El sabor de la pepitas de manzana (13 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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Después de aquello, Harriet estudió idiomas —inglés y francés— aunque no llegó, como en verdad habría deseado su padre, a ser profesora, sino traductora. Eso era algo que se le daba muy bien. Harriet tenía el don de identificarse plenamente con los pensamientos y sentimientos de los demás: era una mediadora nata entre dos mundos que no podían comprenderse. Mediaba entre sus hermanas. Entre su madre y la costurera que venía dos veces al año. Entre sus profesores y su padre. Porque ella lo entendía todo y a todos y no le resultaba fácil afirmarse en su propio punto de vista. Harriet, en cualquier caso, no estaba hecha para estar; Harriet estaba hecha para flotar. Y lo hacía muy por encima de las cosas, expuesta permanentemente al peligro de caer en el vacío y estrellarse contra el suelo. Esas caídas, sin embargo, no solían tener graves consecuencias. Eran más bien caídas en barrena. Una vez abajo, Harriet daba la impresión de estar un poco confusa, algo extenuada también, pero en ningún caso destrozada.

De las tres hijas, Harriet era la única que se relacionaba con chicos. Christa era demasiado tímida e Inga tenía sus admiradores pero únicamente la contemplaban, ya que no tenían permiso ni se arriesgaban a ir más lejos. Harriet quizá no fuera una amante particularmente hábil o ardiente, pero bastaba con que un muchacho la mirara de cierta manera para que ella sintiera en el acto como un aleteo en el vientre. Ella se dejaba llevar sin oponer resistencia y era capaz de llegar al éxtasis, lo que dejaba a sus parejas poco más o menos que sin aliento. Quizá no fuera lo que se dice «buena en la cama», pero siempre se las componía para que los hombres se creyeran hombres. Y eso era, si cabe, aún mejor. A ello se sumaba el hecho de que a Harriet, la menor de las tres, le había tocado vivir en una época en la que las flores, el amor y la paz, de pronto, desempeñaron un papel importante… aunque no en Bootshaven, desde luego, ni mucho menos en la casa de la Geetestrasse. A diferencia de Christa e Inga, Harriet estudiaba en Gotinga, tenía varias blusas indias en el armario y se había aficionado a los pantalones de campana, compuestos exclusivamente de piezas de cuero rectangulares de igual tamaño. Y fue también entonces cuando empezó a teñir sus cabellos castaños con henna. Harriet se había convertido en una hippy, pero eso no provocó ningún trastorno en su personalidad, ninguna fisura. Siguió siendo exactamente igual a como siempre había sido.

Aun cuando no había más de tres años de diferencia entre Inga y Harriet, y cinco entre Christa y Harriet, parecía separarlas una generación entera. Sin embargo, como la familia de la que venía era la que era, Harriet adoptó un modo de vida hippy moderado. No consumía drogas duras, bebía como mucho un poco de infusión de hachís, un brebaje que no le gustaba demasiado y cuyo principal efecto era darle un hambre canina. Su alma embriagada no tenía nunca tiempo de desplegar las alas y remontar el vuelo en busca de horizontes lejanos, puesto que Harriet no podía parar de llenar su estómago con comida de este mundo. Vivía con Cornelia, una compañera algo mayor que ella, seria y muy tímida. No se aceptaban visitas masculinas. Aunque hombres tampoco había demasiados.

Entonces apareció aquel estudiante de medicina, Friedrich Quast. Tía Inga me había hablado de él pocos años antes, precisamente la noche en que me mostró las fotos de Bertha. Y fue debido, muy probablemente, al sonido trémulo de su voz y a la profunda emoción que la embargaba, por lo que no pude dejar de fantasear con aquella historia de amor de Harriet en radiantes colores.

Friedrich Quast era pelirrojo y tenía la piel blanca con reflejos azulados. Era taciturno e introvertido. Solo sus manos, robustas y pecosas, estaban llenas de vida y de confianza en sí mismas; sabían exactamente hacia dónde querían ir y, sobre todo, qué tenían que hacer una vez llegaran allí donde habían querido estar. Harriet estaba embelesada porque aquello no se parecía en nada a los precipitados y torpes, aunque emocionantes, tocamientos de sus anteriores admiradores.

Lo vio por primera vez en una fiesta que dio una de sus amigas. Era el compañero de piso del hermano de la anfitriona. Impasible, se mantenía distante y dejaba vagar su mirada por los invitados. A Harriet le pareció arrogante y feo. Era alto y delgado y tenía una nariz larga y ganchuda, en forma de pico. Estaba apoyado contra la pared, como si sus patas de grulla no pudiesen sostenerlo.

Harriet regresaba a casa cuando se lo encontró abajo, fumando junto a la puerta de entrada. Sin decir palabra, él le ofreció un cigarrillo y Harriet lo aceptó porque le inspiraba curiosidad y se sentía halagada. Pero en cuanto le dio fuego y la mano que envolvía la cerilla para protegerla del viento rozó su piel sin que siquiera aparentara haberlo hecho sin querer, a ella, de pronto, le flaquearon las piernas.

Harriet se lo llevó a casa o más bien, cuando ella se fue, él sencillamente la acompañó. Ambos sabían desde el primer momento que no la acompañaba por simple cortesía. Era un viernes por la noche y Cornelia, la compañera de piso de Harriet, se había ido a casa de sus padres como cada fin de semana. Friedrich Quast y Harriet pasaron dos noches y dos días metidos en el apartamento. Tan lacónico e indiferente se mostraba Friedrich vestido, como entusiasta e imaginativo estando desnudo y en la cama con Harriet. Sus hermosas manos la acariciaban, la palpaban, la estrechaban, la arañaban con tal habilidad que la dejaban sin aliento, y parecían conocer su cuerpo mejor que ella misma. Friedrich lamía y olía y exploraba todo, manifestando un interés y una curiosidad que no tenían nada en común con el placer del descubrimiento que experimenta un niño, sino mucho más con la voluptuosa concentración de un sibarita.

Harriet conservó para siempre en su memoria el recuerdo de aquel fin de semana como el del verdadero descubrimiento de sí misma. Su liberación sexual estaba más ligada a aquel intervalo de dos noches y dos días que a los años sesenta. Cuando no dormían juntos, comían pan y manzanas que Harriet siempre tenía en casa. Friedrich fumaba. Hablaban poco. Pese a que Friedrich era médico, tampoco hablaban de anticoncepción. Y Harriet ni siquiera pensaba en eso. El domingo por la tarde, Friedrich Quast se levantó, plantó un cigarrillo entre sus labios, se vistió y se inclinó sobre Harriet, que lo contemplaba maravillada. Friedrich la miró a los ojos, dijo que debía marcharse, la besó fugaz pero cálidamente en la boca y desapareció. Harriet se quedó en la cama, sin preocuparse demasiado. Oyó cómo se cruzaba con Cornelia en la escalera. Oyó cómo se detenían sus pasos, un breve susurro y cómo luego seguía bajando deprisa la escalera. Solo después de un momento, los pasos mesurados de Cornelia subiendo los últimos peldaños. Ayayay, pensó Harriet, ayayay. Y, efectivamente, un instante después llamaban a su puerta. Cornelia estaba escandalizada por sorprender a Harriet en la cama a plena luz del día con los cabellos despeinados, las mejillas encendidas, los ojos llenos de brillo con profundas ojeras y la boca roja, casi en carne viva. El olor a humo y a sexo la alcanzó como un mazazo, Cornelia abrió y cerró la boca varias veces, miró a Harriet casi con odio y cerró la puerta tras de sí. Harriet se sentía mal, pero no tan mal como había esperado.

Mal, incluso mucho peor de lo que había esperado, se sintió cuando Friedrich no dio señales de vida ni al día siguiente ni al otro. Se pasó el siguiente fin de semana en la cama, esta vez sola y terriblemente desdichada al ver a Cornelia preocupada por ella y casi deseando que aquel hombre volviera a aparecer. Transcurrió otra semana y Harriet, entre tanto, había averiguado dónde vivía Friedrich y le había escrito dos cartas. El sábado por la noche, él llamó a su puerta. Al verlo, Harriet se descompuso y vomitó. Friedrich le sostuvo la cabeza, la llevó a la cama, abrió la ventana y esperó fumando a que ella recuperara el color. Después se le aproximó y puso una mano sobre su seno derecho. La respiración de Harriet se aceleró.

Friedrich se quedó hasta el lunes por la mañana. A causa del tormento que había padecido durante las dos últimas semanas, Harriet vivió el momento con mucha más intensidad que la primera vez y alcanzó a descubrir el verdadero significado de la pasión. Cuando él se marchó, ella, llena de temor, le preguntó si volvería. Friedrich asintió y desapareció. Nuevamente por dos semanas. Harriet procuraba controlarse, pero no era capaz e iba desmoronándose un poco más cada día. En cuanto intentaba aferrarse a alguna cosa, otra se le escurría de entre las manos. Y no bien volvía a dirigir sus esfuerzos hacia la primera a la que se había agarrado, también esta se derrumbaba. Sus notas empeoraron.

Cornelia le pidió que se buscara otro apartamento, sus padres le reprocharon haber suspendido un examen, adelgazó y sus cabellos perdieron brillo. Cuando Friedrich reapareció, dos semanas más tarde, Cornelia se plantó ante la habitación de Harriet y, a través de la puerta cerrada y a voz en grito, le anunció que a partir de la siguiente semana se iría a compartir apartamento con otra amiga. Añadió que, como estaban en plena época de exámenes, necesitaba más tranquilidad que nunca y tenía que quedarse en Gotinga también los fines de semana. Harriet sintió una gran vergüenza, pero el sentimiento de alivio que experimentó por volver a ver a Friedrich fue mucho mayor. Harriet preguntó a Friedrich si querría vivir con ella. El asintió en silencio. Y aquello fue piedra de escándalo. Al enterarse, Hinnerk se puso furioso y se apresuró a cambiar su testamento, desheredando a Harriet. No quería volver a verla en su casa. Ni siquiera en Navidad.

Friedrich vivía en casa de Harriet, pero ¿podía decirse que se hubiera mudado realmente? Dormía allí y había colocado en el viejo armario de Cornelia unas pocas prendas de vestir para poder cambiarse. Pero jamás llevó al apartamento nada de lo que suele poseer un hombre que viva en un piso amueblado: libros, efectos personales, cuadros, objetos diversos. Harriet estaba consternada. Pero Friedrich decía que él no necesitaba nada más. Una vez, Harriet fue a escondidas al apartamento del amigo de su hermana, antiguo compañero de piso de Friedrich, pero ya no vivía allí. Había acabado sus estudios y se había vuelto a Sauerland a trabajar en la empresa de su padre. Nadie en la casa sabía nada en concreto de Friedrich Quast. Cuando Harriet le preguntó un día por el resto de sus cosas, él respondió que guardaba sus libros en un cuartucho en la Facultad de Medicina, donde dirigía un curso de primer semestre. ¿Y el resto? El resto estaba almacenado temporalmente en casa de una amiga de su madre. Harriet se puso celosa. Sospechaba no ser la única con la que se veía. Y, pese a que ahora Friedrich pasaba más tiempo con ella y a que nunca dejaba de hacerle el amor cuando estaban juntos, Harriet estaba cada día más convencida de que tenía que haber otras mujeres en su vida. Percibía señales. A veces era el vestigio de un perfume desconocido; otras, una carta que abría a escondidas o su repentina marcha tras echar una subrepticia mirada al reloj. Harriet cerró los ojos y echó a volar.

Hasta que llegó el día en que volvió a abrirlos solo para comprobar que él la había abandonado en pleno vuelo. La había abandonado dejándola embarazada. Friedrich se había dado cuenta antes que ella. Harriet llevaba una temporada con gingivitis, últimamente le sangraban las encías y se sentía también muy cansada. Pensaba que todo era consecuencia de hacer el amor con Friedrich por las noches en vez de dormir. Y de volar. Sus pechos habían aumentado de tamaño, pero ella no había reparado en eso: sí que había percibido algo, pero sin preocuparse demasiado. Friedrich no decía nada, solo la contemplaba. Una tarde le preguntó por la regla. Harriet, medio dormida, encogió los hombros y cerró los ojos. El la despertó por la noche, se tendió sobre su espalda, la tomó dulce pero enérgicamente por detrás y abandonó el apartamento antes del amanecer. Harriet no le dio demasiada importancia. Era triste, sí, pero nada especial. Cuando miró en su armario y vio que los pocos efectos personales de Friedrich también habían desaparecido, se descompuso y vomitó. Las náuseas ya no la abandonaron. Vomitaba por la mañana, por la tarde y por la noche. Mientras estaba arrodillada frente a la taza del váter, recordó de pronto la última pregunta que le había hecho Friedrich. Harriet cerró los ojos, apretó los párpados, pero esta vez no emprendió el vuelo. Confiaba en que él regresaría, pero no lo creía de verdad y ese sentimiento, que ella misma llamaba intuición, no la engañó.

Dos décadas más tarde —Rosmarie ya llevaba cinco años muerta—, Inga pasó por delante de un consultorio en Bremen. Leyó la placa, más por costumbre que por curiosidad, y al llegar al siguiente cruce cayó de golpe en la cuenta de que el nombre que figuraba en la placa le resultaba familiar. Desanduvo el camino. Y en efecto: Dr. Friedrich Quast, cardiólogo.

Naturalmente, especialista en corazón, pensó Inga. Lanzó un bufido de desprecio y se dispuso a entrar, pero tras un instante de reflexión llamó a su hermana Harriet.

La embarazada Harriet no se desmoronó al darse cuenta de que tendría que arreglárselas sola para criar a un hijo ilegítimo. Las náuseas remitieron el día menos pensado. Y aprobó su examen, incluso con buena nota. Las miraditas y los cuchicheos de sus compañeras no le afectaron tanto como había temido, y, por otra parte, se cuchicheaba mucho menos de lo que había esperado. Solo cuando se encontró casualmente con Cornelia en la ciudad y esta pasó de largo sin decir palabra pero lanzando una elocuente mirada a su barriga, tuvo que sentarse en un café a llorar. Se decidió finalmente a escribir a sus padres y el contenido de la respuesta la pilló desprevenida. Bertha le respondió que deseaba de todo corazón que regresase a casa. Que lo había hablado ya con Hinnerk. Que toda esa historia le había hecho muy desgraciado, pero, y esa fue la única vez en su vida que Bertha esgrimió aquel argumento contra su marido, que la casa no era solo la casa de Hinnerk, sino también y sobre todo era la suya, la casa que ella había heredado de sus padres, y que aquella casa era lo suficientemente grande como para acoger a su hija Harriet y a su futuro nieto.

Harriet regresó a Bootshaven. Cuando Hinnerk vio su vientre abombado dio media vuelta y desapareció en su despacho el resto del día sin decir palabra. Bertha se había impuesto. Nadie supo jamás cuan alto fue el precio que había tenido que pagar por ello.

Durante el embarazo de Harriet, su padre no intercambió ni una sola palabra con ella. Bertha hacía como si no se diera cuenta de nada y charlaba con uno y con otro, pero se fatigaba muy pronto; el cabello rubio recogido en un moño se le soltaba y daba la impresión de estar exhausta. Su hija menor, sin embargo, no se percataba de nada pues entre tanto se había replegado en sí misma. Por las mañanas se instalaba en su antigua habitación y traducía. Gracias a la amable recomendación de uno de sus profesores que apreciaba su trabajo, o acaso simplemente se compadeciera de ella, había tenido acceso a una editorial especializada en biografías. Ese era un género muy adecuado para Harriet y traducía sin mayor esfuerzo. Rodeada de enciclopedias y diccionarios, arriba en la buhardilla, resucitaba a la vida, una vida ajena tras otra en una lengua nueva, recorriendo imparable con sus diez dedos el teclado de una Olympia gris.

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