. Ellas estaban tristes por no haber podido despedirse de él; tristes y llenas de rabia porque Hinnerk había tenido una hija predilecta. Se sentían agraviadas por haber recibido tan poco de él —sobre todo, naturalmente, tan poco amor— y porque ahora no les quedaba más que mi abuela —los restos de un naufragio—, mientras que Christa podía largarse al sur, donde la esperaban un marido fiel y una hija que le brindarían apoyo y consuelo. Aquella tristeza, aquella ira, las llevó a decir cosas terribles a mi madre. Le reprochaban eludir sus responsabilidades con Bertha. Mi abuela estaba presente y lloraba. Ella no entendía de qué iba la cosa, pero percibía en las voces de sus hijas el tono de amargura, de frustración, por un amor no correspondido. Durante los catorce años que Bertha sobrevivió a Hinnerk, las relaciones entre Christa y sus hermanas siguieron siendo muy tensas. Después de cada llamada telefónica de mis tías y antes de cada visita a Bootshaven, mi madre se pasaba noches y noches en vela. Cuando mis tías decidieron, dos años después de la muerte accidental de Rosmarie, enviar a Bertha a la residencia de ancianos, preguntaron primero a Christa con sarcasmo si no querría acoger a la madre en su casa, puesto que Inga y Harriet se habían ocupado ya bastante de ella. En los últimos tiempos, sin embargo, las tres hermanas se habían vuelto a acercar de manera prudencial; al fin y al cabo eran hermanas, sobrepasaban ya la cincuentena, habían enterrado muchos sueños, habían enterrado a Rosmarie y a su padre y ahora acababan de enterrar a su madre.

La hierba entre los manzanos era mucho más alta que detrás de la casa. Tenía que volver a encontrarme con Lexow, no iba a librarse de mí tan fácilmente. Bebí el té y comí el pan, pensé en Max y sacudí la cabeza. ¿Qué era lo que en realidad había ocurrido la víspera?

Los rayos del sol eran ahora más fuertes. Con la bandeja entre las manos, estaba a punto de entrar solemnemente en la casa —era lo que más cuadraba con mi vestido dorado— cuando vi, entre los ároles, el antiguo gallinero, el «trono» como lo llamaban en casa. Había algo rojo pintado sobre el enlucido gris. Pasé rápidamente por delante de los frutales y me dirigí hacia la pequeña casa donde mi madre y sus hermanas habían jugado a las muñecas. Rosmarie, Mira y yo la habíamos usado para protegernos de la lluvia. De lejos vi la pintada roja de aerosol y entonces descubrí la palabra «Nazi». Asustada giré la cabeza, como esperando ver a un grafitero escabullirse tras los arbustos de saúco. Pensé en rascar la pintura con una piedra. Al agacharme pisé el dobladillo de mi vestido y al levantarme con la piedra en la mano oí como un grito: el desgastado y frágil tejido se había rasgado. Volví corriendo al cobertizo e intenté orientarme en la oscuridad. Mis ojos no se habían acostumbrado aún a la penumbra que reinaba allí dentro. En algún sitio, en el nicho junto a las escaleras, había visto al pasar unos grandes cubos de pintura. Abrí el primero, pero no contenía más que restos de vieja pintura blanca, dura como la piedra y agrietada. Con los demás cubos sucedió exactamente lo mismo, de modo que no me quedó más remedio que posponer la eliminación de la pintada. ¿Quién habría podido escribir aquello? ¿Alguien del pueblo? ¿De derechas o de izquierdas? ¿Un cretino o alguien que sabía lo que hacía? El olvido no era algo ajeno a nuestra familia. Quizá alguien buscaba la forma de refrescarnos la memoria.

Para entretenerme, decidí inspeccionar el despacho de mi abuelo Hinnerk. Quería examinar ante todo su escritorio. En el cajón inferior de la derecha solía haber en otros tiempos golosinas, After Eight, Toblerone y cajas y cajas de caramelos Macintosh. Adoraba aquellas cajas, aquella dama con su maravilloso vestido lila y su carruaje. El hombre, con aquella sonrisa y aquel sombrero de copa, no me gustaba mucho, pero la delicada y vaporosa sombrilla de la dama y las frágiles patas de los caballos me fascinaban. ¿No había también en algún rincón un pequeño perro negro? El estrecho talle de la dama de lila me inquietaba. Aquella radiante sonrisa no bastaba para liberarme de la sensación de que podía partirse por la mitad en cualquier momento. No se podía evitar apartar la vista. Los caramelos se nos pegaban en los dientes y, si se tenía mala suerte, solo quedaban los que estaban rellenos de una pasta dura de color blanquecino. Mis preferidos eran los rojos cuadrados; Rosmarie adoraba los de envoltorio dorado; Mira era la única que se mantenía fiel a los After Eight. A veces, sin embargo, cuando era mi abuelo quien hacía circular la lata, Mira optaba por uno de los pegajosos y crocantes caramelos de color violeta oscuro.

La llave seguía estando en el escritorio. Hinnerk nunca se había tomado la molestia de guardar las cosas bajo llave. De todos modos, nadie se habría atrevido jamás a hurgar en sus asuntos. Sus accesos de cólera no hacían distinción entre colegas o subordinados, nietas o amigas de nietas, esposa o mujer de la limpieza, amigo o enemigo. Tampoco se detenían ante sus hijas, tanto si estaban presentes en aquel momento el marido o los niños como si no. Hinnerk era hombre de ley y eso significaba también que él era la ley. Así lo entendía Hinnerk. Harriet, sin embargo, opinaba de manera distinta.

Abrí el escritorio y sentí cómo una ráfaga del familiar olor a barniz, expedientes y menta salía a mi encuentro. Me senté en el suelo, aspiré el perfume y miré en el cajón. Allí había, efectivamente, una lata de Macintosh vacía y también una delgada libreta gris. La saqué del cajón, la abrí y vi que Hinnerk había escrito con tinta su nombre en la primera página. ¿Un diario? No, no era un diario. Eran poemas.

Capítulo 7

Harriet nos había hablado una vez de los poemas de su padre. Aunque vivía en la misma casa que Hinnerk, no hablaba mucho con él y mucho menos de él, de ahí que su alusión a las poesías nos resultara tan extraña.

Para Harriet, encontrarse con su padre equivalía a rehuirle. De niña no se quedaba paralizada en su presencia como Christa e Inga; tampoco lloraba como Bertha. Se escabullía. Si él le gritaba o la castigaba, ella cerraba los ojos y se dormía. Se dormía de verdad. No era un estado de trance, ni un desvanecimiento, era sueño. Harriet le llamaba a eso «volar» y aseguraba soñar siempre lo mismo: que flotaba primero por encima del huerto y de los manzanos para acabar ascendiendo lentamente al cielo. Allí daba vueltas por los prados y no aterrizaba hasta que su padre había salido de la habitación dando un sonoro portazo. Aunque el padre de Hinnerk le había pegado de niño, por muy furibundo que estuviese, él jamás había levantado la mano a nadie. Solo amenazaba con azotes y «castigo corporal», como solía decir. Echaba espumarajos y escupía, su voz alcanzaba un tono tan chillón y tan fuerte que dolían los oídos y se volvía un cínico que bajaba el tono y era capaz de decir las cosas más horribles entre susurros, pero no pegaba y jamás se había sentido tentado de hacerlo. Harriet sacaba provecho de aquello, se dormía y remontaba el vuelo.

Harriet era una de esas chicas que no saben desear solo una cosa y conformarse, sino que no dejan de fantasear con otras. La conmovían especialmente los niños y los animales pequeños. Al acabar el bachillerato, decidió estudiar Veterinaria pese a su falta de talento para las ciencias naturales. Peor aún que su mediocre aptitud para establecer secuencias lógicas era el hecho de que prorrumpía en sollozos a la simple vista de una criatura enferma. Al cabo de dos semanas, su profesora tuvo que hacerle comprender que no estaba allí para adorar a los animales sino para curarlos. Mi madre nos había contado cómo Harriet, tras la primera hora de prácticas con el cadáver de un conejito blanco y negro, había arrojado la bata a los pies del director de seminario y, con ella, también la toalla en lo referente a sus estudios de veterinaria. Con benévolo desconcierto, el profesor la había seguido con la mirada mientras abandonaba la sala de prácticas pero ella jamás regresó. Mi madre siempre contaba esta historia en presencia de Harriet, que asentía sin poder reprimir la risa. Ignoro si se lo habría contado alguna vez la misma Harriet o si mi madre lo habría oído de alguna excompañera de su hermana. También Rosmarie adoraba aquella historia, así que mi madre la contaba siempre con pequeñas variantes. Unas veces era un gato lo que diseccionaban, otras un perrito, una vez incluso un minúsculo jabato.

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