El sabor de la pepitas de manzana (9 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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Al día siguiente, el Lahn estaba completamente agrietado, los témpanos de hielo parduscos se empujaban unos a otros hacia las orillas y Dietrich se preguntaba dónde volvería a encontrar a la patinadora.

Por la noche, la luna brillaba sobre mi almohada marcando unas sombras afiladas. Había olvidado correr las cortinas. La cama con su traspuntín era estrecha y la manta, pesada.

Tenía que haber llamado a Jon hacía tiempo, o al menos, pensar en él. La mala conciencia me tenía desvelada. Ahora pensaba en él. Jonathan, hasta hacía poco mi novio, ahora mi exnovio, mi novio del pasado. Ni siquiera sabía que yo estaba allí, pero quizá eso careciera de importancia; al fin y al cabo, él ni siquiera vivía en la misma ciudad que yo. Vivía en Inglaterra y allí se iba a quedar. Yo no. Cuando dos meses antes me preguntó si no sería ya hora de vivir juntos, de pronto sentí que por mucho que me gustase su país, ya era hora de volver a casa. Precisamente por haber comprendido que si me había quedado tanto tiempo en Inglaterra había sido más por amor a su país que por amor a él, tuve que irme. Y ahora estaba aquí e incluso era dueña de un palmo de tierra. Me resistía a verlo como una señal, pero aquella idea reforzaba mi decisión de quedarme.

Cuando se pierde la memoria, el tiempo pasa al principio demasiado aprisa y, después, no pasa en absoluto. «Oh, ya hace tanto de eso», decía mi abuela Bertha acerca de cosas que lo mismo se remontaban a una semana que a treinta años o diez segundos. Enfatizaba el comentario con un ligero tono de reproche acompañado de un gesto desdeñoso con la mano. ¿Acaso la controlaban?

Su cerebro se cubría de arena como el lecho inestable de un río que empezara a desdibujarse poco a poco en sus márgenes, y cuyas orillas acabarían por desmoronarse en grandes bloques arrastrados por el agua. Aquel río perdió su forma y la corriente, su razón de ser. Finalmente, dejó de fluir y no hacía más que chapotear torpemente en todas direcciones. Los depósitos blancos que se formaban en el cerebro bloqueaban todo impulso eléctrico, las terminaciones quedaban completamente aisladas y, al final, también la persona: aislamiento, isla, coágulo, Inglaterra, electrones y el brazalete de ámbar de tía Inga; la resina endurecida en el agua, el agua que cruje helada, el cristal que estaba hecho de silicio, y el silicio que era arena, y la arena se escurría en el reloj, y yo debía dormir, ya iba siendo hora.

Por supuesto, volvieron a verse poco después de la temporada de patinaje sobre el Lahn helado. Es casi imposible evitar a alguien en Marburgo. Y mucho más si se lo busca. Se volvieron a encontrar a la semana siguiente, en el baile del Instituto de Física. Mi madre había ido con un compañero, hijo de un colega de mi abuelo. Sus padres habrían visto con muy buenos ojos un vínculo más estrecho entre ellos, lo que hacía que Christa quedara paralizada en presencia del muchacho y que este a su vez entonteciera delante de ella, por lo que en general no solían salir juntos. Sin embargo, esta vez la noche había sido todo un éxito. Christa había estado tan ocupada mirando a su alrededor que se mostró más bien relajada. El hijo del colega del abuelo, contrariamente a lo habitual, no había sentido su cerebro y su lengua cubrirse de escarcha bajo el efecto de la frialdad de hielo de su acompañante y, con algunos comentarios mordaces acerca de la osadía de los bailarines principiantes, consiguió incluso arrancarle alguna sonrisa. Era Christa quien había sugerido al hijo del colega del abuelo ir al baile del Instituto de Física. Y aunque el muchacho se daba perfecta cuenta de que volvería a atascarse tan pronto como mirara los labios apretados de Christa, fue lo suficientemente comprensivo como para acceder a acompañarla al baile.

Christa vio a Dietrich primero, después de todo, ella contaba con encontrarle allí. En cambio, él no se lo esperaba, así que la confusión que se apoderó de ella al verlo ya se había disipado un poco para cuando él la vio a ella. Los ojos grises de Dietrich se iluminaron, levantó la mano y solo entonces inclinó la cabeza, insinuando una reverencia. Sin vacilar y con paso elástico, abordó a Christa y la invitó a bailar una vez y luego otra y fue a buscar una copa de vino blanco para ella, tras lo que continuaron bailando. El acompañante de Christa, inquieto, observaba la escena desde la barra. Por un lado, se sentía aliviado al constatar lo sencillo que era todo esta vez, ni siquiera tenía que hablar con ella, pero, al mismo tiempo, sentía que las cosas no iban del todo bien. Con una mezcla de sorpresa, satisfacción y celos, veía que su compañera era una codiciada bailarina y decidió sacarla a bailar, algo que contradecía la conducta que se había propuesto adoptar esa velada.

Afortunadamente, él bailaba mal y mi padre bien. Y mi madre bailaba mejor con mi padre, puesto que, al fin y al cabo, él la había visto deslizarse sobre el hielo y eso la liberaba de su asfixiante timidez. Eso y también el hecho de que mi padre era casi más tímido que ella. Total, que bailaron juntos en todos los bailes marburgueses de la temporada: la danza de mayo, las veladas estivales de baile, las fiestas de las facultades, el baile de la universidad. Mientras se bailaba no era necesario hablar si uno no quería, se estaba con más gente y se podía regresar a casa a cualquier hora. La danza, pensaba Christa, era en el fondo una actividad deportiva, una especie de maratón en pareja.

Las hermanas de Christa no tardaron en darse cuenta de que tenía un secreto. Durante las vacaciones semestrales, que pasaba naturalmente en Bootshaven, era siempre la primera en revisar el buzón por las mañanas, como toda joven que guarda secretos. A las preguntas de sus hermanas, a veces insistentes y otras aduladoras, no hacía otra cosa más que reír y ruborizarse o ruborizarse y permanecer en silencio. Cuando tía Inga comenzó a estudiar Historia del Arte al semestre siguiente en Marburgo, las dos hermanas fueron juntas al baile del primer semestre. Dietrich Berger ya le había sido presentado a Inga con un grupo de jóvenes que pertenecían a la misma corporación estudiantil que él. Un estudiante de Deporte, alto y bien parecido, le había gustado mucho a Inga y ella supuso que se trataba del admirador de su hermana. Pero cuando vio que Christa prescindía de los zapatos de tacón alto, que casaban tan maravillosamente bien con su vestido de seda marrón, y que sin titubear echaba mano de sus bailarinas planas, Inga supo quién era el amigo de su hermana: Dietrich Berger, talla apenas un metro setenta y seis.

Se comprometieron ese mismo año, y cuando mi madre cumplió los veinticuatro y acabó sus aborrecidas prácticas para el profesorado en un instituto de enseñanza secundaria de Marburgo, se casaron y se trasladaron a la región de Baden, donde mi padre consiguió un puesto en un centro de investigación de ciencias físicas. Desde entonces, mi madre padecía nostalgia.

Ella no podía olvidar Bootshaven y tenía un enorme apego por la casa que ahora era mía. Aunque hubiera vivido mucho menos tiempo en Bootshaven que donde vivía ahora, mi madre tenía la sensación de estar en aquel lugar de paso. El primero de esos cálidos y húmedos veranos sin viento que había pasado allí la sumió en la desesperación; no podía dormir porque la temperatura nocturna no bajaba de los treinta grados y se pasaba la noche sudando, tumbada en la cama, mordiéndose el labio inferior con los ojos clavados en el plafón de cristal opaco hasta que fuera empezaba a clarear. El verano dio paso a un otoño insignificante y este, por fin, a un invierno duro, sin nubes. Todas las aguas se helaron durante semanas. Mi madre supo entonces que se quedaría. En noviembre del año siguiente me trajo al mundo.

Yo nunca había pertenecido plenamente a ese sitio, a la región de Baden. Y mucho menos tras mi regreso de Inglaterra, si bien me lo había creído durante algunos años. Y con Bootshaven me sucedía lo mismo. Aunque había crecido y estudiado en el sur de Alemania y allí estaban mis amigas del alma, la casa de mis padres, mis árboles, mis lagos y mi trabajo, la tierra, la casa y el corazón de mi madre estaban aquí, en el norte. Aquí había estado yo de niña y aquí había dejado de ser niña. Aquí, en el cementerio, descansaba mi prima Rosmarie, aquí yacía mi abuelo y ahora también Bertha.

No sabía por qué Bertha no había dejado la casa en herencia a mi madre o a una de sus hermanas. Quizá había sido un consuelo para mi abuela pensar que yo era una nueva generación de los Deelwater. Pero nadie amaba esa casa tanto como mi madre. Habría sido lógico que ella la heredara. Entonces, tarde o temprano la casa hubiera pasado a ser mía. ¿Qué habría hecho ella con los pastos? Debía volver a hablar de todo eso con el hermano de Mira. Pero la idea de hablar con Max Ohmstedt de asuntos de familia me inquietaba porque, en ese caso, no podría evitar preguntarle también por su hermana.

Era todavía temprano cuando me levanté. Los domingos por la mañana las cosas se percibían de otra manera se daba cuenta enseguida. El aire tenía otra textura, era más denso, y eso hacía que todo pareciese algo desfasado. Hasta los ruidos familiares sonaban distinto. Más sordos y, al mismo tiempo, más insistentes. Lo más probable es que se debiera a la ausencia del ruido de los coches; acaso también a la ausencia de monóxido de carbono en el aire. Tal vez respondiera simplemente al hecho de que en domingo se prodiga tal atención al aire y al ruido como no se les presta durante el resto de la semana. Pero no creo que fuera realmente así, ya que los domingos se perciben de ese mismo modo también en vacaciones.

Durante las vacaciones escolares me gustaba quedarme acostada más tiempo por las mañanas, tras pasar mi primera noche en la casa y escuchar los ruidos que venían de abajo: el crujido de la escalera, tacones sobre el suelo de azulejo de la cocina, la puerta que daba al cobertizo, que se quedaba atascada y chirriaba siempre cuando se abría de un fuerte empujón o daba un estallido cuando se cerraba de un portazo. Se oía también el ruido metálico de la cadenilla, que se descorría por las mañanas y se balanceaba junto al marco. En cambio, la puerta que llevaba del vestíbulo a la cocina se abría sola y hacía un ruido desagradable cuando la empujaba la corriente de aire que se colaba desde el cobertizo. La campana de latón tintineaba sobre la puerta de entrada cuando mi abuelo salía de la casa para ir a buscar su bicicleta y dirigirse al despacho. El empujaba la bici por la salida del cobertizo, la dejaba en el jardín, volvía al cobertizo, cerraba con llave desde el interior, atravesaba entonces la cocina, recorría el vestíbulo y volvía a salir por la puerta de entrada. ¿Por qué no salía directamente por el cobertizo? Seguramente porque quería echar el cerrojo por dentro y no cerrar con llave desde fuera. Pero ¿por qué no cerrar con llave desde fuera? A mí me parecía que simplemente quería sentir en su mano el cromado brillante del picaporte de la gran puerta de entrada y tomarse su tiempo, en su calidad de señor de la casa, para detenerse unos segundos en la escalinata antes de recoger el periódico del buzón al salir, meterlo en la cartera, bajar la escalera, montarse en su bici y echarse a la tierna mañana dándole al timbre y lanzando al pasar un fugaz pero enérgico saludo en dirección a la ventana de la cocina. En cualquier caso, la imagen que él y todo el mundo tenía del señor notario no le hubiese permitido escabullirse disimuladamente por la puerta de atrás para ir al trabajo, y siguió fiel a esta práctica incluso cuando ya hacía mucho que había dejado de llevar las riendas de la notaría. De todas maneras, hasta el momento de su muerte, ninguno de sus socios se había atrevido a ocupar su despacho, pese a que era el más espacioso y el más bonito.

A medida que se alejaba, la intensidad de los ruidos de la vajilla, de las voces y risas de las mujeres, de sus pasos precipitados y de los portazos iba en aumento pero, debido al eco que distorsionaba los sonidos bajo los altos techos de la cocina, jamás podía uno enterarse de lo que se hablaba. Sí era posible, en cambio, percibir exactamente el zumbido de los sentimientos. Si las voces eran sordas y graves, las palabras monosílabas y las frases entrecortadas por largas pausas, entonces había preocupaciones; si se hablaba mucho y rápido y casi siempre en voz alta y con el mismo tono, se conversaba sobre trivialidades de la vida cotidiana; si había risas sofocadas y cuchicheos o incluso gritos ahogados, entonces era aconsejable vestirse sin demora y bajar con sigilo, pues los secretos no se aireaban así como así. Más tarde, cuando empezó a perder la memoria, Bertha ya no hablaba fuerte, hacía pausas más o menos largas y cuando estas amenazaban con eternizarse, las otras voces se apresuraban a ponerles fin. Por lo general, varias voces se hacían oír a la vez, de repente aumentaban de intensidad y volvían a perder fuerza con la misma rapidez.

Esa mañana, naturalmente, no se escuchaba nada. Yo estaba sola en la casa. El silencio traía a mi memoria aquella otra mañana, no menos silenciosa, de hacía trece años. De tanto en tanto se oía poco más que el tintineo de una taza o el golpeteo de una puerta. Aparte de eso, silencio. Un tipo de silencio como el que solo puede sobrevenir a una catástrofe. Como la sordera tras una detonación. Un silencio como una herida. Rosmarie solo había sangrado ligeramente de la nariz, pero sobre su piel pálida, el goteo de trazo bien marcado parecía querer mofarse de nosotros.

Me levanté, me lavé la cara en la habitación de tía Inga, me cepillé los dientes, me deslicé en mi arrugado vestido negro y bajé a hacerme un té. Encontré toda una serie de cajas llenas de té en bolsitas, incluso unas cajas de Corn Flakes que sabían un poco a armario de cocina pero que, al menos, no estaban reblandecidos. Seguramente procedieran de las cortas estancias de tía Inga en la casa. En el frigorífico quedaba todavía un poco de la leche que había traído el señor Lexow.

Más tarde fui en bicicleta hasta la cabina telefónica junto a la gasolinera y llamé a Friburgo. Era domingo, evidentemente, y yo sabía que me atendería el contestador automático de la biblioteca de la universidad. Dije que debía tomarme tres días de permiso suplementarios para solucionar los problemas de sucesión. Luego, retomé el camino en dirección al lago.

Debía de ser aún muy temprano, pues las pocas personas con las que me cruzaba en el camino, todas ellas con perro, me saludaban con esa sonrisa de discreta complicidad con la que se reconocen mutuamente los auténticos madrugadores dominicales. El camino que llevaba al lago era fácil de encontrar. Como casi todos los caminos de la zona, se adentraba por pastos y bosquecillos. En algún momento giré a la derecha y pasé por la calle empedrada de una aldea compuesta de tres granjas con granero, silos y tractores, después rodeé las dos colinas, seguí recto a través de los pastos y volví a tomar a la derecha. Allí estaba el lago. Un disco de vidrio negro.

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